martes, 1 de marzo de 2016
EL SECRETO: CAPITULO FINAL
–«El gran día», y cito textualmente, Pedro. ¿Me quieres explicar qué pasa?
Paula había conseguido, por fin, hablar por teléfono con Pedro, al que protegía un ejército de personas cuando no quería hablar con alguien.
Estaba de muy mal humor cuando consiguió oír su voz al otro extremo de la línea.
Pedro, en cambio, fue la primera vez que se sintió vivo desde que se había marchado del piso de ella.
–No sé de qué me hablas, Paula. No puedes iniciar una conversación en mitad de una frase y pretender que sepa qué estás diciendo.
–Sabes perfectamente de qué hablo. ¿A que no adivinas quién me acaba de hacer una visita?
–No se me ocurre. Además, no tengo tiempo para adivinanzas.
–¡Tu madre!
Él se sentó y trató de asimilar lo que le acababa de decir.
–Mi madre… –repitió lentamente.
–¡Y lo curioso es que sigue creyendo que somos pareja! –le dijo ella casi gritando.
–¿Dónde estás?
–¿Dónde crees, Pedro?
–¿Cómo voy a saberlo? Es viernes, son más de las siete de la tarde y eres una mujer libre.
–Estoy en casa.
¿Cómo era Pedro capaz de imaginarse que iba a irse de fiesta cuando estaba enamorada de él? ¿O la juzgaba del mismo modo que se juzgaba a sí mismo? No le supondría problema alguno hacerlo. Si tuviera corazón en lugar de un trozo de hielo…
–Voy para allá.
Paula tuvo que contenerse para no arreglarse un poco, para quitarse los anchos pantalones de chándal, que sabía que él detestaba, y ponerse algo más atractivo. Pero decidió no hacerlo y que la viera como estaba. Solo quería saber por qué su madre seguía sin saber nada y que después se marchara.
Se mantuvo serena hasta que, media hora más tarde, sonó el timbre de la puerta.
Allí estaba: alto y guapísimo, con la camisa arremangada y la chaqueta sobre el hombro.
–¿Y bien? –se apartó para dejarlo pasar–. ¿Te importaría explicármelo?
Pedro no podía dejar de mirarla. Llevaba la ropa de la que él siempre se burlaba, de la que le aconsejaba que prescindiera. Ocultaba todas sus deliciosas curvas, pero seguía siendo sexy y tentadora.
La echaba de menos, así de sencillo. No era capaz de concentrarse, había perdido el interés por los negocios; ni siquiera consultaba su agenda para quedar con otras mujeres.
Y no le había dicho nada a su madre porque…
–Necesito algo de beber, algo más fuerte que un té.
–¿Que necesitas beber algo? Esto no es una reunión social, Pedro.
Paula, por fin, lo miró a los ojos, pero aparto inmediatamente la vista y se cruzó de brazos.
–No, no lo es.
Pedro se dirigió a la cocina y buscó la botella de whisky que sabía que ella guardaba en un armario. Se sirvió una buena cantidad.
Paula lo había seguido. De espaldas a ella, supuso que estaría cruzada de brazos y que en su boca habría un mohín de frustración.
Ella lo amaba. Lo había amado. ¿Lo seguiría haciendo?
–Pensaba decírselo…
–¿Pero no lo has hecho? ¿A pesar de que habláis todos los días? ¿Se te ha pasado ese pequeño detalle?
–Muy bien…
La miró vacilante. Se había sentado a la mesa de la cocina con el vaso en la mano y no la miraba, lo cual era un poco raro, ya que demostraba una indecisión que no era propia de él.
A Paula le entraron ganas de tomarse algo fuerte también, pero se conformó con un vaso del zumo que sacó de la nevera. Se sentó frente a él.
–Podría habérselo dicho, pero… necesitaba tiempo.
–¿Tiempo para qué?
–Para aceptar el hecho de que ya no éramos pareja.
