sábado, 23 de enero de 2016
UNA NOVIA DIFERENTE: CAPITULO 11
Paula estaba convencida de que no podría pegar ojo, pero finalmente cayó rendida. No supo cuánto tiempo estuvo durmiendo, pero aún estaba oscuro cuando se despertó con el cuerpo empapado de sudor y el corazón desbocado. Los restos de la pesadilla se desvanecieron ante la realidad, mucho peor que el monstruo que la perseguía en sueños.
–¡Estoy casada!
Siempre había soñado con casarse, formar una familia y vivir junto a un hombre con quien pudiera bajar sus defensas y entregarse por completo. A veces lo veía en sueños, pero al despertar su rostro se desvanecía como el humo.
«¿Qué es lo que he hecho?».
Se incorporó en la cama, respirando con agitación y aferrando las sábanas arrugadas.
Había cometido un error, un terrible error.
«Dieciocho meses, Paula. Solo tienes que resistir durante dieciocho meses y luego podrás volver a tu vida. No volverás a verlo nunca más».
Se tumbó boca arriba y contempló las vigas oscuras contra el techo blanco. Había dejado abiertas las puertas del balcón, pero no entraba el menor soplo de aire y lo único que se oía era el suave giro del ventilador. El silencio la oprimía contra la cama, y la cabeza le daba vueltas mientras pensaba en lo que sucedería a continuación.
Intentó bloquear los pensamientos negativos. A Pedro le gustaban los perros y quería mucho a su abuela...
Por Dios, ¿cómo había llegado a aquella situación? Volvió a incorporarse y sintió que le rugía el estómago. Sabía por experiencia que un vaso de leche caliente era lo único que podría ayudarla a conciliar el sueño, de modo que se levantó y sacó de la bolsa lo primero que encontró: un bolero de encaje que se puso sobre el camisón.
El pasillo, con sus paredes llenas de arte moderno, seguía iluminado a intervalos por los candelabros de cobre que tanto la habían fascinado mientras Tomás la conducía a su habitación.
¿Hacia dónde seguir? ¿Izquierda o derecha? Recordó una virgen tallada en madera en lo alto de la escalera, pero no vio nada de eso a ningún lado del pasillo. Tan solo una interminable sucesión de puertas.
«Es inútil, Paula. Vuelve a la cama».
Pero aún no quería abandonar. En vez de hacer caso al sentido común, recorrió el pasillo hasta dar con un balcón de hierro forjado similar al que había en su habitación. Se dio la vuelta con un suspiro... y se quedó helada al ver una imagen espectral delante de ella. Un grito de espanto brotó de sus labios y se llevó la mano a la boca, y lo mismo pareció hacer el fantasma.
Solo entonces se dio cuenta de que estaba ante un espejo.
Soltó una carcajada de alivio, pero aún temblaba por la impresión y se agarró al pomo de la puerta más cercana en busca de apoyo.
Aunque hubiera estado durmiendo, el grito lo habría despertado, un chillido de terror que le congeló la sangre.
–¿Paula...? –con el corazón desbocado, se levantó de un salto de la inmensa cama de roble y echó a correr hacia la puerta.
Por suerte la habitación no estaba del todo a oscuras, gracias a la pequeña lámpara de la mesa del rincón donde había dejado un libro abierto. Agarró el pomo y tiró con tanta fuerza que a punto estuvo de arrancar la hoja de las bisagras... arrastrando el peso adicional de la persona que estaba aferrada al otro lado del pomo.
Paula se vio arrastrada sin previo aviso al interior de la habitación. A duras penas consiguió mantener el equilibrio y sufrió una severa restricción de su campo visual. Una cosa era ver fantasmas, y otra muy distinta, y muchísimo más inquietante, era ver a Pedro en carne y hueso con unos boxers negros...
Levantó lentamente la mirada desde sus pies descalzos, cuanto más ascendía más calor la abrasaba por dentro, más mariposas sentía en el estómago y más fuerte le latía el corazón.
Era magnífico, sin un gramo de grasa que desluciera la perfección de sus músculos. Parecía una escultura que hubiese cobrado vida. Paula nunca había visto, ni imaginado, un hombre tan arrebatadoramente varonil. El cóctel de inquietud y excitación que le hervía en el estómago le impidió elaborar un pensamiento mínimamente racional.
–Iba a por un vaso de leche –se oyó decir a sí misma–. Pero vi un fantasma y... –lo miró a los ojos–. No un fantasma de verdad, claro, pero...
–Seguramente haya algunos fantasmas deambulando por la casa –le sostuvo la mirada y cerró la puerta con el pie.
