martes, 26 de julio de 2016
¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 9
Los trabajos en la finca comenzaron a la semana siguiente.
El lunes, cuando Paula acompañó a Dario a la puerta Oeste, ya había camiones, una grúa y una perforadora estacionadas dentro y fuera de la finca.
Aunque pensaba que no era asunto suyo, después de dejar a Dario en el autobús, se dirigió al encargado a preguntar.
—Hay que quitar las verjas —la informó.
Era lo que Paula temía. Los destrozos habían comenzado.
—A mí me parece que son unas buenas verjas —comentó mirando hacia las magníficas puertas de hierro forjado.
—Están oxidadas —dijo el hombre—. Pueden ser peligrosas.
—Tonterías. Han estado ahí desde hace noventa años.
—Entonces, están viejas —el hombre estaba convencido—. Será mejor que hable con su marido. Son órdenes suyas.
—¡No es mi marido! —negó Paula.
—Lo que sea. Él es el jefe —dijo el hombre con indiferencia.
Paula se marchó, enfadada por haber iniciado la conversación.
Pedro podía hacer lo que quisiera con Highfield. ¿Quién iba a evitarlo?
Ella no, desde luego. Tras su último encuentro con él, había decidido eludirlo hasta encontrar otro sitio donde vivir. Se olvidaría de sus derechos adquiridos porque pensaba que si Pedro quería echarla no se pararía ante nada. Desde luego, no iba a esperar a que él tomara la iniciativa.
Estuvo mirando los anuncios clasificados y las casas estaban fuera de sus posibilidades. Tendría que ser un apartamento. Apuntó algunas direcciones, cerró la casita y se metió en su viejo coche. Al pasar por delante de las antiguas verjas, vio que solo había agujeros.
Durante el trayecto trató de ser más optimista. Ya era hora de que Dario y ella se despidieran de su antigua vida y comenzaran de nuevo.
Pero su optimismo se agotó cuando en la primera agencia le dijeron: «¿Un hijo? Eso puede ser un problema». También le pidieron sus cuentas del último año y referencias del arrendador actual. Difícil. Todo muy difícil.
En la segunda agencia ya sabía a qué atenerse y contestó que sí. «Ya me las arreglaré luego», pensó. De todas formas, no había nada dentro de sus posibilidades.
Volvió a casa decepcionada e intentó concentrarse en su único encargo de trabajo.
Cuando fue a recoger a Dario, una pequeña grúa estaba colocando una verja nueva. Tuvo que mirar dos veces. Era igual que las antiguas.
—¿Le gusta? —preguntó el encargado cuando pasaba.
—Está bien —concedió a regañadientes.
—Debería estarlo. Encargadas especialmente en el mejor forjador del país.
—¿En serio?
—No quiero ni mencionar lo que cuestan.
—¿Habrán acabado esta noche?
—Ni por asomo. Pero no se preocupe. Dejaremos las máquinas bloqueando la entrada. Y uno de nosotros se quedará de guardia como acordamos con su hombre.
Ella hizo un gesto y contestó exasperada:
—Si quiere decir Pedro Alfonso, el propietario, no es nada mío. Hay una casita en la finca y yo soy su inquilina. Eso es todo.
—Seguro. Lo siento —el hombre contestaba con media sonrisa—. Pensé que usted y él… sería natural.
Paula quería decir que no había nada natural en ello, aparte de que Pedro era un hombre y ella una mujer, pero en lugar de decirlo se sonrojó.
—Casi no lo conozco —dijo mientras se marchaba.
Eso era cierto. Conocía al antiguo Pedro. Inteligente, amable, divertido. Pero el nuevo era un extraño. Inteligente, pero no amable, y no era nada divertido que estuviera allí.
Cuando llegó el autobús del colegio, el único en bajarse fue Dario pero Paula oyó que otros chicos se burlaban de él.
—¿A qué viene eso? —preguntó cuando un chico dio un golpe en el cristal de su ventanilla.
—A nada —contestó Dario encogiéndose de hombros y concentrándose en mirar cómo los obreros colocaban la nueva verja.
—No sé por qué se habrán molestado en cambiarla. Es igual que las otras.
—Son automáticas —apuntó Dario—. Seguro que tienen mando a distancia.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Paula.
—Porque están colocando cables —contestó Dario señalando.
—Pues qué bien —murmuró con sarcasmo.
—Pues sí que está bien —discutió Dario—. Tú siempre decías que eran muy pesadas y ahora podrás abrirlas con solo tocar un botón.
