domingo, 6 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 3








Durante el tiempo que habían permanecido en el despacho de Benton, la nevada ligera se había transformado en una rugiente tormenta. Las escaleras estaban cubiertas de nieve y se habían vuelto peligrosas. Mientras habían estado reunidos, se había hecho de noche.


–Déjame ayudarte –Pedro le ofreció una mano a Paula.


–¡Estoy bien! –gritó ella por encima del viento.


–Con esos tacones no avanzarás ni dos metros –él la agarró del brazo–. Esto es Alaska.


–¡Suéltame! –Paula intentó zafarse, pero Pedro la tomó en brazos.


–Ya está –él la llevó hasta el SUV de la joven–. Te seguiré hasta la casa de tus padres. Doy por hecho que las gemelas viven allí.


–No hace falta. Yo me hago cargo de todo a partir de ahora.


–¿Por qué eres tan tozuda?


Ella lo ignoró y rebuscó en el bolso las llaves, que aterrizaron sobre la nieve.


Ambos se agacharon a la vez y sus cabezas terminaron por chocar.


–¡Ay! –exclamaron al unísono.


–Esto me recuerda aquella vez que te llevé a pescar salmones y te golpeaste la cabeza.


–Me tropecé.


–Sí, claro –él encontró las llaves y pulsó el botón de apertura–. Sube. Te veré en un rato.


Pedro


El tono de advertencia de la joven indicaba claramente que prefería que se mantuviera al margen, pero él nunca eludía sus responsabilidades, y no tenía pensado empezar a hacerlo. Mientras estuviera legalmente obligado a ocuparse de las crías de Melisa, lo haría.


La tormenta dificultaba ver la carretera, pero Pedro estaba lo bastante acostumbrado al camino hacia la casa de sus antiguos suegros como para llegar con los ojos cerrados.


El movimiento de los limpiaparabrisas lo transportaron a otra nevada. Semanas después del divorcio, regresaba a puerto tras dos meses de pesca de cangrejo y se había encontrado a su padre sentado en el Juniper Inn a dos mesas de los recién casados Melisa y Alex. Y por si no bastara con eso, Ana y Luis también estaban presentes. Aunque viviera cien años, jamás olvidaría su mirada de desaprobación.


Eran buena gente y lo mataba pensar que le echaban la culpa del fracaso de su matrimonio. Cierto que pasaba mucho tiempo lejos de casa, pero estaba trabajando para Melisa, para ellos, por su futuro.


La pérdida del bebé no había sido culpa de nadie.


Había sido la distancia emocional, no la física, la que le había empujado a los brazos de Alex, le había asegurado. 


Según ella, el aborto había cambiado a Pedro. Sin embargo, él opinaba que era ella la que había cambiado, pues su amor por Melisa no había disminuido.


De regreso al presente, aparcó la camioneta de su padre frente a la casa de Ana y Luis.


Aunque la temperatura había descendido considerablemente, le sudaban las manos. Las innumerables misiones con los SEAL no le provocaban tanto nerviosismo.


Paula había aparcado delante de él y se tambaleaba inestable hacia el porche delantero. ¿Qué le pasaba a esa chica? La Paula que él recordaba jamás se habría puesto tacones altos en medio de una tormenta de nieve. Pero claro, esa chica había sido un chicazo, una soñadora de ojos almendrados que prefería la compañía de un perro a la de la mayoría de las personas. La impresionante mujer en la que se había convertido le era desconocida. Eran como dos extraños.


Pedro aceleró el paso cuando la vio casi tropezar.


–Párate un poco –él la agarró del brazo–. Te comportas como si tuvieras ganas de estar aquí.


–¿Y por qué no iba a querer estar aquí? –ella se soltó y se agarró a la barandilla–. Es mi familia. Solía ser la tuya.


A los diecisiete años, Paula y él habían ayudado a Luis a construir ese porche durante un cálido fin de semana mientras Melisa, supuestamente, supervisaba desde una hamaca. Diez años más tarde, la madera crujía bajo sus pies.


–Entra, rápido –Luis abrió la puerta–. Tu madre y yo nos estábamos preguntando por qué… –el hombre miró a Pedro–. ¿Qué haces tú aquí?


