jueves, 29 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 31




Debía ser bastante tarde cuando un rayo de luz que se filtraba con timidez por un resquicio entre las cortinas despertó a Paula. La joven se desperezó con lentitud y notó su cuerpo agradablemente dolorido en ciertos puntos estratégicos; pero, casi al instante, lo ocurrido la noche anterior regresó a su memoria y abrió los ojos de golpe. 


Contempló el rostro lleno de paz del hombre que descansaba a su lado y, por un instante, deseó alargar la mano y acariciarle la mejilla donde ya apuntaba una ligera barba, sin embargo, echó mano a toda su fuerza de voluntad y resistió el impulso. Como si la luz del día le hubiera hecho recobrar la cordura de golpe, se preguntó qué demonios había hecho.


Su vecino seguía durmiendo ajeno por completo a su tumulto interior. Pau aprovechó para deslizar la mirada por su rostro recreándose en las atractivas facciones masculinas; la barbilla cuadrada, ligeramente hendida en el centro, que denotaba determinación; la nariz grande y recta, con un toque aristocrático; los labios, firmes y sensuales, que la habían enloquecido pocas horas antes... y, de pronto, fue consciente de que sus sentimientos por Pedro eran muy diferentes de lo había sentido jamás por ningún otro hombre y supo, sin lugar a dudas, que iban mucho más allá de un mero deseo pasajero. De alguna manera, sin que ella hubiera sido consciente de ello, Pedro se había hecho imprescindible para su felicidad y Paula aún no podía entenderlo; ¿por qué él?, ¿por qué alguien con quien, en principio, tenía tan pocas cosas en común? Sacudió la cabeza, incapaz de encontrar la respuesta a sus preguntas. 


Lo único que sabía era que, después de tantos años de relaciones superficiales, se había enamorado de su vecino como una idiota y, en cambio, no tenía nada claro que Pedro sintiera por ella algo más que una simple atracción física.


Asustada por primera vez en su vida, Pau se bajó del colchón con cuidado de no despertarlo. Durante unos segundos, permaneció en pie junto a la cama y lo contempló en silencio, luchando contra el deseo punzante de tenderse de nuevo junto a él y besarlo una vez más.


«¿Cómo ha podido ocurrir algo así?» se preguntó mordiéndose el labio inferior con nerviosismo. «Soy una estúpida. Tengo que alejarme de aquí, necesito pensar...».


Incapaz de afrontar la conmoción que le había provocado el reconocimiento de su amor, Paula hizo lo que solía cuando sentía que las cosas se complicaban demasiado: decidió huir. Sin hacer ningún ruido, recogió sus cosas lo mejor que pudo; por fortuna, sus útiles de pintura estaban en el maletero del coche. A toda velocidad, escribió una nota para Pedro con mano no muy firme.



Ha surgido algo urgente, debo irme. Perdona que me lleve tu coche.
Por favor, cuando vuelvas a Londres tráete a Milo.
Gracias por todo, despídeme de tu madre.
Pau


Con la maleta en la mano, Paula miró al hombre dormido una vez más y salió de la habitación cerrando la puerta a su espalda con suavidad.





MAS QUE VECINOS: CAPITULO 30




Cuando Pamela le rodeó el cuello con sus brazos y lo atrajo hacia ella para besarlo, Pedro se quedó demasiado sorprendido para resistirse; pero al cabo de unos pocos segundos se apartó de ella con firmeza y, visiblemente incómodo por la situación, declaró:
—Lo siento, Pamela, pero estoy prometido.


—No seas anticuado, querido, hay muchos hombres prometidos, incluso casados, que no dan la menor importancia a mantener un pequeño coqueteo al mismo tiempo...


—Pero yo no soy uno de esos hombres —la interrumpió Pedro con firmeza, desasiéndose de esas manos que trataban de atraerlo de nuevo—. Será mejor que volvamos con el resto de la gente.


—Está bien, Pedro, no te enfades conmigo—suplicó la mujer—. Lo siento, de verdad.


Comenzaron a andar en medio de un embarazoso silencio. 


Pedro estaba deseando perderla de vista, así que caminó a toda la velocidad que le permitían sus largas piernas y, pocos minutos después, llegaban al belvedere de mármol.


Al ver a Paula en brazos de Roberto Atkinson, Pedro de repente lo vio todo rojo y una furia homicida le invadió. Con rapidez, avanzó hacia el hombre que abrazaba a su vecina y, sin mediar una sola palabra, le soltó un directo a la mandíbula que le hizo caer al suelo, despatarrado. A continuación, agarró con fuerza el brazo de Paula arrastrándola tras de sí y, sin detenerse, le ordenó por encima del hombro a la pelirroja que lo miraba con la boca abierta:
—Pamela, encárgate de que los Wilson acerquen a mi madre a casa. Nosotros nos vamos ya. Muchas gracias por todo.


Paula tuvo que apretar el paso para seguirlo.


—Me estás haciendo daño —protestó tratando de librarse de la dolorosa presión de su mano.


—¡Estate quieta! No pretendo armar una escena en este lugar. Ya hablaremos en casa.


Enseguida llegaron al coche. Pedro la obligó a sentarse en el asiento del copiloto y cerró la puerta de golpe. Arrancó en silencio y condujo a toda velocidad hasta la gran mansión de piedra. Bates les abrió la puerta sin manifestar ninguna sorpresa ante el hecho de que la madre de él no regresara con ellos y les condujo hasta uno de los salones de la casa.