La miró con expresión seria e intensa y tomó un trago de whisky sin apartar la vista de ella.
–Creí… Cuando me dijiste que me querías…
–No quiero hablar de eso.
–No tenemos más remedio que hacerlo.
–¡No! –gritó ella–. Dije lo que dije y no quiero volver sobre ello.
–Nunca he creído en el amor.
–Ya te dije que lo entendía.
–No, no lo entiendes, porque, como dijiste, he dejado que una mala experiencia me dicte el futuro. Tú, en cambio, con tu optimismo, no hubieras consentido que sucediera algo así.
Le sonrió, indeciso.
–¿Sabes que eres la primera persona a la que he hablado de Betina y de mi error de juventud? Sé que cada vez que sacabas el tema a colación lo hacías para tratar de entender mi modo de pensar, al ser tan distinto del tuyo. Debí haberme puesto furioso cada vez que volvías sobre ese asunto, pero no lo hice.
Miró el vaso y recorrió el borde con el dedo.
–Hasta cierto punto, somos animales de costumbres. Yo estaba acostumbrado a pensar de una forma determinada, a pensar del modo en que me había condicionado a hacerlo. Para mí, el matrimonio debía ser algo que tuviera sentido, ya que el amor carecía de él. Mi cerebro me decía que lo nuestro no tenía sentido. Eras muy joven, demostrabas tus sentimientos, buscabas el mismo final feliz que mi madre, ese final feliz para el que yo no tenía tiempo. Me había encerrado en una coraza y no tenía intención de salir de ella, aunque tú quisieras que lo hiciera. ¿Me sigues?
Esbozó una leve sonrisa.
–Te sigo –afirmó ella– y tienes razón: en realidad, no te entendía. Además, nunca he estado muy segura de mi aspecto y estaba…
–¿Celosa?
–No. Sí. Tal vez.
–¿Solo tal vez? Porque a mí me han devorado los celos pensando en los hombres a los que habrías visto durante las dos últimas semanas.
Paula sintió que se le elevaba el espíritu y se preguntó si había oído bien. Se inclinó hacia delante para no perderse nada.
–No puedes olvidar tu pasado, y lo siento, pero no tienes que explicarme nada.
–Claro que sí, Paula. Lo olvidé hace tiempo, pero no me había dado cuenta porque me reservaba para cuando apareciera la mujer adecuada que me robara el corazón.
Se produjo un largo silencio. Cuando ella extendió la mano hacia él, y él entrelazó los dedos con los suyos, se vio invadida por una oleada tal de sensaciones que creyó que iba a desmayarse.
–El miedo me obligó a salir corriendo cuando me dijiste lo que sentías. No sabía cómo enfrentarme a eso, Pau. Y, sin embargo, no podía decirle a mi madre que todo había acabado entre nosotros. Tenía la extraña impresión de que, si lo decía en voz alta, no habría vuelta atrás. No podía hacerme a la idea de perderte, pero no sabía qué hacer para arreglar las cosas entre nosotros. El hecho es que te quiero, Pau. Me estaba enamorando y ni siquiera reconocí los síntomas por mi obstinación y arrogancia en creer que era inmune.
Jugó distraídamente con los dedos de ella.
–Llegaste a mi vida y me despertaste, Paula, y mi vida no tiene sentido sin ti.
–Yo también te quiero –afirmó ella con conmovedora seriedad–. No quise a Roberto, pero ya lo sabías, ¿no? Cuando pienso en lo que habría sido de mí si no hubiera descubierto la verdad… –se estremeció–. Yo tampoco quería enamorarme de ti. Sé que me consideras una romántica sin remedio…
–Lo eres, afortunadamente.
–Pero sabía que no eras un buen partido y, además, tenía que luchar con mis propios demonios. De todos modos, creía que nunca te fijarías en alguien como yo, aunque de eso me curaste.
