jueves, 19 de noviembre de 2015

CULPABLE: CAPITULO 6





Pedro Alfonso era un bastardo. En todos los sentidos de la palabra. Él había sido consciente de ello desde muy temprana edad. Desde la primera vez que otros niños del vecindario se metieron con él por no tener un padre, hasta el momento en que vio cómo su madre, con el orgullo herido, aceptaba el dinero de un empleado del hombre que lo había engendrado para ayudarla a mantener la casa en la que vivían, con la condición de que nunca volvieran a contactar con él.


Desde entonces, él había sabido que no era más que el hijo ilegítimo de la amante de un hombre rico, y había aprendido a comportarse como un bastardo, en el sentido coloquial de la palabra, con el fin de conseguir el éxito en la vida.


En su persona no había lugar para la conciencia, ni para la compasión.


Las inversiones de capital de riesgo no eran un negocio que permitiera ser un hombre sensible y delicado. Uno debía estar dispuesto a proteger lo que era suyo, porque otras personas no dudarían a la hora de arrebatárselo.


Y teniendo en cuenta que era un bastardo y que no tenía ni una pizca de compasión, estaba enfadado por el hecho de que su encuentro con Paula Chaves le había generado cargo de conciencia. Algo que no tenía cabida en su persona.


Su intención no había sido llegar tan lejos.


Su plan había sido llevarla a la habitación del hotel, desnudarla, humillarla y marcharse. Desde luego, nunca había imaginado que terminaría… No. Mantener relaciones sexuales para cobrarse el dinero que ella le había robado nunca había sido parte de su plan.


Sin embargo, las cosas no habían salido como él había planeado. Él había perdido el control.


Y quizá era lo más imperdonable de todo.


El resto se lo podía perdonar, pero la pérdida de control no.


Al llevarla a su habitación y pedirle que se desnudara, al conseguir que suplicara, le estaba demostrando que era él quien controlaba la situación, pero cuando ella se quitó la ropa y le mostró su cuerpo, algo cambió. Él no le había demostrado que tenía el control. Ella había conseguido que lo perdiera. Estaba seguro de que la había humillado, pero ¿a qué precio? ¿A costa de su propio orgullo?


Habían pasado casi dos meses desde su cita y, sin embargo, se despertaba por las noches empapado en sudor, soñando con las caricias que le había hecho con sus delicados dedos sobre el vientre. Con sus rizos oscuros sobre el torso, y con sus ojos de color carbón mirándolo con asombro.


Era algo que nunca le había sucedido antes. Las mujeres solían mirarlo con deseo, con satisfacción, pero nunca con el asombro que había percibido en la mirada de Paula. 


Pedro sabía por qué.


Cerró el puño enfadado. No debería importarle. ¿Qué más daba si una mujer había hecho el amor con cien hombres o con uno? No importaba. A un hombre como él no debería importarle. Y, sin embargo, le importaba.


Eso hacía que su pecado le pareciera mucho mayor, cuando ni siquiera deseaba sentir que había pecado. Normalmente vivía la vida tal y como elegía, manteniendo relaciones con mujeres cuando quería, gastándose el dinero en lo que quería y bebiendo lo que le apetecía. No daba explicaciones a nadie.


No obstante, allí estaba, arrepintiéndose de haber mantenido un encuentro sexual y sintiéndose culpable. Preocupado por la virginidad de una mujer que era de todo menos inocente, a pesar de su experiencia sexual.


Le resultaba inaceptable que aquella mujer todavía ocupara tanto espacio en su cabeza. Y también que no hubiera recuperado su dinero.


Tampoco tenía planeado dejarla escapar.


Y puesto que no había seguido su plan, debía replantearse qué iba a hacer.


Ya no podía llevarla a juicio porque le había prometido no denunciarla a cambio de sexo. Sin embargo, su intención no había sido acostarse con ella.