Paula miró la puerta cerrada y volvió a girar bruscamente la cabeza hacia él.
Estaba nerviosa, cuando debería ser él quien lo estuviera.
¿Cómo no iba a estarlo, cuando ella se dedicaba a vagar por la casa de noche vestida como...? Ni siquiera estando desnuda sería más provocativa que el camisón diáfano que llevaba puesto. La prenda no podía ser más recatada, con mangas largas y cerrada por el cuello con un lazo, pero estando a contraluz el tejido blanco se volvía transparente, tan fino que se podía distinguir el perímetro rosado de los pezones y la sombra entre los muslos...
Paula se humedeció los labios con la lengua e intentó mantener la compostura, pero fracasó estrepitosamente ante la ardiente mirada de Pedro.
–Qué habitación tan grande... –murmuró a modo de conversación.
Se encogió de vergüenza. No podría parecer más ridícula aunque lo intentara.
Pedro tuvo una imagen fugaz de su perfil clásico y su melena encendida bajo la atenuada luz del pasillo. Le recordó a una de esas vírgenes de las películas de terror antiguas a las que el héroe tenía que rescatar antes de que las sacrificaran.
Se pasó una mano por el pelo y esbozó una socarrona sonrisa para sacudirse el deseo de encima. Aquella mujer parecía pasar de una crisis emocional a otra, pero para él no había nada más importante que el autocontrol.
–¿Qué era tan importante que no podía esperar a mañana? –preguntó en tono burlón–. ¿Dónde es el fuego?
–¿Fuego? –repitió ella.
Si no había ninguno podría provocarlo ella... La sensualidad que irradiaba prendería cualquier cosa en un radio de cien metros. Pero por atractiva y tentadora que fuese, Paula Chaves no estaba destinada a compartir su lecho. Aunque para Pedro no fuera esencial mantener una relación estrictamente profesional, ella no era el tipo de mujer con quien se permitiera tener ningún tipo de aventura.
Pero le resultaría mucho más fácil contenerse si no fuera tan atractiva o si al menos tuviera algún defecto físico. Apartó la vista del camisón que empezaba a ceñirse con una carga electrostática a sus larguísimas piernas, volvió a fijarse brevemente en la sombra del pubis y se obligó a concentrarse en los muchos defectos que podían encontrarse en su personalidad.
Por ejemplo, su temperamento y cabezonería, pensó mientras empezaba a sudar. Pero sobre todo la exagerada emoción que le ponía a todo lo que hacía. Lloraba, reía, gritaba, luchaba sin la menor mesura. Pobre del hombre que intentara domesticarla... Haría falta la paciencia de un santo para acometer semejante desafío.
Aquella idea le hizo recordar algo que creía olvidado. El día que sus padres consiguieron que algo tan normal y corriente como un paseo ocupara los titulares de la prensa rosa. El momento en que su madre empujaba a su padre al lago fue inmortalizado por la cámara, al igual que la posterior reconciliación, pero lo que Pedro recordaba era la sensación de vergüenza y náuseas en el estómago y el deseo de salir corriendo.
Sus padres no se dieron cuenta de que su hijo de tres años había desaparecido hasta la noche.
El recuerdo le permitió recuperar algo más de control y dio un paso atrás.
A Paula le dio un vuelco el estómago al mirarlo. Parecía la versión moderna de un dios griego, con aquellos boxers ceñidos que poco espacio dejaban a la imaginación, aquel pelo negro en punta, aquella recia mandíbula oscurecida por una barba incipiente...
–Lo siento. Ha si... sido una equivocación.
–Posiblemente –corroboró él–. Tranquilízate, estás temblando –le agarró las manos y las apretó entre las suyas.
Seguramente lo hacía para calmarla, pero el efecto fue el contrario. Paula reaccionó como si la hubieran aguijoneado con un rejón, extendiendo los brazos para romper el contacto.
–Estaba buscando la cocina. ¿Voy a la derecha o a la izquierda?
Él no respondió, y Paula esperó hasta que el silencio se hizo insoportable.
–¿Has oído lo que he dicho?
–Ha sido un día muy largo. Le diré a Tomás que te lleve...
–¡No se te ocurra despertar al pobre hombre y dime cómo llegar a la cocina! –sacudió la cabeza, demasiado estresada para interpretar la extraña mirada de Pedro–. Por favor, Pedro.
–Si vas tú sola te perderás. Te acompañaré –dijo él, sin moverse.
–¡No!
–¡Sí! –los dos hablaron y se movieron al mismo tiempo, chocando el uno con el otro.
