jueves, 19 de noviembre de 2015

CULPABLE: CAPITULO 6





Pedro Alfonso era un bastardo. En todos los sentidos de la palabra. Él había sido consciente de ello desde muy temprana edad. Desde la primera vez que otros niños del vecindario se metieron con él por no tener un padre, hasta el momento en que vio cómo su madre, con el orgullo herido, aceptaba el dinero de un empleado del hombre que lo había engendrado para ayudarla a mantener la casa en la que vivían, con la condición de que nunca volvieran a contactar con él.


Desde entonces, él había sabido que no era más que el hijo ilegítimo de la amante de un hombre rico, y había aprendido a comportarse como un bastardo, en el sentido coloquial de la palabra, con el fin de conseguir el éxito en la vida.


En su persona no había lugar para la conciencia, ni para la compasión.


Las inversiones de capital de riesgo no eran un negocio que permitiera ser un hombre sensible y delicado. Uno debía estar dispuesto a proteger lo que era suyo, porque otras personas no dudarían a la hora de arrebatárselo.


Y teniendo en cuenta que era un bastardo y que no tenía ni una pizca de compasión, estaba enfadado por el hecho de que su encuentro con Paula Chaves le había generado cargo de conciencia. Algo que no tenía cabida en su persona.


Su intención no había sido llegar tan lejos.


Su plan había sido llevarla a la habitación del hotel, desnudarla, humillarla y marcharse. Desde luego, nunca había imaginado que terminaría… No. Mantener relaciones sexuales para cobrarse el dinero que ella le había robado nunca había sido parte de su plan.


Sin embargo, las cosas no habían salido como él había planeado. Él había perdido el control.


Y quizá era lo más imperdonable de todo.


El resto se lo podía perdonar, pero la pérdida de control no.


Al llevarla a su habitación y pedirle que se desnudara, al conseguir que suplicara, le estaba demostrando que era él quien controlaba la situación, pero cuando ella se quitó la ropa y le mostró su cuerpo, algo cambió. Él no le había demostrado que tenía el control. Ella había conseguido que lo perdiera. Estaba seguro de que la había humillado, pero ¿a qué precio? ¿A costa de su propio orgullo?


Habían pasado casi dos meses desde su cita y, sin embargo, se despertaba por las noches empapado en sudor, soñando con las caricias que le había hecho con sus delicados dedos sobre el vientre. Con sus rizos oscuros sobre el torso, y con sus ojos de color carbón mirándolo con asombro.


Era algo que nunca le había sucedido antes. Las mujeres solían mirarlo con deseo, con satisfacción, pero nunca con el asombro que había percibido en la mirada de Paula. 


Pedro sabía por qué.


Cerró el puño enfadado. No debería importarle. ¿Qué más daba si una mujer había hecho el amor con cien hombres o con uno? No importaba. A un hombre como él no debería importarle. Y, sin embargo, le importaba.


Eso hacía que su pecado le pareciera mucho mayor, cuando ni siquiera deseaba sentir que había pecado. Normalmente vivía la vida tal y como elegía, manteniendo relaciones con mujeres cuando quería, gastándose el dinero en lo que quería y bebiendo lo que le apetecía. No daba explicaciones a nadie.


No obstante, allí estaba, arrepintiéndose de haber mantenido un encuentro sexual y sintiéndose culpable. Preocupado por la virginidad de una mujer que era de todo menos inocente, a pesar de su experiencia sexual.


Le resultaba inaceptable que aquella mujer todavía ocupara tanto espacio en su cabeza. Y también que no hubiera recuperado su dinero.


Tampoco tenía planeado dejarla escapar.


Y puesto que no había seguido su plan, debía replantearse qué iba a hacer.


Ya no podía llevarla a juicio porque le había prometido no denunciarla a cambio de sexo. Sin embargo, su intención no había sido acostarse con ella.


Lo había hecho, y eso limitaba sus opciones.


¿Desde cuándo la conciencia limitaba sus acciones?


Cuando sonó el timbre de su intercomunicador, contestó:
–¿Qué pasa?


–Señor Alfonso… – le dijo Nora, su secretaria– . Hay una mujer que se niega a marcharse.


Pedro apretó los dientes. Aquella no era la primera vez que sucedía algo así, y suponía que tampoco sería la última. 


