El domingo por la tarde, Pedro no daba abasto con la pala.
Situado en la Costa Este de Prince William Sound, Conifer era famoso por sus impresionantes nevadas. De niño había pasado interminables ratos construyendo fuertes y muñecos de nieve, incluso túneles. Pero en esos momentos se afanaba en desenterrar la camioneta de su padre.
El remolque quedaba empequeñecido al lado de los inmensos abetos en los que Pedro había jugado al escondite. Acostumbrado al mar abierto, el oscuro bosque le hacía sentirse atrapado.
Había pasado seis largos años lejos de casa.
Recordaba haber disfrutado con el sonido del viento, pero en esos momentos el mundo estaba en completo silencio bajo el blanco manto de nieve. El aire, tuvo que admitir, olía muy bien, fresco y limpio. Y así había sido su vida.
–Este es el último sitio en el que esperaría verte.
–Lo mismo digo –Pedro se volvió hacia la voz de la pequeña Paula Chaves, ya no tan pequeña.
La había visto en el aeropuerto, pero no le había parecido un buen momento para conversar, con los padres de Alex delante. Y el funeral tampoco le había parecido mejor.
–No hace muy bueno para dar un paseo.
–A mí me gusta. Sienta bien salir de casa.
Durante el funeral, Pedro había estado tan absorto que no se había percatado de que la antigua adolescente se había convertido en una espectacular mujer. Ella era en parte inuit, y la nieve que caía sobre sus oscuros cabellos dibujaba un hermoso cuadro. Los ojos marrones carecían de la habitual chispa, lo cual, dadas las circunstancias, era normal.
–Estoy de acuerdo –Pedro se apoyó en la pala–. ¿Se espera que deje de nevar alguna vez?
–Mamá dice que mañana podríamos tener más de veinticinco centímetros.
–Genial –los pilotos de la zona eran capaces de volar en casi cualquier circunstancia, pero una gran tormenta de nieve daría al traste con sus planes de marcharse por la mañana.
–¿Sigue en pie lo de esta tarde?
–A las dos, ¿verdad? –él asintió.
–Sí. Benton abrirá el despacho solo para nosotros, de modo que no te retrases.
–La pequeña Paula Chaves –él no pudo reprimir una sonrisa–, la que siempre llegaba tarde al colegio, ¿me da lecciones de puntualidad? ¿Cuántas noches me mandó tu madre a buscarte para la cena?
–Qué buenos tiempos, ¿verdad? –ella apartó la mirada con los ojos brillantes y sonrió.
–Los mejores.
Tiempos en los que lo tenía todo claro: la mujer perfecta, un trabajo. Incluso le había echado el ojo a una casita.
Considerando lo trágico de los últimos años de matrimonio de sus padres, no debería haberse confiado en que con su esposa fuera diferente.
Alistarse en la marina había sido la mejor decisión que hubiera tomado jamás.
–Bueno –ella señaló hacia la casa vecina–, quería agradecerle a Fer las tartas y el jamón que trajo a la vigilia. Y ya de paso, echaré una ojeada a la chimenea.
–¿Quieres que te acompañe? –Pedro había olvidado el espíritu comunitario reinante allí. Llevaba cinco años viviendo en Virginia Beach, pero no conocía a los vecinos.
–Gracias, pero puedo con ello –Paula sonrió.
–No digo que no puedas. Solo me ofrecía a echarte una mano. Además –sacudió la cabeza–, no he visto a Fer desde que me echó de su casa por cruzar su terraza con la moto de nieve.
–Aún no ha puesto barandillas. Me sorprende que nadie lo haya vuelto a hacer.
–¿Qué quieres que te diga? Soy único.
–Más bien un delincuente –ella continuó calle abajo–. ¡No llegues tarde! –gritó.
–No lo haré.
–Ah, Pedro…
–¿Sí?
–Gracias por venir –Hattie bajó la mirada al suelo–. Te lo agradezco de veras.
–Claro, sin problemas –mintió él.