No se podían elegir los genes, pensó él. Y luchar contra la naturaleza era una batalla perdida...
–Después –murmuró, y la agarró para apretarla con fuerza contra él, con una mano en el trasero y la otra entrelazada en sus cabellos. Le tiró de la cabeza hacia atrás y pegó la boca a la suya.
Ella se rindió al instante, cálida y suave. Le echó los brazos al cuello y soltó un débil gemido mientras le devolvía el beso.
La pasión se hizo más y más salvaje hasta que Pedro la apartó con un gruñido y se dio la vuelta.
–Sal de aquí –le ordenó–. Huye mientras puedas.
El inesperado rechazo la dejó temblando. Aún sentía la fuerza de sus brazos y la dureza de su erección contra el vientre. Se mordió el labio y entonces decidió mandar el orgullo al infierno. No le importaba la imagen que pudiera darle. Lo deseaba, y si tenía que suplicarle que la aceptara lo haría, arriesgándose a que la rechazara.
–Déjame que me quede... Por favor, Pedro. No quiero marcharme –nunca había sentido un deseo tan fuerte en toda su vida. La excitación le hervía la sangre en las venas.
Él se dio la vuelta, la miró y con un gemido ronco la estrechó entre sus brazos y se la llevó a la cama. Allí se arrodilló junto a ella, apartándole los cabellos de la frente y la mejilla y esparciéndolos sobre la almohada. A Paula le dio un brinco el estómago al ver la intensa concentración reflejada en su rostro. Él se agachó y empezó a besarla suavemente, pasando la lengua por el labio inferior antes de introducirla en su boca para saborearla a conciencia. Llevó una mano hasta un pecho y lo apretó a través de la tela, acariciando el pezón con el pulgar. Acto seguido se lo metió en la boca, humedeciendo el tejido y arrancándole un gemido de placer.
Paula se arqueó, entrelazó los dedos en su pelo y se tensó un poco cuando él deslizó las manos bajo el camisón y las subió por sus muslos, pero enseguida se relajó y volvió a apoyar la cabeza en la almohada, porque las sensaciones eran maravillosas y se desataban en su interior como una tormenta eléctrica. La frenética escalada acabó bruscamente cuando él se incorporó, y ella abrió los ojos para manifestar su contrariedad.
–Llevas demasiada ropa –dijo él, y en cuestión de segundos la despojó de la pequeña chaqueta.
Sin darle tiempo para pensar, agarró el bajo del camisón con las dos manos y tiró con fuerza. La costura central se rasgó de abajo arriba hasta que lo único que sujetó las dos mitades fue el lazo. Manteniéndole la mirada y con una maliciosa sonrisa, le desató muy despacio el lazo y terminó de separar la prenda en dos. Paula cerró los ojos y aspiró su olor, cálido y almizclado, enloquecedoramente embriagador.
–Mírame.
Ella obedeció, y el deseo golpeó a Pedro con tanta fuerza que casi le detuvo el corazón. Era increíblemente hermosa y su cuerpo era una obra de arte, desde sus pechos, turgentes y perfectos, hasta las largas y esbeltas piernas que él se imaginaba rodeándolo por la cintura.
–¿Tienes idea de cuánto te deseo? –se quitó los boxers y su ego fue recompensado con una exclamación ahogada de Paula.
El primer contacto piel contra piel prendió una llamarada que se propagó velozmente por todo su cuerpo, y siguió ardiendo mientras él la besaba y tocaba. Se puso rígida un instante cuando le separó las piernas, pero se relajó al sentir el calor líquido que la recorría por dentro.
Él se tumbó de espaldas y ella empezó a explorarlo ávidamente con sus manos, fascinada por la virilidad y perfección de sus músculos. Experimentó una embriagadora sensación de poder femenino cuando le rodeó el miembro con los dedos y lo oyó gemir de placer. Tanto, que cuando él le apartó las manos y se las sujetó sobre la cabeza emitió un gemido de protesta.
–Tengo que guardar algo para ti –le susurró al oído–. Déjame dártelo todo, Paula.
–¡Sí, por favor!
Su desesperada súplica lo hizo gruñir de lujuria mientras la besaba.
–No me acosté con Adrian.
Él levantó la cabeza y la miró con ojos llameantes.
–Bien.
–Ni con nadie.
Él se quedó un momento inmóvil y con todos los músculos en tensión.
–Demasiado tarde... ¿Quieres que pare?
–No... No quiero –se estremeció por la expectación, pero se relajó al recibir la primera embestida. No sintió la temida explosión desgarradora, sino un placer indescriptible que colmaba hasta el último rincón de su cuerpo. Soltó un gemido y él empujó más, imitando con la lengua el movimiento de las caderas.
