jueves, 29 de septiembre de 2016
MAS QUE VECINOS: CAPITULO 30
Cuando Pamela le rodeó el cuello con sus brazos y lo atrajo hacia ella para besarlo, Pedro se quedó demasiado sorprendido para resistirse; pero al cabo de unos pocos segundos se apartó de ella con firmeza y, visiblemente incómodo por la situación, declaró:
—Lo siento, Pamela, pero estoy prometido.
—No seas anticuado, querido, hay muchos hombres prometidos, incluso casados, que no dan la menor importancia a mantener un pequeño coqueteo al mismo tiempo...
—Pero yo no soy uno de esos hombres —la interrumpió Pedro con firmeza, desasiéndose de esas manos que trataban de atraerlo de nuevo—. Será mejor que volvamos con el resto de la gente.
—Está bien, Pedro, no te enfades conmigo—suplicó la mujer—. Lo siento, de verdad.
Comenzaron a andar en medio de un embarazoso silencio.
Pedro estaba deseando perderla de vista, así que caminó a toda la velocidad que le permitían sus largas piernas y, pocos minutos después, llegaban al belvedere de mármol.
Al ver a Paula en brazos de Roberto Atkinson, Pedro de repente lo vio todo rojo y una furia homicida le invadió. Con rapidez, avanzó hacia el hombre que abrazaba a su vecina y, sin mediar una sola palabra, le soltó un directo a la mandíbula que le hizo caer al suelo, despatarrado. A continuación, agarró con fuerza el brazo de Paula arrastrándola tras de sí y, sin detenerse, le ordenó por encima del hombro a la pelirroja que lo miraba con la boca abierta:
—Pamela, encárgate de que los Wilson acerquen a mi madre a casa. Nosotros nos vamos ya. Muchas gracias por todo.
Paula tuvo que apretar el paso para seguirlo.
—Me estás haciendo daño —protestó tratando de librarse de la dolorosa presión de su mano.
—¡Estate quieta! No pretendo armar una escena en este lugar. Ya hablaremos en casa.
Enseguida llegaron al coche. Pedro la obligó a sentarse en el asiento del copiloto y cerró la puerta de golpe. Arrancó en silencio y condujo a toda velocidad hasta la gran mansión de piedra. Bates les abrió la puerta sin manifestar ninguna sorpresa ante el hecho de que la madre de él no regresara con ellos y les condujo hasta uno de los salones de la casa.
—¿Desean tomar algo los señores?
—No, gracias, Bates, no necesitamos nada, puedes retirarte —contestó Pedro haciendo gala de una gran calma, a pesar de que Paula notó que estaba a punto de estallar.
Cuando el mayordomo se fue, cerrando la puerta discretamente tras él, Pedro le preguntó con una voz distorsionada por la rabia:
—¿Qué hacías besando a Atkinson?
La joven alzó el rostro desafiante hacia él y respondió con otra pregunta:
—¿Qué ocurre, acaso tú puedes besar a Pamela y yo no puedo divertirme?
—Yo no he besado a Pamela.
—¡Claro, ahora lo entiendo! De repente, te diste cuenta de que no respiraba y decidiste practicarle un RCP de urgencia. —Después de lo ocurrido con su alumna, Paula se había apuntado a un cursillo de primeros auxilios y ahora la reanimación cardiopulmonar no tenía secretos para ella.
—Quiero decir que fue ella la que me besó a mí.
—¿Ah, sí? Pues daba la sensación de que disfrutabas bastante —declaró Pau, sarcástica.
—¡No disfrutaba y no cambies de tema! Has venido aquí como mi prometida y no permitiré que me pongas en ridículo delante de todo el mundo. —Paula nunca había visto a su vecino tan enfadado, pero no solo no se arredró, sino que se enfrentó a él, retadora.
—Por supuesto, lo único que te importa es tu orgullo herido. ¿Y qué me dices del mío? ¿Acaso debo permitir que me dejes como a una tonta? De todas formas, para tu información, Roberto y yo no nos besábamos... bueno, quiero decir... En fin, el pobre hombre debió pensar que, después de la escenita que acabábamos de presenciar, me sentiría herida y solo quiso consolarme.
—Pero claro, tú no necesitabas consuelo, porque no te importó lo más mínimo que yo besara a Pamela. Lo que pasa es que siempre tienes que andar besando a todo el mundo. Disfrutas provocando a los hombres —afirmó Pedro, rabioso.
Ahora fue Paula la que se puso furiosa y pasó a la ofensiva soltando lo más hiriente que se le ocurrió.
—En realidad no estamos prometidos, así que ambos somos libres de besar a quien nos dé la gana. No sé a cuento de qué viene este paripé de novio celoso, Pedro; los melodramas siempre me han aburrido, la verdad —respondió con desdén.
Al escuchar sus palabras, la cólera de Pedro se desbordó como la espuma de una botella de champán que alguien hubiera agitado con fuerza y, por primera vez desde que lo conocía, Paula fue testigo de aquello que siempre había deseado presenciar: ver a su vecino, siempre tan dueño de sí, perder el control.