Lo cierto era que regresar a Conifer había despertado un inmenso dolor. Recordar a Melisa, el amor de su vida, nunca era fácil. No solo le había roto el corazón, también el alma. Y la odiaba hasta un grado que le resultaba inimaginable.
¿Y desde que estaba muerta?
El odio mezclado con el remordimiento había culminado en un mortal dolor de corazón y una irreprimible necesidad de escapar.
*****
Paula había pensado que su enamoramiento adolescente estaría ya superado. Pero una de las sonrisas torcidas de Pedro había bastado para abrir las compuertas de sus sentimientos.
Las gemelas estaban al cuidado de la vecina y Paula y sus padres aguardaban fuera del despacho del único abogado de la ciudad, Benton Seagrave, la llegada de Pedro.
Paula cerró los ojos y comparó los recuerdos de infancia de Pedro con los más recientes.
Siempre había sido más alto que ella, pero en esos momentos la diferencia era claramente escandalosa. No solo había crecido en altura, también en envergadura. El día anterior, lo había visto manejando la pala vestido con botas de nieve, vaqueros y una camisa que se pegaba a los anchos hombros y pectorales. En el bar estaba acostumbrada a ver muchos hombres robustos, pero ninguno le provocaba la misma sensación que Pedro y su sonrisa torcida. Tenía los ojos azules y los cabellos oscuros, siempre revueltos, estaban salpicados de mechas doradas.
Paula tenía dos años menos que él y mientras que el resto de los chicos de la escuela se habían dedicado a burlarse de ella por su sobrepeso, Pedro acostumbraba a compartir con ella su amor por la astronomía y la pesca. Y, sobre todo, a su hermana.
El día de la boda de Pedro y Melisa, Paula había intentado sentirse feliz, pero lo cierto era que había odiado a su hermana, por el vestido de dama de honor que le había elegido y por casarse con el único hombre que ella había amado jamás.
Paula sabía que no había sido verdadero amor. Soñaba despierta con él abrazándola, besándola, asegurándole que era a ella a quien deseaba, no a Melisa. Pero la muerte de su hermana hacía que esos traicioneros pensamientos le hicieran sentir sucia e irrespetuosa.
Melisa era, había sido, una belleza objeto de deseo de todos los chicos. Y desde siempre, Paula había luchado contra unos celos y resentimientos que no deseaba sentir. Cuando Melisa destrozó a Pedro, ella se había mantenido secretamente a su lado, considerando a su propia hermana despiadada y cruel. Años más tarde, cuando Melisa luchaba por superar su infertilidad, Paula estuvo segura de que se trataba de un justo castigo divino.
Desde su muerte, el remordimiento la corroía, sobre todo por no ser capaz de llorar.
Tras el accidente, ella había sido la más fuerte de la familia, protegiendo a sus padres del dolor de enterrar a su perfecta hija, la más bonita, a la que su madre, inuit, llamaba piujuq: «hermosa».
Desde el exterior llegó el sonido de alguien subiendo las escaleras y, segundos más tarde, la puerta se abrió. Pedro entró, sacudiéndose la nieve de los cabellos. Seguía llevando las botas y los vaqueros, pero había añadido a su atuendo un jersey de lana color marfil que resaltaba el color azul de sus ojos. Paula casi se quedó sin habla.
–¿Llego tarde? –Pedro consultó el reloj.
–Nosotros… nosotros llegamos pronto –ella no sabía qué hacer con las manos–. Los padres de Alex no deberían tardar.
–Estupendo –Pedro hundió las manos en los bolsillos.
Nadie habló. Aparte del sonido del viento y el susurro de las páginas de las revistas que hojeaban, el lugar estaba sumido en un espeso silencio. Afortunadamente, los pensamientos y el pulso acelerado de Paula carecían de sonido. De lo contrario, todos habrían conocido su pánico. Durante años había soñado con una cita con ese hombre, pero jamás en tales circunstancias.
