Debía ser bastante tarde cuando un rayo de luz que se filtraba con timidez por un resquicio entre las cortinas despertó a Paula. La joven se desperezó con lentitud y notó su cuerpo agradablemente dolorido en ciertos puntos estratégicos; pero, casi al instante, lo ocurrido la noche anterior regresó a su memoria y abrió los ojos de golpe.
Contempló el rostro lleno de paz del hombre que descansaba a su lado y, por un instante, deseó alargar la mano y acariciarle la mejilla donde ya apuntaba una ligera barba, sin embargo, echó mano a toda su fuerza de voluntad y resistió el impulso. Como si la luz del día le hubiera hecho recobrar la cordura de golpe, se preguntó qué demonios había hecho.
Su vecino seguía durmiendo ajeno por completo a su tumulto interior. Pau aprovechó para deslizar la mirada por su rostro recreándose en las atractivas facciones masculinas; la barbilla cuadrada, ligeramente hendida en el centro, que denotaba determinación; la nariz grande y recta, con un toque aristocrático; los labios, firmes y sensuales, que la habían enloquecido pocas horas antes... y, de pronto, fue consciente de que sus sentimientos por Pedro eran muy diferentes de lo había sentido jamás por ningún otro hombre y supo, sin lugar a dudas, que iban mucho más allá de un mero deseo pasajero. De alguna manera, sin que ella hubiera sido consciente de ello, Pedro se había hecho imprescindible para su felicidad y Paula aún no podía entenderlo; ¿por qué él?, ¿por qué alguien con quien, en principio, tenía tan pocas cosas en común? Sacudió la cabeza, incapaz de encontrar la respuesta a sus preguntas.
Lo único que sabía era que, después de tantos años de relaciones superficiales, se había enamorado de su vecino como una idiota y, en cambio, no tenía nada claro que Pedro sintiera por ella algo más que una simple atracción física.
Asustada por primera vez en su vida, Pau se bajó del colchón con cuidado de no despertarlo. Durante unos segundos, permaneció en pie junto a la cama y lo contempló en silencio, luchando contra el deseo punzante de tenderse de nuevo junto a él y besarlo una vez más.
«¿Cómo ha podido ocurrir algo así?» se preguntó mordiéndose el labio inferior con nerviosismo. «Soy una estúpida. Tengo que alejarme de aquí, necesito pensar...».
Incapaz de afrontar la conmoción que le había provocado el reconocimiento de su amor, Paula hizo lo que solía cuando sentía que las cosas se complicaban demasiado: decidió huir. Sin hacer ningún ruido, recogió sus cosas lo mejor que pudo; por fortuna, sus útiles de pintura estaban en el maletero del coche. A toda velocidad, escribió una nota para Pedro con mano no muy firme.
Ha surgido algo urgente, debo irme. Perdona que me lleve tu coche.
Por favor, cuando vuelvas a Londres tráete a Milo.
Gracias por todo, despídeme de tu madre.
Pau
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