martes, 26 de julio de 2016
¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 9
Los trabajos en la finca comenzaron a la semana siguiente.
El lunes, cuando Paula acompañó a Dario a la puerta Oeste, ya había camiones, una grúa y una perforadora estacionadas dentro y fuera de la finca.
Aunque pensaba que no era asunto suyo, después de dejar a Dario en el autobús, se dirigió al encargado a preguntar.
—Hay que quitar las verjas —la informó.
Era lo que Paula temía. Los destrozos habían comenzado.
—A mí me parece que son unas buenas verjas —comentó mirando hacia las magníficas puertas de hierro forjado.
—Están oxidadas —dijo el hombre—. Pueden ser peligrosas.
—Tonterías. Han estado ahí desde hace noventa años.
—Entonces, están viejas —el hombre estaba convencido—. Será mejor que hable con su marido. Son órdenes suyas.
—¡No es mi marido! —negó Paula.
—Lo que sea. Él es el jefe —dijo el hombre con indiferencia.
Paula se marchó, enfadada por haber iniciado la conversación.
Pedro podía hacer lo que quisiera con Highfield. ¿Quién iba a evitarlo?
Ella no, desde luego. Tras su último encuentro con él, había decidido eludirlo hasta encontrar otro sitio donde vivir. Se olvidaría de sus derechos adquiridos porque pensaba que si Pedro quería echarla no se pararía ante nada. Desde luego, no iba a esperar a que él tomara la iniciativa.
Estuvo mirando los anuncios clasificados y las casas estaban fuera de sus posibilidades. Tendría que ser un apartamento. Apuntó algunas direcciones, cerró la casita y se metió en su viejo coche. Al pasar por delante de las antiguas verjas, vio que solo había agujeros.
Durante el trayecto trató de ser más optimista. Ya era hora de que Dario y ella se despidieran de su antigua vida y comenzaran de nuevo.
Pero su optimismo se agotó cuando en la primera agencia le dijeron: «¿Un hijo? Eso puede ser un problema». También le pidieron sus cuentas del último año y referencias del arrendador actual. Difícil. Todo muy difícil.
En la segunda agencia ya sabía a qué atenerse y contestó que sí. «Ya me las arreglaré luego», pensó. De todas formas, no había nada dentro de sus posibilidades.
Volvió a casa decepcionada e intentó concentrarse en su único encargo de trabajo.
Cuando fue a recoger a Dario, una pequeña grúa estaba colocando una verja nueva. Tuvo que mirar dos veces. Era igual que las antiguas.
—¿Le gusta? —preguntó el encargado cuando pasaba.
—Está bien —concedió a regañadientes.
—Debería estarlo. Encargadas especialmente en el mejor forjador del país.
—¿En serio?
—No quiero ni mencionar lo que cuestan.
—¿Habrán acabado esta noche?
—Ni por asomo. Pero no se preocupe. Dejaremos las máquinas bloqueando la entrada. Y uno de nosotros se quedará de guardia como acordamos con su hombre.
Ella hizo un gesto y contestó exasperada:
—Si quiere decir Pedro Alfonso, el propietario, no es nada mío. Hay una casita en la finca y yo soy su inquilina. Eso es todo.
—Seguro. Lo siento —el hombre contestaba con media sonrisa—. Pensé que usted y él… sería natural.
Paula quería decir que no había nada natural en ello, aparte de que Pedro era un hombre y ella una mujer, pero en lugar de decirlo se sonrojó.
—Casi no lo conozco —dijo mientras se marchaba.
Eso era cierto. Conocía al antiguo Pedro. Inteligente, amable, divertido. Pero el nuevo era un extraño. Inteligente, pero no amable, y no era nada divertido que estuviera allí.
Cuando llegó el autobús del colegio, el único en bajarse fue Dario pero Paula oyó que otros chicos se burlaban de él.
—¿A qué viene eso? —preguntó cuando un chico dio un golpe en el cristal de su ventanilla.
—A nada —contestó Dario encogiéndose de hombros y concentrándose en mirar cómo los obreros colocaban la nueva verja.
—No sé por qué se habrán molestado en cambiarla. Es igual que las otras.
—Son automáticas —apuntó Dario—. Seguro que tienen mando a distancia.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Paula.
—Porque están colocando cables —contestó Dario señalando.
—Pues qué bien —murmuró con sarcasmo.
—Pues sí que está bien —discutió Dario—. Tú siempre decías que eran muy pesadas y ahora podrás abrirlas con solo tocar un botón.
—Si tuviera un botón, claro.
Dario entendió enseguida.
—El nuevo dueño seguro que te da un mando para que puedas hacerlas funcionar —Paula lo dudaba, pero no iba a confesarle sus temores a Dario que solo tenía diez años—. Si no, no podrías sacar tu coche.
—Cierto —sentenció ella con una sonrisa y aprovechó la ocasión—. Claro que siempre podríamos mudarnos a otro sitio, ¿verdad?
—¿Mudarnos? ¿Mudarnos adónde? —era obvio que nunca se le había ocurrido.
—No sé… Algún lugar en Southbury que no fuera tan aislado.
—Me gusta estar aquí —sentenció Dario con una mueca.
—Pero podías estar más a gusto en la ciudad —insistió Paula—. A veces debes de sentirte muy solo conmigo como única compañía.
—No —insistió con terquedad.
Paula suspiró y decidió dejar el tema. Al menos le había sugerido la posibilidad para que se fuera acostumbrando a la idea.
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Ya me enganché con esta novela!!
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