Sería Elizabeth, la mujer con la que había roto su relación tres semanas atrás, u otra dispuesta a ocupar el puesto de amante que se había quedado vacante.


Era una lástima que no le gustara que lo persiguieran.


–Dile que no estoy de humor.


–Ya lo he hecho. Sigue aquí sentada.


–Entonces, llama a seguridad para que la echen.


–Pensé que debía llamarlo antes de recurrir a eso – dijo Nora.


–La próxima vez no te molestes. Llama a seguridad directamente. Tienes mi permiso.


Oyó que alguien hablaba y que Nora contestaba.


–Señor Alfonso, dice que se llama Paula Chaves y que usted querrá recibirla.


Pedro se quedó helado.


No quería ver a Paula Chaves.


–Dile que suba – dijo al fin. Sabía que se arrepentiría, pero no podía resistir la tentación de verla una vez más. De levantarle la falda y poseerla de nuevo, esa vez, inclinándola sobre el escritorio. Quería demostrarle que ella estaba igual de indefensa que él ante aquella potente atracción. 


Demostrarle que él no era débil.


Se levantó del escritorio y comenzó a pasear de un lado a otro, deteniéndose en cuanto oyó que llamaban suavemente a la puerta. Era evidente que Paula Chaves no estaba tan desafiante como la última vez que se vieron.


«No estuvo desafiante durante mucho tiempo. Se derritió en cuanto la acariciaste».


Apretó los dientes y trató de controlar la reacción de su cuerpo.


–Pasa.


Se abrió la puerta y Pedro se sorprendió al verla. Era Paula, pero no se parecía a la mujer que él había visto antes. Ya no era la bella sirena con la que se había acostado en la suite del hotel. Frente a él, estaba una mujer vestida con pantalón negro y camiseta. Llevaba el cabello recogido en una coleta, un peinado más adecuado para una adolescente que para una veinteañera.


No llevaba maquillaje, solo una pizca de brillo de labios. Y tenía ojeras, como si no hubiera dormido bien.


Era evidente que no había ido hasta allí para seducirlo.


Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para no sentirse decepcionado. No debería importarle. Escucharía lo que ella tuviera que decir y saldría a buscar a la primera mujer dispuesta a acompañarlo a su ático.


Ese era su problema. Desde que estuvo con Paula no había hecho más que trabajar y no había tenido oportunidad de acostarse con nadie. Dos meses era demasiado tiempo para un hombre como él.


Paula permaneció allí mirándolo y él no pudo evitar que su cuerpo reaccionara. Ella no debería estar allí. Era la mujer que había hecho que perdiera el control.


Necesitaba que se marchara.


–Bueno, es evidente que no has venido para acostarte conmigo, así que, te diré que tengo muy poca paciencia. 
Será mejor que hables cuanto antes.


Ella lo miró a los ojos, sin permitir que la asustara.


–Desde luego, no he venido para eso.


Él suspiró y miró los papeles que tenía sobre el escritorio.


–Cada vez estoy más impaciente. Arrodíllate ante mí o vete.


–No hay ningún motivo para que tenga que arrodillarme ante ti. Ni para suplicarte, ni para complacerte. Es una firme promesa.


La rabia lo invadió por dentro.


–Eso ya lo veremos, ¿te has olvidado de que tu futuro depende de mí?


Ella se cruzó de brazos y ladeó la cabeza.


–Antes de que empieces a amenazarme, debes saber que yo llevo tu futuro en el vientre.








miércoles, 18 de noviembre de 2015

CULPABLE: CAPITULO 5



La vida continuaba fuera, pero parecía que en aquella habitación el tiempo se había congelado.


Se abrió la puerta del baño y Pedro apareció completamente vestido. Excepto porque no llevaba corbata, tenía el mismo aspecto que cuando entró en el restaurante por primera vez. Como si no hubiera sucedido nada.


Como si hubieran compartido el café y la tarta en lugar de sus cuerpos.


–Tengo que ir a una reunión – dijo él– . Puedes quedarte aquí si lo deseas. La habitación está pagada hasta mañana.


–Yo…Yo…


–No te pediré nada más. Y confieso que no esperaba que cedieras tan fácilmente.


