martes, 26 de julio de 2016
¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 8
Pedro continuó mirándolos. Era toda una sorpresa que Paula viviera en la casita. Se preguntaba por qué no se lo había dicho. ¿Por temor a perder sus derechos como inquilino?
—Qué, ¿dándole un repaso a tu pasado? —preguntó Rebecca que acababa de llegar.
—No exactamente. El lugar ha cambiado demasiado.
—¿Y la chica? —preguntó Rebecca con una sonrisa.
—Especialmente la chica —a Pedro no le coincidía la nueva Esme con la antigua. Alta, delgada y rubia, estaba mucho más bonita que la niña regordeta que solía acompañarlo. ¿Pero a qué precio?
—¿La conocías muy bien? ¿Fue una víctima del famoso encanto de Pedro, o no debería preguntarlo? —Rebecca se moría de curiosidad.
Pedro negó con la cabeza. Podía haberle dicho la verdad.
Rebecca y su marido eran sus amigos íntimos, pero no le pareció bien confesar su único encuentro amoroso con Paula aunque luego ella hubiera continuado con otros, como atestiguaba el hijo. Por un momento se preguntó si… Pero no. No podía ser por la edad.
—Señorita Paula —dijo con ironía—. Me temo que tiene demasiada alcurnia para un chico como yo.
—Ahora no, señor adinerado —dijo Rebecca riendo.
—Me parece que eso no la impresiona.
—¿Y te gustaría impresionarla?
—Quizás —asintió Pedro, pero no reveló lo que sentía de verdad.
De vuelta a la casita, Paula tampoco revelaba sus sentimientos, pero no podía engañar a Dario.
—¿Qué pasa? —rara vez había visto a su madre tan nerviosa.
—Nada —alegó ella cuando llegaba a la puerta.
Una vez dentro, Dario insistió.
—¿Es ese hombre? ¿No te gusta?
Gustar o no, no describía lo que ella sentía por Pedro: una poderosa mezcla de temor, ira y química sexual.
—No mucho —contestó por fin.
—¿Porque compró la casa?
—En parte.
—Alguien tenía que comprarla —la lógica de Dario era aplastante.
—Sí, claro, pero hubiera preferido que fuera otra persona. Y ahora, ¿podemos cambiar de tema?
Dario le hizo caso diciéndole:
—Tienes una telaraña en el pelo.
—¡Puaj! —Paula se pasó la mano por la cabeza, pensando en el aspecto que tenía: vaqueros viejos, camiseta enorme, el cabello en cola de caballo. Horrible comparada con la amiga estadounidense. Pero él la había besado.
«¿Y qué?», se preguntó. Solo indicaba que Pedro no había cambiado. Seguía siendo un oportunista, dispuesto a tomar lo que estuviera en oferta.
Pero ella no lo estaba. Y cuanto antes él lo supiera, mejor.
El problema era que él seguía pensando en ella como Paulita, la hermana pequeña de la atractiva Anabella. ¿O quizás, lo que recordaba era la chica fácil del granero?
Volvió a pensar en la noche en que concibió a Dario y se obligó a recordar el resto…
Permanecieron juntos unos instantes tomando aliento, recuperando la razón.
Entonces él susurró:
—¡Qué bien ha estado!
Paula asimiló las palabras. Bien como si fuera una nota, no era que la amara. El sueño idiota de una colegiala.
—¿Estás bien? —dijo él apartándole el pelo de la cara.
—Sí, muy bien —«no llores. No debes llorar», pensó.
Después de todo ella lo había incitado, le había rogado. ¿Cómo iba a saber que la dejaría tan vacía?
—Por un momento pensé que… que te había hecho daño —en el fondo estaba preguntándole si era virgen.
—No. Solo que tengo frío —dijo tiritando.
Él la abrazó contra su pecho y ella notó el vello y la piel caliente sobre su piel desnuda.
—Toma —le pasó el vestido y la ayudó a ponérselo. Se puso la camisa y le echó la chaqueta sobre los hombros.
Todavía sentía frío y, lo que era aún peor, estaba completamente sobria.
—Vayamos a algún lugar más caliente —le calzó los zapatos y la ayudó a bajar la escalera, guiándola peldaño a peldaño.
Ya en tierra firme, Paula deseaba huir. Llegó a la puerta pero él la agarró por el brazo.
—¿Paula? —la enfocó con la linterna.
—¿Sí? —ella se volvió esperando las palabras que arreglarían la situación.