–Yo también me alegro de verte –Pedro siguió a Paula al interior y se sacudió la nieve.


Dos segundos bastaron para que el soldado comprendiera que estaba en territorio enemigo.


Ana estaba sentada en el sofá con un bebé en brazos. 


Sofia Reynolds, la chismosa vecina, se sentaba en la mecedora con el otro. A pesar del fuego de la chimenea, a Pedro le pareció que la estancia estaba desprovista de todo calor. Era como si la pérdida de la hija les hubiera robado la vida a los padres de Paula.


–Hace un tiempo infernal –observó Pedro cruzándose de brazos.


–Supongo que habrás venido por las niñas –Ana le dedicó una mirada asesina antes de volverse hacia su hija.


–Mamá… –Paula se apoyó contra la pared para quitarse las botas–. Necesitas un descanso. Y sabes que podrás ver a las gemelas siempre que quieras.


–Una nunca ve lo suficiente a los nietos –intervino Sofia.


Pedro no le pasó desapercibida la mirada que Paula dedicaba a la mujer.


La joven se sentó junto a su madre y tomó al bebé en brazos. La ternura del momento recordó a Pedro que había sido Alex quien finalmente le había dado a Melisa lo que más deseaba. Una parte de él sintió unos infantiles e irracionales celos. Pero el adulto enseguida tomó el mando. Aquello era irrelevante, considerando que los padres estaban muertos.


–No es lo mismo, y lo sabes –Ana miró de frente a su hija–. ¿A que no, Sofia?


–Amen –asintió la otra mujer.


–Tu hermana me traicionó –continuó Ana 


La religión oficial de la familia siempre había sido una extraña mezcla de las viejas creencias inuit y el catolicismo de Luis.


–Déjalo ya. Melisa te quería muchísimo –protestó Paula con la voz quebrada.


Pedro se sintió muy incómodo. Por mucho que se hubiera repetido que odiaba a Melisa, que quería hacerle tanto daño como ella le había hecho a él, jamás habría deseado una situación como aquella. Paula recuperó la compostura. 


Siempre había sido la más fuerte de las hermanas.


–Pues es evidente que no lo suficiente. Además, ¿cómo pudo ignorar a los padres de Alex? Cuando tu padre les llamó para comunicarles la noticia, la pobre Cindy sufrió una crisis nerviosa. Taylor se la llevará en el primer vuelo de la mañana para que la vea el médico.


–Una lástima –murmuró Sofia.


–Ana, siento todo esto –Pedro se unió a las mujeres–. Y por eso, en cuanto sea posible, cederé todos mis derechos a Paula. Lo que hagáis después es asunto vuestro.


–Paula –Ana se dirigió a su hija–, con todo el tiempo que pasas en el bar, ¿podrás criar a las gemelas?


–Si era el deseo de Melisa –Paula acarició la mejilla de su sobrina–, me siento obligada a intentarlo al menos.


–Hace unas semanas –intervino Luis–, Melisa y las niñas me acompañaron mientras cubría el turno de uno de mis chicos de reparto –antiguo piloto, Luis era el propietario de una empresa de distribución de alimentos–. Ahora que lo pienso, parecía nerviosa. Mencionó que apenas dormía. No le di importancia, dada su condición de madre primeriza. Habló de su deseo de que Paula fuera la madrina de las niñas y que, si algo le sucediera, fueran criadas por alguien joven.


–¿Y qué significa eso? –preguntó la abuela.


–A mí me parece antinatural –observó Sofia–. Las niñas deberían permanecer con sus abuelos, que las quieren mucho.


–Mamá –Paula ignoró el comentario de la vecina–, sin ánimo de ofenderos a papá y a ti, Melisa también me mencionó el tema de la madrina. Le dije que estaba loca, pero ella insistía en que quería que las niñas fueran criadas por una persona joven. Su amiga, Bess, fue acogida por su abuela, que luego murió y la pobre terminó en un hogar de acogida hasta los dieciocho años. Melisa no quería eso para sus hijas.


–Nunca permitiríamos que eso sucediera –protestó Luis.


–Escuchad –continuó Paula–, esto también ha supuesto una conmoción para mí, pero si es lo que Melisa quería…


–¿Y qué hay de lo que queremos nosotros? –la interrumpió su madre.