—¿Desean tomar algo los señores?


—No, gracias, Bates, no necesitamos nada, puedes retirarte —contestó Pedro haciendo gala de una gran calma, a pesar de que Paula notó que estaba a punto de estallar.


Cuando el mayordomo se fue, cerrando la puerta discretamente tras él, Pedro le preguntó con una voz distorsionada por la rabia:
—¿Qué hacías besando a Atkinson?


La joven alzó el rostro desafiante hacia él y respondió con otra pregunta:
—¿Qué ocurre, acaso tú puedes besar a Pamela y yo no puedo divertirme?


—Yo no he besado a Pamela.


—¡Claro, ahora lo entiendo! De repente, te diste cuenta de que no respiraba y decidiste practicarle un RCP de urgencia. —Después de lo ocurrido con su alumna, Paula se había apuntado a un cursillo de primeros auxilios y ahora la reanimación cardiopulmonar no tenía secretos para ella.


—Quiero decir que fue ella la que me besó a mí.


—¿Ah, sí? Pues daba la sensación de que disfrutabas bastante —declaró Pau, sarcástica.


—¡No disfrutaba y no cambies de tema! Has venido aquí como mi prometida y no permitiré que me pongas en ridículo delante de todo el mundo. —Paula nunca había visto a su vecino tan enfadado, pero no solo no se arredró, sino que se enfrentó a él, retadora.


—Por supuesto, lo único que te importa es tu orgullo herido. ¿Y qué me dices del mío? ¿Acaso debo permitir que me dejes como a una tonta? De todas formas, para tu información, Roberto y yo no nos besábamos... bueno, quiero decir... En fin, el pobre hombre debió pensar que, después de la escenita que acabábamos de presenciar, me sentiría herida y solo quiso consolarme.


—Pero claro, tú no necesitabas consuelo, porque no te importó lo más mínimo que yo besara a Pamela. Lo que pasa es que siempre tienes que andar besando a todo el mundo. Disfrutas provocando a los hombres —afirmó Pedro, rabioso.


Ahora fue Paula la que se puso furiosa y pasó a la ofensiva soltando lo más hiriente que se le ocurrió.


—En realidad no estamos prometidos, así que ambos somos libres de besar a quien nos dé la gana. No sé a cuento de qué viene este paripé de novio celoso, Pedro; los melodramas siempre me han aburrido, la verdad —respondió con desdén.


Al escuchar sus palabras, la cólera de Pedro se desbordó como la espuma de una botella de champán que alguien hubiera agitado con fuerza y, por primera vez desde que lo conocía, Paula fue testigo de aquello que siempre había deseado presenciar: ver a su vecino, siempre tan dueño de sí, perder el control.


El espectáculo resultaba aterrador.


Pedro se acercó a ella con expresión asesina y, al verlo, la joven, atemorizada, se volvió y salió corriendo del salón. 


Paula subió los escalones de dos en dos, mientras escuchaba los pasos de su vecino a su espalda, cada vez más cerca. Jadeante, se metió en su habitación y le cerró la puerta en las narices dando la vuelta a la llave. Pau apoyó la espalda sobre la madera tratando de recuperar el aliento y cerró los ojos, pero, de repente, una voz amenazadora sonó muy cerca de su oído y le hizo abrirlos de nuevo, sobresaltada:
—Me parece que olvidaste un pequeño detalle...


Pedro había entrado por la puerta del cuarto de baño y estaba de pie junto a ella. Asustada, Paula forcejeó con la cerradura para escapar del cuarto, pero el hombre apoyó la mano en la puerta y le impidió abrirla.


—¿Y ahora qué? —la desafió con voz suave. Las aletas de la nariz masculina se abrían y se cerraban como las de un caballo purasangre y, sin saber por qué, ese movimiento casi imperceptible le puso a Pau la piel de gallina.


—Mira, Pedro, no es lo que tú piensas. Tranquilízate, es mejor que hablemos como personas civilizadas. —A pesar de que su voz temblaba ligeramente, Pau trató de parecer calmada.


—Yo estoy muy tranquilo, querida Paula —contestó él acercándose a ella con lentitud, al tiempo que Pau reculaba hacia el centro de la habitación hasta que, en un momento dado, sus piernas chocaron contra la cama y no pudo seguir retrocediendo.


—Esto no tiene sentido, Pedro. Recuerda que nuestro compromiso no es real; yo no te he engañado. —Los iris de Pedro ardían despidiendo llamaradas plateadas y Paula apenas reconocía en ese extraño de ojos abrasadores a su amistoso vecino, que siempre había hecho alarde de un autocontrol ejemplar.


—Tú aceptaste convertirte en mi prometida durante un tiempo, así que lo mínimo que puedes hacer es comportarte con un poco de dignidad y no ir por ahí provocando. Creo que no es mucho pedir que, durante unos pocos días, dejes de abrazar y besar al resto de los hombres que pueblan este universo.


—¡Basta, eres injusto! —respondió Paula muy enfadada y empujó ese pecho imponente que se encontraba tan cerca del suyo, aunque no consiguió que se desplazara ni un milímetro.


