lunes, 29 de febrero de 2016

EL SECRETO: CAPITULO 22




Pedro se apartó del escritorio y se dirigió lentamente hacia las ventanas que daban a la ciudad. Estaba de vuelta en Londres, en su despacho, en plena acción. Esa era su realidad.


Las dos semanas y media que había pasado con su madre jugando con Paula a Romeo y Julieta habían sido un espejismo que se había disuelto al cabo de unos días.


Había vuelto a la normalidad.


Entonces, ¿qué demonios le pasaba?


Maldijo para sí por haber dejado que las cosas se le fueran de las manos.


Habían vuelto a Londres y su madre seguía sin saber que la relación entre Paula y él, aunque se había vuelto física, era un engaño. No iban a casarse ni a durar.


Pero eso había sido dos meses antes.


Se sentía atrapado y necesitaba hallar una salida.


Acostumbrado a ver el lado positivo de una situación negativa, decidió que tenía que buscarlo. Tal vez hubiera sido una estupidez creer que, si llevaba a Paula a España, convencería en dos semanas a su astuta madre de que su breve romance estaba llegando a su triste fin.


¿No era mejor así, que hubiera durado más? Lo había hecho lo suficiente para que el final resultara más creíble. Habían llegado a conocerse el uno al otro y, por desgracia, no les había gustado lo que habían descubierto. Su madre no había sido testigo del declive de la relación, pero le sería fácil contarle que ya no estaban juntos. Se iba a sentir decepcionada, pero así era la vida.


Deambuló inquieto por el amplio despacho. Era tarde. 


Probablemente no quedara nadie más en la oficina. Paula, ya instalada en su nuevo piso y su nuevo trabajo, había salido a cenar con sus nuevos compañeros de trabajo.


¿Qué compañeros?


Pedro se negó a especular. Estaba muy bien que ella estuviera haciendo amistades. ¿Qué más daba si algunas eran masculinas? Era lo esperable.


Además, había cambiado su forma de vestir. Ella le había dicho que le había dado seguridad en sí misma, en su cuerpo y en su aspecto. Se había deshecho de la mayor parte de su antigua ropa y lo había llevado de compras.


Apretó los dientes al pensar que otros hombres la estarían viendo con alguna de las prendas que habían comprado juntos.


Pero él era el único culpable de la situación en que se hallaba. Había sabido desde el principio que ella era vulnerable, una romántica que se deleitaba con las revistas de decoración y los escaparates de las tiendas de vestidos de novia. Tenía un poderoso instinto doméstico y una tendencia innata a formar un hogar. Le encantaba cocinar para él, y él, que nunca había dejado que ninguna mujer lo hiciera, había estado probando nuevos platos, y trabajando mientras ella veía cualquier programa basura de la televisión.


¿Era de extrañar que ella se hubiera enamorado?, ¿era una sorpresa que ella se hubiera propuesto que él se diera cuenta de que su error de juicio juvenil era algo que el verdadero amor podía vencer?


Antes de que ella se lo dijera, él ya lo sabía.


A Paula no se le daba bien ocultar las cosas. Iba con la verdad por delante, y él se lo había visto en los ojos, pero había decidido pasarlo por alto porque le gustaba su compañía y porque el sexo con ella era excelente.


Pero no iba a casarse con ella. Le bastaba con pensar que era objeto de su amor, con recordar sus ojos esperanzados, confiados y amorosos, para que le entrara claustrofobia.


El amor era para los estúpidos. A él le había costado aprenderlo. Ella conocía su punto de vista, pero había decidido comportarse como si no lo supiera.


En resumen, él había apartado la vista de la pelota y…


Tomó una decisión, agarró la chaqueta y salió del despacho sin concederse tiempo para que la debilidad hiciera mella en él.


Tenía llave del piso, desde luego. Al fin y al cabo, era suyo. 


Un par de veces había salido del despacho pronto y había ido allí para seguir trabajando hasta que ella volviera.


En poco tiempo, ella había modificado la decoración con toques caseros que hubieran debido prevenirlo de que se estaba acomodando al piso del mismo modo que a él.


Fotos en la repisa de la chimenea; papeles con recetas pegados a la nevera con imanes; muchas flores porque, según le había dicho, su abuela siempre tenía la casa llena.


Él se había reído y le había dicho que, en su casa, vivía muy bien sin todo eso.





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