sábado, 23 de enero de 2016

UNA NOVIA DIFERENTE: CAPITULO 11




Paula estaba convencida de que no podría pegar ojo, pero finalmente cayó rendida. No supo cuánto tiempo estuvo durmiendo, pero aún estaba oscuro cuando se despertó con el cuerpo empapado de sudor y el corazón desbocado. Los restos de la pesadilla se desvanecieron ante la realidad, mucho peor que el monstruo que la perseguía en sueños.


–¡Estoy casada!


Siempre había soñado con casarse, formar una familia y vivir junto a un hombre con quien pudiera bajar sus defensas y entregarse por completo. A veces lo veía en sueños, pero al despertar su rostro se desvanecía como el humo.


«¿Qué es lo que he hecho?».


Se incorporó en la cama, respirando con agitación y aferrando las sábanas arrugadas.


Había cometido un error, un terrible error.


«Dieciocho meses, Paula. Solo tienes que resistir durante dieciocho meses y luego podrás volver a tu vida. No volverás a verlo nunca más».


Se tumbó boca arriba y contempló las vigas oscuras contra el techo blanco. Había dejado abiertas las puertas del balcón, pero no entraba el menor soplo de aire y lo único que se oía era el suave giro del ventilador. El silencio la oprimía contra la cama, y la cabeza le daba vueltas mientras pensaba en lo que sucedería a continuación.


Intentó bloquear los pensamientos negativos. A Pedro le gustaban los perros y quería mucho a su abuela...


Por Dios, ¿cómo había llegado a aquella situación? Volvió a incorporarse y sintió que le rugía el estómago. Sabía por experiencia que un vaso de leche caliente era lo único que podría ayudarla a conciliar el sueño, de modo que se levantó y sacó de la bolsa lo primero que encontró: un bolero de encaje que se puso sobre el camisón.


El pasillo, con sus paredes llenas de arte moderno, seguía iluminado a intervalos por los candelabros de cobre que tanto la habían fascinado mientras Tomás la conducía a su habitación.


¿Hacia dónde seguir? ¿Izquierda o derecha? Recordó una virgen tallada en madera en lo alto de la escalera, pero no vio nada de eso a ningún lado del pasillo. Tan solo una interminable sucesión de puertas.


«Es inútil, Paula. Vuelve a la cama».


Pero aún no quería abandonar. En vez de hacer caso al sentido común, recorrió el pasillo hasta dar con un balcón de hierro forjado similar al que había en su habitación. Se dio la vuelta con un suspiro... y se quedó helada al ver una imagen espectral delante de ella. Un grito de espanto brotó de sus labios y se llevó la mano a la boca, y lo mismo pareció hacer el fantasma.


Solo entonces se dio cuenta de que estaba ante un espejo. 


Soltó una carcajada de alivio, pero aún temblaba por la impresión y se agarró al pomo de la puerta más cercana en busca de apoyo.


Aunque hubiera estado durmiendo, el grito lo habría despertado, un chillido de terror que le congeló la sangre.


–¿Paula...? –con el corazón desbocado, se levantó de un salto de la inmensa cama de roble y echó a correr hacia la puerta.


Por suerte la habitación no estaba del todo a oscuras, gracias a la pequeña lámpara de la mesa del rincón donde había dejado un libro abierto. Agarró el pomo y tiró con tanta fuerza que a punto estuvo de arrancar la hoja de las bisagras... arrastrando el peso adicional de la persona que estaba aferrada al otro lado del pomo.


Paula se vio arrastrada sin previo aviso al interior de la habitación. A duras penas consiguió mantener el equilibrio y sufrió una severa restricción de su campo visual. Una cosa era ver fantasmas, y otra muy distinta, y muchísimo más inquietante, era ver a Pedro en carne y hueso con unos boxers negros...


Levantó lentamente la mirada desde sus pies descalzos, cuanto más ascendía más calor la abrasaba por dentro, más mariposas sentía en el estómago y más fuerte le latía el corazón.


Era magnífico, sin un gramo de grasa que desluciera la perfección de sus músculos. Parecía una escultura que hubiese cobrado vida. Paula nunca había visto, ni imaginado, un hombre tan arrebatadoramente varonil. El cóctel de inquietud y excitación que le hervía en el estómago le impidió elaborar un pensamiento mínimamente racional.


–Iba a por un vaso de leche –se oyó decir a sí misma–. Pero vi un fantasma y... –lo miró a los ojos–. No un fantasma de verdad, claro, pero...


–Seguramente haya algunos fantasmas deambulando por la casa –le sostuvo la mirada y cerró la puerta con el pie.


Paula miró la puerta cerrada y volvió a girar bruscamente la cabeza hacia él.


Estaba nerviosa, cuando debería ser él quien lo estuviera. 


¿Cómo no iba a estarlo, cuando ella se dedicaba a vagar por la casa de noche vestida como...? Ni siquiera estando desnuda sería más provocativa que el camisón diáfano que llevaba puesto. La prenda no podía ser más recatada, con mangas largas y cerrada por el cuello con un lazo, pero estando a contraluz el tejido blanco se volvía transparente, tan fino que se podía distinguir el perímetro rosado de los pezones y la sombra entre los muslos...