–¿Habrías sentido lo mismo si hubiera sido un inofensivo monitor de esquí?
–Tú nunca serás inofensivo. A propósito, ¿por qué no me dijiste desde el principio quién eras?
–Porque tuve una sensación de liberación. Llegaste como si fueras de otro planeta, sin aires de superioridad y sin saber lo rico que era. Me fascinaste desde el primer momento. Y aquí estamos. Eres al amor de mi vida, Pau. No me imagino la vida sin ti.
–Muy bien.
Pedro lanzó una carcajada.
–¿Eso es todo lo que tienes que decir, cuando normalmente hablas tanto?
Paula sonrió de oreja a oreja.
–Estoy llena de sorpresas.
–Pues quiero ser quien las descubra, todos los días, durante el resto de la vida. ¿Te quieres casar conmigo? Te lo pido tanto por mí como por mi madre…
Paula se echó a reír, se levantó y fue a sentarse en su regazo. Él la estrechó en sus brazos. Nunca la dejaría marchar.
–En ese caso, puesto que también es cuestión de tu madre, ¿qué va a hacer una mujer sino aceptar?
EL SECRETO: CAPITULO 24
Una semana y media después, Paula seguía sin creerse que hubiera mostrado tanta fortaleza ante la desgracia.
Se había aferrado a su orgullo, pero ¿a qué precio? Pensaba en Pedro a todas horas, todos los días, cuando trabajaba, cuando descansaba, y soñaba con él cuando dormía.
Él no había discutido cuando ella había reconocido la derrota sin luchar para impedirle que hallara la salida que buscaba con desesperación. Y él se había apresurado a tomar dicha salida.
Sin embargo, había continuado hablando con voz fría y distante, y en tono acusador, diciéndole que para él nunca había sido una relación a largo plazo, que le había dicho que no pensaba comprometerse y que ella lo sabía.
Ella había estado de acuerdo.
–Sobre todo con alguien como yo –había dicho con voz entrecortada y el corazón latiéndole a toda velocidad.
–Con nadie. No me interesa una relación a largo plazo, y no debí dejarme arrastrar a tenerla con una mujer que era vulnerable y que buscaba a un compañero de por vida.
–Tal vez fuera vulnerable, pero no buscaba a un compañero para toda la vida. Y aunque me haya enamorado de ti, ¿no se te ha ocurrido que no soy tan tonta como parezco?, ¿no se te ha ocurrido que sé que no estamos hechos el uno para el otro?
Por supuesto que no se le había ocurrido.
–Somos personas distintas y procedemos de medios sociales muy diferentes. Tú eres oscuro y yo soy luminosa. Yo no desconfío de todo el mundo y me gusta dar una oportunidad a la gente. Sé que crees que soy ingenua y estúpida por no haber escarmentado con lo que me pasó con Roberto, pero tal vez, y digo tal vez, eso me hace ser más feliz que tú,Pedro. Tuviste una mala experiencia y has dejado que te dicte el resto de tu vida. ¿Tiene alguna lógica?
–¿Así que vas a seguir insistiendo a pesar de que no tenemos futuro? –se había burlado él–. ¿Estarías contenta si te dijera que estoy más que dispuesto a acostarme contigo, pero nada más?
Naturalmente, ella no hubiera estado contenta.
Pero ¿y si hubiera accedido? ¿Y si hubiera ocultado sus sentimientos bajo una máscara que a él le hubiera resultado aceptable? ¿Y si hubiera aceptado su propuesta y hubiera arrinconado esa parte de sí que quería más, que siempre querría más?
¿Hubiera sido esa una decisión mejor que la que había tomado? Al menos no llevaría semana y media pensando en él mirando al vacío en su piso, que antes o después
tendría que abandonar.
