sábado, 23 de enero de 2016

UNA NOVIA DIFERENTE: CAPITULO 10





AUNQUE era casi medianoche, el calor del verano español la golpeó nada más bajarse del coche. Se concentró en las sensaciones físicas e intentó no pensar en la inquietud que llevaba oprimiéndole el pecho durante todo el viaje.


No soplaba ni la más ligera brisa. El último kilómetro y medio había transcurrido a través de lo que parecía un bosque de pinos, y el olor de los árboles impregnaba el aire, denso y agobiantemente caluroso.


Sacó su móvil y le envió un mensaje de buenas noches a su hermano.


–Es el décimo mensaje que le mandas –observó Pedro. Lo sacaba de quicio que su hermano la estuviera usando sin que ella se diera cuenta. Y también su silencio sepulcral. No le había dirigido la palabra en todo el viaje, pero sí había seducido con su encanto natural al auxiliar de vuelo–. Veo que me equivoqué... Hay mujeres que saben mantener la boca cerrada.


Paula se indignó. Pedro apenas había dicho nada durante todo el trayecto, ¿y solo rompía el silencio para criticarla?


–Si me hubieras hablado te habría respondido. Y si le mando mensajes a mi hermano es porque me preocupo por él –no quiso decirle que ni uno solo de esos mensajes había recibido respuesta.


Él giró la cabeza para examinar su perfil.


–¿Te estaría agradecido si supiera lo que has hecho por él?


–Eres tú quien paga su tratamiento. Esto ha sido elección mía.


–¿Y por qué no se lo has dicho?


–Marcos ya tiene bastante y no necesita sentirse responsable de... ¿De qué te ríes?


–¿Te gusta ese mundo de fantasía en el que vives?


Paula le lanzó una mirada de profundo desprecio.


–Tú no puedes entenderlo.


–Ponme a prueba.


A Paula la sorprendió la invitación.


–Lo quiero. Es mi hermano –no tenía por qué darle más explicaciones, pero por algún extraño motivo siguió hablando–. Sé que no es perfecto, pero no ha tenido una vida fácil, habiendo sido rechazado por su madre.


–¿Es así cómo te sientes? ¿Rechazada?


Paula ignoró la interrupción.


–Dos hogares de acogida y el orfanato...


–¿No estuviste tú en esos mismos lugares?


Ella negó con la cabeza.


–No lo entiendes... Él estuvo en esos lugares por mi culpa. Lo habrían adoptado enseguida cuando éramos pequeños si hubieran podido separarnos, pero no lo permitieron.


–¿Por qué él y no tú?


–La gente quiere niños bonitos. Marcos tenía un precioso pelo rubio y rizado y unos hoyuelos adorables, no como yo.


–¿No son bonitos todos los niños pequeños?


–Yo no. Era alérgica y tenía asma, pero lo peor eran los eczemas de mi piel. Había que pasarse horas limpiándome... –se estremeció al recordarlo–. Nadie quiere dedicarle tanto tiempo a un bebé lleno de costras ni responsabilizarse de una niña con una enfermedad cutánea crónica. Dejaron a Marcos conmigo, y cada vez que una familia nos acogía mi mal genio nos llevaba de vuelta al orfanato. Así que ya ves... Sin mí, Marcos habría podido tener una vida muy distinta –había que estar desesperada para abandonar a dos niños, pero ¿y si solo hubiera sido uno...?


Oyó que él mascullaba en voz baja y se apresuró a continuar, temiendo que fuera a compadecerse de ella.


–Pero no todo fueron desgracias... Nos adoptó una pareja fantástica, Susy y Jose...


–¿Vienes? –la interrumpió Pedro, echando a andar por la grava.


Sabía que era absurdo enfadarse con ella por no ser una persona a la que pudiera despreciar. Era mucho más fácil aprovecharse de alguien que se lo merecía. Pero Paula no pedía nada y parecía que tampoco había recibido nada. 


Había trabajado muy duro para salir adelante y... qué demonios, era una mujer adulta. Si quería desperdiciar su vida pagando una deuda imaginaria, allá ella.


Paula empezó a andar, pero se detuvo. Él ni siquiera se había molestado en girarse para ver si lo seguía. ¿Y por qué habría de hacerlo? Ella había estado respondiendo como un corderito desde el momento en que se subió al avión, en parte sobrecogida por un lujo del todo desacostumbrado.