El instinto le hizo rodearle la cintura con las piernas mientras se arqueaba debajo de él, con todo el cuerpo apretado, clavándole los dedos en la espalda. Se aferró a él como si fuera lo único que pudiera salvarla del torbellino que amenazaba con desintegrarla. Las acometidas de Pedro aumentaron de velocidad e intensidad, colmándola de un placer cada vez mayor hasta que el orgasmo la sacudió con una fuerza arrolladora.
Se mantuvo agarrada a él y gritó su nombre una y otra vez mientras sentía cómo se vaciaba dentro de ella, antes de estremecerse una última vez y girarse de costado.
Por unos instantes se sintió perdida, pero entonces él la abrazó y le hizo apoyar la cabeza en su pecho. Paula se quedó dormida escuchando los latidos de su corazón.
Pedro esperó la sensación de vacío postcoital que siempre lo acuciaba a abandonar el lecho. Nunca lo reconocía conscientemente, pero si lo hiciera lo vería como un precio perfectamente razonable por conservar el control de sus actos y emociones.
Pero en vez del vacío experimentó una extraña sensación de paz. Antes de poder analizarla, sin embargo, se dio cuenta de que por primera vez en su vida no solo había perdido el control, sino que no había usado protección. No había sido premeditado, pero un sexto sentido le dijo que no podía esperarse el beneficio de la duda por parte de Paula.
UNA NOVIA DIFERENTE: CAPITULO 10
AUNQUE era casi medianoche, el calor del verano español la golpeó nada más bajarse del coche. Se concentró en las sensaciones físicas e intentó no pensar en la inquietud que llevaba oprimiéndole el pecho durante todo el viaje.
No soplaba ni la más ligera brisa. El último kilómetro y medio había transcurrido a través de lo que parecía un bosque de pinos, y el olor de los árboles impregnaba el aire, denso y agobiantemente caluroso.
Sacó su móvil y le envió un mensaje de buenas noches a su hermano.
–Es el décimo mensaje que le mandas –observó Pedro. Lo sacaba de quicio que su hermano la estuviera usando sin que ella se diera cuenta. Y también su silencio sepulcral. No le había dirigido la palabra en todo el viaje, pero sí había seducido con su encanto natural al auxiliar de vuelo–. Veo que me equivoqué... Hay mujeres que saben mantener la boca cerrada.
Paula se indignó. Pedro apenas había dicho nada durante todo el trayecto, ¿y solo rompía el silencio para criticarla?
–Si me hubieras hablado te habría respondido. Y si le mando mensajes a mi hermano es porque me preocupo por él –no quiso decirle que ni uno solo de esos mensajes había recibido respuesta.
Él giró la cabeza para examinar su perfil.
–¿Te estaría agradecido si supiera lo que has hecho por él?
–Eres tú quien paga su tratamiento. Esto ha sido elección mía.
–¿Y por qué no se lo has dicho?
–Marcos ya tiene bastante y no necesita sentirse responsable de... ¿De qué te ríes?
–¿Te gusta ese mundo de fantasía en el que vives?
Paula le lanzó una mirada de profundo desprecio.
–Tú no puedes entenderlo.
–Ponme a prueba.
A Paula la sorprendió la invitación.
–Lo quiero. Es mi hermano –no tenía por qué darle más explicaciones, pero por algún extraño motivo siguió hablando–. Sé que no es perfecto, pero no ha tenido una vida fácil, habiendo sido rechazado por su madre.
–¿Es así cómo te sientes? ¿Rechazada?
Paula ignoró la interrupción.
–Dos hogares de acogida y el orfanato...
–¿No estuviste tú en esos mismos lugares?
Ella negó con la cabeza.
–No lo entiendes... Él estuvo en esos lugares por mi culpa. Lo habrían adoptado enseguida cuando éramos pequeños si hubieran podido separarnos, pero no lo permitieron.
–¿Por qué él y no tú?
–La gente quiere niños bonitos. Marcos tenía un precioso pelo rubio y rizado y unos hoyuelos adorables, no como yo.
–¿No son bonitos todos los niños pequeños?
–Yo no. Era alérgica y tenía asma, pero lo peor eran los eczemas de mi piel. Había que pasarse horas limpiándome... –se estremeció al recordarlo–. Nadie quiere dedicarle tanto tiempo a un bebé lleno de costras ni responsabilizarse de una niña con una enfermedad cutánea crónica. Dejaron a Marcos conmigo, y cada vez que una familia nos acogía mi mal genio nos llevaba de vuelta al orfanato. Así que ya ves... Sin mí, Marcos habría podido tener una vida muy distinta –había que estar desesperada para abandonar a dos niños, pero ¿y si solo hubiera sido uno...?
