Durante el tiempo que habían permanecido en el despacho de Benton, la nevada ligera se había transformado en una rugiente tormenta. Las escaleras estaban cubiertas de nieve y se habían vuelto peligrosas. Mientras habían estado reunidos, se había hecho de noche.
–Déjame ayudarte –Pedro le ofreció una mano a Paula.
–¡Estoy bien! –gritó ella por encima del viento.
–Con esos tacones no avanzarás ni dos metros –él la agarró del brazo–. Esto es Alaska.
–¡Suéltame! –Paula intentó zafarse, pero Pedro la tomó en brazos.
–Ya está –él la llevó hasta el SUV de la joven–. Te seguiré hasta la casa de tus padres. Doy por hecho que las gemelas viven allí.
–No hace falta. Yo me hago cargo de todo a partir de ahora.
–¿Por qué eres tan tozuda?
Ella lo ignoró y rebuscó en el bolso las llaves, que aterrizaron sobre la nieve.
Ambos se agacharon a la vez y sus cabezas terminaron por chocar.
–¡Ay! –exclamaron al unísono.
–Esto me recuerda aquella vez que te llevé a pescar salmones y te golpeaste la cabeza.
–Me tropecé.
–Sí, claro –él encontró las llaves y pulsó el botón de apertura–. Sube. Te veré en un rato.
–Pedro…
El tono de advertencia de la joven indicaba claramente que prefería que se mantuviera al margen, pero él nunca eludía sus responsabilidades, y no tenía pensado empezar a hacerlo. Mientras estuviera legalmente obligado a ocuparse de las crías de Melisa, lo haría.
La tormenta dificultaba ver la carretera, pero Pedro estaba lo bastante acostumbrado al camino hacia la casa de sus antiguos suegros como para llegar con los ojos cerrados.
El movimiento de los limpiaparabrisas lo transportaron a otra nevada. Semanas después del divorcio, regresaba a puerto tras dos meses de pesca de cangrejo y se había encontrado a su padre sentado en el Juniper Inn a dos mesas de los recién casados Melisa y Alex. Y por si no bastara con eso, Ana y Luis también estaban presentes. Aunque viviera cien años, jamás olvidaría su mirada de desaprobación.
Eran buena gente y lo mataba pensar que le echaban la culpa del fracaso de su matrimonio. Cierto que pasaba mucho tiempo lejos de casa, pero estaba trabajando para Melisa, para ellos, por su futuro.
La pérdida del bebé no había sido culpa de nadie.
Había sido la distancia emocional, no la física, la que le había empujado a los brazos de Alex, le había asegurado.
Según ella, el aborto había cambiado a Pedro. Sin embargo, él opinaba que era ella la que había cambiado, pues su amor por Melisa no había disminuido.
De regreso al presente, aparcó la camioneta de su padre frente a la casa de Ana y Luis.
Aunque la temperatura había descendido considerablemente, le sudaban las manos. Las innumerables misiones con los SEAL no le provocaban tanto nerviosismo.
Paula había aparcado delante de él y se tambaleaba inestable hacia el porche delantero. ¿Qué le pasaba a esa chica? La Paula que él recordaba jamás se habría puesto tacones altos en medio de una tormenta de nieve. Pero claro, esa chica había sido un chicazo, una soñadora de ojos almendrados que prefería la compañía de un perro a la de la mayoría de las personas. La impresionante mujer en la que se había convertido le era desconocida. Eran como dos extraños.
Pedro aceleró el paso cuando la vio casi tropezar.
–Párate un poco –él la agarró del brazo–. Te comportas como si tuvieras ganas de estar aquí.
–¿Y por qué no iba a querer estar aquí? –ella se soltó y se agarró a la barandilla–. Es mi familia. Solía ser la tuya.
A los diecisiete años, Paula y él habían ayudado a Luis a construir ese porche durante un cálido fin de semana mientras Melisa, supuestamente, supervisaba desde una hamaca. Diez años más tarde, la madera crujía bajo sus pies.
–Entra, rápido –Luis abrió la puerta–. Tu madre y yo nos estábamos preguntando por qué… –el hombre miró a Pedro–. ¿Qué haces tú aquí?
–Yo también me alegro de verte –Pedro siguió a Paula al interior y se sacudió la nieve.
Dos segundos bastaron para que el soldado comprendiera que estaba en territorio enemigo.
Ana estaba sentada en el sofá con un bebé en brazos.
Sofia Reynolds, la chismosa vecina, se sentaba en la mecedora con el otro. A pesar del fuego de la chimenea, a Pedro le pareció que la estancia estaba desprovista de todo calor. Era como si la pérdida de la hija les hubiera robado la vida a los padres de Paula.