—Si tuviera un botón, claro.
Dario entendió enseguida.
—El nuevo dueño seguro que te da un mando para que puedas hacerlas funcionar —Paula lo dudaba, pero no iba a confesarle sus temores a Dario que solo tenía diez años—. Si no, no podrías sacar tu coche.
—Cierto —sentenció ella con una sonrisa y aprovechó la ocasión—. Claro que siempre podríamos mudarnos a otro sitio, ¿verdad?
—¿Mudarnos? ¿Mudarnos adónde? —era obvio que nunca se le había ocurrido.
—No sé… Algún lugar en Southbury que no fuera tan aislado.
—Me gusta estar aquí —sentenció Dario con una mueca.
—Pero podías estar más a gusto en la ciudad —insistió Paula—. A veces debes de sentirte muy solo conmigo como única compañía.
—No —insistió con terquedad.
Paula suspiró y decidió dejar el tema. Al menos le había sugerido la posibilidad para que se fuera acostumbrando a la idea.
¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 8
Pedro continuó mirándolos. Era toda una sorpresa que Paula viviera en la casita. Se preguntaba por qué no se lo había dicho. ¿Por temor a perder sus derechos como inquilino?
—Qué, ¿dándole un repaso a tu pasado? —preguntó Rebecca que acababa de llegar.
—No exactamente. El lugar ha cambiado demasiado.
—¿Y la chica? —preguntó Rebecca con una sonrisa.
—Especialmente la chica —a Pedro no le coincidía la nueva Esme con la antigua. Alta, delgada y rubia, estaba mucho más bonita que la niña regordeta que solía acompañarlo. ¿Pero a qué precio?
—¿La conocías muy bien? ¿Fue una víctima del famoso encanto de Pedro, o no debería preguntarlo? —Rebecca se moría de curiosidad.
Pedro negó con la cabeza. Podía haberle dicho la verdad.
Rebecca y su marido eran sus amigos íntimos, pero no le pareció bien confesar su único encuentro amoroso con Paula aunque luego ella hubiera continuado con otros, como atestiguaba el hijo. Por un momento se preguntó si… Pero no. No podía ser por la edad.
—Señorita Paula —dijo con ironía—. Me temo que tiene demasiada alcurnia para un chico como yo.
—Ahora no, señor adinerado —dijo Rebecca riendo.
—Me parece que eso no la impresiona.
—¿Y te gustaría impresionarla?
—Quizás —asintió Pedro, pero no reveló lo que sentía de verdad.
De vuelta a la casita, Paula tampoco revelaba sus sentimientos, pero no podía engañar a Dario.
—¿Qué pasa? —rara vez había visto a su madre tan nerviosa.
—Nada —alegó ella cuando llegaba a la puerta.
Una vez dentro, Dario insistió.
—¿Es ese hombre? ¿No te gusta?
Gustar o no, no describía lo que ella sentía por Pedro: una poderosa mezcla de temor, ira y química sexual.
—No mucho —contestó por fin.
—¿Porque compró la casa?
—En parte.
—Alguien tenía que comprarla —la lógica de Dario era aplastante.
—Sí, claro, pero hubiera preferido que fuera otra persona. Y ahora, ¿podemos cambiar de tema?
Dario le hizo caso diciéndole:
—Tienes una telaraña en el pelo.
—¡Puaj! —Paula se pasó la mano por la cabeza, pensando en el aspecto que tenía: vaqueros viejos, camiseta enorme, el cabello en cola de caballo. Horrible comparada con la amiga estadounidense. Pero él la había besado.
«¿Y qué?», se preguntó. Solo indicaba que Pedro no había cambiado. Seguía siendo un oportunista, dispuesto a tomar lo que estuviera en oferta.
Pero ella no lo estaba. Y cuanto antes él lo supiera, mejor.
El problema era que él seguía pensando en ella como Paulita, la hermana pequeña de la atractiva Anabella. ¿O quizás, lo que recordaba era la chica fácil del granero?
Volvió a pensar en la noche en que concibió a Dario y se obligó a recordar el resto…
Permanecieron juntos unos instantes tomando aliento, recuperando la razón.
Entonces él susurró:
—¡Qué bien ha estado!
Paula asimiló las palabras. Bien como si fuera una nota, no era que la amara. El sueño idiota de una colegiala.
—¿Estás bien? —dijo él apartándole el pelo de la cara.