Casi lamentaba no haberle arrojado a la cara el trabajo y el piso que le había dado, pero, por suerte, había prevalecido el sentido común, ya que, si no, se hallaría en una situación aún peor, sin casa y sin trabajo y teniendo que tomar el primer tren a casa de su abuela, donde tampoco habría encontrado trabajo y no sabía qué habría hecho para llegar a fin de mes.
Tener que seguir aceptando las condiciones acordadas le había dejado un sabor amargo. Pero, a veces, había que tragarse el orgullo. Y estaba contenta de haberlo hecho, porque le encantaba su trabajo, así como vivir en el centro de Londres.
A sus amigos les había impresionado su nueva casa, aunque ella no les había dado detalles de cómo la había conseguido. Se había limitado a contarles que había tenido la suerte de conocer a un tipo que se había compadecido de ella y la había ayudado, que el hombre en cuestión era el dueño del chalé de montaña y tenía mucho dinero, y al conocer su desgraciada historia había decidido echarle una mano.
Había convertido a Pedro en una benevolente figura paternal.
¡Nada más lejos de la realidad!
Con el tiempo les confesaría todo, pero, de momento, necesitaba estar sola y no ver a nadie.
Se acababa de duchar y de ponerse unas anchos pantalones de chándal y una camiseta aún más ancha, porque, al haber vuelto a estar sola, se le habían quitado las ganas de ponerse ropa sexy y ajustada, cuando sonó el timbre de la puerta. Se quedó petrificada, ya que solo había una persona que podía llamar después de haber pasado por delante del portero.
Pedro.
Tenía llave del piso, pero siempre llamaba al timbre, y solo usaba la llave si ella no estaba.
Sintió la boca seca y tomó aire varias veces. La idea de verlo la llenó de placer y angustia a la vez.
En los segundos que tardó en llegar a la puerta, pensó en cientos de razones que explicaran aquella visita.
La primera fue que, milagrosamente, él hubiera decidido que estaban hechos el uno para el otro, que había cometido un inmenso error. O incluso que la echaba de menos y venía a pedirle que se fuera a la cama con él. Ella se negaría, estaba segura, pero le vendría muy bien saber que la echaba de menos tanto como ella a él.
Aunque el corazón estaba a punto de salírsele por la boca, adoptó una actitud de indiferencia al abrir la puerta.
–¡Querida mía!
–¡Antonia!
Paula se obligó a sonreír, a pesar de su desconcierto al ver a la madre de Pedro. No había hablado con ella desde la ruptura con su hijo y se sentía culpable, ya que se había establecido entre ellas un fuerte vínculo en el poco tiempo que habían pasado juntas.
–Pensaba llamarte…
–Estás un poco pálida, querida.
–Pasa, por favor. ¿Qué te trae por Londres? No pensé que fueras a venir ahora. ¿Quieres tomar algo?, ¿té, café?
–He pensado en dar una sorpresa a mi hijo. Me tomaré un café descafeinado, si tienes. Después de las seis, la cafeína me impide dormir.
–Pensaba llamarte…
«¿Para aumentar tu decepción rellenado las lagunas que Pedro hubiera dejado al contarte nuestra ruptura?», pensó.
–Es más agradable verte en persona, Paula, querida. Te echo de menos. La casa parece vacía desde que os marchasteis. Yo estaba muy animada antes de que llegarais, desde luego, pero una se acostumbra en seguida a la buena compañía.
–Tienes un aspecto estupendo –afirmó Paula con sinceridad.
–Me encuentro muy bien. Supongo que me ha animado mucho el cambio de parecer de Pedro.
¿El cambio de parecer…?
–Que por fin haya recuperado el sentido común y decidido sentar la cabeza.
Durante unos segundos llenos de confusión, Paula se preguntó con quién pensaba sentar Pedro la cabeza. ¿Tan pronto había encontrado a otra mujer?