–Hace un tiempo infernal –observó Pedro cruzándose de brazos.
–Supongo que habrás venido por las niñas –Ana le dedicó una mirada asesina antes de volverse hacia su hija.
–Mamá… –Paula se apoyó contra la pared para quitarse las botas–. Necesitas un descanso. Y sabes que podrás ver a las gemelas siempre que quieras.
–Una nunca ve lo suficiente a los nietos –intervino Sofia.
A Pedro no le pasó desapercibida la mirada que Paula dedicaba a la mujer.
La joven se sentó junto a su madre y tomó al bebé en brazos. La ternura del momento recordó a Pedro que había sido Alex quien finalmente le había dado a Melisa lo que más deseaba. Una parte de él sintió unos infantiles e irracionales celos. Pero el adulto enseguida tomó el mando. Aquello era irrelevante, considerando que los padres estaban muertos.
–No es lo mismo, y lo sabes –Ana miró de frente a su hija–. ¿A que no, Sofia?
–Amen –asintió la otra mujer.
–Tu hermana me traicionó –continuó Ana
La religión oficial de la familia siempre había sido una extraña mezcla de las viejas creencias inuit y el catolicismo de Luis.
–Déjalo ya. Melisa te quería muchísimo –protestó Paula con la voz quebrada.
Pedro se sintió muy incómodo. Por mucho que se hubiera repetido que odiaba a Melisa, que quería hacerle tanto daño como ella le había hecho a él, jamás habría deseado una situación como aquella. Paula recuperó la compostura.
Siempre había sido la más fuerte de las hermanas.
–Pues es evidente que no lo suficiente. Además, ¿cómo pudo ignorar a los padres de Alex? Cuando tu padre les llamó para comunicarles la noticia, la pobre Cindy sufrió una crisis nerviosa. Taylor se la llevará en el primer vuelo de la mañana para que la vea el médico.
–Una lástima –murmuró Sofia.
–Ana, siento todo esto –Pedro se unió a las mujeres–. Y por eso, en cuanto sea posible, cederé todos mis derechos a Paula. Lo que hagáis después es asunto vuestro.
–Paula –Ana se dirigió a su hija–, con todo el tiempo que pasas en el bar, ¿podrás criar a las gemelas?
–Si era el deseo de Melisa –Paula acarició la mejilla de su sobrina–, me siento obligada a intentarlo al menos.
–Hace unas semanas –intervino Luis–, Melisa y las niñas me acompañaron mientras cubría el turno de uno de mis chicos de reparto –antiguo piloto, Luis era el propietario de una empresa de distribución de alimentos–. Ahora que lo pienso, parecía nerviosa. Mencionó que apenas dormía. No le di importancia, dada su condición de madre primeriza. Habló de su deseo de que Paula fuera la madrina de las niñas y que, si algo le sucediera, fueran criadas por alguien joven.
–¿Y qué significa eso? –preguntó la abuela.
–A mí me parece antinatural –observó Sofia–. Las niñas deberían permanecer con sus abuelos, que las quieren mucho.
–Mamá –Paula ignoró el comentario de la vecina–, sin ánimo de ofenderos a papá y a ti, Melisa también me mencionó el tema de la madrina. Le dije que estaba loca, pero ella insistía en que quería que las niñas fueran criadas por una persona joven. Su amiga, Bess, fue acogida por su abuela, que luego murió y la pobre terminó en un hogar de acogida hasta los dieciocho años. Melisa no quería eso para sus hijas.
–Nunca permitiríamos que eso sucediera –protestó Luis.
–Escuchad –continuó Paula–, esto también ha supuesto una conmoción para mí, pero si es lo que Melisa quería…
–¿Y qué hay de lo que queremos nosotros? –la interrumpió su madre.
–Cariño –Luis tomó la mano de su mujer–, lo que nosotros queremos no importa.
–Yo llamaría a un abogado –afirmó Sofia.
–Sofia–Paula se volvió hacia ella–, por favor, no te metas en los asuntos de la familia. Y, mamá, no quiero ser grosera, pero te comportas como una cría –poniéndose en pie, entornó los ojos como siempre hacía cuando había tomado una decisión–. ¿Por qué no podemos criar juntos a las gemelas? De momento, Pedro y yo tenemos la custodia legal, pero realmente no significa nada. Me instalaré en casa de Melisa y Alex, a menos de cinco kilómetros de aquí.