El espectáculo resultaba aterrador.
Pedro se acercó a ella con expresión asesina y, al verlo, la joven, atemorizada, se volvió y salió corriendo del salón.
Paula subió los escalones de dos en dos, mientras escuchaba los pasos de su vecino a su espalda, cada vez más cerca. Jadeante, se metió en su habitación y le cerró la puerta en las narices dando la vuelta a la llave. Pau apoyó la espalda sobre la madera tratando de recuperar el aliento y cerró los ojos, pero, de repente, una voz amenazadora sonó muy cerca de su oído y le hizo abrirlos de nuevo, sobresaltada:
—Me parece que olvidaste un pequeño detalle...
Pedro había entrado por la puerta del cuarto de baño y estaba de pie junto a ella. Asustada, Paula forcejeó con la cerradura para escapar del cuarto, pero el hombre apoyó la mano en la puerta y le impidió abrirla.
—¿Y ahora qué? —la desafió con voz suave. Las aletas de la nariz masculina se abrían y se cerraban como las de un caballo purasangre y, sin saber por qué, ese movimiento casi imperceptible le puso a Pau la piel de gallina.
—Mira, Pedro, no es lo que tú piensas. Tranquilízate, es mejor que hablemos como personas civilizadas. —A pesar de que su voz temblaba ligeramente, Pau trató de parecer calmada.
—Yo estoy muy tranquilo, querida Paula —contestó él acercándose a ella con lentitud, al tiempo que Pau reculaba hacia el centro de la habitación hasta que, en un momento dado, sus piernas chocaron contra la cama y no pudo seguir retrocediendo.
—Esto no tiene sentido, Pedro. Recuerda que nuestro compromiso no es real; yo no te he engañado. —Los iris de Pedro ardían despidiendo llamaradas plateadas y Paula apenas reconocía en ese extraño de ojos abrasadores a su amistoso vecino, que siempre había hecho alarde de un autocontrol ejemplar.
—Tú aceptaste convertirte en mi prometida durante un tiempo, así que lo mínimo que puedes hacer es comportarte con un poco de dignidad y no ir por ahí provocando. Creo que no es mucho pedir que, durante unos pocos días, dejes de abrazar y besar al resto de los hombres que pueblan este universo.
—¡Basta, eres injusto! —respondió Paula muy enfadada y empujó ese pecho imponente que se encontraba tan cerca del suyo, aunque no consiguió que se desplazara ni un milímetro.
Las pupilas de Pedro resbalaron con lentitud por el cabello revuelto y el rostro sonrojado de la chica y se detuvieron en sus ojos castaños, que parecían más grandes que nunca, cuyas chispas doradas amenazaban con calcinarlo.
—Querida Paula, llevo siglos conteniéndome; sabes muy bien que te deseo desde hace tiempo. Si son besos lo que quieres yo te los puedo dar, recuerda que me dijiste que no besaba del todo mal. —Su tono, frío y calmado, en profundo contraste con la pasión que asomaba en su mirada, hizo que Pau se estremeciera, pero la joven no estaba dispuesta a dejarse apabullar por nadie, así que contestó, desafiante:
—Yo no quiero besos y menos los de un hombre como tú. Pensaba que éramos amigos, pero me doy cuenta que no tienes ni idea de lo que es la amistad. No solo llegas con facilidad a conclusiones equivocadas, sino que además eres un ser frío y egoísta.
—¿Frío? —Las incandescentes pupilas masculinas parecían desmentir el adjetivo.
Con deliberación, Pedro se acercó aún más a ella y Paula se vio obligada a retroceder un poco para evitar que la tocara, pero la cama estaba más cerca de lo que pensaba y perdió el equilibrio y cayó hacia atrás sobre el colchón.
En el acto, Pedro se tendió sobre ella y con rapidez inmovilizó sus piernas con las suyas. Pau se revolvió bajo el peso de su cuerpo, pero fue como intentar mover una roca de dos toneladas. El hombre rodeó las muñecas de la chica con una de sus grandes manos, y le sujetó los brazos por encima de su cabeza. Incapaz de liberarse, Paula se quedó muy quieta. Pedro bajó la mirada para contemplarla y sus ojos se detuvieron codiciosos sobre los firmes pechos femeninos que subían y bajaban, agitados, bajo la fina tela del vestido. Después de un tiempo que a Pau se le antojó infinito, sus pupilas se posaron de nuevo sobre los grandes ojos castaños en los que, a pesar del esfuerzo de la joven por parecer tranquila, asomaba un ligero temor.
—No te asustes, mi querida Paula, no pretendo hacerte daño —susurró tan cerca de sus labios que Pau no pudo evitar un escalofrío.
—¡No te tengo miedo! ¡Y no me llames querida! —exclamó, rabiosa.
Él la observó burlón.