—Sí, muy bien —«no llores. No debes llorar», pensó.
Después de todo ella lo había incitado, le había rogado. ¿Cómo iba a saber que la dejaría tan vacía?
—Por un momento pensé que… que te había hecho daño —en el fondo estaba preguntándole si era virgen.
—No. Solo que tengo frío —dijo tiritando.
Él la abrazó contra su pecho y ella notó el vello y la piel caliente sobre su piel desnuda.
—Toma —le pasó el vestido y la ayudó a ponérselo. Se puso la camisa y le echó la chaqueta sobre los hombros.
Todavía sentía frío y, lo que era aún peor, estaba completamente sobria.
—Vayamos a algún lugar más caliente —le calzó los zapatos y la ayudó a bajar la escalera, guiándola peldaño a peldaño.
Ya en tierra firme, Paula deseaba huir. Llegó a la puerta pero él la agarró por el brazo.
—¿Paula? —la enfocó con la linterna.
—¿Sí? —ella se volvió esperando las palabras que arreglarían la situación.
—Ya sabes que yo no tenía intención de que pasara esto.
No había dicho las palabras mágicas.
—¿Y?
—Me gustas —añadió él—. Me gustas mucho —«pero no lo suficiente», pensó Paula—. Y quién sabe —continuó con dulzura—, quizás vuelva algún día y podamos…
—Mira —ella no quería promesas vacías—, tuvimos una relación sexual. No es nada especial —intentaba que su tono fuera indiferente.
—Pues debería serlo —le dijo él endureciendo el tono de su voz—. El mundo no ha cambiado mucho y si te dedicas a tener relaciones sexuales promiscuas… Los chicos hablan. No me gustaría que acabaras con una mala reputación.
Paula se sintió enrojecer. Una mezcla de vergüenza e ira.
¿Cómo se atrevía a tener una relación con ella y luego amonestarla?
—¡Eres un hipócrita! —le espetó—. Un canalla mojigato.
—Tienes razón. Yo no soy quien —admitió él—, sabiendo que solo eres una niña… Pero sí, lo disfruté. Y tanto, que si no fuera porque me marcho, mañana volvería otra vez. Pero tú no eres Anabella. Tú eres…
«¡Anabella!», Esme no quería oír cómo la comparaba con su hermana.
—Eres tan patético como yo. ¿De verdad crees que le importas algo? —inquirió Paula queriendo hacerle tanto daño como él le hacía a ella.
—Esa no es la cuestión —la sujetaba por el brazo mientras ella intentaba soltarse—. Lo que quiero decir es que…
—¡No me importa lo que digas! —ella lloraba, humillada.
—Oye, cálmate. A menos que quieras que todo el mundo te oiga —señaló con la cabeza hacia la casa grande, que tenía las luces encendidas. Pero Paula no se calmó y, en cuanto pudo zafarse, salió corriendo. Él corrió tras ella, pero no pudo alcanzarla antes de que entrara en la cocina y echara el cerrojo—. ¡Paula! —la instaba desde fuera—. Déjame entrar. Tenemos que hablar —ella no contestó—. ¡Paula! —ella esperó llorando hasta que por fin él se alejó…
Y allí estaba, diez años después, sintiendo aún la misma humillación. Sabía que no había sido a propósito. Y no era lo del sexo lo que la preocupaba. Era la lástima que él había sentido por ella. Eso era lo peor.
El que al día siguiente Pedro se acercara a la casa grande a despedirse no la había consolado. De hecho, ella no estaba allí. Había ido a Londres a casa de una amiga. Él le dejó un mensaje con Maggie, pero no una carta como él alegaba.
—Dile a Paula que se merece algo mejor.
Al oírlo, ella se había sonrojado. Por fortuna, Maggie no había pedido explicaciones.
Paula no estaba segura de lo que significaba. ¿Mejor que qué? ¿Que él? ¿O mejor que convertirse en una mujer que se acostaba con todos?
Ella nunca lo había hecho. Él la había confundido con Anabella. Solo que, en el caso de Anabella, estaba dispuesto a perdonar la promiscuidad.
¿Porque la amaba?
No podía haber otra explicación y Paula todavía sentía celos.
Era ridículo. ¡Y ella que creía que ya lo tenía superado!