Sus palabras eran distantes y frías. Ella se sentó y trató de cubrirse el cuerpo con las manos para recuperar la dignidad.


–Te habría pedido mucho menos, cara mia, pero has hecho tan bien el papel de zorra que ¿cómo iba a detenerte?


Paula se sentía como si le hubieran dado una bofetada.


–Pero… Tú… Yo…


–¿Te has quedado sin habla? – arqueó una ceja– . Reconozco que ha estado bien, pero tristemente no tengo tiempo para repetir – se inclinó para recoger su corbata y se la puso.


Él era invulnerable. Y ella se sentía como si estuviera completamente desnuda. En cuerpo y alma.


–Ya te he dicho que no te pediré nada más. Considera que has pagado tu deuda. El sexo ha sido increíble, pero no estoy seguro de que valiera un millón de dólares. Creo que al final te has llevado la mejor parte del trato – se acercó a la puerta y antes de salir se volvió para mirar a Paula– . Quiero que recuerdes una cosa, Paula.


–¿Qué? – preguntó ella con nerviosismo.


–Que fue tal y como te dije que sería. Conseguí que suplicaras – dijo, antes de salir y cerrar la puerta con firmeza.


Paula permaneció sentada en el centro de la cama, abrazándose las rodillas. Se fijó en la sábana blanca y al ver una mancha de sangre se horrorizó.


Una lágrima rodó por su mejilla.


¿Qué había hecho? ¿En qué lío se había metido?


Nunca había sido una chica buena. Ni honrada. ¿Cómo podía serlo cuando lo primero que había aprendido era a engañar a personas desconocidas para que pensaran que necesitaba dinero y llevárselo a su padre? ¿Cómo podía ser buena cuando desde un principio había estado haciendo equilibrios entre el bien y el mal?


No obstante, había ciertas líneas que nunca había cruzado. 


Jamás había empleado su cuerpo de esa manera.


«La habitación está pagada…».


No. No se quedaría allí. No podía. Y no volvería a ponerse esa maldita lencería.


Se secó otra lágrima con rabia. Se derrumbaría más tarde, pero primero tenía que ocuparse de aquello.


Había cometido un gran error. Había mostrado su verdadero ser ante él.


Agarró el teléfono de la mesilla y llamó a recepción.


–Estoy en la habitación del señor Alfonso. Necesito un pantalón y una camiseta de talla mediana. Ropa interior de la talla ocho. Y el sujetador de la treinta y seis B. Cárguenlo a la habitación.


Colgó y se apoyó en las almohadas. No volvería a ponerse ese vestido, ni esos zapatos, ni las prendas de lencería.


Lo que había pedido sería lo último que aceptaría de Pedro Alfonso.


Después, se olvidaría de él. Y del hotel donde había perdido el orgullo y la virginidad al mismo tiempo.


A partir de ese momento, sería como si Pedro Alfonso hubiera muerto.


Había empleado su cuerpo para escapar, así que lo vería como una escapatoria de verdad. No más estafas. Nada de ayudar a su padre en otro asunto más.


Se marcharía de allí y comenzaría una nueva vida.


Después de aquello, nunca volvería a pensar en Pedro


Jamás volvería a aceptar nada de él.









CULPABLE: CAPITULO 4





La habitación era preciosa. Tenía grandes ventanas con vistas a Central Park y la luz natural invadía el espacio. Ella permaneció en la puerta durante un instante, fingiendo que estaba contemplando la habitación. Era de las que quedaban fuera de su rango de precio, de las que ni siquiera tenía oportunidad de mirar.


A menos que estuviera llevando a cabo una estafa.


«Eso es lo que es. Una estafa. Y a cambio, está la libertad. No tendrás que volverlo a hacer. Habrás terminado».


Respiró hondo y continuó mirando la habitación, retrasando el momento de que aquello se convirtiera en realidad. El suelo era de mármol y había alfombras por todos los sitios. 


Los muebles del salón eran de madera y en el dormitorio había una cama grande con una colcha de terciopelo morado y más almohadas de las que ella había visto en cualquier otro lugar.


Durante un instante, era agradable mirarlo. Parecía un lugar inocuo.


Pero solo por un momento.