Oyó que él mascullaba en voz baja y se apresuró a continuar, temiendo que fuera a compadecerse de ella.
–Pero no todo fueron desgracias... Nos adoptó una pareja fantástica, Susy y Jose...
–¿Vienes? –la interrumpió Pedro, echando a andar por la grava.
Sabía que era absurdo enfadarse con ella por no ser una persona a la que pudiera despreciar. Era mucho más fácil aprovecharse de alguien que se lo merecía. Pero Paula no pedía nada y parecía que tampoco había recibido nada.
Había trabajado muy duro para salir adelante y... qué demonios, era una mujer adulta. Si quería desperdiciar su vida pagando una deuda imaginaria, allá ella.
Paula empezó a andar, pero se detuvo. Él ni siquiera se había molestado en girarse para ver si lo seguía. ¿Y por qué habría de hacerlo? Ella había estado respondiendo como un corderito desde el momento en que se subió al avión, en parte sobrecogida por un lujo del todo desacostumbrado.
«¿Qué estás haciendo, Paula?».
Paula Alfonso. Señora Alfonso... Estaba casada. Tuvo que taparse la boca con las dos manos para sofocar una risita.
Pedro la oyó y se giró con irritación. Maldijo en voz baja al ver que seguía junto al coche. Con aquella mujer no había nada fácil. Se había propuesto hacerle la vida imposible, y cuando no podía montar una escena dramática lo incordiaba con pequeños detalles que se iban añadiendo a una frustración cada vez mayor.
Lo lógico habría sido echarla de su vida y levantar cuantos muros hicieran falta para mantenerla fuera. Y sin embargo allí estaba, levantando muros para mantenerla en su vida durante dieciocho largos meses. Dieciocho insoportables meses sin sexo, en compañía de una mujer que podía teñir de erotismo hasta un ronquido.
Se recordó que era un medio para alcanzar un fin. Se trataba de salvar miles de empleos y una sociedad que podría generar muchos más. Un medio para alcanzar un fin.
«Y el fin es tu cama», dijo una voz en su cabeza. La había desnudado tantas veces en su cabeza durante los últimos días que sentía como si conociera su cuerpo hasta el último detalle.
Ignoró el deseo que se desataba en su interior y se recordó que lo estaba haciendo por negocios. No se podían mezclar los negocios con el placer.
–Vamos –la idea de ducharse y acostarse se le antojaba apetecible, mientras que la idea de acostarse con Paula... Se imaginó su melena esparcida sobre las sábanas blancas, enmarcando un rostro que... Apretó la mandíbula en un desesperado y vano intento por contener la reacción de su cuerpo–. Por aquí. Mira donde pisas –apuntó con la cabeza hacia la casa.
Paula se quedó donde estaba. ¿Qué se creía, que era una perrita a la que podía llamar con un chasquido de dedos?
–Llevas mangoneándome todo el día...
No en el sentido literal. De hecho, parecía empeñado en no tocarla. Incluso cuando el juez dijo que podía besar a la novia, apenas le había rozado los labios.
Lo más humillante de todo era que ella se lo estaba permitiendo, lo cual no sentaba un buen precedente para los dieciocho meses que debía pasar con un hombre tan autoritario y controlador como Pedro.
–Ya he tenido bastante –declaró, cruzándose de brazos–. Eres un fanático del control, y no pienso dar un paso más hasta que me digas dónde estamos.
–No seas tan infantil. Lo único que tenías que hacer era preguntar, pero estabas demasiado ocupada haciendo de víctima y lanzándome miradas asesinas.
–Me sorprende que te hayas dado cuenta. No has levantado la vista de esa maldita tableta en todo el trayecto.
–¿Te sientes desatendida?
–En absoluto –respondió ella altivamente–. Ha sido muy instructivo ver los buenos modales que se adquieren en las mejores escuelas... Y ahora te lo estoy preguntando.
Justo cuando Pedro estaba a punto de perder los nervios, ella adoptaba una actitud desconcertantemente tranquila. Lo había acusado de ser un maleducado cuando ella apenas se había dignado a dirigirle la palabra.
–Muy bien, pero dentro –levantó la vista hacia el cielo, donde una nube estaba cubriendo la luna–. Va a haber tormenta.
–¿Cómo lo sabes?
Antes de que él pudiera responder se oyó un trueno lejano.