Vosotros solíais cuidar a las gemelas, ¿no haríais lo mismo por mí? Viviana y Vanessa se criarán en su hogar, con sus seres queridos. No entiendo por qué no os parece la mejor solución, sobre todo cuando Pedro ya ha accedido a desentenderse de todo.
–No es la mejor solución –insistió Sofia–, porque lo mejor es que estén con los abuelos. Tú nunca has tratado con bebés. ¿Cómo sabrás qué hacer?
Mientras Sofia, en su infinita sabiduría, continuaba con su perorata, Pedro se sorprendió ante la avalancha de sentimientos que le habían asaltado al oír a Paula. ¿Tenía que hacerle parecer tan insensible? ¿Qué otra cosa podía hacer? No formaba parte de esas pequeñas vidas. Antes del funeral de sus padres, ni siquiera las conocía. Si todo iba bien, regresaría a Virginia en el primer vuelo de la mañana.
–¿Por qué ha sucedido todo esto? –sollozó Ana.
Luis la rodeó con un brazo.
Sofia cerró los ojos y rezó.
Pedro se sentía emocionalmente desligado de la escena, como si estuviera viendo una película.
La vecina chismosa se levantó bruscamente. El bebé se despertó sobresaltado y empezó a lloriquear.
–Aquí la tienes –casi arrojó la niña en brazos de Pedro–. Ya que eres tan experto, hazte cargo.
Pedro ni siquiera sabía a quién de las dos tenía en brazos, mucho menos qué hacer cuando el lloriqueó se transformó en un aullido.
*****
Treinta minutos más tarde, Paula intentaba abrir la puerta de la casa de su hermana, llevando a Vanesa en brazos. Pedro estaba detrás con Viviana, que no había dejado de llorar desde que se habían marchado de la casa de sus abuelos.
–¿Siempre se pone así?
–Normalmente son muy tranquilas, pero han sido un par de días muy duros. Para todos.
Al fin consiguió abrir la puerta de una oscura y fría casa, silenciosa como una tumba. En vida de Alex y Melisa, la cabaña de madera había vibrado de calor y risas. Su hermana era una magnífica cocinera y siempre había algo delicioso horneándose o cociéndose.
La tormenta había pasado y el salón, de dos alturas, tenía una pared acristalada por la que se veía Treehorn Valley y Mount Kneely. La luna se reflejaba en los muebles de pino tapizados con un brillante diseño inukshuk en tonos rojos, naranjas y amarillos.
–Aquí hace frío –Pedro cerró la puerta–. ¿Se habrá apagado la calefacción?
–Seguramente. La caldera es de leña.
–¿Está abajo?
Ella asintió mientras recorría la estancia encendiendo luces.
–Le echaré un vistazo, pero mientras tanto, ¿qué hago con esta? –asintió hacia una rígida Viviana de ojos rojos.
–Dámela –Melisa tenía un parque en la cocina y Paula dejó a Vanesa antes de tomar a Viviana y hacer lo propio.
Después encendió el fuego en la chimenea de piedra.
Estar en casa de su hermana, sin Melisa, le provocaba una extraña sensación. Paula vivía en el apartamento que había encima de su bar. Era pequeño, abarrotado y acogedor. La casa se le antojaba demasiado grande. Hermosamente decorada con el típico estilo de cabaña de caza de Alaska, era la casa soñada por su hermana, no por ella.
La casa se estremeció cuando el sistema de calefacción se puso en marcha.
Unos minutos más tarde, el aire caliente comenzó a fluir por las rejillas de ventilación, y Paula se sintió agradecida por la intervención de Pedro. Al final habría conseguido encender la caldera, pero al menos era un problema del que no había tenido que preocuparse.
Viviana intentó quitarse el gorro.
–Ya sé que te molesta, cielo, pero hasta que esto no esté más calentito, mejor lo dejamos puesto, ¿de acuerdo? –Paula se arrodilló junto al parque y le dio una palmadita en la espalda.
–Abajo hay leña para una semana –Pedro regresó al salón–. Siempre que uno de los dos se acuerde de alimentar a la bestia, estaremos calentitos. Pero, antes de que el invierno se instale definitivamente, tendré que preparar una buena reserva. Encenderé la chimenea.
–Ya lo he hecho yo, aunque seguramente habrá que añadirle leña.
Los bebés volvían a lloriquear. ¿Tendrían hambre?
Paula presionó una mano contra su frente. Ojalá se hubiera interesado más por el cuidado de sus sobrinas. Jugar con ellas le había parecido más importante que darles de comer.
–Yo hago el trabajo masculino –observó Pedro–. ¿Por qué no haces tú algo con esos gritos?