Entonces, Pedro se acercó y ella notó que todo su cuerpo reaccionaba al sentir el calor que él desprendía.


–El postre debe de estar a punto de llegar – dijo él, pasando a su lado y entrando en la habitación– . Ponte cómoda, como si estuvieras en casa.


Como si eso pudiera suceder.


–Es difícil que me sienta como en casa aquí.


–Oh, sí, supongo que es muy diferente a tu pequeño apartamento de Brooklyn.


Paula se quedó helada. Él lo sabía todo acerca de ella. Hasta le había enviado ropa a su casa. De todos modos, saber que un extraño conocía todos los detalles de su vida, resultaba incómodo.


–¿Solo lo supones? – preguntó ella, en tono cortante– . ¿No has mirado todas las fotos de mi casa que han encontrado durante mi investigación? Parece que sabes mucho sobre mí.


–El arte de la guerra. Uno debe conocer a su enemigo. O eso he leído.


–¿Y yo soy tu enemiga?


Él se acercó a ella, la agarró del brazo y la atrajo hacia sí. El contacto de su piel la hizo estremecer.


–Me has robado. No permito que la gente me robe – dijo él, acercando el rostro al de ella.


Paula percibió que era tan depredador como temía. Y estaba segura de que iba a pedirle todo lo que ella había temido que le pediría. O más. Porque era un hombre sin compasión.


Era el tipo de hombre que solo comprendía una cosa. La venganza. Matar o ser matado.


Eso limitaba su capacidad para manipularlo, pero su fortaleza residía en la posibilidad de que él la infravalorara.


Él pensaba que ella era su presa, pero no sabía que bajo su prenda de encaje yacía el corazón de una bestia. Ella se había criado en un ambiente difícil, con inestabilidad, pobreza y todo lo demás.


No había sobrevivido gracias a ser débil.


–Mi padre me mintió – dijo ella, colocando la mano sobre su pecho– . Yo creí que por fin había conseguido un trabajo honesto y acepté ayudarlo a conseguir inversiones de empresas conocidas. No sabía que su objetivo era recopilar información y retirar dinero de vuestras cuentas. Prometo que no lo sabía – mentir le resultó sencillo, a pesar de que hablaba mirándolo a los ojos. Protegerse era lo importante.


–Tu nombre figura en las transferencias. Y también en la cuenta bancaria donde se ingresó el dinero.


–Porque yo lo ayudé a abrir las cuentas – sabía que no conseguiría conmoverlo, pero no podía permitir que él la acusara de algo que no era verdad. Todavía tenía la oportunidad de que él comprendiera lo sucedido.


–Entonces, eres idiota. Todo lo que he encontrado sobre Nicolas Chaves indica que es un timador. Y que siempre lo ha sido.


–Lo es – dijo ella, con un nudo en la garganta– , pero yo…


Llamaron a la puerta y Pedro la soltó para ir a abrir.


–Servicio de habitaciones, señor Alfonso– dijeron desde el otro lado– . ¿Dónde quiere que deje la bandeja?


–La recogeré yo – Pedro agarró la bandeja con las tazas de café y dos pedazos de tarta de chocolate y la llevó al salón.


–¿Nunca te has propuesto creer lo bueno de alguien?


–Nunca. Solo quiero la verdad.


–Te la estoy contando. Y solo puedo decirte que ayudé a mi padre porque quise creer lo mejor de él cuando no debería haberlo hecho. Es la única familia que tengo. Solo deseaba que en esa ocasión fuera verdad lo que me contaba.


–¿Tanto que estuviste dispuesta a ayudarlo en otro de sus fraudes?


–Mi padre es un timador de poca monta. Yo no imaginaba que pudiera hacer algo así – eso era verdad. Ella no sabía que su intención era tan ambiciosa. Un millón de dólares. Se había excedido. El muy idiota. Si hubiera sido una cantidad menor, Pedro no se habría enterado, y no la habría perseguido de esa manera.


–Sí, él había robado grandes cantidades de dinero antes, y yo lo sabía. Yo no vivía con él la mayor parte del tiempo, pero cuando lo hacía siempre había momentos en los que teníamos que mudarnos. Teníamos casa, comida, dinero, ropa, pero todo desaparecía muy deprisa y acabábamos huyendo de los caseros y de la policía. Entonces, nos mudábamos de nuevo. Mi padre conseguía otro trabajo, como él los llamaba. Y nos mudábamos otra vez. Así, hasta que una vez decidió no llevarme más con él.