Ella le lanzó una mirada feroz y se fijó en la casa de piedra que se elevaba siniestramente ante ellos, surgiendo del bosque como la mansión embrujada de una novela gótica.
¿Sería ella la damisela en apuros?
Casi se echó a reír al pensarlo. Nada más lejos de la realidad.
–Creo que me sentiría más segura aquí fuera. Esto no puede ser un hotel –un escalofrío le recorrió la espalda. Parecía el escenario de una película de vampiros.
–No, no es un hotel –le confirmó él–. Era un monasterio.
–¿Me has traído a un monasterio?
–Obviamente ya no es un monasterio. Lo fue durante un tiempo, una escuela, creo, y ahora es la casa de mi abuela. Su familia es de esta parte de España y su hermana gemela aún vive en las proximidades. Mi abuela volvió aquí al quedarse viuda.
–No te creo.
–Creía que te resultaría familiar ese vínculo especial entre los hermanos gemelos... Mi abuela y mi tía Margarita son idénticas.
–Sabes a lo que me refiero... ¿Por qué ibas a traerme a casa de tu abuela?
–Porque mañana es su cumpleaños. No se encuentra bien, es la única abuela que me queda y prometí que vendría a verla.
–¡Dios mío! –exclamó ella con horror–. ¿Toda tu familia está aquí?
Por un breve instante pensó en salir corriendo, pero se recompuso y se concentró en la imagen de Marcos en una silla de ruedas.
–No, no están aquí.
–Menos mal... Pero ¿tus padres no estaban en la boda?
–Mis padres están disfrutando de un crucero alrededor del mundo. No vinieron a mi boda y no vendrán aquí.
Paula advirtió algo extraño en su tono.
–Lo siento.
Él la miró, abrió la boca y la volvió a cerrar. Ella estaba moviendo los hombros para desentumecer los músculos y Pedro se quedó fascinado con su sensualidad felina. Respiró hondo, sintiendo como una implacable ola de calor lo traspasaba como una hoja ardiente, y buscó una respuesta que evitara su compasión.
–Mis abuelos, tanto paternos como maternos, ejercieron un papel mucho más importante que mis padres en mi vida –apretó la mandíbula–. ¿No vas a decir eso de «al menos tú tenías padres»?
–Yo tuve padres. Como todo el mundo. La diferencia es que yo no los reconocería si me cruzara con ellos por la calle, ni ellos a mí. A veces me pregunto si... Cuando era pequeña les decía a todos que mi padre era un héroe de guerra y que mi madre era enfermera –se detuvo, asaltada por la sensación extraña e íntima de estar hablando a oscuras de la familia con un hombre al que apenas conocía, con quien se había casado y a quien había considerado su peor enemigo incluso antes de saber su nombre.
–¿Y? –la apremió él.
–La maestra lo descubrió y me hizo pedir disculpas en la clase por mentir.
–Qué sensibilidad... Espero que tú seas mejor profesora.
–Lo soy –no creía en la falsa modestia. Y también sería una madre mejor que la de Pedro, quien tenía cosas mejores que hacer que acudir a la boda de su hijo.
Cuando sus hijos, a los que soñaba con adoptar algún día, celebraran algo especial ella no se lo perdería por nada del mundo.
Echó la cabeza hacia atrás y entornó la mirada para distinguir la forma del tejado.
–Me cuesta creer que alguien quisiera vivir aquí, y mucho menos una anciana –no supo si él la había oído, pero siguió el ruido de sus pisadas en la grava. Si lo perdía no sabría adónde dirigirse.
–Da menos miedo de día, cuando los murciélagos están durmiendo.
Paula aceleró el paso.
–Es una broma, ¿verdad?
–Los murciélagos no hacen nada. Tienen más miedo de ti que tú de ellos.
–¿Qué te apuestas a que no?
Su risa fue tan deliciosa que Paula tuvo que reprimir una sonrisa. Y también otras reacciones corporales... Sabía que los polos opuestos se atraían y que la atracción sexual era incontrolable e impredecible, pero nunca había sentido una fuerza magnética de tal calibre. En comparación, la atracción que había experimentado por Adrian resultaba insignificante.
Si Pedro mostrara alguna otra virtud aparte del cariño hacia su abuela ella se vería en grave peligro, porque no tenía duda de que sería un buen amante. El estómago le dio un vuelco al pensar en sus manos, su boca...
–Puedes estar tranquila.
Eso era del todo imposible, estando cerca de un hombre tan varonil.
–La casa es muy acogedora y mi abuela es muy jovial a pesar de tener ochenta y dos años. Lógicamente no vive aquí sola... Una pareja vive con ella, y tiene un jardinero y un par de criadas que vienen del pueblo.