«¿Qué estás haciendo, Paula?».


Paula Alfonso. Señora Alfonso... Estaba casada. Tuvo que taparse la boca con las dos manos para sofocar una risita.


Pedro la oyó y se giró con irritación. Maldijo en voz baja al ver que seguía junto al coche. Con aquella mujer no había nada fácil. Se había propuesto hacerle la vida imposible, y cuando no podía montar una escena dramática lo incordiaba con pequeños detalles que se iban añadiendo a una frustración cada vez mayor.


Lo lógico habría sido echarla de su vida y levantar cuantos muros hicieran falta para mantenerla fuera. Y sin embargo allí estaba, levantando muros para mantenerla en su vida durante dieciocho largos meses. Dieciocho insoportables meses sin sexo, en compañía de una mujer que podía teñir de erotismo hasta un ronquido.


Se recordó que era un medio para alcanzar un fin. Se trataba de salvar miles de empleos y una sociedad que podría generar muchos más. Un medio para alcanzar un fin.


«Y el fin es tu cama», dijo una voz en su cabeza. La había desnudado tantas veces en su cabeza durante los últimos días que sentía como si conociera su cuerpo hasta el último detalle.


Ignoró el deseo que se desataba en su interior y se recordó que lo estaba haciendo por negocios. No se podían mezclar los negocios con el placer.


–Vamos –la idea de ducharse y acostarse se le antojaba apetecible, mientras que la idea de acostarse con Paula... Se imaginó su melena esparcida sobre las sábanas blancas, enmarcando un rostro que... Apretó la mandíbula en un desesperado y vano intento por contener la reacción de su cuerpo–. Por aquí. Mira donde pisas –apuntó con la cabeza hacia la casa.


Paula se quedó donde estaba. ¿Qué se creía, que era una perrita a la que podía llamar con un chasquido de dedos?


–Llevas mangoneándome todo el día...


No en el sentido literal. De hecho, parecía empeñado en no tocarla. Incluso cuando el juez dijo que podía besar a la novia, apenas le había rozado los labios.


Lo más humillante de todo era que ella se lo estaba permitiendo, lo cual no sentaba un buen precedente para los dieciocho meses que debía pasar con un hombre tan autoritario y controlador como Pedro.


–Ya he tenido bastante –declaró, cruzándose de brazos–. Eres un fanático del control, y no pienso dar un paso más hasta que me digas dónde estamos.


–No seas tan infantil. Lo único que tenías que hacer era preguntar, pero estabas demasiado ocupada haciendo de víctima y lanzándome miradas asesinas.


–Me sorprende que te hayas dado cuenta. No has levantado la vista de esa maldita tableta en todo el trayecto.


–¿Te sientes desatendida?


–En absoluto –respondió ella altivamente–. Ha sido muy instructivo ver los buenos modales que se adquieren en las mejores escuelas... Y ahora te lo estoy preguntando.


Justo cuando Pedro estaba a punto de perder los nervios, ella adoptaba una actitud desconcertantemente tranquila. Lo había acusado de ser un maleducado cuando ella apenas se había dignado a dirigirle la palabra.


–Muy bien, pero dentro –levantó la vista hacia el cielo, donde una nube estaba cubriendo la luna–. Va a haber tormenta.


–¿Cómo lo sabes?


Antes de que él pudiera responder se oyó un trueno lejano. 


Ella le lanzó una mirada feroz y se fijó en la casa de piedra que se elevaba siniestramente ante ellos, surgiendo del bosque como la mansión embrujada de una novela gótica. 


¿Sería ella la damisela en apuros?


Casi se echó a reír al pensarlo. Nada más lejos de la realidad.


–Creo que me sentiría más segura aquí fuera. Esto no puede ser un hotel –un escalofrío le recorrió la espalda. Parecía el escenario de una película de vampiros.


–No, no es un hotel –le confirmó él–. Era un monasterio.


–¿Me has traído a un monasterio?


–Obviamente ya no es un monasterio. Lo fue durante un tiempo, una escuela, creo, y ahora es la casa de mi abuela. Su familia es de esta parte de España y su hermana gemela aún vive en las proximidades. Mi abuela volvió aquí al quedarse viuda.


–No te creo.