–Ya veo. ¿Pretendes que sienta lástima por ti?


–Solo quiero que comprendas… Soy una persona como tú – dijo ella– . Me equivoqué confiando en quien no debía. ¿No lo comprendes?


Él soltó una carcajada.


–El problema con que intentes apelar a mi humanidad, Paula, es que no tengo. Puedo comprender por qué supondrías que es de otra manera, pero permite que te informe que nunca me pesa la conciencia. Ni la compasión. Cada céntimo que tengo, lo he ganado. Llegar hasta donde he llegado en la vida me ha costado sudor y sangre, y no permitiré que se aprovechen de mí. Te lo demostraré si es necesario – se acercó a ella, pero no la tocó– . No creas que perderé el sueño por enviar a prisión a una mujer bella, como tú, cuando lo merece.


–Entonces, ¿esta es mi última comida? – preguntó ella, señalando la bandeja.


–O eso, o es la energía que te dará fuerza durante las dos próximas horas. Descubrirás que la necesitas.


–Así que, ¿obligas a las mujeres a acostarse contigo?


Él esbozó una sonrisa.


–Por supuesto que no. Nunca he obligado a una mujer para que se acostara conmigo. Y tampoco te obligaré a ti. Vendrás a mí, porque me deseas.


–¿Cómo sabrás que te deseo? Si mis opciones son ir a la cárcel o acostarme contigo…


–No me importa – dijo él con una amplia sonrisa– . ¿Te apetece un café?


–No.


–Muy bien. Entonces, ha llegado el momento de ver si has cumplido tu parte del trato.


Ella tragó saliva. Le temblaban las manos.


–¿La lencería?


–¿Has hecho lo que te pedí, cara mía?


Paula no podía creerlo. Había perdido.


Había llegado el momento de la verdad. O le tiraba el café a la cara, salía corriendo de la habitación y se enfrentaba a todo lo que llegara después.


O hacía lo que había decidido hacer.


No permanecería allí esperando a que la desvistiera.


Sin pensarlo dos veces, se bajó la cremallera del vestido y comenzó a quitárselo.


Él la detendría. Estaba segura de ello. Y por eso continuó desvistiéndose.


Notó que su piel quedaba al descubierto y que solo llevaba los senos cubiertos por una fina capa de lencería. La prenda era del mismo color que su piel y daba la sensación de que estaba casi desnuda.


Ella lo sabía porque había estado mucho tiempo mirándose en el espejo y recordaba que bajo la tela se notaba la sombra de sus pezones.


Ningún hombre había visto su cuerpo desnudo. Ella no estaba segura de que el hecho de estar convencida de que él la detendría era lo que permitía que continuara desnudándose, pero había algo que hacía que la situación no le resultara extremadamente difícil.


Nunca había confiado lo suficiente en un hombre como para tener una relación íntima con él. Nunca lo había deseado.


Y ella no confiaba en él, pero, por algún motivo, en aquellos momentos se dio cuenta de que la confianza no importaba.


 Era una cuestión de poder. Y él había infravalorado el suyo.


Terminó de bajarse el vestido y se quedó con tan solo la ropa interior y los zapatos de tacón. Las bragas eran tan finas como el sujetador y era consciente de que él podría ver la sombra oscura de su vello.


Miró hacia delante, sin mirarlo a él. Seguía jugando aquella partida de ajedrez y debía ajustar su estrategia.


Poder. Control. Esa era la jugada. No el sexo.


Lo único que podía hacer era robarle el control.


–Mírame – le ordenó Pedro.


Ella obedeció, y se le entrecortó la respiración.


Había algo en su mirada que ella nunca había visto antes. 


Un fuego oculto que provocó que ella se incendiara por dentro.


Pedro se acercó a ella y le acarició el tirante del sujetador.


–Has sido una buena chica. He de confesar que estoy sorprendido – comentó sin dejar de mirarla.


Ella sintió que el calor que la recorría por dentro se hacía más intenso.