–Me encantaría, pero me llevará un tiempo preparar los biberones.
Para cuando Paula hubo terminado, las danzarinas llamas iluminaban el salón, pero no consiguieron que su corazón bailara.
Los bebés seguían inquietos, agobiándola cada vez más. En el bar era capaz de manejar el caos de un viernes o sábado por la noche, pero aquello era diferente.
–¿Necesitas ayuda? –Pedro se asomó a su espalda, transmitiéndole su calor, irritándola más. Añadir el viejo amor adolescente a la mezcla no hacía más que empeorarlo todo.
–Claro –consiguió contestar–. Toma a Vanesa y un biberón, yo tomaré a Viviana en brazos.
–Me encantaría –Pedro se rascó la cabeza–, pero no tengo ni idea de cuál es Vanesa.
–Vanesa suele ser más tranquila, mientras que Viviana te deja claro lo a disgusto que está.
Y como si supiera que su tía hablaba de ella, Viviana subió el volumen de sus aullidos.
–Me parece estaros viendo a ti y a tu hermana.
–Nunca se me había ocurrido –Paula sonrió–. Eso me convierte en alguien horrible, ¿verdad?
–Ni de lejos –gritó él–. Melisa era la peor, y si estuviera aquí, lo admitiría orgullosa.
–Cierto.
Cada uno con un bebé en brazos, se sentaron en el sofá frente a la chimenea.
El repentino silencio, aparte del crepitar del fuego y los ocasionales gemidos y gruñidos de los bebés al tomar el biberón, fue más que bienvenido.
–Siento lo ocurrido en casa de mis padres. Fue muy desagradable.
–Tranquila –Pedro reacomodó a Vanesa–. No les culpo, al igual que a los padres de Alex.
–Pero no tiene por qué ser así. Podrán ver a las pequeñas siempre que quieran.
–Lo sé, pero hay que verlo desde su punto de vista. Alex era mi mejor amigo, y cuando le pillé acostándose con mi mujer, dejé de hablarle. Cindy y Taylor eran como unos segundos padres para mí. Creo que cené más veces en su casa que en la mía. Una parte de mí se alegró de verlos, al menos hasta que recordé que formaban parte del equipo enemigo. Ellos se sentirán igual.
–Seguramente –Viviana se había dormido y Paula dejó el biberón vacío sobre la mesa–. Me pregunto si mi hermana hablaba de sus sueños proféticos con Alex.
–Eso nunca lo sabremos.
«Nunca». Hasta ese momento no había considerado el verdadero impacto de su pérdida.
Durante las últimas horas de Melisa, Paula había permanecido fuerte por sus padres, sobre todo por su madre. Después había estado ocupada con el funeral. Pero ya no le quedaba nada más por hacer, salvo empezar una nueva vida, básicamente ocupando la de su hermana.
¿Cuántas veces había soñado con algo así mientras Melisa había estado casada con Pedro?
A la luz de la nueva situación, se sintió avergonzada. Las lágrimas que tan cuidadosamente había reprimido surgieron en unos feos sollozos.
Paula le pasó al bebé a Pedro y corrió a la planta superior, sin saber muy bien adónde iba.
El domingo por la tarde, Pedro no daba abasto con la pala.
Situado en la Costa Este de Prince William Sound, Conifer era famoso por sus impresionantes nevadas. De niño había pasado interminables ratos construyendo fuertes y muñecos de nieve, incluso túneles. Pero en esos momentos se afanaba en desenterrar la camioneta de su padre.
El remolque quedaba empequeñecido al lado de los inmensos abetos en los que Pedro había jugado al escondite. Acostumbrado al mar abierto, el oscuro bosque le hacía sentirse atrapado.
Había pasado seis largos años lejos de casa.
Recordaba haber disfrutado con el sonido del viento, pero en esos momentos el mundo estaba en completo silencio bajo el blanco manto de nieve. El aire, tuvo que admitir, olía muy bien, fresco y limpio. Y así había sido su vida.
–Este es el último sitio en el que esperaría verte.
–Lo mismo digo –Pedro se volvió hacia la voz de la pequeña Paula Chaves, ya no tan pequeña.
La había visto en el aeropuerto, pero no le había parecido un buen momento para conversar, con los padres de Alex delante. Y el funeral tampoco le había parecido mejor.
–No hace muy bueno para dar un paseo.
–A mí me gusta. Sienta bien salir de casa.
Durante el funeral, Pedro había estado tan absorto que no se había percatado de que la antigua adolescente se había convertido en una espectacular mujer. Ella era en parte inuit, y la nieve que caía sobre sus oscuros cabellos dibujaba un hermoso cuadro. Los ojos marrones carecían de la habitual chispa, lo cual, dadas las circunstancias, era normal.