Las pupilas de Pedro resbalaron con lentitud por el cabello revuelto y el rostro sonrojado de la chica y se detuvieron en sus ojos castaños, que parecían más grandes que nunca, cuyas chispas doradas amenazaban con calcinarlo.


—Querida Paula, llevo siglos conteniéndome; sabes muy bien que te deseo desde hace tiempo. Si son besos lo que quieres yo te los puedo dar, recuerda que me dijiste que no besaba del todo mal. —Su tono, frío y calmado, en profundo contraste con la pasión que asomaba en su mirada, hizo que Pau se estremeciera, pero la joven no estaba dispuesta a dejarse apabullar por nadie, así que contestó, desafiante:
—Yo no quiero besos y menos los de un hombre como tú. Pensaba que éramos amigos, pero me doy cuenta que no tienes ni idea de lo que es la amistad. No solo llegas con facilidad a conclusiones equivocadas, sino que además eres un ser frío y egoísta.


—¿Frío? —Las incandescentes pupilas masculinas parecían desmentir el adjetivo.


Con deliberación, Pedro se acercó aún más a ella y Paula se vio obligada a retroceder un poco para evitar que la tocara, pero la cama estaba más cerca de lo que pensaba y perdió el equilibrio y cayó hacia atrás sobre el colchón.


En el acto, Pedro se tendió sobre ella y con rapidez inmovilizó sus piernas con las suyas. Pau se revolvió bajo el peso de su cuerpo, pero fue como intentar mover una roca de dos toneladas. El hombre rodeó las muñecas de la chica con una de sus grandes manos, y le sujetó los brazos por encima de su cabeza. Incapaz de liberarse, Paula se quedó muy quieta. Pedro bajó la mirada para contemplarla y sus ojos se detuvieron codiciosos sobre los firmes pechos femeninos que subían y bajaban, agitados, bajo la fina tela del vestido. Después de un tiempo que a Pau se le antojó infinito, sus pupilas se posaron de nuevo sobre los grandes ojos castaños en los que, a pesar del esfuerzo de la joven por parecer tranquila, asomaba un ligero temor.


—No te asustes, mi querida Paula, no pretendo hacerte daño —susurró tan cerca de sus labios que Pau no pudo evitar un escalofrío.


—¡No te tengo miedo! ¡Y no me llames querida! —exclamó, rabiosa.


Él la observó burlón.


—¿No tienes miedo, querida? —Pedro inclinó aún más su cabeza, hasta que su boca casi rozó la suya. Los trémulos labios de la joven la traicionaban, aunque Paula era incapaz de decidir si era temor lo que sentía u otra cosa completamente distinta—. ¿Seguro? —El tono grave de su voz, ronco y seductor, se deslizó en sus oídos y erizó todos los poros de su piel. Pau se quedó mirando con fijeza esos ardientes iris de color plata que la mantenían inmóvil, como los de una serpiente que tratara de hipnotizarla.


—No... —Su respuesta fue un leve suspiro que acarició los labios masculinos y un deseo incontenible brilló en la mirada de Pedro. Paula adivinó sus intenciones y rogó de nuevo—: No, Pedro, por favor...


—Sí, Paula, sí. Te demostraré que no soy frío ni egoísta. —murmuró Pedro e, incapaz contenerse ni un segundo más, su boca se abatió sobre la de ella.


Al principio, Paula trató de resistirse y mantuvo los labios cerrados, pero el beso de su vecino, al contrario de lo que había esperado, no fue violento, sino todo lo contrario. Con lentitud, Pedro contorneó la boca femenina con la punta de su lengua y luego empezó a mordisquear su labio inferior con una habilidad que hizo que Pau cerrara los párpados, perdiéndose en la voluptuosidad de esa caricia.


—Abre la boca, Paula —ordenó él sin apenas despegar sus labios de los suyos.


La joven suspiró y, sin poder evitarlo, le obedeció, y permitió que el beso se hiciera más íntimo, borrando de su mente todo lo que no fueran esos labios enloquecedores. La boca de Pedro la mantenía en un trance del que no quería despertar. Pau esperó que, de algún lugar de su cabeza, surgiera una voz que la instara a negarse a continuar con esa locura, pero fue en vano; el ansia que la invadía era superior a sus fuerzas y al fin se rindió y empezó a responder a sus caricias con una vehemencia largo tiempo reprimida.


Al notar la apasionada respuesta de Paula, la excitación de Pedro creció de forma casi insoportable; su mano de largos dedos apartó el fino tirante del vestido y deslizó los labios sobre la aterciopelada piel de su hombro, trazando un sendero de fuego que la abrasaba a su paso. Con mucho cuidado, retiró el otro tirante y los senos de Pau quedaron al descubierto. Pedro se separó un momento para poder contemplar sus pechos, cubiertos tan solo por la exigua ropa interior.


—Eres tan hermosa —suspiró Pedro inclinándose sobre ellos, dispuesto a devorarlos.


Al sentir el roce húmedo y cálido de esa boca sobre sus pezones, Pau se arqueó acercándose aún más a él. Ciega de deseo, desabrochó uno a uno los botones de la camisa masculina, para acariciar sin impedimentos ese pecho firme y bronceado en el que no había dejado de pensar desde el día en que se bañaron en la pequeña cala.