¿Qué le estaba sucediendo? ¿Por qué la estaba acariciando? No solo la piel, sino por dentro. ¿Por qué sentía tanto calor?


Todavía estaba a tiempo de marcharse. Podía ponerse el vestido y salir de allí.


Pero no lo hizo. Permaneció en el sitio, paralizada y tan fascinada como aterrorizada por lo que podía suceder después.


Él se inclinó despacio y la besó en el cuello, justo debajo de la oreja. Ella se estremeció. Estaba temblando. Y no era de miedo.


–Te haré suplicar – susurró él.


Ella ladeó la cabeza. Odiaba a ese hombre. Y no le importaba lo que pensara de ella. De su cuerpo. O de su alma.


Era su enemigo y, después de ese día, nunca volvería a verlo.


Por algún motivo, esa idea la sorprendió. De pronto, un sentimiento de placer, seguridad y satisfacción la invadió por dentro.


Se inclinó hacia delante y se detuvo a muy poca distancia de sus labios.


–No si consigo que seas tú el que suplique primero.


Pedro le acarició la barbilla con el dedo.


–¿Crees que podrías hacerme suplicar?


–¿Serías capaz de marcharte? – preguntó ella– . Ahora, ¿podrías salir de esta habitación?


–No he terminado contigo todavía – repuso él.


Ella forzó una sonrisa.


–Supongo que eso lo dice todo. Eres el único que puede marcharse. Y yo ni siquiera puedo amenazarte con mandarte a prisión.


Él la sujetó con fuerza y la miró fijamente antes de acariciarle el labio inferior.


Después, posó los labios sobre los de ella y Paula se percató de que había cometido un gran error. Había perdido el control de la situación. El calor que la invadía amenazaba con reducirla a cenizas.


Nunca la habían besado de esa manera. Y nunca había sentido el cuerpo musculoso de un hombre junto al suyo.


Eso era lo último que había esperado. Que él la besara como si fuera un hombre muerto de sed y ella un oasis. 


Había esperado que él se comportara con frialdad. Que la humillara. No que la hiciera desear. Sentir.


El hecho de desearlo la asustaba más que la alternativa. 


Porque estaba allí solo por un motivo, para que él se cobrara la deuda que tenía pendiente. Aparte de eso, ella no significaba nada para él. Incluso la odiaba. La veía como un enemigo.


Tenía la sensación de que, en esos momentos, ninguno de los dos mantenía el control. Ni siquiera estaba segura de que estuvieran luchando por tenerlo.


Él se movió una pizca, le sujetó el rostro y la besó de forma apasionada, introduciendo la lengua en su boca. Ella se estremeció de placer.


¿Cómo era posible que él besara a su enemigo de esa manera? ¿Cómo podía odiarla y besarla con tanta pasión y delicadeza?


Nadie lo había hecho. Solo ese hombre. Ese hombre que la odiaba.


Ella debería haber sentido ganas de salir huyendo, pero no fue así. Se quedó en el sitio. Agarrada a él.


Cuando se separaron, él respiraba de manera agitada. Se aflojó el nudo de la corbata y miró hacia el suelo.


–Sí, sin duda eres una buena chica – dijo él.


La abrazó y la besó de nuevo. Ella deseaba enfrentarse a él, y al hecho de que se sentía desnuda a pesar de que él ni siquiera había tocado su ropa interior.


Sin embargo, no podía. Se sentía pequeña, pero no débil. Se sentía protegida


Y mientras sus barreras comenzaban a derrumbarse y la rabia y el miedo que sentía comenzaban a disiparse, un insaciable deseo se apoderó de ella.


No era sexo lo que deseaba, sino caricias, atención. Que alguien la mirara como si le importara, como si fuera ella a quien deseara tener delante, y no otra persona.


Tener a alguien que prestara atención a sus deseos, a lo que le gustaba. Alguien que le proporcionara placer. Era la única manera de verlo. Estaba completamente centrada en aquel hombre poderoso.


Él la trataba con cuidado, no con rabia. Mantenía el control y lo demostraba haciéndola sentir bien.


No era lo que ella había esperado y se sentía vulnerable por ello. Era extraño.


Nadie la había deseado nunca. Ni siquiera la habían necesitado.


Y aunque pudiera parecer ingenuo, en esos momentos, parecía que Pedro la necesitaba. Y ella deseaba complacerlo.