Y así fue mientras que Pedro solo era un recuerdo en su memoria. Pero al verlo reaparecer en su vida, más atractivo que nunca, seguro de su lugar en el mundo y rico, ella sentía la necesidad de humillarlo. Sin escrúpulos. Después de todo, la vida de ella ya tenía pocas perspectivas. ¿Acaso creía Pedro que ella iba a agradecerle las invitaciones a comer, o cualquier otra oferta?
Estaba equivocado. Tenía aún más dignidad que cuando era niña. Estaba educando a un hijo sola, estaba estableciendo su propio negocio y se estaba abriendo camino en el mundo. Aunque a veces se sentía sola, era lo bastante fuerte para sobrevivir sin arriesgar el orden de su vida por una relación sin sentido.
Dejaría que Pedro se instalara en la casa grande e hiciera el papel de señor, pero ella no le debería nada excepto el alquiler.
¿Y Dario? Ese obstáculo ya estaba superado. Pedro lo había visto y no había reconocido su sangre en él. No tenía por qué imaginar que eso cambiaría, y ella no iba a decírselo.
¿Para qué? ¿Para ver la cara de horror que ponía? No le haría eso a Dario. Él también se merecía algo mejor.
¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 7
Transcurrió un mes sin que Pedro volviera. Paula se había tranquilizado y ya no pensaba en él a diario. Tenía otras preocupaciones: el aislamiento de Dario, problemas en el trabajo y su relación con Carlos.
Pocos días después de que Pedro visitara Highfield, Dario se quedó a dormir en casa de un amigo y ella fue a una cena con Carlos y otros amigos.
La noche fue agradable y, de regreso, Paula invitó a Carlos a entrar en casa a tomar café. No era la primera vez, ni la primera vez que él intentaba que el beso de despedida fuera algo más íntimo. Pero la reacción de Paula no fue espontánea y ya la tenía prevista desde antes de la cena.
Cuando Carlos la intentó besar, ella le correspondió con la esperanza de sentir lo mismo que había sentido con Pedro.
Pero no fue así, y cuando después de tomar aliento Carlos intentó besarla de nuevo, lo rechazó. Él se quedó confuso, pero ella le explicó que no estaba preparada para tener una relación amorosa. Carlos, que no la escuchaba, le pidió disculpas por precipitarse y le prometió que tendría paciencia.
—Te llamaré pronto —le dijo al despedirse.
Paula se sintió culpable pues, en lugar de rechazarlo de pleno, le había dejado la impresión de que era solo cuestión de tiempo. Y ella sabía desde el principio que no era así.
Durante seis meses que llevaban saliendo, él la había respetado escrupulosamente, y Paula se preguntaba qué pensaría él si supiera cómo era ella en realidad. Si supiera que había pasado de un beso a hacer el amor con Pedro en una relación que había durado exactamente cuarenta minutos.
«Se escandalizaría», pensó. Pero así era ella en realidad, aunque parte de la culpa era del alcohol.
«No fui yo, Señoría. Fue el whisky».
«Lo siento. Su condena es un embarazo adolescente y una vida llena de penurias».
Pero no había sido tan grave. Tenía el dinero de su tía abuela Guillermina que, aunque solo era una cantidad pequeña, era más de lo que otras tenían.
«Da gracias por lo que tienes».
La buena anciana Guillermina, que le pellizcaba las mejillas, se burlaba de los hombres y daba un poco de miedo.
Paula sonrió al recordarla y se dio cuenta de que otra vez estaba hablando sola. ¿Y qué mal había en ello? Quizás estaba un poco chiflada como su tía abuela, pero había cosas peores. Por ejemplo, salir con un hombre solo para no hablar consigo misma.
Estaba resuelta a terminar con Carlos e intentó hacerlo con tacto. Estuvo dándole excusas para que él se diera por enterado, pero él no lo hacía y la convenció para que saliera a cenar con él. Resultó que la cena era para celebrar su cumpleaños. Con eso estaba todo dicho. Ella se había olvidado de su cumpleaños. Pero no podía decirle: «¡Feliz cumpleaños!», seguido de «¡Hemos terminado!». Y no lo hizo. Incluso había dejado que Carlos la besara de nuevo.
Y no pasó nada especial. Solo se sintió culpable por dejar que la situación llegara hasta allí.
Al día siguiente, su madre la llamó.
—¿Qué tal tu cena?
—¿Cena?
—Anoche con Carlos. Te vio Bibi Masterson —Paula suspiró. Su madre tenía espías por todas partes—. Bibi quería saber si hay boda a la vista o qué.