Como si las vidas de ambos les hubieran conducido de forma irremediable hasta ese preciso instante, se vieron envueltos en un desvarío frenético; manos y labios buscando con avidez rincones escondidos; piernas entrelazadas enredadas entre sábanas revueltas; ropa arrugada y arrojada a un lado con descuido. Y, por fin, los cuerpos de ambos se fundieron con abandono, arrastrados por un torrente de pasión incontrolable que los elevó a alturas desconocidas. Cuando, mucho más tarde, regresó la calma, permanecieron mirándose sin decir palabra durante varios minutos, como si ambos fueran víctimas de un deslumbramiento.


—Paula... —logró decir por fin Pedro.


Pedro...


Después de eso continuaron en silencio, estrechamente abrazados, hasta que Pedro sintió unas ganas imperiosas de hacerle de nuevo el amor. A su lado, Pau yacía medio dormida cuando sintió una mano cálida deslizarse entre sus muslos.


Pedro —trató de protestar.


—No me detengas Paula, por favor, te necesito de nuevo, me muero por ti. —La voz ronca en su oído y sus caricias hipnóticas prendieron de nuevo una hoguera que se extendió por el cuerpo femenino, hasta convertirse en un incendio incontrolable.


La joven hundió ansiosa los dedos en los músculos de su espalda y Pedro se introdujo en su interior con un fuerte impulso, provocando que Pau lanzara un profundo gemido.


Siguió deslizándose hacia adelante y hacia atrás con profundos embates, y cuando la marea de excitación que los envolvía alcanzó cotas casi insoportables, Paula gritó su nombre y ambos se derramaron como una cascada el uno en el otro. Más tarde, quedaron tendidos sobre las sábanas desordenadas, con la respiración agitada y completamente agotados. Sin soltarla ni por un instante, Pedro la apretó contra su costado y, segundos después, los dos se quedaron profundamente dormidos pegados el uno al otro.


Antes del amanecer, Pedro la despertó de nuevo con una lluvia de besos sobre su rostro y, por tercera vez aquella noche, se sumergieron en una vorágine de emociones que nadie más que el otro era capaz de desatar y de saciar.


miércoles, 28 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 29





Paula se acercó a la pequeña media luna de arena blanca y se aseguró de que Pedro no pudiera verla desde su posición; se despojó de la camiseta y los vaqueros y se quedó tan solo con su sencilla ropa interior de color blanco. 


Con rapidez, se metió en el agua y casi se le cortó la respiración al notar lo fría que estaba.


—¡Pedro, ya puedes! —gritó sin poder evitar que le castañetearan los dientes.


Empezó a nadar para entrar en calor sin dejar de mirar con disimulo al hombre que, en ese momento, cruzaba los vigorosos brazos por delante de su pecho y los alzaba por encima de su cabeza despojándose del polo azul. Al ver esos hombros anchos y el torso moreno y fibroso se preguntó cuándo encontraba tiempo su ocupado vecino para tomar el sol. Se dijo que no estaba bien que lo espiara y trató de obligarse a volver la cabeza, pero una curiosidad irresistible le impidió apartar la vista de ese espléndido cuerpo, mientras Pedro se desabrochaba los botones de sus vaqueros y se quedaba tan solo con unos bóxers de color blanco. Pau hundió la cara en las gélidas aguas, en un fútil intento de aliviar su repentino sofoco. No se podía negar que a su vecino el estilo clásico le sentaba de miedo, se dijo. 


Pedro se metió en el agua, dio unas cuantas brazadas y enseguida estuvo a su lado.


—Está buena, ¿eh? —sacudió la cabeza lanzando gotas de agua en todas las direcciones y sus blancos dientes relucieron contra su bronceado rostro en una atractiva sonrisa.


—Está congelada —respondió Paula, aterida.


—Te echo una carrera, quejica..


Estuvieron un buen rato jugando y nadando hasta que Pau consiguió entrar en calor. Luego ambos flotaron un rato boca arriba, recibiendo en la cara los cálidos rayos del sol.


—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó ella.


—Saldré yo primero e iré a buscar la manta del picnic. Mientras aprovecha para quitarte lo mojado y ponerte el resto de tu ropa, ¿de acuerdo?


—Una sincronización perfecta —asintió la chica.


Pedro se alejaba en dirección hacia el bosquecillo donde habían comido, cuando, llevado por un impulso incontrolable, se dio la vuelta lo mismo que la mujer de Lot y, al instante, se quedó paralizado, como si él también se hubiera convertido en estatua de sal.


De espaldas a él, Paula miraba hacia el mar. Se había desabrochado el cierre del sujetador y, en ese momento se estaba sacando los tirantes por los brazos, después, introdujo los pulgares por la goma y se despojó del resto de su escueta ropa interior. Durante unos segundos en los que el tiempo pareció detenerse, la figura femenina, esbelta y sensual, desnuda por completo como una diosa de la antigüedad, se recortó contra el horizonte y Pedro se quedó sin aliento. Enseguida, Pau se puso la camiseta y los vaqueros, y su vecino consiguió recuperar de nuevo el uso de sus piernas temblorosas y se alejó hacia donde estaba la manta.