«Te odia. Y tú vas a entregarle tu cuerpo para evitar ir a prisión. No puedes hacerlo».


Todavía podía marcharse. Salir por la puerta y no temer las consecuencias. Estaba segura de que él no la detendría.


«No quieres hacerlo».


No, no quería, porque nunca había tenido valor para tocar a un hombre de esa manera. Ni para besarlo. Y en esos momentos no había nada que la detuviera. ¿Por qué no disfrutarlo? Apoyó las manos sobre su torso musculoso y continuó besándolo.


Pedro la agarró por la cintura con fuerza y atravesó con ella la habitación hasta la cama.


«Sí».


Aquello no tenía nada que ver con el dinero, ni la cárcel, la libertad o el miedo. No tenía nada que ver con el control. 


Tenía que ver con él. Con todo lo que ella había temido disfrutar durante su vida. Estaba cansada de ello. De ser un fantasma con el que nadie podía tener relación porque siempre estaba ocultando su pasado.


Él la estaba tocando Y conocía su pasado. La odiaba, y aun así la deseaba. Eso significaba que no importaba lo que hiciera en esos momentos. Que no importaba que fuera una mujer virgen que no supiera lo que estaba haciendo.


Llevó las manos a sus hombros y le acarició la espalda, explorando su cuerpo. Pedro llevó la mano hasta su muslo, le levantó la pierna y la colocó sobre la suya. Presionó su miembro erecto contra su entrepierna, contra la fuente de su deseo, provocando que ella se estremeciera de placer.


Paula era incapaz de razonar. No podía comprender por qué había tenido tanto miedo de que aquello fuera el resultado. 


Porque no daba miedo. Ni era doloroso.


Era maravilloso.


Y todo lo demás no tenía importancia. Quién era ella. Quién era él.


Él ya no era un objetivo. Y ella no era una experta en estafas.


Él era un hombre. Y ella, una mujer.


Y ambos sentían deseo.


Pedro separó la boca de la de ella y comenzó a besarle el cuello hacia abajo, hasta llegar al sujetador de encaje que ella sabía que le había costado más de un mes de su sueldo.


Le acarició el borde de la prenda con la punta de la lengua provocando que ella se estremeciera. Paula introdujo los dedos en su cabello para mantenerlo cerca de sí.


–Eres deliciosa – dijo él, bajando una de las copas del sujetador para dejar su seno al descubierto. Después, agachó la cabeza y capturó el pezón con la boca.


–Deliciosa – dijo él, centrándose en el otro pecho y repitiendo sus actos.


Le acarició uno de los pezones con el dedo pulgar y observó cómo se ponía todavía más turgente con sus caricias. La pellizcó suavemente y ella arqueó el cuerpo contra el de él, provocando que el centro de su cuerpo entrara en contacto de nuevo con su miembro erecto.


–No imaginaba que te desearía tanto – dijo él– . Eres muy receptiva.


¿De veras? Ella deseaba preguntarle si era más receptiva de lo normal, pero no podía hablar. No podía hacer nada más que sentir.


–Receptiva – dijo él, besándola entre los pechos– , y deliciosa. Eso ya te lo he mencionado, pero tenía que decírtelo otra vez – la besó en el vientre y un poco más abajo, sobre la cinturilla de la ropa interior.


No pretendería… En el fondo, pensaba que era un acto altruista y la venganza no lo era.


Sin embargo, él le bajó la ropa interior y le separó los muslos. Después, la miró como si fuera una pieza de museo.
Paula apenas podía respirar. Su corazón latía tan deprisa que parecía que iba a salírsele del pecho.


Entonces, sin dejar de mirarla a los ojos, se inclinó y le acarició la parte interna del muslo con la lengua. Después, se acercó a…


La inseguridad se apoderó de ella.


–No tienes… No tienes que…


Él se quejó y colocó las manos bajo el trasero de Paula para acercarla un poco más a su boca.


–Haré lo que quiera – comentó, sin dejar de mirarla.


Cubrió su entrepierna con la boca y le acarició el centro de su feminidad con la lengua. Ella dejó de empujarlo y se agarró a él con fuerza. Durante un momento pensó que podía hacerle daño al clavarle los dedos, pero él gimió con fuerza y continuó devorándola, provocando que ella no pudiera pensar en nada más.