–Cariño –Luis tomó la mano de su mujer–, lo que nosotros queremos no importa.


–Yo llamaría a un abogado –afirmó Sofia.


–Sofia–Paula se volvió hacia ella–, por favor, no te metas en los asuntos de la familia. Y, mamá, no quiero ser grosera, pero te comportas como una cría –poniéndose en pie, entornó los ojos como siempre hacía cuando había tomado una decisión–. ¿Por qué no podemos criar juntos a las gemelas? De momento, Pedro y yo tenemos la custodia legal, pero realmente no significa nada. Me instalaré en casa de Melisa y Alex, a menos de cinco kilómetros de aquí. 
Vosotros solíais cuidar a las gemelas, ¿no haríais lo mismo por mí? Viviana y Vanessa se criarán en su hogar, con sus seres queridos. No entiendo por qué no os parece la mejor solución, sobre todo cuando Pedro ya ha accedido a desentenderse de todo.


–No es la mejor solución –insistió Sofia–, porque lo mejor es que estén con los abuelos. Tú nunca has tratado con bebés. ¿Cómo sabrás qué hacer?


Mientras Sofia, en su infinita sabiduría, continuaba con su perorata, Pedro se sorprendió ante la avalancha de sentimientos que le habían asaltado al oír a Paula. ¿Tenía que hacerle parecer tan insensible? ¿Qué otra cosa podía hacer? No formaba parte de esas pequeñas vidas. Antes del funeral de sus padres, ni siquiera las conocía. Si todo iba bien, regresaría a Virginia en el primer vuelo de la mañana.


–¿Por qué ha sucedido todo esto? –sollozó Ana.


Luis la rodeó con un brazo.


Sofia cerró los ojos y rezó.


Pedro se sentía emocionalmente desligado de la escena, como si estuviera viendo una película.


La vecina chismosa se levantó bruscamente. El bebé se despertó sobresaltado y empezó a lloriquear.


–Aquí la tienes –casi arrojó la niña en brazos de Pedro–. Ya que eres tan experto, hazte cargo.


Pedro ni siquiera sabía a quién de las dos tenía en brazos, mucho menos qué hacer cuando el lloriqueó se transformó en un aullido.



*****


Treinta minutos más tarde, Paula intentaba abrir la puerta de la casa de su hermana, llevando a Vanesa en brazos. Pedro estaba detrás con Viviana, que no había dejado de llorar desde que se habían marchado de la casa de sus abuelos.


–¿Siempre se pone así?


–Normalmente son muy tranquilas, pero han sido un par de días muy duros. Para todos.


Al fin consiguió abrir la puerta de una oscura y fría casa, silenciosa como una tumba. En vida de Alex y Melisa, la cabaña de madera había vibrado de calor y risas. Su hermana era una magnífica cocinera y siempre había algo delicioso horneándose o cociéndose.


La tormenta había pasado y el salón, de dos alturas, tenía una pared acristalada por la que se veía Treehorn Valley y Mount Kneely. La luna se reflejaba en los muebles de pino tapizados con un brillante diseño inukshuk en tonos rojos, naranjas y amarillos.


–Aquí hace frío –Pedro cerró la puerta–. ¿Se habrá apagado la calefacción?


–Seguramente. La caldera es de leña.


–¿Está abajo?


Ella asintió mientras recorría la estancia encendiendo luces.


–Le echaré un vistazo, pero mientras tanto, ¿qué hago con esta? –asintió hacia una rígida Viviana de ojos rojos.


–Dámela –Melisa tenía un parque en la cocina y Paula dejó a Vanesa antes de tomar a Viviana y hacer lo propio. 


Después encendió el fuego en la chimenea de piedra.


Estar en casa de su hermana, sin Melisa, le provocaba una extraña sensación. Paula vivía en el apartamento que había encima de su bar. Era pequeño, abarrotado y acogedor. La casa se le antojaba demasiado grande. Hermosamente decorada con el típico estilo de cabaña de caza de Alaska, era la casa soñada por su hermana, no por ella.


La casa se estremeció cuando el sistema de calefacción se puso en marcha.


Unos minutos más tarde, el aire caliente comenzó a fluir por las rejillas de ventilación, y Paula se sintió agradecida por la intervención de Pedro. Al final habría conseguido encender la caldera, pero al menos era un problema del que no había tenido que preocuparse.