–Estoy de acuerdo –Pedro se apoyó en la pala–. ¿Se espera que deje de nevar alguna vez?
–Mamá dice que mañana podríamos tener más de veinticinco centímetros.
–Genial –los pilotos de la zona eran capaces de volar en casi cualquier circunstancia, pero una gran tormenta de nieve daría al traste con sus planes de marcharse por la mañana.
–¿Sigue en pie lo de esta tarde?
–A las dos, ¿verdad? –él asintió.
–Sí. Benton abrirá el despacho solo para nosotros, de modo que no te retrases.
–La pequeña Paula Chaves –él no pudo reprimir una sonrisa–, la que siempre llegaba tarde al colegio, ¿me da lecciones de puntualidad? ¿Cuántas noches me mandó tu madre a buscarte para la cena?
–Qué buenos tiempos, ¿verdad? –ella apartó la mirada con los ojos brillantes y sonrió.
–Los mejores.
Tiempos en los que lo tenía todo claro: la mujer perfecta, un trabajo. Incluso le había echado el ojo a una casita.
Considerando lo trágico de los últimos años de matrimonio de sus padres, no debería haberse confiado en que con su esposa fuera diferente.
Alistarse en la marina había sido la mejor decisión que hubiera tomado jamás.
–Bueno –ella señaló hacia la casa vecina–, quería agradecerle a Fer las tartas y el jamón que trajo a la vigilia. Y ya de paso, echaré una ojeada a la chimenea.
–¿Quieres que te acompañe? –Pedro había olvidado el espíritu comunitario reinante allí. Llevaba cinco años viviendo en Virginia Beach, pero no conocía a los vecinos.
–Gracias, pero puedo con ello –Paula sonrió.
–No digo que no puedas. Solo me ofrecía a echarte una mano. Además –sacudió la cabeza–, no he visto a Fer desde que me echó de su casa por cruzar su terraza con la moto de nieve.
–Aún no ha puesto barandillas. Me sorprende que nadie lo haya vuelto a hacer.
–¿Qué quieres que te diga? Soy único.
–Más bien un delincuente –ella continuó calle abajo–. ¡No llegues tarde! –gritó.
–No lo haré.
–Ah, Pedro…
–¿Sí?
–Gracias por venir –Hattie bajó la mirada al suelo–. Te lo agradezco de veras.
–Claro, sin problemas –mintió él.
Lo cierto era que regresar a Conifer había despertado un inmenso dolor. Recordar a Melisa, el amor de su vida, nunca era fácil. No solo le había roto el corazón, también el alma. Y la odiaba hasta un grado que le resultaba inimaginable.
¿Y desde que estaba muerta?
El odio mezclado con el remordimiento había culminado en un mortal dolor de corazón y una irreprimible necesidad de escapar.
*****
Paula había pensado que su enamoramiento adolescente estaría ya superado. Pero una de las sonrisas torcidas de Pedro había bastado para abrir las compuertas de sus sentimientos.
Las gemelas estaban al cuidado de la vecina y Paula y sus padres aguardaban fuera del despacho del único abogado de la ciudad, Benton Seagrave, la llegada de Pedro.
Paula cerró los ojos y comparó los recuerdos de infancia de Pedro con los más recientes.
Siempre había sido más alto que ella, pero en esos momentos la diferencia era claramente escandalosa. No solo había crecido en altura, también en envergadura. El día anterior, lo había visto manejando la pala vestido con botas de nieve, vaqueros y una camisa que se pegaba a los anchos hombros y pectorales. En el bar estaba acostumbrada a ver muchos hombres robustos, pero ninguno le provocaba la misma sensación que Pedro y su sonrisa torcida. Tenía los ojos azules y los cabellos oscuros, siempre revueltos, estaban salpicados de mechas doradas.
Paula tenía dos años menos que él y mientras que el resto de los chicos de la escuela se habían dedicado a burlarse de ella por su sobrepeso, Pedro acostumbraba a compartir con ella su amor por la astronomía y la pesca. Y, sobre todo, a su hermana.
El día de la boda de Pedro y Melisa, Paula había intentado sentirse feliz, pero lo cierto era que había odiado a su hermana, por el vestido de dama de honor que le había elegido y por casarse con el único hombre que ella había amado jamás.
Paula sabía que no había sido verdadero amor. Soñaba despierta con él abrazándola, besándola, asegurándole que era a ella a quien deseaba, no a Melisa. Pero la muerte de su hermana hacía que esos traicioneros pensamientos le hicieran sentir sucia e irrespetuosa.