Veinte minutos pasaron sin que hubiera la menor señal de los padres de Alex.
En el despacho de Benton sonó el teléfono, seguido de voces apagadas.
–Escuchad –Pedro interrumpió el silencio–, si no os importa, podríamos comenzar. No me imagino qué puede haberme dejado Melisa. Todo esto es muy extraño.
–Estoy de acuerdo –asintió el padre de Paula ofreciendo una mano a su esposa.
Ana y Luis guiaron al resto por el pasillo que conducía al despacho de Benton.
Pero antes de que llegaran, la puerta del despacho se abrió.
–Qué bien que estéis todos aquí –Benton hizo pasar a Ana y a Luis–. Acabo de hablar con Taylor y Cindy. No van a poder venir.
–¿Va todo bien? –preguntó Luis.
–Todo lo bien que puede esperarse.
Mientras sus padres y Benton conversaban, Paula se quedó atrás con Pedro. La envergadura de ese hombre hacía que el reducido espacio lo pareciera aún más.
–Las damas primero –Pedro le cedió el paso, lo último que ella deseaba que hiciera.
Más cómoda vestida con vaqueros y una amplia sudadera, los pantalones de tergal negro y el jersey de lana se le marcaban en los lugares menos adecuados. También echaba de menos la cola de caballo que evitaba que los cabellos se le pegaran al rostro.
–Lo siento muchísimo –el abogado les estrechó la mano–. Melisa y Alex eran buenas personas.
«¿En serio?». El peso de lo que habían hecho Melisa y el antiguo mejor amigo de Pedro permanecía en el ambiente.
–No quisiera parecer descortés –Pedro se aclaró la garganta–, pero ¿podemos acabar con esto?
Paula comprendía lo que debía de estar pasando ese hombre. Mientras que ella sufría de remordimientos, él sin duda albergaría mucha ira. Había abandonado Conifer hacía años, y su ausencia habría calmado en parte el dolor de saber que su mujer se había acostado con su mejor amigo, pero no tenía la menor idea de cómo se sentiría Pedro ante la muerte de los tortolitos.
Sentado tras el abarrotado escritorio, Benton rebuscó entre tres montones de carpetas. Al tirar de la elegida, provocó una avalancha de ficheros que quedaron desparramados por el suelo.
–Me pasa siempre –el abogado sonrió–. Si me dais un segundo, enseguida lo soluciono. Paula, Pedro, por favor, tomad asiento.
Pero Pedro le ayudó a recoger los documentos.
Normalmente Paula se habría unido a ellos, pero en esos momentos le fallaban las fuerzas.
–Vamos allá –anunció Benton al fin–. Gracias, Pedro.
–No hay de qué.
–De acuerdo, nos saltaremos las formalidades e iremos directamente a lo que interesa.
–Perfecto –Luis tomó la mano de Ana.
–Viviana y Vanessa transformaron a tu hermana –Benton se dirigió a Paula–, la ablandaron hasta un punto que no creo que permitiera que muchas personas supieran.
Un gruñido escapó de labios de Pedro.
Paula se removió en la silla, evitando cuidadosamente rozar a Pedro en el reducido espacio.
–Era muy supersticiosa con respecto a los vuelos de Alex. Tras su matrimonio, él redactó un testamento, declarándola su única heredera.
–¿Y qué tiene que ver eso conmigo? –Pedro suspiró.
Paula apretó los labios para evitar decir algo que fuera a lamentar. Pedro tenía derecho a estar enfadado con Melisa, pero no hacía falta que fuera tan grosero. Ella misma había tenido problemas con su hermana, pero en el fondo la había querido con locura. Sus propios padres no se habían disgustado con la infidelidad de su hija. Opinaban que Pedro, antiguo pescador, era el culpable por haber permanecido largas temporadas en el mar cuando ella más lo necesitaba.
–Me temo que tiene todo que ver contigo,Pedro –el abogado cerró la carpeta y suspiró–. Alex se lo dejó todo a Melisa…
–Por favor, date prisa –Ana mantenía un pañuelo presionado contra la nariz.