Al terminar de vestirse, Pedro tuvo que permanecer aún un rato tras la roca donde antes se habían protegido del viento, en un intento de volver a la normalidad. La imagen de Paula sin ropa lo atormentaba y estaba decidido a no salir de ahí hasta asegurarse de que no saltaría sobre ella para devorarla en cuanto la viera. Cuando por fin pensó que tenía sus pasiones bajo control, abandonó su escondite y se dirigió hacia la orilla. La joven estaba sentada sobre la arena, contemplando cómo rompían las olas con suavidad a pocos metros de sus pies.


—Toma —le dijo Pedro con la voz más ronca que de costumbre, al tiempo que le tendía la manta.


—Has tardado un montón —lo regaño la chica —me estaba empezando a congelar. Ven, siéntate aquí.


Paula dio una palmada sobre la arena, a su lado.


—Déjalo, no tengo frío —mintió él, haciéndose el remolón.


—No seas tonto, tienes los labios morados.


A regañadientes, el hombre se sentó a su lado y la chica pasó un trozo de manta por encima de sus hombros. 


Sujetando cada uno por un extremo, permanecieron contemplando cómo las escasas nubes que emborronaban el cielo empezaban a teñirse de amarillos, púrpuras y naranjas. Pau se acercó un poco más a él, buscando su calor, y Pedro tuvo que contener unas arrolladoras ganas de acariciarla.


—Ha sido un día maravilloso, Pepe, lo recordaré siempre —afirmó Paula. Luego pasó el brazo con el suyo y, cariñosa, se arrimó aún más a él. Pedro apretó los dientes para no dejar escapar un gemido; la cabeza le daba vueltas de deseo.


—¿Te ocurre algo, Pepe? Te noto un poco tenso.


—¡No! No es nada —se apresuró a responder él.


—¿No te lo has pasado bien?


—Hacía mucho que no disfrutaba tanto. —La sinceridad que asomó en su voz profunda era evidente.


Permanecieron un buen rato en un amistoso silencio, contemplando cómo el sol se hundía con lentitud en el mar.


—Creo que deberíamos volver —declaró Pau, al fin, pesarosa de romper la quietud del lugar.


—Tienes razón. En pocos minutos no se verá nada.


El hombre se incorporó y le tendió una mano, cálida y acogedora, para ayudarla a levantarse; Pau depositó en ella sus dedos helados y cuando Pedro la soltó para recoger la cesta y el caballete, sintió una extraña sensación de abandono. Lo cargaron todo en el coche y regresaron a la casa. Se disponían a subir la escalera, cuando les detuvo la voz de Pamela Atkinson que debía haberlos oído llegar y salía a su encuentro.


—Pau, Pedro, ¿de dónde venís a estas horas? Ya hemos cenado.


—No importa, Pamela, nosotros estamos bien —respondió Pedro, fastidiado. Le hubiera gustado pasar desapercibido y subir a su habitación sin que lo vieran.


—Tu madre quiere hablar contigo, se queja de que apenas te ha visto estos días.


Con un suspiro resignado, Pedro rodeó la cintura de Pau con un brazo y la condujo al interior del salón.


—Hola, mamá, Atkinson —saludó con frialdad al otro ocupante de la habitación.


Pedro, querido, no sé qué hacéis Pau y tú todo el día por ahí, casi no te he visto desde que has llegado —fue la contestación de su madre, mientras deslizaba una mirada desaprobadora por la larga melena de Paula, enredada por la sal y el viento marino, su ropa vieja manchada de pintura y sus mejillas arreboladas por la brisa y el sol.


Pau lo notó y se sintió algo incómoda al pensar en el aspecto desaliñado que debía presentar en contraste con la perfección del vestido y el maquillaje que lucía Pamela.


—Lo siento, mamá, le he estado mostrando a Paula los alrededores.


—Me temo que he sido yo la que he acaparado a su hijo, señora Alfonso, los paisajes en torno a su hogar son tan bellos que he obligado a Pepe a enseñármelo todo.


A su vecino le hizo gracia ver cómo la joven se apresuraba a salir en su defensa como si, a esas alturas, la desaprobación de su madre pudiera herirlo; ahí tenía una muestra más de su gran corazón.


—La verdad es que ha sido un día muy largo y los dos estamos muy cansados. ¿Qué era eso que querías decirme, mamá?


—Roberto y Pamela han venido a invitarnos mañana a una fiesta campestre. He aceptado en vuestro nombre, me imaginé que no os importaría. Así aprovecharemos para presentar a Pau a nuestros vecinos.


Pedro reprimió una mueca de fastidio; odiaba que su madre le organizara la agenda y más si era para hacer planes en compañía de los Atkinson. Nunca había podido soportar a Roberto y, desde que se había dado cuenta de cómo
miraba a Paula, mucho menos. Una vez más, había aprovechado para sentarse a su lado y la desnudaba con ojos voraces. Pedro apretó los puños con fuerza; ansiaba estrellarlos contra esa boca que lucía una permanente mueca chulesca y tuvo que clavarse las uñas en las palmas hasta que le dolieron para contenerse.


Tratando de serenarse, se volvió a mirar a Pamela y no pudo evitar compararla con Pau. La primera parecía una flor de invernadero, exótica y ligeramente artificial, en cambio, la gracia natural y algo salvaje de Paula Chaves parecía estar fuera de lugar en el impecable saloncito amarillo de su madre; daba la impresión de que una playa salvaje o los verdes prados ingleses después de una buena tormenta serían un marco más apropiado para su belleza.