–Así que he venido a veros para hablar con los dos y que me digáis cuándo será el gran día.
lunes, 29 de febrero de 2016
EL SECRETO: CAPITULO 23
Tuvo que esperar más de hora y media hasta que oyó la llave girar en la cerradura. Durante ese tiempo había sido incapaz de concentrarse en el trabajo. Por una vez, la alegría de cerrar tratos no había logrado distraerlo.
–¿De dónde vienes? –le espetó cuando ella entró en el salón.
Paula se sobresaltó, pero después sonrió.
Esa mañana se lo había dicho sin rodeos. Se había enamorado de él y no podía ocultarlo. No sabía cuándo había empezado. Tal vez las semillas se hubieran sembrado en España, donde había conocido aspectos de él que la habían atraído.
Pero su destino se había sellado cuando se acostaron por primera vez, y ella se había ido enamorando cada vez más.
Era una locura, lo sabía. Pero ¿no era el amor una locura?
No era algo que se pudiera explicar como un problema de matemáticas. Si el amor tuviera sentido, no se habría enamorado de Pedro.
Y nada más decírselo, deseó poder retirar sus palabras. Él se había quedado inmóvil, no le había contestado, y cuando volvió a hablar fue como si hubiera decidido hacer caso omiso de lo que le acababa de decir.
Ella avanzó hacia él con paso vacilante.
–Tenemos que hablar –dijo él.
–¿Por qué? –Paula sonrió–. Siempre me dices que hay cosas mucho mejores que hacer que hablar.
–Pero dime primero dónde has estado.
–Ya te dije que iba a salir con mis compañeros de trabajo.
Él frunció el ceño y trató de no pensar en quiénes serían.
Ella estaba magnífica, con el pelo suelto, los ajustados vaqueros apretando cada centímetro de su delicioso cuerpo, al igual que la ajustada camiseta. El hecho de que llevara zapatillas deportivas no restaba un ápice a su atractivo. Él, enfadado, sintió que se excitaba.
–¿Qué te pasa, Pedro?
Como si no lo supiera. Las cosas habían ido bien cuando solo habían tenido sexo. Pero ella se había pasado de la raya, había olvidado lo que él le había dicho de no ir más allá. Y no solo lo había desobedecido, sino que había cometido el pecado de contárselo.
–Creo que lo sabes. Siéntate.
–Siento haberte dicho lo que te he dicho –observó ella con sinceridad–. Pero no te he pedido que me correspondas.
–Esto ha dejado de funcionar.
Pedro estaba enfadado y atónito por el hecho de que aquellas palabras le parecieran las más difíciles que había pronunciado en la vida.
Sabía que antes o después la relación acabaría. Entonces, ¿por qué le había costado tanto pronunciar cada sílaba? Tal vez porque no había sido él quien había decidido el momento de darla por concluida, sino que se había visto obligado por circunstancias imprevistas.
Y a él no le gustaba que lo obligaran a nada.
Paula abrió la boca para hablar, pero no emitió sonido alguno. Lo miró con los ojos como platos, sin atreverse a hablar por si comenzaba a hacer algo verdaderamente humillante, como rogar y suplicar. Porque no concebía la vida sin él.
En comparación, que Roberto hubiera roto su compromiso había sido un paseo, porque aquello no era amor de verdad.
Y que Pedro le dijera que la relación había acabado fue como si la apuntaran con una pistola y fueran a disparar.
¿Lamentaba haber sido sincera? No. ¿Iba a romper a llorar? ¡Por supuesto que no!
–Lo entiendo –dijo con voz calmada–. Y estoy de acuerdo.
EL SECRETO: CAPITULO 22
Pedro se apartó del escritorio y se dirigió lentamente hacia las ventanas que daban a la ciudad. Estaba de vuelta en Londres, en su despacho, en plena acción. Esa era su realidad.
Las dos semanas y media que había pasado con su madre jugando con Paula a Romeo y Julieta habían sido un espejismo que se había disuelto al cabo de unos días.
Había vuelto a la normalidad.