–Por supuesto –Benton volvió a consultar el documento–. En la última línea, Melisa se lo deja todo a Paula y a Pedro en caso de que Alex y ella fallecieran al mismo tiempo.
–¿Qué? –Luis soltó la mano de Ana y se puso de pie–. Eso es ridículo.
–Seguro que todo, todo, no. ¿Las niñas? –las lágrimas corrían por las mejillas de Ana.
–Me temo que también –el abogado asintió.
–¿Por qué? –preguntó Paula.
–Quizás esto lo explique –el hombre le entregó una carta a Pedro, pero él la rechazó.
–Léela tú. No quiero tener nada que ver con todo esto.
Ana lo fulminó con la mirada.
–Muy bien –Benton abrió el sobre y empezó a leer–. «Pedro, si estás leyendo esto, quiere decir que se cumplieron mis premoniciones. Sé que nunca confiaste demasiado en mi herencia inuit, pero nosotros le damos una gran importancia a los sueños, y he tenido tres veces el mismo sueño en el que Alex y yo morimos juntos. Me siento obligada a adoptar algunas medidas por si ese sueño llegara a hacerse realidad. En primer lugar, te debo una disculpa. La pérdida de nuestro bebé fue un terrible accidente que ninguno de los dos podría haber evitado. Siento haberte echado la culpa, pero fui demasiado cobarde para admitir que nuestra relación se me quedaba pequeña».
Pedro se cubrió la boca con una mano, los ojos brillantes por las lágrimas sin derramar.
–¿Quieres leer el resto en privado? –preguntó el abogado.
–Acaba con esto de una vez –con los puños apretados, Pedro miraba por la ventana.
–Eres un monstruo. ¿Cómo te atreves a deshonrar las últimas palabras de mi hija? –espetó Ana.
–Cariño… –Luis le rodeó los hombros con un brazo.
Paula deseó que hubiera una trampilla bajo la silla por la que escapar.
Benton se aclaró la garganta y prosiguió con la lectura.
–«Me avergüenza admitir que dediqué toda mi vida a perseguir el placer. Ahora que soy madre, comprendo que la vida es mucho más. Honor y sacrificio. Rasgos que no solo reconozco en mis padres y mi hermana, también en ti. Dudo mucho que seas consciente de ello, pero Paula ha estado secretamente enamorada de ti desde que dio sus primeros pasos para poder seguirte a todas partes. Si mis sueños son reales, y muero pronto, quiero hacer algo bueno de verdad. Lo mejor que puedo hacer es ejercer de casamentera. Si Paula y tú acabáis juntos, no solo vivirán mis preciosas gemelas con unos maravillosos padres, mi hermosa y bondadosa hermana será feliz para siempre con un buen tipo que siempre se ha merecido». Ya está –Benton dobló la hoja y la metió de nuevo en el sobre–. Luis, Ana, espero que esto haya contestado a vuestras preguntas sobre los motivos de vuestra hija para dejar a sus gemelas a Paula y Pedro.
–Lo recurriremos –aseguró Ana–. Mis nietas deben permanecer conmigo. Con su familia.
–¿Y yo qué soy? –Paula consiguió que las palabras atravesaran el nudo en su garganta.
–Tu madre no quiso decir eso –le aseguró Luis.
–Dios bendito –Pedro sacudió la cabeza–. Esto es de locos. Nadie entrega a sus hijos basándose en unos estúpidos sueños.
Ana soltó una retahíla de juramentos inuit contra su anterior yerno.
Paula sintió una opresión en el pecho. Por mucho que adorara a sus sobrinas, de ninguna manera estaba preparada o capacitada para ejercer de madre. Melisa había dejado caer su deseo de nombrarla madrina de las niñas, pero nada más. Siempre había soñado con ser madre, pero, considerando su mediocre vida social, se había resignado a un destino de solterona.