—Os agradezco la invitación. —El rostro de Pedro, como de costumbre, permanecía inescrutable, impidiéndoles adivinar sus pensamientos—. Contad con nosotros, pero ahora debemos daros las buenas noches, Paula me confesó hace unos minutos que estaba muy cansada.


La joven se tapó la boca con una mano, como si tratara de esconder un bostezo, y le guiñó un ojo a Pedro con disimulo, de modo que se vio obligado a contener una sonrisa.


—Vamos quedaos un rato más —rogó Roberto, agarrando a Pau por el brazo.


—Lo siento, de verdad, estoy agotada. —La joven se soltó con suavidad, al tiempo que le dirigía una educada sonrisa y se puso en pie.


—Buenas noches —se despidió Pedro, tomó a Paula de la mano y salieron juntos del salón. En cuanto estuvieron fuera del alcance de oídos indiscretos afirmó—: Odio a ese tipo.


—¿A quién, a Roberto? No estarás celoso, ¿verdad? —preguntó Paula enarcando una ceja, burlona.


—No me gusta que toquetee a mi prometida.


—Te recuerdo...


Pedro la interrumpió sin miramientos mientras subían la escalinata.


—Sí, ya sé que nuestro compromiso es una farsa, pero él no lo sabe y a mí no me gusta compartir lo que es mío, aunque sea solo en apariencia.


Pau lo miró con los ojos muy abiertos.


—¡Caramba, Pedro, con un poco más de pelo sobre los hombros parecerías un auténtico hombre de las cavernas!


—En el fondo es lo que soy, mujer, así que no juegues conmigo —gruñó él con fingido enojo.


—Pero te recuerdo que estamos en el siglo XXI y yo no soy la posesión de ningún hombre —respondió la chica, desafiante.


—Ah, ¿no?


—No. —Los ojos castaños de Paula lo miraron con picardía.


—Lo veremos. —Pedro se agachó, la agarró por los muslos y se la echó al hombro como si fuera un saco de patatas.


—¡Suéltame, Pedro! —Pau no podía contener la risa, mientras pataleaba y estrellaba sus puños contra las anchas espaldas del hombre.


—¡Eres mía, no luches! —gritó Pedro y le dio una fuerte palmada en el trasero.


—¡Ay!


Con ella cargada sobre su espalda, Pedro se dirigió a la habitación de la joven y la soltó sin miramientos sobre la cama.


—Así aprenderás —afirmó él, mientras contemplaba con el ceño fruncido el rostro de Pau congestionado por las carcajadas, sus cabellos revueltos sobre la almohada y la tersa piel de su vientre que asomaba bajo su camiseta descolocada—. Y ahora te violaré —anunció, al tiempo que se arrojaba sobre ella y hundía su rostro en el cuello femenino, mientras emitía una serie de feroces gruñidos.


Paula se retorcía de risa bajo su cuerpo, tratando en vano de luchar contra las cosquillas que le hacían esas manos que parecían estar por todas partes, y sus movimientos provocaron en Pedro una súbita y violenta excitación. El hombre alzó la cabeza y se quedó mirando con fijeza el rostro risueño de la joven; sus pupilas chocaron y, al ver la pasión que destilaban esos iris grises, Pau recuperó la seriedad en el acto, mientras observaba como los labios masculinos se acercaban poco a poco.


Pedro... —susurró la joven casi contra su boca, haciendo que el hombre se encendiera aún más.


—Paula... —Su aliento la rozó ligero como la brisa.


—No lo hagas —suplicó ella.


Pedro se quedó muy quieto y, por fin, con un esfuerzo sobrehumano, se apartó de ella y se puso en pie. Su respiración agitada revelaba que seguía luchando por recuperar el control.


—Buenas noches, Paula —se despidió y con rapidez desapareció por la puerta.


Paula permaneció largo rato tumbada en su cama mirando al techo. Se sentía terriblemente frustrada. No sabía cómo había logrado pronunciar las palabras que lo habían detenido pero, a pesar de todo, se alegraba de haberlo hecho. Algo le decía que si hubiera permitido que Pedro la besara en ese momento, habría perdido la cabeza por completo.


Y eso, se temía, no hubiera sido una buena idea...


Al día siguiente, amaneció un día perfecto para una fiesta campestre. Paula se encontró a Pedro en el comedor cuando bajó a desayunar y, aunque se sentía un poco incómoda después de lo de la noche anterior, trató de no ponerse en evidencia. Pedro, en cambio, se comportaba como si nada hubiera ocurrido; su rostro permanecía inexpresivo y su trato era tan correcto y educado como de costumbre.


«Está bien», se dijo Paula, molesta, aunque no sabía por qué. «Si quiere jugar al juego de «aquí no ha pasado nada», le demostraré que yo también soy una buena jugadora».


—¡Qué día tan maravilloso para hacer una fiesta en el exterior! —comentó como si fuera una anciana duquesa y el socorrido tema del tiempo fuera el más apasionante del mundo.


—En efecto, aunque soleado, corre una agradable brisa. —La respuesta del viejo duque estuvo a la altura de las circunstancias.


—Parece que la amenaza de lluvia es muy lejana. —Pau agarró la taza de café con delicadeza, manteniendo el dedo meñique en alto de manera exagerada y dio un sorbito.