Melisa era, había sido, una belleza objeto de deseo de todos los chicos. Y desde siempre, Paula había luchado contra unos celos y resentimientos que no deseaba sentir. Cuando Melisa destrozó a Pedro, ella se había mantenido secretamente a su lado, considerando a su propia hermana despiadada y cruel. Años más tarde, cuando Melisa luchaba por superar su infertilidad, Paula estuvo segura de que se trataba de un justo castigo divino.
Desde su muerte, el remordimiento la corroía, sobre todo por no ser capaz de llorar.
Tras el accidente, ella había sido la más fuerte de la familia, protegiendo a sus padres del dolor de enterrar a su perfecta hija, la más bonita, a la que su madre, inuit, llamaba piujuq: «hermosa».
Desde el exterior llegó el sonido de alguien subiendo las escaleras y, segundos más tarde, la puerta se abrió. Pedro entró, sacudiéndose la nieve de los cabellos. Seguía llevando las botas y los vaqueros, pero había añadido a su atuendo un jersey de lana color marfil que resaltaba el color azul de sus ojos. Paula casi se quedó sin habla.
–¿Llego tarde? –Pedro consultó el reloj.
–Nosotros… nosotros llegamos pronto –ella no sabía qué hacer con las manos–. Los padres de Alex no deberían tardar.
–Estupendo –Pedro hundió las manos en los bolsillos.
Nadie habló. Aparte del sonido del viento y el susurro de las páginas de las revistas que hojeaban, el lugar estaba sumido en un espeso silencio. Afortunadamente, los pensamientos y el pulso acelerado de Paula carecían de sonido. De lo contrario, todos habrían conocido su pánico. Durante años había soñado con una cita con ese hombre, pero jamás en tales circunstancias.
Veinte minutos pasaron sin que hubiera la menor señal de los padres de Alex.
En el despacho de Benton sonó el teléfono, seguido de voces apagadas.
–Escuchad –Pedro interrumpió el silencio–, si no os importa, podríamos comenzar. No me imagino qué puede haberme dejado Melisa. Todo esto es muy extraño.
–Estoy de acuerdo –asintió el padre de Paula ofreciendo una mano a su esposa.
Ana y Luis guiaron al resto por el pasillo que conducía al despacho de Benton.
Pero antes de que llegaran, la puerta del despacho se abrió.
–Qué bien que estéis todos aquí –Benton hizo pasar a Ana y a Luis–. Acabo de hablar con Taylor y Cindy. No van a poder venir.
–¿Va todo bien? –preguntó Luis.
–Todo lo bien que puede esperarse.
Mientras sus padres y Benton conversaban, Paula se quedó atrás con Pedro. La envergadura de ese hombre hacía que el reducido espacio lo pareciera aún más.
–Las damas primero –Pedro le cedió el paso, lo último que ella deseaba que hiciera.
Más cómoda vestida con vaqueros y una amplia sudadera, los pantalones de tergal negro y el jersey de lana se le marcaban en los lugares menos adecuados. También echaba de menos la cola de caballo que evitaba que los cabellos se le pegaran al rostro.
–Lo siento muchísimo –el abogado les estrechó la mano–. Melisa y Alex eran buenas personas.
«¿En serio?». El peso de lo que habían hecho Melisa y el antiguo mejor amigo de Pedro permanecía en el ambiente.
–No quisiera parecer descortés –Pedro se aclaró la garganta–, pero ¿podemos acabar con esto?
Paula comprendía lo que debía de estar pasando ese hombre. Mientras que ella sufría de remordimientos, él sin duda albergaría mucha ira. Había abandonado Conifer hacía años, y su ausencia habría calmado en parte el dolor de saber que su mujer se había acostado con su mejor amigo, pero no tenía la menor idea de cómo se sentiría Pedro ante la muerte de los tortolitos.
Sentado tras el abarrotado escritorio, Benton rebuscó entre tres montones de carpetas. Al tirar de la elegida, provocó una avalancha de ficheros que quedaron desparramados por el suelo.
–Me pasa siempre –el abogado sonrió–. Si me dais un segundo, enseguida lo soluciono. Paula, Pedro, por favor, tomad asiento.
Pero Pedro le ayudó a recoger los documentos.
Normalmente Paula se habría unido a ellos, pero en esos momentos le fallaban las fuerzas.
–Vamos allá –anunció Benton al fin–. Gracias, Pedro.
–No hay de qué.
–De acuerdo, nos saltaremos las formalidades e iremos directamente a lo que interesa.