—¿No tienes miedo, querida? —Pedro inclinó aún más su cabeza, hasta que su boca casi rozó la suya. Los trémulos labios de la joven la traicionaban, aunque Paula era incapaz de decidir si era temor lo que sentía u otra cosa completamente distinta—. ¿Seguro? —El tono grave de su voz, ronco y seductor, se deslizó en sus oídos y erizó todos los poros de su piel. Pau se quedó mirando con fijeza esos ardientes iris de color plata que la mantenían inmóvil, como los de una serpiente que tratara de hipnotizarla.
—No... —Su respuesta fue un leve suspiro que acarició los labios masculinos y un deseo incontenible brilló en la mirada de Pedro. Paula adivinó sus intenciones y rogó de nuevo—: No, Pedro, por favor...
—Sí, Paula, sí. Te demostraré que no soy frío ni egoísta. —murmuró Pedro e, incapaz contenerse ni un segundo más, su boca se abatió sobre la de ella.
Al principio, Paula trató de resistirse y mantuvo los labios cerrados, pero el beso de su vecino, al contrario de lo que había esperado, no fue violento, sino todo lo contrario. Con lentitud, Pedro contorneó la boca femenina con la punta de su lengua y luego empezó a mordisquear su labio inferior con una habilidad que hizo que Pau cerrara los párpados, perdiéndose en la voluptuosidad de esa caricia.
—Abre la boca, Paula —ordenó él sin apenas despegar sus labios de los suyos.
La joven suspiró y, sin poder evitarlo, le obedeció, y permitió que el beso se hiciera más íntimo, borrando de su mente todo lo que no fueran esos labios enloquecedores. La boca de Pedro la mantenía en un trance del que no quería despertar. Pau esperó que, de algún lugar de su cabeza, surgiera una voz que la instara a negarse a continuar con esa locura, pero fue en vano; el ansia que la invadía era superior a sus fuerzas y al fin se rindió y empezó a responder a sus caricias con una vehemencia largo tiempo reprimida.
Al notar la apasionada respuesta de Paula, la excitación de Pedro creció de forma casi insoportable; su mano de largos dedos apartó el fino tirante del vestido y deslizó los labios sobre la aterciopelada piel de su hombro, trazando un sendero de fuego que la abrasaba a su paso. Con mucho cuidado, retiró el otro tirante y los senos de Pau quedaron al descubierto. Pedro se separó un momento para poder contemplar sus pechos, cubiertos tan solo por la exigua ropa interior.
—Eres tan hermosa —suspiró Pedro inclinándose sobre ellos, dispuesto a devorarlos.
Al sentir el roce húmedo y cálido de esa boca sobre sus pezones, Pau se arqueó acercándose aún más a él. Ciega de deseo, desabrochó uno a uno los botones de la camisa masculina, para acariciar sin impedimentos ese pecho firme y bronceado en el que no había dejado de pensar desde el día en que se bañaron en la pequeña cala.
Como si las vidas de ambos les hubieran conducido de forma irremediable hasta ese preciso instante, se vieron envueltos en un desvarío frenético; manos y labios buscando con avidez rincones escondidos; piernas entrelazadas enredadas entre sábanas revueltas; ropa arrugada y arrojada a un lado con descuido. Y, por fin, los cuerpos de ambos se fundieron con abandono, arrastrados por un torrente de pasión incontrolable que los elevó a alturas desconocidas. Cuando, mucho más tarde, regresó la calma, permanecieron mirándose sin decir palabra durante varios minutos, como si ambos fueran víctimas de un deslumbramiento.
—Paula... —logró decir por fin Pedro.
—Pedro...
Después de eso continuaron en silencio, estrechamente abrazados, hasta que Pedro sintió unas ganas imperiosas de hacerle de nuevo el amor. A su lado, Pau yacía medio dormida cuando sintió una mano cálida deslizarse entre sus muslos.
—Pedro —trató de protestar.
—No me detengas Paula, por favor, te necesito de nuevo, me muero por ti. —La voz ronca en su oído y sus caricias hipnóticas prendieron de nuevo una hoguera que se extendió por el cuerpo femenino, hasta convertirse en un incendio incontrolable.
La joven hundió ansiosa los dedos en los músculos de su espalda y Pedro se introdujo en su interior con un fuerte impulso, provocando que Pau lanzara un profundo gemido.
Siguió deslizándose hacia adelante y hacia atrás con profundos embates, y cuando la marea de excitación que los envolvía alcanzó cotas casi insoportables, Paula gritó su nombre y ambos se derramaron como una cascada el uno en el otro. Más tarde, quedaron tendidos sobre las sábanas desordenadas, con la respiración agitada y completamente agotados. Sin soltarla ni por un instante, Pedro la apretó contra su costado y, segundos después, los dos se quedaron profundamente dormidos pegados el uno al otro.
Antes del amanecer, Pedro la despertó de nuevo con una lluvia de besos sobre su rostro y, por tercera vez aquella noche, se sumergieron en una vorágine de emociones que nadie más que el otro era capaz de desatar y de saciar.
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