–Creía que te resultaría familiar ese vínculo especial entre los hermanos gemelos... Mi abuela y mi tía Margarita son idénticas.


–Sabes a lo que me refiero... ¿Por qué ibas a traerme a casa de tu abuela?


–Porque mañana es su cumpleaños. No se encuentra bien, es la única abuela que me queda y prometí que vendría a verla.


–¡Dios mío! –exclamó ella con horror–. ¿Toda tu familia está aquí?


Por un breve instante pensó en salir corriendo, pero se recompuso y se concentró en la imagen de Marcos en una silla de ruedas.


–No, no están aquí.


–Menos mal... Pero ¿tus padres no estaban en la boda?


–Mis padres están disfrutando de un crucero alrededor del mundo. No vinieron a mi boda y no vendrán aquí.


Paula advirtió algo extraño en su tono.


–Lo siento.


Él la miró, abrió la boca y la volvió a cerrar. Ella estaba moviendo los hombros para desentumecer los músculos y Pedro se quedó fascinado con su sensualidad felina. Respiró hondo, sintiendo como una implacable ola de calor lo traspasaba como una hoja ardiente, y buscó una respuesta que evitara su compasión.


–Mis abuelos, tanto paternos como maternos, ejercieron un papel mucho más importante que mis padres en mi vida –apretó la mandíbula–. ¿No vas a decir eso de «al menos tú tenías padres»?


–Yo tuve padres. Como todo el mundo. La diferencia es que yo no los reconocería si me cruzara con ellos por la calle, ni ellos a mí. A veces me pregunto si... Cuando era pequeña les decía a todos que mi padre era un héroe de guerra y que mi madre era enfermera –se detuvo, asaltada por la sensación extraña e íntima de estar hablando a oscuras de la familia con un hombre al que apenas conocía, con quien se había casado y a quien había considerado su peor enemigo incluso antes de saber su nombre.


–¿Y? –la apremió él.


–La maestra lo descubrió y me hizo pedir disculpas en la clase por mentir.


–Qué sensibilidad... Espero que tú seas mejor profesora.


–Lo soy –no creía en la falsa modestia. Y también sería una madre mejor que la de Pedro, quien tenía cosas mejores que hacer que acudir a la boda de su hijo.


Cuando sus hijos, a los que soñaba con adoptar algún día, celebraran algo especial ella no se lo perdería por nada del mundo.


Echó la cabeza hacia atrás y entornó la mirada para distinguir la forma del tejado.


–Me cuesta creer que alguien quisiera vivir aquí, y mucho menos una anciana –no supo si él la había oído, pero siguió el ruido de sus pisadas en la grava. Si lo perdía no sabría adónde dirigirse.


–Da menos miedo de día, cuando los murciélagos están durmiendo.


Paula aceleró el paso.


–Es una broma, ¿verdad?


–Los murciélagos no hacen nada. Tienen más miedo de ti que tú de ellos.


–¿Qué te apuestas a que no?


Su risa fue tan deliciosa que Paula tuvo que reprimir una sonrisa. Y también otras reacciones corporales... Sabía que los polos opuestos se atraían y que la atracción sexual era incontrolable e impredecible, pero nunca había sentido una fuerza magnética de tal calibre. En comparación, la atracción que había experimentado por Adrian resultaba insignificante.


Si Pedro mostrara alguna otra virtud aparte del cariño hacia su abuela ella se vería en grave peligro, porque no tenía duda de que sería un buen amante. El estómago le dio un vuelco al pensar en sus manos, su boca...


–Puedes estar tranquila.


Eso era del todo imposible, estando cerca de un hombre tan varonil.


–La casa es muy acogedora y mi abuela es muy jovial a pesar de tener ochenta y dos años. Lógicamente no vive aquí sola... Una pareja vive con ella, y tiene un jardinero y un par de criadas que vienen del pueblo.


–No he visto ningún pueblo al venir hacia aquí –a pesar de estar de espaldas a él, su proximidad le ponía los pelos de punta.


–Hemos venido por la carretera del norte. El pueblo está en el lado sur de la montaña.


La geografía del lugar no tenía ningún sentido para Paula, quien volvió a pensar en su hermano. ¿Le habría ocurrido algo? Marcos no le había respondido a su último mensaje.


Sacó el móvil del bolsillo, pero antes de que pudiera marcar el número de Marcos una mano se lo arrebató.