—Espero que le hayas dicho «o qué». Estoy cansada de decírtelo, mamá.
—De acuerdo. Vive tu vida como quieras —dijo su madre con tono ofendido—. Pensé que debía llamar y decírtelo. He vendido la casa.
—¿Qué? —exclamó Paula—. ¿Cuándo? ¿A quién?
—La venta se ultimó el lunes pasado.
¡Habían transcurrido seis días y no le había dicho nada! Ya no había remedio.
—¿A quién, mamá, a quién? —insistió Paula.
—Un comprador de los Estados Unidos —contestó la madre en un tono evasivo—. Peter Collins se la mostró. Pensó que sería mejor, puesto que tú no hiciste muy buen papel la última vez.
—Porque era Pedro Alfonso, mamá —le recordó Paula en tono impaciente.
—¿Y qué? No me importa quién compre Highfield —parecía como que a su madre nunca le hubiera importado la casa—. De todas formas —continuó—, los nuevos propietarios son conscientes de que tú eres un inquilino con derechos, y que mientras pagues alquiler no se te puede desalojar.
—¿Alquiler? —Paula alzó la voz con preocupación—. ¡Pero yo no pago alquiler!
—Ya lo sé, cariño —dijo la madre en tono condescendiente—. Pero si hubiera reconocido que eres mi hija habrían insistido en que la propiedad estuviera vacía.
—¿Y no lo van a averiguar?
—Quizás con el tiempo, pero entretanto el agente ha extendido un contrato de alquiler con fecha atrasada a nombre de P Chaves, y nadie lo ha relacionado. Claro que tendrás que pagarles a los nuevos propietarios. He hecho todo lo que he podido por ti, cariño, y no estaría de más que me lo agradecieras un poco.
Paula tuvo que tranquilizarse antes de contestar.
—Gracias, mamá.
Su madre no notó lo forzado del tono y pasó a otro asunto que le parecía más importante: Anabella y su intención de regresar a Inglaterra en el verano.
Paula solo la escuchaba a medias y, cuando su madre colgó, se dio cuenta de que aún no sabía cuándo ocuparían Highfield los nuevos propietarios.
Todas las semanas acudía a la casa grande para limpiar un poco, y el sábado lo hizo también, pero para despedirse.
Dario iba detrás de ella y se ganaba el dinero de bolsillo pasando el cepillo y quitando el polvo, mientras ella limpiaba las ventanas.
Paula subió al piso superior para limpiar los baños. No era una forma muy sentimental de despedirse de Highfield y se sorprendió de que no le diera pena, puesto que era como un cascarón vacío.
Estaba mirando los muebles que quedaban de su antigua habitación cuando oyó pasos en la escalera. Pensó que sería Dario, pero oyó una voz femenina que llamaba.
—Hola. ¿Hay alguien ahí? —Paula pensó que sería la nueva propietaria y deseó que se la tragara la tierra. Salió de la habitación y se encontró con una mujer vestida con un traje elegante, que contrastaba con sus vaqueros y camiseta—. Hola —dijo la mujer con acento estadounidense—. Supongo que usted es de la empresa de limpieza.
Paula pensó que eso era lo que parecía y le pareció mejor aceptar el papel.
—No sabía que se iban a mudar hoy —respondió—. Si quiere, me marcho.
—¡No, qué diablos! —dijo la mujer—. Por lo que puedo ver vamos a necesitar un ejército completo de limpiadores. ¿Cuánto tiempo hace que está desocupada la casa?
—Casi tres años.
—Pues parece que fueran diez —dijo la mujer—. ¿Y cuándo fue la última vez que pintaron? —Paula sabía que habían sido diez años, pero no contestó—. De todos modos, tiene posibilidades —la mujer hablaba para sí—, aunque yo prefiero mis casas nuevas y sin corrientes.
Paula estaba molesta y confundida.
—Algo debió de ver en Highfield, o si no, no la habría comprado.
—¡Cielos, no! Yo no la he comprado —dijo la mujer riendo—. Es de Pepe. Él está abajo repasando la casa —a Paula le dio un vuelco el corazón. «¿Pepe?, ¿será él?», pensó. No.
Eso era ridículo. ¿Por qué iba a ser él? Había mucha gente con esas iníciales y la mujer era estadounidense, por lo que Pepe seguramente también lo sería. Su madre había dicho que el comprador lo era—. Espere que lo llame. Pepe., estoy aquí arriba. Hay alguien de la empresa de limpiezas —Paula no podía decir que era la hija de la antigua dueña, e inquilina de la casita—. Voy a bajar, porque él no me ha oído. La dejo que siga con su trabajo.