Paula se humedeció los labios con la lengua e intentó mantener la compostura, pero fracasó estrepitosamente ante la ardiente mirada de Pedro.


–Qué habitación tan grande... –murmuró a modo de conversación.


Se encogió de vergüenza. No podría parecer más ridícula aunque lo intentara.


Pedro tuvo una imagen fugaz de su perfil clásico y su melena encendida bajo la atenuada luz del pasillo. Le recordó a una de esas vírgenes de las películas de terror antiguas a las que el héroe tenía que rescatar antes de que las sacrificaran.


Se pasó una mano por el pelo y esbozó una socarrona sonrisa para sacudirse el deseo de encima. Aquella mujer parecía pasar de una crisis emocional a otra, pero para él no había nada más importante que el autocontrol.


–¿Qué era tan importante que no podía esperar a mañana? –preguntó en tono burlón–. ¿Dónde es el fuego?


–¿Fuego? –repitió ella.


Si no había ninguno podría provocarlo ella... La sensualidad que irradiaba prendería cualquier cosa en un radio de cien metros. Pero por atractiva y tentadora que fuese, Paula Chaves no estaba destinada a compartir su lecho. Aunque para Pedro no fuera esencial mantener una relación estrictamente profesional, ella no era el tipo de mujer con quien se permitiera tener ningún tipo de aventura.


Pero le resultaría mucho más fácil contenerse si no fuera tan atractiva o si al menos tuviera algún defecto físico. Apartó la vista del camisón que empezaba a ceñirse con una carga electrostática a sus larguísimas piernas, volvió a fijarse brevemente en la sombra del pubis y se obligó a concentrarse en los muchos defectos que podían encontrarse en su personalidad.


Por ejemplo, su temperamento y cabezonería, pensó mientras empezaba a sudar. Pero sobre todo la exagerada emoción que le ponía a todo lo que hacía. Lloraba, reía, gritaba, luchaba sin la menor mesura. Pobre del hombre que intentara domesticarla... Haría falta la paciencia de un santo para acometer semejante desafío.


Aquella idea le hizo recordar algo que creía olvidado. El día que sus padres consiguieron que algo tan normal y corriente como un paseo ocupara los titulares de la prensa rosa. El momento en que su madre empujaba a su padre al lago fue inmortalizado por la cámara, al igual que la posterior reconciliación, pero lo que Pedro recordaba era la sensación de vergüenza y náuseas en el estómago y el deseo de salir corriendo.


Sus padres no se dieron cuenta de que su hijo de tres años había desaparecido hasta la noche.


El recuerdo le permitió recuperar algo más de control y dio un paso atrás.


A Paula le dio un vuelco el estómago al mirarlo. Parecía la versión moderna de un dios griego, con aquellos boxers ceñidos que poco espacio dejaban a la imaginación, aquel pelo negro en punta, aquella recia mandíbula oscurecida por una barba incipiente...


–Lo siento. Ha si... sido una equivocación.


–Posiblemente –corroboró él–. Tranquilízate, estás temblando –le agarró las manos y las apretó entre las suyas.


Seguramente lo hacía para calmarla, pero el efecto fue el contrario. Paula reaccionó como si la hubieran aguijoneado con un rejón, extendiendo los brazos para romper el contacto.


–Estaba buscando la cocina. ¿Voy a la derecha o a la izquierda?


Él no respondió, y Paula esperó hasta que el silencio se hizo insoportable.


–¿Has oído lo que he dicho?


–Ha sido un día muy largo. Le diré a Tomás que te lleve...


–¡No se te ocurra despertar al pobre hombre y dime cómo llegar a la cocina! –sacudió la cabeza, demasiado estresada para interpretar la extraña mirada de Pedro–. Por favor, Pedro.


–Si vas tú sola te perderás. Te acompañaré –dijo él, sin moverse.


–¡No!


–¡Sí! –los dos hablaron y se movieron al mismo tiempo, chocando el uno con el otro.


No se podían elegir los genes, pensó él. Y luchar contra la naturaleza era una batalla perdida...


–Después –murmuró, y la agarró para apretarla con fuerza contra él, con una mano en el trasero y la otra entrelazada en sus cabellos. Le tiró de la cabeza hacia atrás y pegó la boca a la suya.


Ella se rindió al instante, cálida y suave. Le echó los brazos al cuello y soltó un débil gemido mientras le devolvía el beso.


La pasión se hizo más y más salvaje hasta que Pedro la apartó con un gruñido y se dio la vuelta.


–Sal de aquí –le ordenó–. Huye mientras puedas.


El inesperado rechazo la dejó temblando. Aún sentía la fuerza de sus brazos y la dureza de su erección contra el vientre. Se mordió el labio y entonces decidió mandar el orgullo al infierno. No le importaba la imagen que pudiera darle. Lo deseaba, y si tenía que suplicarle que la aceptara lo haría, arriesgándose a que la rechazara.