–Perfecto –Luis tomó la mano de Ana.
–Viviana y Vanessa transformaron a tu hermana –Benton se dirigió a Paula–, la ablandaron hasta un punto que no creo que permitiera que muchas personas supieran.
Un gruñido escapó de labios de Pedro.
Paula se removió en la silla, evitando cuidadosamente rozar a Pedro en el reducido espacio.
–Era muy supersticiosa con respecto a los vuelos de Alex. Tras su matrimonio, él redactó un testamento, declarándola su única heredera.
–¿Y qué tiene que ver eso conmigo? –Pedro suspiró.
Paula apretó los labios para evitar decir algo que fuera a lamentar. Pedro tenía derecho a estar enfadado con Melisa, pero no hacía falta que fuera tan grosero. Ella misma había tenido problemas con su hermana, pero en el fondo la había querido con locura. Sus propios padres no se habían disgustado con la infidelidad de su hija. Opinaban que Pedro, antiguo pescador, era el culpable por haber permanecido largas temporadas en el mar cuando ella más lo necesitaba.
–Me temo que tiene todo que ver contigo,Pedro –el abogado cerró la carpeta y suspiró–. Alex se lo dejó todo a Melisa…
–Por favor, date prisa –Ana mantenía un pañuelo presionado contra la nariz.
–Por supuesto –Benton volvió a consultar el documento–. En la última línea, Melisa se lo deja todo a Paula y a Pedro en caso de que Alex y ella fallecieran al mismo tiempo.
–¿Qué? –Luis soltó la mano de Ana y se puso de pie–. Eso es ridículo.
–Seguro que todo, todo, no. ¿Las niñas? –las lágrimas corrían por las mejillas de Ana.
–Me temo que también –el abogado asintió.
–¿Por qué? –preguntó Paula.
–Quizás esto lo explique –el hombre le entregó una carta a Pedro, pero él la rechazó.
–Léela tú. No quiero tener nada que ver con todo esto.
Ana lo fulminó con la mirada.
–Muy bien –Benton abrió el sobre y empezó a leer–. «Pedro, si estás leyendo esto, quiere decir que se cumplieron mis premoniciones. Sé que nunca confiaste demasiado en mi herencia inuit, pero nosotros le damos una gran importancia a los sueños, y he tenido tres veces el mismo sueño en el que Alex y yo morimos juntos. Me siento obligada a adoptar algunas medidas por si ese sueño llegara a hacerse realidad. En primer lugar, te debo una disculpa. La pérdida de nuestro bebé fue un terrible accidente que ninguno de los dos podría haber evitado. Siento haberte echado la culpa, pero fui demasiado cobarde para admitir que nuestra relación se me quedaba pequeña».
Pedro se cubrió la boca con una mano, los ojos brillantes por las lágrimas sin derramar.
–¿Quieres leer el resto en privado? –preguntó el abogado.
–Acaba con esto de una vez –con los puños apretados, Pedro miraba por la ventana.
–Eres un monstruo. ¿Cómo te atreves a deshonrar las últimas palabras de mi hija? –espetó Ana.
–Cariño… –Luis le rodeó los hombros con un brazo.
Paula deseó que hubiera una trampilla bajo la silla por la que escapar.
Benton se aclaró la garganta y prosiguió con la lectura.
–«Me avergüenza admitir que dediqué toda mi vida a perseguir el placer. Ahora que soy madre, comprendo que la vida es mucho más. Honor y sacrificio. Rasgos que no solo reconozco en mis padres y mi hermana, también en ti. Dudo mucho que seas consciente de ello, pero Paula ha estado secretamente enamorada de ti desde que dio sus primeros pasos para poder seguirte a todas partes. Si mis sueños son reales, y muero pronto, quiero hacer algo bueno de verdad. Lo mejor que puedo hacer es ejercer de casamentera. Si Paula y tú acabáis juntos, no solo vivirán mis preciosas gemelas con unos maravillosos padres, mi hermosa y bondadosa hermana será feliz para siempre con un buen tipo que siempre se ha merecido». Ya está –Benton dobló la hoja y la metió de nuevo en el sobre–. Luis, Ana, espero que esto haya contestado a vuestras preguntas sobre los motivos de vuestra hija para dejar a sus gemelas a Paula y Pedro.
–Lo recurriremos –aseguró Ana–. Mis nietas deben permanecer conmigo. Con su familia.
–¿Y yo qué soy? –Paula consiguió que las palabras atravesaran el nudo en su garganta.
–Tu madre no quiso decir eso –le aseguró Luis.