Lo había hecho, y eso limitaba sus opciones.


¿Desde cuándo la conciencia limitaba sus acciones?


Cuando sonó el timbre de su intercomunicador, contestó:
–¿Qué pasa?


–Señor Alfonso… – le dijo Nora, su secretaria– . Hay una mujer que se niega a marcharse.


Pedro apretó los dientes. Aquella no era la primera vez que sucedía algo así, y suponía que tampoco sería la última. 


Sería Elizabeth, la mujer con la que había roto su relación tres semanas atrás, u otra dispuesta a ocupar el puesto de amante que se había quedado vacante.


Era una lástima que no le gustara que lo persiguieran.


–Dile que no estoy de humor.


–Ya lo he hecho. Sigue aquí sentada.


–Entonces, llama a seguridad para que la echen.


–Pensé que debía llamarlo antes de recurrir a eso – dijo Nora.


–La próxima vez no te molestes. Llama a seguridad directamente. Tienes mi permiso.


Oyó que alguien hablaba y que Nora contestaba.


–Señor Alfonso, dice que se llama Paula Chaves y que usted querrá recibirla.


Pedro se quedó helado.


No quería ver a Paula Chaves.


–Dile que suba – dijo al fin. Sabía que se arrepentiría, pero no podía resistir la tentación de verla una vez más. De levantarle la falda y poseerla de nuevo, esa vez, inclinándola sobre el escritorio. Quería demostrarle que ella estaba igual de indefensa que él ante aquella potente atracción. 


Demostrarle que él no era débil.


Se levantó del escritorio y comenzó a pasear de un lado a otro, deteniéndose en cuanto oyó que llamaban suavemente a la puerta. Era evidente que Paula Chaves no estaba tan desafiante como la última vez que se vieron.


«No estuvo desafiante durante mucho tiempo. Se derritió en cuanto la acariciaste».


Apretó los dientes y trató de controlar la reacción de su cuerpo.


–Pasa.


Se abrió la puerta y Pedro se sorprendió al verla. Era Paula, pero no se parecía a la mujer que él había visto antes. Ya no era la bella sirena con la que se había acostado en la suite del hotel. Frente a él, estaba una mujer vestida con pantalón negro y camiseta. Llevaba el cabello recogido en una coleta, un peinado más adecuado para una adolescente que para una veinteañera.


No llevaba maquillaje, solo una pizca de brillo de labios. Y tenía ojeras, como si no hubiera dormido bien.


Era evidente que no había ido hasta allí para seducirlo.


Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para no sentirse decepcionado. No debería importarle. Escucharía lo que ella tuviera que decir y saldría a buscar a la primera mujer dispuesta a acompañarlo a su ático.


Ese era su problema. Desde que estuvo con Paula no había hecho más que trabajar y no había tenido oportunidad de acostarse con nadie. Dos meses era demasiado tiempo para un hombre como él.


Paula permaneció allí mirándolo y él no pudo evitar que su cuerpo reaccionara. Ella no debería estar allí. Era la mujer que había hecho que perdiera el control.


Necesitaba que se marchara.


–Bueno, es evidente que no has venido para acostarte conmigo, así que, te diré que tengo muy poca paciencia. 
Será mejor que hables cuanto antes.


Ella lo miró a los ojos, sin permitir que la asustara.


–Desde luego, no he venido para eso.


Él suspiró y miró los papeles que tenía sobre el escritorio.


–Cada vez estoy más impaciente. Arrodíllate ante mí o vete.


–No hay ningún motivo para que tenga que arrodillarme ante ti. Ni para suplicarte, ni para complacerte. Es una firme promesa.


La rabia lo invadió por dentro.


–Eso ya lo veremos, ¿te has olvidado de que tu futuro depende de mí?


Ella se cruzó de brazos y ladeó la cabeza.


–Antes de que empieces a amenazarme, debes saber que yo llevo tu futuro en el vientre.








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