–Déjame que me quede... Por favor, Pedro. No quiero marcharme –nunca había sentido un deseo tan fuerte en toda su vida. La excitación le hervía la sangre en las venas.


Él se dio la vuelta, la miró y con un gemido ronco la estrechó entre sus brazos y se la llevó a la cama. Allí se arrodilló junto a ella, apartándole los cabellos de la frente y la mejilla y esparciéndolos sobre la almohada. A Paula le dio un brinco el estómago al ver la intensa concentración reflejada en su rostro. Él se agachó y empezó a besarla suavemente, pasando la lengua por el labio inferior antes de introducirla en su boca para saborearla a conciencia. Llevó una mano hasta un pecho y lo apretó a través de la tela, acariciando el pezón con el pulgar. Acto seguido se lo metió en la boca, humedeciendo el tejido y arrancándole un gemido de placer.


Paula se arqueó, entrelazó los dedos en su pelo y se tensó un poco cuando él deslizó las manos bajo el camisón y las subió por sus muslos, pero enseguida se relajó y volvió a apoyar la cabeza en la almohada, porque las sensaciones eran maravillosas y se desataban en su interior como una tormenta eléctrica. La frenética escalada acabó bruscamente cuando él se incorporó, y ella abrió los ojos para manifestar su contrariedad.


–Llevas demasiada ropa –dijo él, y en cuestión de segundos la despojó de la pequeña chaqueta.


Sin darle tiempo para pensar, agarró el bajo del camisón con las dos manos y tiró con fuerza. La costura central se rasgó de abajo arriba hasta que lo único que sujetó las dos mitades fue el lazo. Manteniéndole la mirada y con una maliciosa sonrisa, le desató muy despacio el lazo y terminó de separar la prenda en dos. Paula cerró los ojos y aspiró su olor, cálido y almizclado, enloquecedoramente embriagador.


–Mírame.


Ella obedeció, y el deseo golpeó a Pedro con tanta fuerza que casi le detuvo el corazón. Era increíblemente hermosa y su cuerpo era una obra de arte, desde sus pechos, turgentes y perfectos, hasta las largas y esbeltas piernas que él se imaginaba rodeándolo por la cintura.


–¿Tienes idea de cuánto te deseo? –se quitó los boxers y su ego fue recompensado con una exclamación ahogada de Paula.


El primer contacto piel contra piel prendió una llamarada que se propagó velozmente por todo su cuerpo, y siguió ardiendo mientras él la besaba y tocaba. Se puso rígida un instante cuando le separó las piernas, pero se relajó al sentir el calor líquido que la recorría por dentro.


Él se tumbó de espaldas y ella empezó a explorarlo ávidamente con sus manos, fascinada por la virilidad y perfección de sus músculos. Experimentó una embriagadora sensación de poder femenino cuando le rodeó el miembro con los dedos y lo oyó gemir de placer. Tanto, que cuando él le apartó las manos y se las sujetó sobre la cabeza emitió un gemido de protesta.


–Tengo que guardar algo para ti –le susurró al oído–. Déjame dártelo todo, Paula.


–¡Sí, por favor!


Su desesperada súplica lo hizo gruñir de lujuria mientras la besaba.


–No me acosté con Adrian.


Él levantó la cabeza y la miró con ojos llameantes.


–Bien.


–Ni con nadie.


Él se quedó un momento inmóvil y con todos los músculos en tensión.


–Demasiado tarde... ¿Quieres que pare?


–No... No quiero –se estremeció por la expectación, pero se relajó al recibir la primera embestida. No sintió la temida explosión desgarradora, sino un placer indescriptible que colmaba hasta el último rincón de su cuerpo. Soltó un gemido y él empujó más, imitando con la lengua el movimiento de las caderas.


El instinto le hizo rodearle la cintura con las piernas mientras se arqueaba debajo de él, con todo el cuerpo apretado, clavándole los dedos en la espalda. Se aferró a él como si fuera lo único que pudiera salvarla del torbellino que amenazaba con desintegrarla. Las acometidas de Pedro aumentaron de velocidad e intensidad, colmándola de un placer cada vez mayor hasta que el orgasmo la sacudió con una fuerza arrolladora.


Se mantuvo agarrada a él y gritó su nombre una y otra vez mientras sentía cómo se vaciaba dentro de ella, antes de estremecerse una última vez y girarse de costado.


Por unos instantes se sintió perdida, pero entonces él la abrazó y le hizo apoyar la cabeza en su pecho. Paula se quedó dormida escuchando los latidos de su corazón.


Pedro esperó la sensación de vacío postcoital que siempre lo acuciaba a abandonar el lecho. Nunca lo reconocía conscientemente, pero si lo hiciera lo vería como un precio perfectamente razonable por conservar el control de sus actos y emociones.


Pero en vez del vacío experimentó una extraña sensación de paz. Antes de poder analizarla, sin embargo, se dio cuenta de que por primera vez en su vida no solo había perdido el control, sino que no había usado protección. No había sido premeditado, pero un sexto sentido le dijo que no podía esperarse el beneficio de la duda por parte de Paula.




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