Entonces, ¿qué demonios le pasaba?
Maldijo para sí por haber dejado que las cosas se le fueran de las manos.
Habían vuelto a Londres y su madre seguía sin saber que la relación entre Paula y él, aunque se había vuelto física, era un engaño. No iban a casarse ni a durar.
Pero eso había sido dos meses antes.
Se sentía atrapado y necesitaba hallar una salida.
Acostumbrado a ver el lado positivo de una situación negativa, decidió que tenía que buscarlo. Tal vez hubiera sido una estupidez creer que, si llevaba a Paula a España, convencería en dos semanas a su astuta madre de que su breve romance estaba llegando a su triste fin.
¿No era mejor así, que hubiera durado más? Lo había hecho lo suficiente para que el final resultara más creíble. Habían llegado a conocerse el uno al otro y, por desgracia, no les había gustado lo que habían descubierto. Su madre no había sido testigo del declive de la relación, pero le sería fácil contarle que ya no estaban juntos. Se iba a sentir decepcionada, pero así era la vida.
Deambuló inquieto por el amplio despacho. Era tarde.
Probablemente no quedara nadie más en la oficina. Paula, ya instalada en su nuevo piso y su nuevo trabajo, había salido a cenar con sus nuevos compañeros de trabajo.
¿Qué compañeros?
Pedro se negó a especular. Estaba muy bien que ella estuviera haciendo amistades. ¿Qué más daba si algunas eran masculinas? Era lo esperable.
Además, había cambiado su forma de vestir. Ella le había dicho que le había dado seguridad en sí misma, en su cuerpo y en su aspecto. Se había deshecho de la mayor parte de su antigua ropa y lo había llevado de compras.
Apretó los dientes al pensar que otros hombres la estarían viendo con alguna de las prendas que habían comprado juntos.
Pero él era el único culpable de la situación en que se hallaba. Había sabido desde el principio que ella era vulnerable, una romántica que se deleitaba con las revistas de decoración y los escaparates de las tiendas de vestidos de novia. Tenía un poderoso instinto doméstico y una tendencia innata a formar un hogar. Le encantaba cocinar para él, y él, que nunca había dejado que ninguna mujer lo hiciera, había estado probando nuevos platos, y trabajando mientras ella veía cualquier programa basura de la televisión.
¿Era de extrañar que ella se hubiera enamorado?, ¿era una sorpresa que ella se hubiera propuesto que él se diera cuenta de que su error de juicio juvenil era algo que el verdadero amor podía vencer?
Antes de que ella se lo dijera, él ya lo sabía.
A Paula no se le daba bien ocultar las cosas. Iba con la verdad por delante, y él se lo había visto en los ojos, pero había decidido pasarlo por alto porque le gustaba su compañía y porque el sexo con ella era excelente.
Pero no iba a casarse con ella. Le bastaba con pensar que era objeto de su amor, con recordar sus ojos esperanzados, confiados y amorosos, para que le entrara claustrofobia.
El amor era para los estúpidos. A él le había costado aprenderlo. Ella conocía su punto de vista, pero había decidido comportarse como si no lo supiera.
En resumen, él había apartado la vista de la pelota y…
Tomó una decisión, agarró la chaqueta y salió del despacho sin concederse tiempo para que la debilidad hiciera mella en él.
Tenía llave del piso, desde luego. Al fin y al cabo, era suyo.
Un par de veces había salido del despacho pronto y había ido allí para seguir trabajando hasta que ella volviera.
En poco tiempo, ella había modificado la decoración con toques caseros que hubieran debido prevenirlo de que se estaba acomodando al piso del mismo modo que a él.
Fotos en la repisa de la chimenea; papeles con recetas pegados a la nevera con imanes; muchas flores porque, según le había dicho, su abuela siempre tenía la casa llena.
Él se había reído y le había dicho que, en su casa, vivía muy bien sin todo eso.
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