–¡Devuélvemelo!


Pedro se lo guardó tranquilamente en el bolsillo mientras Paula lo miraba con los puños apretados y el rostro desencajado en una mueca de ira.


–¿No sabe estar sin ti? –le preguntó él con desdén mientras un búho ululaba a lo lejos.


–Nos apoyamos el uno al otro.


Pedro se esforzaba por mantener una actitud objetiva hacia el pobre joven, pero la forma en que usaba a su hermana y cómo jugaba con su injustificado sentimiento de culpa le impedía compadecerse de él.


«¿Y acaso tú no la estás usando?».


Se dijo a sí mismo que las situaciones no podían compararse; ella no perdía nada en aquel justo intercambio. Dieciocho meses con él era mejor que desperdiciar su vida cuidando de un inútil para quien nada de lo que ella hiciese era suficiente.


–Eso te gustaría creer, ¿verdad? Pero no eres tan tonta... ¿a que no, Paula?


Paula agradeció que estuviera oscuro y que él no pudiera ver cómo se ponía colorada. Tenía que admitir que había algo de cierto en la insinuación de Pedro. Ella conocía muy bien los defectos de su hermano, pero no soportaba que nadie más lo criticara.


–¿No leíste los folletos de la clínica Atler?


Para Paula fue un alivio que cambiase de tema, aunque le costó unos segundos relacionar el nombre con la clínica especializada en la rehabilitación de casos como el de Marcos.


–No sabía que hubiera un examen –respondió, reacia a admitir que había leído la primera página media docena de veces antes de dejarlo. Había tenido otras cosas en que pensar, como por ejemplo su matrimonio de conveniencia.


Pedro tuvo que refrenarse para no aproximarse a ella, atraído por la embriagadora fragancia de su perfume o de su champú. La oscuridad brindaba el medio ideal para superar las inhibiciones.


El aire parecía vibrar de manera casi audible, no por la tormenta inminente sino por el torrente de hormonas desatadas que bullían en su entrepierna.


El sexo siempre desafiaba la lógica, pero no su control. Pedro se enorgullecía de su habilidad para sofocar los impulsos.


–No recomiendan las visitas durante el periodo inicial. El régimen parece más propio de un campamento militar.


–¿En serio?


–Cuando empiece el verdadero tratamiento, tu hermano te suplicará que lo saques de allí... y naturalmente tú correrás a salvarlo aunque no sea lo mejor para él. Si estás aquí conmigo tendrás una buena excusa para no acudir a su rescate.


Su tono arrogante y despectivo fue demasiado para Paula. Lo agarró con fuerza del brazo y cómo se sentaban sus músculos antes de que él se echara hacia atrás.


–No te gusta mi hermano, ¿verdad?


–No.


–¿Porque no ha nacido en un entorno privilegiado como el tuyo? Pues para que lo sepas, ¡mi hermano también tiene su orgullo aunque su sangre no sea lo bastante digna para ti!


–Creía que el orgullo era un defecto... ¿O solo es así cuando se trata de mi orgullo?


Paula se dio cuenta de que seguía agarrándolo del brazo... con las dos manos. Se aferraba a sus fuertes músculos como si la vida le fuera en ello, y sentía el calor palpitante que se transmitía a sus dedos y que se propagaba por todo su cuerpo.


–Tu orgullo te hace creerte superior simplemente porque eres tú. Pues bien, mi hermano te demostrará que estás equivocado –le estaba costando un esfuerzo sobrehumano retirar las manos. El corazón le latía con fuerza, esperando...


«¿Esperando qué, Paula?».


El tiempo pareció detenerse. Su fuerza de voluntad se resquebrajaba por momentos. Haciendo un último y desesperado intento sacudió la cabeza y consiguió romper el contacto físico y el hechizo. Se llevó las manos al pecho y dio un paso atrás, pero pisó un adoquín irregular y activó sin querer una luz de seguridad.


Todo el área se iluminó al instante, revelando un patio. Paula se protegió los ojos con la mano. El olor que había notado se hizo más intento y vio que procedía del tomillo que crecía entre los adoquines. Tras el anonimato que ofrecía la oscuridad se sentía expuesta y horriblemente vulnerable.