–No he visto ningún pueblo al venir hacia aquí –a pesar de estar de espaldas a él, su proximidad le ponía los pelos de punta.
–Hemos venido por la carretera del norte. El pueblo está en el lado sur de la montaña.
La geografía del lugar no tenía ningún sentido para Paula, quien volvió a pensar en su hermano. ¿Le habría ocurrido algo? Marcos no le había respondido a su último mensaje.
Sacó el móvil del bolsillo, pero antes de que pudiera marcar el número de Marcos una mano se lo arrebató.
–¡Devuélvemelo!
Pedro se lo guardó tranquilamente en el bolsillo mientras Paula lo miraba con los puños apretados y el rostro desencajado en una mueca de ira.
–¿No sabe estar sin ti? –le preguntó él con desdén mientras un búho ululaba a lo lejos.
–Nos apoyamos el uno al otro.
Pedro se esforzaba por mantener una actitud objetiva hacia el pobre joven, pero la forma en que usaba a su hermana y cómo jugaba con su injustificado sentimiento de culpa le impedía compadecerse de él.
«¿Y acaso tú no la estás usando?».
Se dijo a sí mismo que las situaciones no podían compararse; ella no perdía nada en aquel justo intercambio. Dieciocho meses con él era mejor que desperdiciar su vida cuidando de un inútil para quien nada de lo que ella hiciese era suficiente.
–Eso te gustaría creer, ¿verdad? Pero no eres tan tonta... ¿a que no, Paula?
Paula agradeció que estuviera oscuro y que él no pudiera ver cómo se ponía colorada. Tenía que admitir que había algo de cierto en la insinuación de Pedro. Ella conocía muy bien los defectos de su hermano, pero no soportaba que nadie más lo criticara.
–¿No leíste los folletos de la clínica Atler?
Para Paula fue un alivio que cambiase de tema, aunque le costó unos segundos relacionar el nombre con la clínica especializada en la rehabilitación de casos como el de Marcos.
–No sabía que hubiera un examen –respondió, reacia a admitir que había leído la primera página media docena de veces antes de dejarlo. Había tenido otras cosas en que pensar, como por ejemplo su matrimonio de conveniencia.
Pedro tuvo que refrenarse para no aproximarse a ella, atraído por la embriagadora fragancia de su perfume o de su champú. La oscuridad brindaba el medio ideal para superar las inhibiciones.
El aire parecía vibrar de manera casi audible, no por la tormenta inminente sino por el torrente de hormonas desatadas que bullían en su entrepierna.
El sexo siempre desafiaba la lógica, pero no su control. Pedro se enorgullecía de su habilidad para sofocar los impulsos.
–No recomiendan las visitas durante el periodo inicial. El régimen parece más propio de un campamento militar.
–¿En serio?
–Cuando empiece el verdadero tratamiento, tu hermano te suplicará que lo saques de allí... y naturalmente tú correrás a salvarlo aunque no sea lo mejor para él. Si estás aquí conmigo tendrás una buena excusa para no acudir a su rescate.
Su tono arrogante y despectivo fue demasiado para Paula. Lo agarró con fuerza del brazo y cómo se sentaban sus músculos antes de que él se echara hacia atrás.
–No te gusta mi hermano, ¿verdad?
–No.
–¿Porque no ha nacido en un entorno privilegiado como el tuyo? Pues para que lo sepas, ¡mi hermano también tiene su orgullo aunque su sangre no sea lo bastante digna para ti!
–Creía que el orgullo era un defecto... ¿O solo es así cuando se trata de mi orgullo?
Paula se dio cuenta de que seguía agarrándolo del brazo... con las dos manos. Se aferraba a sus fuertes músculos como si la vida le fuera en ello, y sentía el calor palpitante que se transmitía a sus dedos y que se propagaba por todo su cuerpo.
–Tu orgullo te hace creerte superior simplemente porque eres tú. Pues bien, mi hermano te demostrará que estás equivocado –le estaba costando un esfuerzo sobrehumano retirar las manos. El corazón le latía con fuerza, esperando...
«¿Esperando qué, Paula?».
El tiempo pareció detenerse. Su fuerza de voluntad se resquebrajaba por momentos. Haciendo un último y desesperado intento sacudió la cabeza y consiguió romper el contacto físico y el hechizo. Se llevó las manos al pecho y dio un paso atrás, pero pisó un adoquín irregular y activó sin querer una luz de seguridad.