Pedro reprimió una sonrisa al contemplar su actuación de dama relamida, pero no pudo evitar que sus ojos grises relucieran de diversión, sin embargo, contestó muy serio:
—Cierto, querida, podremos retozar sobre la hierba como conejos sin temor a quedar empapados.


Al oír su respuesta a Paula le entró un ataque de risa y, como en ese momento acababa de dar un sorbo de café, se atragantó y empezó a toser. El hombre se levantó con calma, rodeó la mesa y le dio unas palmaditas en la espalda. 


Cuando la joven recuperó el resuello, consiguió decir:
—Un día de estos me vas a matar, Pedro.


—Imagino que tengo derecho a una pequeña venganza... —susurró en su oído con voz acariciadora, al tiempo que separaba una silla y se sentaba a su lado.


—Ahora en serio, ¿en qué consiste una fiesta campestre? —Paula trató de sonar serena, aunque aún le cosquilleaba la oreja.


—Es una merienda de vecinos que, en realidad, se convierte en cena; con un gran bufé en el que cada uno se sirve lo que quiere y va a tomárselo sobre unas mantas diseminadas por el jardín con ese fin. Los niños juegan al cricket, los padres hablan de fútbol, las mujeres intercambian recetas y así va pasando la tarde. Cuando anochece, se encienden las antorchas y todo el mundo sigue hablando a la luz de la luna, hasta que deciden irse a dormir.


—Suena apasionante, ¿tú crees que tendrá éxito nuestra «Pasta después del Tsunami»?


—Creo que será una de las estrellas de la temporada.


Ambos se miraron risueños y Pedro se vio obligado a admitir que, aunque Pau lo llevaba a menudo al límite de su resistencia, a su lado siempre se divertía.


—¿A qué hora saldremos?


—Con que estés preparada a las cinco será más que suficiente.


Cuando llegaron a la hermosa mansión de los Atkinson, apenas un poco más pequeña que la de los Alfonso, aunque en un estilo más sobrio, la mayoría de los invitados ya estaba allí reunidos, paseando o jugando con sus hijos sobre el cuidado césped que rodeaba la casa. La madre de Pedro, flanqueada por ambos, saludó a sus conocidos y les presentó a Paula. Todos la examinaron con discreta curiosidad; sabían que ella no pertenecía al círculo cerrado en el que ellos se movían, pero a los pocos minutos de conocerla la mayoría la aceptó con amabilidad. Pedro la observaba mientras conversaba con unos y con otros muy animada. Pau llevaba puesto un vaporoso vestido en tonos claros que le hacía parecer tan fresca como la primavera, su pelo caía suelto por su espalda y, cuando recibía los rayos del sol, algunos mechones destellaban con el brillo del oro. 


Estaba tan hermosa, que a Pedro le resultaba difícil apartar los ojos de ella. Durante uno de los escasos momentos en que permanecieron a solas su vecino le comentó:
—Has tenido un gran éxito, Paula. Algo que no resulta muy habitual con los amigos de mi madre.


—¿Tú crees? —preguntó Pau alzando sus cálidos ojos castaños hacia los suyos.


—Normalmente, en cuanto el nuevo miembro de la comunidad les da la espalda lo despellejan. No tardan más de minuto y medio en empezar, lo he cronometrado.


—¿Y cómo sabes que no han hecho lo mismo conmigo? —La joven lo miró risueña.


—¿Bromeas? —respondió Pedro muy serio—. He escuchado a la mismísima señora Lodge-Burrell decir que parecías una jovencita encantadora.


Pau recordó a la matrona recauchutada que le acababan de presentar y no pudo evitar soltar una carcajada.


—Debes estar bromeando, Pedro, en cuanto me ha visto ha hecho un gesto curioso con la nariz, como si hubiera cerca un pescado pasado de fecha.


—Es un tic que se le ha quedado después de su última operación de estética. Te lo digo en serio, Paula, el viejo dragón te ha dado su aprobación y eso significa que has triunfado.


—La verdad es que lo estoy pasando muy bien, Pedro, todos son muy amables.


En ese momento, la madre de Pedro llamó a Paula para presentarle a otro grupo de personas y no les quedó más remedio que separarse. Pamela, que no les quitaba ojo, aprovechó la ocasión para enlazar el brazo de Pedro con el suyo y acapararlo durante más de media hora. El pobre hombre solo consiguió librarse de ella cuando anunciaron que la comida estaba servida. A Pedro le costó atravesar el corrillo de vecinos que rodeaba a Paula pero, con la excusa de hacer que comiera algo, Pedro rodeó su cintura con el brazo y consiguió llevársela de allí.


—Es increíble que estemos prometidos y no hayamos podido estar más que unos pocos minutos a solas —se quejó Pedro.


—La vida es injusta, querido. ¡Esto tiene muy buena pinta! —exclamó Paula sirviéndose una generosa ración de ensalada de pasta de una fuente de plata.


—Tienes que probar el pastel de carne —Pedro le sirvió un poco en su plato antes de servirse él mismo—, es la especialidad de la cocinera de los Atkinson.