–No –Pedro paseó por el angosto despacho–. No quiero tener nada que ver con esto. Es evidente que Melisa no estaba en su sano juicio, y desde luego no creo en el vudú inuit.
–¡Cállate! –rugió Ana.
–Deja mi cultura fuera de todo esto –le espetó Paula antes de dirigirse a Benton–. ¿Seguro que Melisa no quería que las niñas se quedaran con sus abuelos? Mis padres ya las han acogido.
–Como acabas de oír, Melisa fue muy clara con respecto a sus deseos, no solo en la carta, también en el testamento. Quería que sus hijas vivieran en su casa, criadas por su hermana y su exmarido.
–Pues desde ya te digo que eso no va a suceder –bufó Pedro–. Tengo que estar en la base el martes por la mañana, y no quiero saber nada del retorcido plan casamentero de Melisa, sin ánimo de ofenderte, Paula. Eres una chica estupenda, pero…
–Lo he entendido –lo interrumpió la aludida.
–Es lógico que necesitéis unos días para asimilar algo así –prosiguió el abogado.
–No hay nada que asimilar. No quiero tener nada que ver.
–¿Paula? –inquirió Benton–. ¿Qué piensas tú del asunto?
–Si esto es lo que Melisa deseaba para sus hijas –ella reunió las fuerzas de todos sus ancestros–, ¿quién soy yo para negárselo? No sé cómo –soltó una pequeña carcajada–, pero criaré a mis sobrinas.
–Esto no está bien –intervino Ana.
–Estoy de acuerdo –asintió Luis–. ¿No hay más cartas? ¿Por qué solo dejó una?
–Al parecer es la única –Benton rebuscó entre los papeles–. Es la primera vez que consulto el contenido de la carpeta. Pero, Paula, si te sientes capaz de criar a tus sobrinas, no hay motivo para que Pedro se sienta obligado a permanecer aquí.
–Estupendo –Pedro apoyó las manos en las caderas–. Es la solución perfecta. Las crías están en buenas manos, y yo regreso a la base. Problema resuelto.
–No tan deprisa –el abogado agitó un bolígrafo en el aire–. Pedro, si bien comprendo tu negativa a asumir esta responsabilidad, Paula y tú compartís la custodia legal de Viviana y Vanessa. Un juzgado de familia podrá liberarte de la responsabilidad, pero llevará su tiempo.
–¿De cuánto tiempo hablamos? –un músculo se contrajo en la mandíbula encajada de Pedro.
–Veamos –Benton consultó el ordenador–. Qué ironía, la juez de familia más cercana está de baja por maternidad. Un juez de Valdez lleva temporalmente sus casos. El lunes a primera hora de la mañana, te pondré en la lista del juez Dvorck, pero considerando el hecho de que, te guste o no, las gemelas de Melisa son tu responsabilidad legal, te aconsejo que asumas su cuidado hasta que el juez te libere de toda obligación –el hombre abrió otro sobre y sacó dos juegos de llaves–. Son de la casa y el coche de Melisa y Alex. Considerando las propiedades, seguros de vida e inversiones, las gemelas, y vosotros, viviréis con relativa comodidad –entregó a Pedro y a Paula sendas copias de los documentos–. Encontrareis la lista detallada de todos los bienes.
Paula se sentía a punto de ahogarse. ¿Todo aquello era real?
Su madre sollozaba y Luis la ayudó a ponerse en pie.
–Vamos. Es evidente que aquí no pintamos nada.
Maldita Melisa por hacerles eso a sus padres.
–Un momento –continuó Pedro en cuanto Luis y Ana hubieron abandonado el despacho–. ¿Se supone que Paula y yo debemos arrancar a las gemelas de los brazos de sus abuelos y vivir en casa de Alex y Melisa hasta que podamos ver al juez?
–Más o menos. ¿Alguna pregunta más?
Paula, desde luego, tenía un montón de preguntas, siendo la más urgente cómo iba a mantenerse cuerda jugando a los papás con el estúpido y guapo Pedro.
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