Por primera vez vio el edificio. Sus orígenes eclesiásticos eran evidentes en la arquitectura, pero la hiedra que reptaba por los muros y los grandes abrevaderos de piedra llenos de flores bajo las enormes ventanas con parteluces suavizaban su imponente aspecto.


Pero no fueron los geranios lo que atrapó su atención, sino la expresión en los ojos de Pedro. Entonces le cayó en la cara la primera gota de lluvia, seguida por otra, y otra. El momento se desvaneció y Paula levantó el rostro hacia el cielo con un suspiro. Nunca una ducha fría había sido más oportuna.


–Por aquí –dijo él. La condujo hacia un amplio porche de roble y levantó el pasador de una puerta grande y maciza.


–¿Qué pasa con los murciélagos?


–Son unas criaturas con colmillos afilados que se lanzan a lo desconocido con solo su instinto para protegerlos. Creía que tendrías algo en común con ellos...


Paula pasó bajo su brazo para cruzar la puerta y se encontró en una cocina. Apenas tuvo tiempo para asimilar sus enormes dimensiones o lo último en diseño, junto al horno de vapor con las losas de piedra originales y las viejas vigas de roble, cuando la asaltó una duda.


–¿Cómo puede ser esto? Se supone que estás en tu luna de miel –espetó, sin pensar en lo imprudente que sería recordarle dónde y con quién debería estar en esos momentos.


La expresión de Pedro, sin embargo, no revelaba nada.


–El plan era que Elisa se fuera a las Maldivas después de la boda y que yo la acompañara el fin de semana.


–¿Iba a irse sola a la luna de miel? ¿No te parece que es llevar demasiado lejos lo de la independencia?


En ese momento dos pequeños perros irrumpieron en la cocina, ladrando fuertemente. Pedro se inclinó para acariciarlos y hablarles en español, demostrando un afecto mucho mayor del que Paula le había visto con personas. Tal vez prefería a los animales... igual que ella a veces, pensó con una media sonrisa.


Él se irguió justo cuando un perro del tamaño de un pequeño burro entró tranquilamente en la cocina. Batió el rabo y se quedó quieto mientras Pedro le rascaba detrás de las orejas.


–¿Qué decías? –le preguntó al sorprenderla mirando, seguramente con una expresión bobalicona.


–Nada, pero no me haría ninguna gracia que mi marido prefiriera pasar los primeros días de nuestra luna de miel con su abuela en vez de conmigo.


–No ha sido así, ¿verdad?


Paula se puso colorada.


–No es lo mismo. Esto solo son negocios.


–¿Esperarías entonces que tu marido, tu marido de verdad, te antepusiera a todo: trabajo, familia, responsabilidades...? Mi abuela no se quedará aquí eternamente.


–Te habría acompañado a verla. Quiero decir, en el hipotético caso de que...


Sus ojos se encontraron y Paula vio un destello en su mirada, antes de que volviera a agacharse para acariciar a uno de los perros que seguían a sus pies, que se puso a ladrar alegremente y a lamerle la mano con devoción canina.


–¿Qué le has contado a tu abuela de mí?


Pedro no tuvo tiempo de responder, porque en ese momento entró en la cocina un hombre bajo y barbudo, ataviado con una bata y zapatillas y portando un rifle, que bajó al ver a Pedro. Llena de pánico, Paula se había refugiado instintivamente detrás de la mesa, y se relajó ligeramente cuando el hombre armado estrechó la mano de Pedro y se dirigió animadamente a él en español.


Pedro le respondió en el mismo idioma e intercambiaron unas cuantas frases antes de volverse hacia Paula.


–Tranquila, no está cargada –le dijo algo al hombre, quien se echó a reír, dejó el rifle en la mesa y le dijo algo a Paula mientras movía las manos–. Tomás dice que es un viejo inofensivo –tradujo Pedro, y dijo algo que hizo reír otra vez al hombre–. Dice que no tengas miedo. Lo llamé desde el aeropuerto para informarlo de nuestra llegada. Mi abuela ya se ha retirado, pero tu habitación está lista.


Paula consiguió esbozar una temblorosa sonrisa. El hombre asintió y volvió a salir de la cocina, haciéndole un gesto para que lo siguiera.


–Ve –la acució Pedro–. Tomás te enseñará tu habitación. Si necesitas algo...


Ella lo miró fugazmente a los ojos y sintió que se ponía colorada.


–No, nada.





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