Paula arqueaba las caderas cada vez que él la acariciaba, aproximándose al clímax. Nunca había hecho aquello con un hombre, pero conocía el funcionamiento de su cuerpo. 


Aunque, era muy diferente hacerlo con alguien que llevaba el control. Salvaje y excitante.


Pedro se movió una pizca y ella notó que acercaba un dedo a la entrada de su cuerpo. Se puso tensa, sin saber qué venía después. Él la penetró con el dedo. Era una sensación desconocida, pero no dolorosa.


Ella respiró hondo y se relajó, disfrutando del placer que él le proporcionaba. Pedro aumentó el ritmo de sus caricias y, de pronto, una fuerte ola de placer la invadió por dentro y provocó que llegara al orgasmo, olvidándose de todo. De por qué estaba allí. De que él era un extraño. Su enemigo.


¿Cómo podía ser un desconocido si la había acariciado de forma tan íntima? ¿Cómo era posible que le hubiera proporcionado tanto placer, tratándola como nadie la había tratado en su vida?


Momentos después, él se movió para que sus cuerpos quedaran alineados y la abrazó con fuerza. Ella apoyó la frente contra su pecho y percibió el latido de su corazón. Se sentía como en casa.


Segura.


Cuidada.


Más de lo que nunca se había sentido.


Pedro llevó la mano de nuevo hasta su entrepierna y le acarició el clítoris mientras la besaba. Ella se excitó enseguida, mucho antes de lo que hubiera imaginado posible después de haber tenido un orgasmo.


Deseaba suplicar, pero, al recordar que él le había dicho que lo haría, se mordió el labio para contenerse.


Después, él apoyó la frente contra la de ella. Paula notó su miembro erecto contra su entrepierna y supo que ambos lo deseaban.


–Per favore – susurró él en italiano.


–Sí – dijo ella, jadeando– . Por favor. Por favor, poséeme – estaba desesperada y no le importaba que él lo supiera. No solo estaba desesperada por placer, sino por encontrar una respuesta al vacío que sentía en su interior y que no había percibido hasta ese momento.


–¿Lo deseas? – susurró él– . ¿Quieres sentirme en tu interior?


–Sí – gimió ella, arqueando el cuerpo contra el de él.


Pedro la besó en los labios antes de retirarse para abrir el cajón de la mesilla y abrir un paquete.


Un preservativo.


No, no habían terminado. Ella estaba a punto de perder la virginidad. Con él. Y ni siquiera podía mostrar su temor. Su vergüenza. Sus dudas. Porque lo deseaba.


Él se desabrochó los pantalones y se los bajó antes de ponerse sobre ella y colocarse el preservativo. Cuando la penetró, ella sintió cómo su cuerpo se expandía provocando que se rompiera la fina barrera de tejido en su interior. Se puso tensa y apretó los ojos al sentir un intenso dolor que fue disipándose despacio cuando él la penetró del todo.


Paula apretó los dientes para no gemir, pero no lo consiguió. Pedro blasfemó con fuerza y se incorporó para mirarla, pero no dijo nada.


Ladeó la cabeza y la besó de forma apasionada antes de retirarse de su cuerpo para penetrarla otra vez. En esa ocasión no le resultó doloroso y, al poco tiempo, ella arqueó el cuerpo y comenzó a moverse al mismo ritmo que él. De pronto, notó que Pedro comenzaba a temblar. Él gimió y la penetró con fuerza una vez más, provocando que ambos alcanzaran el éxtasis.


Más tarde, ella abrió los ojos y miró el techo. Él estaba tumbado sobre su cuerpo como si estuviera protegiéndola por ser algo valioso.


No era así. Ella no era más que una delincuente y él era…
Intentó no pensar en la realidad, tratando de ignorar la verdad a la que tarde o temprano tendría que enfrentarse. 


No quería hacerlo. Y menos en ese momento, cuando el placer todavía invadía su cuerpo.


Entonces, él se retiró y se levantó de la cama para ir al baño, cerrando la puerta tras de sí.


Paula permaneció donde estaba, mirando al techo y escuchando los ruidos de la calle.