Entre risas, llenaron sus platos con una cantidad de comida considerable y se sirvieron dos copas de champán. Luego caminaron hacia una de las mantas estratégicamente colocadas por el extenso parque que rodeaba la casa solariega y se sentaron a la sombra de un imponente sauce llorón, cuyas ramas inclinadas peinaban la corriente de un riachuelo que pasaba por allí. Algunos otros invitados decidieron imitarles y, al poco rato, varias personas más ocupaban la manta, así que el deseo de Pedro de estar un rato a solas con Paula se frustró una vez más. A pesar de todo, la merienda fue muy animada y lo pasaron muy bien. 


En un momento dado, Pau soltó una alegre carcajada por algo que acababa de contarle el honorable Anthony Robinson, que estaba sentado a su lado, y su vecino se quedó contemplándola, embobado.


—Desde luego, no puedes disimular que estás loco por ella, Pedro —declaró la señora Lodge-Burrell dándole una palmadita cómplice en el muslo.


Al oír aquello Pedro notó que, por primera vez en su vida, se sonrojaba como una tímida virgen y fue incapaz de contestar. Los rasgos tirantes de la mujer parecieron expresar algo parecido al regocijo y soltó una risilla maliciosa.


Desde luego no puedes disimular que estás loco por ella...


A pesar de que Pedro siguió participando en la conversación como si nada, las palabras de esa mujer resonaban sin cesar en su mente.


«¡Tonterías», se dijo. «Paula es una amiga a la que aprecio mucho. Puede que me atraiga un poco... está bien, seamos sinceros, me vuelve loco y nada me gustaría más que llevarla a la cama y hacerle el amor durante horas, pero solo es eso: puro deseo físico».


En ese momento, alguien le preguntó por su amigo Harry y Pedro se vio obligado a abandonar sus elucubraciones sin haber llegado a ninguna conclusión satisfactoria.


Ya era de noche cuando terminaron de cenar. Algunos de los invitados organizaron juegos, otros se quedaron amodorrados encima de las mantas y unos pocos decidieron dar un paseo. Roberto se ofreció a enseñarle a Paula un lugar del extenso jardín desde el que se divisaba un espléndido panorama y la chica se vio obligada a aceptar de mala gana, pues no encontró la manera de declinar su invitación sin parecer maleducada. Para su sorpresa, Roberto se comportó como un hombre sensato y divertido y no intentó coquetear con ella como acostumbraba. 


Caminaron durante un rato por un sendero de grava alumbrado con antorchas que desembocaba en un hermoso belvedere de mármol, desde el que se podía contemplar una vista espectacular del pueblo iluminado a sus pies. La noche era tibia y fragante y el cielo, despejado, estaba punteado con pequeñas y brillantes estrellas.


—¡Es maravilloso! —exclamó Paula apoyada sobre la balaustrada, contemplando la vista, extasiada.


—¿No te lo había dicho? Pero tienes que verlo de día. —Roberto le dedicó una atractiva sonrisa y, durante unos instantes, Pau pensó que quizá se había equivocado al juzgarlo.


Deambularon por un estrecho camino bordeado de espectaculares macizos de flores sin parar de charlar amigablemente. Acababan de salir de una curva cerrada que trazaba la senda, cuando Paula se detuvo en seco. Frente a ella, claramente iluminados por la luz de una antorcha, vio la inconfundible cabeza plateada de Pedro inclinada sobre la de Pamela Atkinson, mientras los brazos de ella rodeaban el cuello masculino en un abrazo apasionado. Durante unos segundos, la joven permaneció ahí clavada observando la escena, pero Pedro estaba de espaldas y no la vio.


—¡Vámonos de aquí! —susurró Pau dando media vuelta y alejándose de allí a toda prisa, de manera que Roberto casi tuvo que correr para alcanzarla.


Las emociones burbujeaban violentas en el pecho de Paula mientras desandaba el sendero a toda velocidad, y ella misma se sorprendió por la rabia que sentía. Por unos segundos, se preguntó si no estaría celosa; si lo que sentía por su vecino iba más allá de una cierta atracción física.


«Ni hablar», se dijo, «es solo que no entiendo a qué ha venido toda esta comedia si al final lo que desea es estar con Pamela.»


—Lo siento, Pau, de verdad. Yo no sabía... —Roberto estuvo pidiendo disculpas durante todo el camino de regreso al belvedere.


—¡Basta, Roberto, no es culpa tuya! —le cortó la joven en seco, deteniéndose junto a la balaustrada.


Tratando de normalizar su respiración, Paula se recostó sobre la fría barandilla de piedra y se quedó mirando en silencio el maravilloso valle que dormitaba a la luz de la luna. 


De repente, notó que Roberto rodeaba su cintura con un brazo, atrayéndola hacia sí, y ella no se resistió —pensó que tan solo pretendía consolarla y, asombrada, se dio cuenta de que se sentía más necesitada de simpatía de lo que jamás habría imaginado—; luego, el hombre colocó la otra mano bajo la barbilla de Pau y, con delicadeza, alzó su cara hacia él y la besó en los labios. Paula apoyó la palma de la mano contra su pecho y trató de apartarlo con delicadeza, pero solo tuvo tiempo de pensar que era curioso lo poco conmovida que se sentía por esa caricia, cuando un grito de furia les hizo separarse, sobresaltados.


—¡¿Puede saberse qué demonios está ocurriendo aquí?!


Los ojos de Pedro lanzaban chispas plateadas mientras se acercaba hacia ellos a largas zancadas, rechazando irritado los desesperados intentos de Pamela por detenerlo.