—Muy bien —Paula no sabía qué hacer. Su instinto le decía que recogiera las cosas y se marchara sin esperar a ver quién era Pepe. El problema era que no sabía cómo salir sin ser vista. Y, además, estaba Dario.
Entró de nuevo en su dormitorio a mirar por la ventana.
Dario estaba en el patio y no se veía a nadie más. ¿Qué debía hacer? Oyó pasos por la escalera y pensó en esconderse por si era Pedro. «¡Qué tontería», pensó y se quedó quieta escuchando cómo los pasos se acercaban hacia la puerta.
—¡Tú! —dijo Pedro en tono sorprendido. Vestía pantalones de sport y una camisa de marca.
—Yo —contestó Paula.
Él hizo una mueca al ver el plumero que Paula llevaba en la mano, y vio que estaba apoyada en la pared, vestida con unos vaqueros rotos y una camiseta y con su rubia cabellera recogida en una cola de caballo.
—Pensé que bromeabas cuando dijiste que te dedicabas a arreglar casas.
En efecto el malentendido había sido una broma. Pero decidió seguirle la corriente y contestó:
—Todos necesitamos ganarnos la vida.
—Cierto, pero es difícil de creer. Tú, una mujer de la limpieza.
—Se llama movilidad social. Unas personas suben en la escala social y otras bajan. Por cierto que ha habido un malentendido con tu amiga. Yo no soy vuestra mujer de la limpieza.
—Lo sé. No tienen que venir hasta el lunes. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Necesitaréis servicio. ¿Qué mejor manera de solicitar el puesto? —dijo Paula con sarcasmo.
—¿Lo dices en serio?
—Era la ambición de mi vida. Hacerme mayor, que el hijo de la cocinera me quitara la casa familiar, y luego reencarnarme en doña Fregona.
No le importaba parecer engreída. Eran sus únicas armas contra él.
—Me parecía raro que te rebajaras a trabajar para mí. Aunque no creo que sea muy diferente trabajar para la clase alta. ¿O es que generan un tipo distinto de suciedad? —Paula se lo había buscado y guardó silencio—. ¿Y qué hace don Fregón? —preguntó él acercándose a la ventana.
—¿Don Fregón? ¿Qué te hace pensar que existe? —dijo Paula tratando de distraerlo para que no mirara por al patio.
Demasiado tarde. Ya había mirado.
—Ese que está ahí abajo es el joven Fregón, ¿verdad? Por la pinta que tiene debe de ser tu hijo.
Paula pensó que no debía temer. Nadie más que ella había visto el parecido de Dario con Pedro.
—Sí es mi hijo —admitió.
—¿Y don Fregón?
—Hace tiempo que se fue y que lo olvidé.
—Ah… Es muy bueno con el monopatín —añadió Pedro—. Lo estuve observando antes de saber que era tuyo. ¿Qué edad tiene?
—Nueve años —mintió Paula con descaro.
—Es muy alto para su edad.
—Sí, muy alto.
—¿Cómo se llama?
—Dario… Dario Chaves —ella acentuó el apellido para demostrar que era solo suyo.
—¿Y quién es su padre? Si no te importa la pregunta.
—Sí que me importa —contestó, pero Pedro era muy terco.
—Uno de los Fairfax —aventuró—. ¿Cómo se llamaba? El hermano pequeño que solía rondar alrededor tuyo después de las carreras.
—Hernan—contestó ella sin pensarlo.
¿Qué importaba si Pedro se quedaba con la idea de que Dario era hijo de Hernan Fairfax? Hacía años que vivía en Sudáfrica o Sudamérica.
—Eso quiere decir que no es de tu incumbencia —contestó ella.
—Muy ambiguo —dijo él riendo.
Paula miró su reloj.
—Tengo que irme.
—¿Una cita para comer? —Paula no contestó—. Pensé en que te podía llevar a algún sitio. Al Hotel Sherborne en Addleston, si es que aún existe.
—¿Por qué? —Paula lo miraba perpleja.
—¿Por qué? ¿Necesito tener algún motivo?
—Sí.
—Déjame ver… Podría ser interesante llegar a conocernos de nuevo.