Viviana intentó quitarse el gorro.


–Ya sé que te molesta, cielo, pero hasta que esto no esté más calentito, mejor lo dejamos puesto, ¿de acuerdo? –Paula se arrodilló junto al parque y le dio una palmadita en la espalda.


–Abajo hay leña para una semana –Pedro regresó al salón–. Siempre que uno de los dos se acuerde de alimentar a la bestia, estaremos calentitos. Pero, antes de que el invierno se instale definitivamente, tendré que preparar una buena reserva. Encenderé la chimenea.


–Ya lo he hecho yo, aunque seguramente habrá que añadirle leña.


Los bebés volvían a lloriquear. ¿Tendrían hambre?


Paula presionó una mano contra su frente. Ojalá se hubiera interesado más por el cuidado de sus sobrinas. Jugar con ellas le había parecido más importante que darles de comer.


–Yo hago el trabajo masculino –observó Pedro–. ¿Por qué no haces tú algo con esos gritos?


–Me encantaría, pero me llevará un tiempo preparar los biberones.


Para cuando Paula hubo terminado, las danzarinas llamas iluminaban el salón, pero no consiguieron que su corazón bailara.


Los bebés seguían inquietos, agobiándola cada vez más. En el bar era capaz de manejar el caos de un viernes o sábado por la noche, pero aquello era diferente.


–¿Necesitas ayuda? –Pedro se asomó a su espalda, transmitiéndole su calor, irritándola más. Añadir el viejo amor adolescente a la mezcla no hacía más que empeorarlo todo.


–Claro –consiguió contestar–. Toma a Vanesa y un biberón, yo tomaré a Viviana en brazos.


–Me encantaría –Pedro se rascó la cabeza–, pero no tengo ni idea de cuál es Vanesa.


–Vanesa suele ser más tranquila, mientras que Viviana te deja claro lo a disgusto que está.


Y como si supiera que su tía hablaba de ella, Viviana subió el volumen de sus aullidos.


–Me parece estaros viendo a ti y a tu hermana.


–Nunca se me había ocurrido –Paula sonrió–. Eso me convierte en alguien horrible, ¿verdad?


–Ni de lejos –gritó él–. Melisa era la peor, y si estuviera aquí, lo admitiría orgullosa.


–Cierto.


Cada uno con un bebé en brazos, se sentaron en el sofá frente a la chimenea.


El repentino silencio, aparte del crepitar del fuego y los ocasionales gemidos y gruñidos de los bebés al tomar el biberón, fue más que bienvenido.


–Siento lo ocurrido en casa de mis padres. Fue muy desagradable.


–Tranquila –Pedro reacomodó a Vanesa–. No les culpo, al igual que a los padres de Alex.


–Pero no tiene por qué ser así. Podrán ver a las pequeñas siempre que quieran.


–Lo sé, pero hay que verlo desde su punto de vista. Alex era mi mejor amigo, y cuando le pillé acostándose con mi mujer, dejé de hablarle. Cindy y Taylor eran como unos segundos padres para mí. Creo que cené más veces en su casa que en la mía. Una parte de mí se alegró de verlos, al menos hasta que recordé que formaban parte del equipo enemigo. Ellos se sentirán igual.


–Seguramente –Viviana se había dormido y Paula dejó el biberón vacío sobre la mesa–. Me pregunto si mi hermana hablaba de sus sueños proféticos con Alex.


–Eso nunca lo sabremos.


«Nunca». Hasta ese momento no había considerado el verdadero impacto de su pérdida.


Durante las últimas horas de Melisa, Paula había permanecido fuerte por sus padres, sobre todo por su madre. Después había estado ocupada con el funeral. Pero ya no le quedaba nada más por hacer, salvo empezar una nueva vida, básicamente ocupando la de su hermana.


¿Cuántas veces había soñado con algo así mientras Melisa había estado casada con Pedro?


A la luz de la nueva situación, se sintió avergonzada. Las lágrimas que tan cuidadosamente había reprimido surgieron en unos feos sollozos.


Paula le pasó al bebé a Pedro y corrió a la planta superior, sin saber muy bien adónde iba.









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