–Dios bendito –Pedro sacudió la cabeza–. Esto es de locos. Nadie entrega a sus hijos basándose en unos estúpidos sueños.
Ana soltó una retahíla de juramentos inuit contra su anterior yerno.
Paula sintió una opresión en el pecho. Por mucho que adorara a sus sobrinas, de ninguna manera estaba preparada o capacitada para ejercer de madre. Melisa había dejado caer su deseo de nombrarla madrina de las niñas, pero nada más. Siempre había soñado con ser madre, pero, considerando su mediocre vida social, se había resignado a un destino de solterona.
–No –Pedro paseó por el angosto despacho–. No quiero tener nada que ver con esto. Es evidente que Melisa no estaba en su sano juicio, y desde luego no creo en el vudú inuit.
–¡Cállate! –rugió Ana.
–Deja mi cultura fuera de todo esto –le espetó Paula antes de dirigirse a Benton–. ¿Seguro que Melisa no quería que las niñas se quedaran con sus abuelos? Mis padres ya las han acogido.
–Como acabas de oír, Melisa fue muy clara con respecto a sus deseos, no solo en la carta, también en el testamento. Quería que sus hijas vivieran en su casa, criadas por su hermana y su exmarido.
–Pues desde ya te digo que eso no va a suceder –bufó Pedro–. Tengo que estar en la base el martes por la mañana, y no quiero saber nada del retorcido plan casamentero de Melisa, sin ánimo de ofenderte, Paula. Eres una chica estupenda, pero…
–Lo he entendido –lo interrumpió la aludida.
–Es lógico que necesitéis unos días para asimilar algo así –prosiguió el abogado.
–No hay nada que asimilar. No quiero tener nada que ver.
–¿Paula? –inquirió Benton–. ¿Qué piensas tú del asunto?
–Si esto es lo que Melisa deseaba para sus hijas –ella reunió las fuerzas de todos sus ancestros–, ¿quién soy yo para negárselo? No sé cómo –soltó una pequeña carcajada–, pero criaré a mis sobrinas.
–Esto no está bien –intervino Ana.
–Estoy de acuerdo –asintió Luis–. ¿No hay más cartas? ¿Por qué solo dejó una?
–Al parecer es la única –Benton rebuscó entre los papeles–. Es la primera vez que consulto el contenido de la carpeta. Pero, Paula, si te sientes capaz de criar a tus sobrinas, no hay motivo para que Pedro se sienta obligado a permanecer aquí.
–Estupendo –Pedro apoyó las manos en las caderas–. Es la solución perfecta. Las crías están en buenas manos, y yo regreso a la base. Problema resuelto.
–No tan deprisa –el abogado agitó un bolígrafo en el aire–. Pedro, si bien comprendo tu negativa a asumir esta responsabilidad, Paula y tú compartís la custodia legal de Viviana y Vanessa. Un juzgado de familia podrá liberarte de la responsabilidad, pero llevará su tiempo.
–¿De cuánto tiempo hablamos? –un músculo se contrajo en la mandíbula encajada de Pedro.
–Veamos –Benton consultó el ordenador–. Qué ironía, la juez de familia más cercana está de baja por maternidad. Un juez de Valdez lleva temporalmente sus casos. El lunes a primera hora de la mañana, te pondré en la lista del juez Dvorck, pero considerando el hecho de que, te guste o no, las gemelas de Melisa son tu responsabilidad legal, te aconsejo que asumas su cuidado hasta que el juez te libere de toda obligación –el hombre abrió otro sobre y sacó dos juegos de llaves–. Son de la casa y el coche de Melisa y Alex. Considerando las propiedades, seguros de vida e inversiones, las gemelas, y vosotros, viviréis con relativa comodidad –entregó a Pedro y a Paula sendas copias de los documentos–. Encontrareis la lista detallada de todos los bienes.
Paula se sentía a punto de ahogarse. ¿Todo aquello era real?
Su madre sollozaba y Luis la ayudó a ponerse en pie.
–Vamos. Es evidente que aquí no pintamos nada.
Maldita Melisa por hacerles eso a sus padres.
–Un momento –continuó Pedro en cuanto Luis y Ana hubieron abandonado el despacho–. ¿Se supone que Paula y yo debemos arrancar a las gemelas de los brazos de sus abuelos y vivir en casa de Alex y Melisa hasta que podamos ver al juez?
–Más o menos. ¿Alguna pregunta más?
Paula, desde luego, tenía un montón de preguntas, siendo la más urgente cómo iba a mantenerse cuerda jugando a los papás con el estúpido y guapo Pedro.