—No se me ocurre qué más hay por conocer —respondió ella—. Tú eres Pedro Alfonso, empresario de internet y nuevo propietario de Highfield. Yo soy Paula Chaves, madre soltera de un niño y ex limpiadora de tu mansión. ¿Crees que tenemos algo en común? —espetó ella mientras se dirigía hacia la puerta.
Pero si creía que él la iba a dejar marchar, estaba equivocada. Él la alcanzó en el rellano y la sujetó por un codo.
—¿Es por Highfield? —preguntó él bruscamente—. ¿Es ese el problema? ¿No puedes soportar que yo, el hijo de la cocinera, sea el nuevo dueño?
Paula se extrañó de la interpretación de él. El rencor que sentía no era por la casa ni por el origen social de él.
—¿Y no podría ser por ti? —exclamó ella tratando de zafarse—. ¿Porque no quiero comer contigo porque eres demasiado aburrido y demasiado terco para aceptar un no por respuesta?
Paula estaba furiosa. Con él, con ella misma. Con todo el mundo.
Él se apartó recordando el bofetón que ella le había propinado la última vez que se habían visto, pero no la soltó.
—Supongo que eso es decir las cosas claras —dijo él por fin—. Pero voy a darte un consejo. Si es cierto que no te gusta un hombre, no deberías gemir cuando te besa. Podrías darle una idea equivocada.
Paula se ruborizó.
—Yo no gemí.
—¿No? Creo que deberíamos repetir la actuación.
—¿Qué quieres decir?
Él la atrajo hacia sí, la estrechó entre sus brazos y acalló sus protestas con sus labios duros y calientes.
Ella se resistió, empujándolo y tratando de zafarse del abrazo. Pero a la vez se abandonaba, abría la boca para aspirar el aliento de Pedro y dejar que él la saboreara con la lengua. Cerraba los puños para no tocarlo, pero sentía una extraña sensación en su interior, y se apretaba anhelante contra el firme cuerpo de él. Hasta que él la soltó y se quedó mirándola, tratando de entender los mensajes contradictorios que le enviaba. Pedro sabía cuáles eran sus propios sentimientos. La deseaba más que a ninguna otra mujer desde hacía tiempo. Y se proponía poseerla a pesar del furioso resentimiento que brillaba en sus ojos.
—¿Cómo es de seria tu relación con ese otro hombre?
—¿Qué otro hombre? —Paula se había quedado en blanco.
—El que esperabas el otro día en la puerta Oeste.
—Ah… quieres decir… Carloss.
—¿Carlos? —repitió él imitando el acento elegante de ella—. ¿Es un aristócrata?
—En realidad, sí.
—¿Y es seria?
—Sí —mintió Paula.
—¿Pero poco satisfactoria?
—¿Qué? —preguntó perpleja.
—Bueno, a riesgo de que te enfades conmigo otra vez, no creo que respondieras a mi beso como lo hiciste si todo fuera bien entre Carlos y tú.
—No respondí.
—¿De veras? En ese caso, no puedo esperar a ver cómo sería si respondieras… Aunque, pensándolo bien, más o menos lo recuerdo.
Paula también lo recordaba. Todo. Y por eso no quería recorrer el mismo camino.
—¿No va a molestarse tu amiga?
—¿Rebecca? No lo creo, teniendo en cuenta que está casada con mi socio.
—Oh…
—Estoy libre y sin compromiso —añadió él.
—¡Pues yo no! —argumentó Paula mientras se alejaba.
Esa vez él no la detuvo y la siguió escaleras abajo.
Paula se apresuró hacia la cocina y se sintió aliviada al encontrar allí a Rebecca.
—He hecho café —dijo Rebecca mirando a Pedro y luego a Paula—. ¿Queréis una taza?
—No gracias —replicó Paula—. Ya he acabado por hoy.
—Bien. Pero ¿regresará mañana? Pepe., este lugar necesita un arreglo integral antes de que puedas vivir en él, y no solo limpieza.
—Puede ser, pero antes de que digas nada más, quiero presentaros. Rebecca Wiseman, esta es Paula Chaves, la hija de la antigua propietaria.
—Uy… exclamó Rebecca con cara de pedir disculpas y tendiendo la mano a Paula—. Creo que he metido la pata.
Paula estrechó su mano y murmuró:
—Encantada de conocerte.
—Igualmente. Siento lo de antes, creer que eras la mujer de la limpieza. ¿Por qué no dijiste algo?
—Es que soy la mujer de la limpieza —declaró Paula sin vergüenza.