—Ya sabes que yo no tenía intención de que pasara esto.
No había dicho las palabras mágicas.
—¿Y?
—Me gustas —añadió él—. Me gustas mucho —«pero no lo suficiente», pensó Paula—. Y quién sabe —continuó con dulzura—, quizás vuelva algún día y podamos…
—Mira —ella no quería promesas vacías—, tuvimos una relación sexual. No es nada especial —intentaba que su tono fuera indiferente.
—Pues debería serlo —le dijo él endureciendo el tono de su voz—. El mundo no ha cambiado mucho y si te dedicas a tener relaciones sexuales promiscuas… Los chicos hablan. No me gustaría que acabaras con una mala reputación.
Paula se sintió enrojecer. Una mezcla de vergüenza e ira.
¿Cómo se atrevía a tener una relación con ella y luego amonestarla?
—¡Eres un hipócrita! —le espetó—. Un canalla mojigato.
—Tienes razón. Yo no soy quien —admitió él—, sabiendo que solo eres una niña… Pero sí, lo disfruté. Y tanto, que si no fuera porque me marcho, mañana volvería otra vez. Pero tú no eres Anabella. Tú eres…
«¡Anabella!», Esme no quería oír cómo la comparaba con su hermana.
—Eres tan patético como yo. ¿De verdad crees que le importas algo? —inquirió Paula queriendo hacerle tanto daño como él le hacía a ella.
—Esa no es la cuestión —la sujetaba por el brazo mientras ella intentaba soltarse—. Lo que quiero decir es que…
—¡No me importa lo que digas! —ella lloraba, humillada.
—Oye, cálmate. A menos que quieras que todo el mundo te oiga —señaló con la cabeza hacia la casa grande, que tenía las luces encendidas. Pero Paula no se calmó y, en cuanto pudo zafarse, salió corriendo. Él corrió tras ella, pero no pudo alcanzarla antes de que entrara en la cocina y echara el cerrojo—. ¡Paula! —la instaba desde fuera—. Déjame entrar. Tenemos que hablar —ella no contestó—. ¡Paula! —ella esperó llorando hasta que por fin él se alejó…
Y allí estaba, diez años después, sintiendo aún la misma humillación. Sabía que no había sido a propósito. Y no era lo del sexo lo que la preocupaba. Era la lástima que él había sentido por ella. Eso era lo peor.
El que al día siguiente Pedro se acercara a la casa grande a despedirse no la había consolado. De hecho, ella no estaba allí. Había ido a Londres a casa de una amiga. Él le dejó un mensaje con Maggie, pero no una carta como él alegaba.
—Dile a Paula que se merece algo mejor.
Al oírlo, ella se había sonrojado. Por fortuna, Maggie no había pedido explicaciones.
Paula no estaba segura de lo que significaba. ¿Mejor que qué? ¿Que él? ¿O mejor que convertirse en una mujer que se acostaba con todos?
Ella nunca lo había hecho. Él la había confundido con Anabella. Solo que, en el caso de Anabella, estaba dispuesto a perdonar la promiscuidad.
¿Porque la amaba?
No podía haber otra explicación y Paula todavía sentía celos.
Era ridículo. ¡Y ella que creía que ya lo tenía superado!
Y así fue mientras que Pedro solo era un recuerdo en su memoria. Pero al verlo reaparecer en su vida, más atractivo que nunca, seguro de su lugar en el mundo y rico, ella sentía la necesidad de humillarlo. Sin escrúpulos. Después de todo, la vida de ella ya tenía pocas perspectivas. ¿Acaso creía Pedro que ella iba a agradecerle las invitaciones a comer, o cualquier otra oferta?
Estaba equivocado. Tenía aún más dignidad que cuando era niña. Estaba educando a un hijo sola, estaba estableciendo su propio negocio y se estaba abriendo camino en el mundo. Aunque a veces se sentía sola, era lo bastante fuerte para sobrevivir sin arriesgar el orden de su vida por una relación sin sentido.
Dejaría que Pedro se instalara en la casa grande e hiciera el papel de señor, pero ella no le debería nada excepto el alquiler.
¿Y Dario? Ese obstáculo ya estaba superado. Pedro lo había visto y no había reconocido su sangre en él. No tenía por qué imaginar que eso cambiaría, y ella no iba a decírselo.
¿Para qué? ¿Para ver la cara de horror que ponía? No le haría eso a Dario. Él también se merecía algo mejor.
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