Todo el área se iluminó al instante, revelando un patio. Paula se protegió los ojos con la mano. El olor que había notado se hizo más intento y vio que procedía del tomillo que crecía entre los adoquines. Tras el anonimato que ofrecía la oscuridad se sentía expuesta y horriblemente vulnerable.
Por primera vez vio el edificio. Sus orígenes eclesiásticos eran evidentes en la arquitectura, pero la hiedra que reptaba por los muros y los grandes abrevaderos de piedra llenos de flores bajo las enormes ventanas con parteluces suavizaban su imponente aspecto.
Pero no fueron los geranios lo que atrapó su atención, sino la expresión en los ojos de Pedro. Entonces le cayó en la cara la primera gota de lluvia, seguida por otra, y otra. El momento se desvaneció y Paula levantó el rostro hacia el cielo con un suspiro. Nunca una ducha fría había sido más oportuna.
–Por aquí –dijo él. La condujo hacia un amplio porche de roble y levantó el pasador de una puerta grande y maciza.
–¿Qué pasa con los murciélagos?
–Son unas criaturas con colmillos afilados que se lanzan a lo desconocido con solo su instinto para protegerlos. Creía que tendrías algo en común con ellos...
Paula pasó bajo su brazo para cruzar la puerta y se encontró en una cocina. Apenas tuvo tiempo para asimilar sus enormes dimensiones o lo último en diseño, junto al horno de vapor con las losas de piedra originales y las viejas vigas de roble, cuando la asaltó una duda.
–¿Cómo puede ser esto? Se supone que estás en tu luna de miel –espetó, sin pensar en lo imprudente que sería recordarle dónde y con quién debería estar en esos momentos.
La expresión de Pedro, sin embargo, no revelaba nada.
–El plan era que Elisa se fuera a las Maldivas después de la boda y que yo la acompañara el fin de semana.
–¿Iba a irse sola a la luna de miel? ¿No te parece que es llevar demasiado lejos lo de la independencia?
En ese momento dos pequeños perros irrumpieron en la cocina, ladrando fuertemente. Pedro se inclinó para acariciarlos y hablarles en español, demostrando un afecto mucho mayor del que Paula le había visto con personas. Tal vez prefería a los animales... igual que ella a veces, pensó con una media sonrisa.
Él se irguió justo cuando un perro del tamaño de un pequeño burro entró tranquilamente en la cocina. Batió el rabo y se quedó quieto mientras Pedro le rascaba detrás de las orejas.
–¿Qué decías? –le preguntó al sorprenderla mirando, seguramente con una expresión bobalicona.
–Nada, pero no me haría ninguna gracia que mi marido prefiriera pasar los primeros días de nuestra luna de miel con su abuela en vez de conmigo.
–No ha sido así, ¿verdad?
Paula se puso colorada.
–No es lo mismo. Esto solo son negocios.
–¿Esperarías entonces que tu marido, tu marido de verdad, te antepusiera a todo: trabajo, familia, responsabilidades...? Mi abuela no se quedará aquí eternamente.
–Te habría acompañado a verla. Quiero decir, en el hipotético caso de que...
Sus ojos se encontraron y Paula vio un destello en su mirada, antes de que volviera a agacharse para acariciar a uno de los perros que seguían a sus pies, que se puso a ladrar alegremente y a lamerle la mano con devoción canina.
–¿Qué le has contado a tu abuela de mí?
Pedro no tuvo tiempo de responder, porque en ese momento entró en la cocina un hombre bajo y barbudo, ataviado con una bata y zapatillas y portando un rifle, que bajó al ver a Pedro. Llena de pánico, Paula se había refugiado instintivamente detrás de la mesa, y se relajó ligeramente cuando el hombre armado estrechó la mano de Pedro y se dirigió animadamente a él en español.
Pedro le respondió en el mismo idioma e intercambiaron unas cuantas frases antes de volverse hacia Paula.
–Tranquila, no está cargada –le dijo algo al hombre, quien se echó a reír, dejó el rifle en la mesa y le dijo algo a Paula mientras movía las manos–. Tomás dice que es un viejo inofensivo –tradujo Pedro, y dijo algo que hizo reír otra vez al hombre–. Dice que no tengas miedo. Lo llamé desde el aeropuerto para informarlo de nuestra llegada. Mi abuela ya se ha retirado, pero tu habitación está lista.
Paula consiguió esbozar una temblorosa sonrisa. El hombre asintió y volvió a salir de la cocina, haciéndole un gesto para que lo siguiera.
–Ve –la acució Pedro–. Tomás te enseñará tu habitación. Si necesitas algo...
Ella lo miró fugazmente a los ojos y sintió que se ponía colorada.
–No, nada.
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