—No te preocupes, Rebecca —dijo Pedro—. Paula no es tan sensible.
Estaba claro que él creía que no lo era. Si no, no la habría pisoteado como lo hacía.
—No tendría que serlo —era una indirecta a Pedro.
En ese momento Dario entraba a buscarla en la casa con cara de aburrimiento.
—¿Es tu hermano? Es un chico muy guapo —dijo Rebecca en tono cariñoso.
Paula sonrió. Le gustaba oír cosas agradables sobre su hijo.
—Gracias. Pero es mi hijo.
—¿Tu hijo? —exclamó Rebecca con incredulidad—. Increíble. ¡Pareces tan joven!
—Gracias —contestó Paula ante el cumplido.
—Probablemente lo era —murmuró Pedro.
Probablemente intentaba ser gracioso, pero Paula tuvo que contenerse para no contestar: «Eso no te detuvo».
—¡Pedro! —reprobó Rebecca antes de dirigirse a Paula—. No le hagas caso. Tiene tanto miedo a comprometerse que no se casará antes de los setenta, y no tendrá hijos.
—No es cierto —contradijo Pedro—. Solo estoy esperando que aparezca la mujer apropiada —sus ojos grises, burlones, se posaron en Paula y ella también lo miró pero con hostilidad.
—Vaya cursilada —dijo Rebecca riendo.
—Tengo que irme —dijo Paula dirigiéndose hacia la puerta. Sabía que Pedro no la detendría delante de Rebecca, pero él la siguió hasta el patio donde estaba Dario—. ¿Por qué me sigues? —le rugió.
—Me gustaría conocer a tu hijo —contestó Pedro.
—Pues no esperes que sea muy sociable. No le gustan los extraños.
—Como su madre, entonces —murmuró Pedro antes de presentarse a Dario—. Hola, me llamo Pedro Alfonso y soy un antiguo amigo de tu madre.
«¿Amigo?». Eso era mucho decir, pensó Paula.
—Qué casualidad —exclamó el niño—. Estoy leyendo tu libro.
—¿Escribes libros? —el tono de Paula era acusador.
—No soy culpable.
—Este libro, mami —dijo Dario—. El que estoy leyendo. Tiene su nombre en la cubierta.
—Es verdad —recordó Paula. Dario había encontrado una caja de libros en un altillo de su cuarto.
Pedro leyó el título.
—La máquina del tiempo de H.G. Wells. Es una lectura muy avanzada para tu edad.
Dario se encogió de hombros.
—La historia es muy buena cuando te metes en ella, siempre y cuando no hagas caso de sus teorías sobre el tiempo y los viajes espaciales. Son un poco alocadas.
Pedro miró en dirección a Paula, impresionado por la inteligencia de su hijo, y luego preguntó:
—¿Dónde lo encontraste?
—En una tienda de segunda mano —intervino Paula, pero Dario la contradijo.
—No. Estaba en nuestra casa en una caja en el ático.
—¿Tu casa? Pedro miró inquisitivamente a Paula.
—¿Dónde vives?
—Al sur, en… —comenzó a decir Paula.
Pero más rápido que ella, Dario contestó:
—En la casita que hay en la finca.
—¿De veras? —preguntó Pedro arqueando las cejas—. ¿Así que tú eres el inquilino con derechos?
—Sí —al menos no había dicho mi inquilino.
—¿Tú eres el nuevo dueño? —preguntó Dario, y Pedro asintió—. Qué bien…
Pedro sonrió y Paula estaba furiosa.
—¿Cuánto tiempo hace que vivís aquí? —preguntó Pedro.
—Unos ocho años —respondió Paula.
—¿Incluso cuando tu madre aún ocupaba la casa?
—Se la alquilamos a ella.
—Un alquiler simbólico, supongo —comentó él.
Paula no sabía qué contestar. Hacer que su madre pareciera peor de lo que era, o arriesgar su situación como inquilino con derechos.
—¿Qué quiere decir simbólico? —preguntó Dario.
—Ya te lo explicaré luego —contestó Paula mirando el reloj—. ¡Qué tarde es! Tenemos que irnos. Toma Pedro, necesitarás las llaves.
—Encantado de haberte conocido, Dario.
—Yo también —contestó el niño, que se había quedado rezagado.
Mientras Paula lo esperaba cerca del establo, vio que Pedro los miraba con una sonrisa.
—Ya nos veremos por aquí.
—Hasta luego —contestó el niño mientras se apresuraba.
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