sábado, 7 de noviembre de 2015
EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 17
Mientras seguía al maître a la mesa que Pedro había reservado, Paula tuvo la sensación de que todos los presentes la observaban. En cuanto había mencionado las palabras «Pedro Alfonso», todo el mundo había girado la cabeza para ver quién preguntaba por él.
La mesa ocupaba un lugar íntimo en el fondo del restaurante. Cuando Pedro la vio llegar, se levantó para recibirla. Llevaba un traje negro y una camisa azul marino, con corbata azul de seda. Pero no fue su ropa lo que la dejó embobada, sino el irresistible brillo de sus ojos.
La temperatura de Paula subió de golpe mientras él la recorría con una mirada llena de voracidad, desnudándola con los ojos.
–Hola – murmuró él con voz ronca.
Ella se había quedado sin palabras.
El maître sonrió con discreción, les dijo que les daría unos minutos para examinar la carta y desapareció.
A pesar de lo turbada que se sentía, Paula no podía negar que había estado deseando verlo. Se había puesto para la ocasión su atuendo más sexy, una blusa plateada sin mangas y una minifalda negra con medias a juego y botas altas de cuero.
Había querido demostrarle a Pedro que también podía ser chic y elegante y que no necesitaba vestirse de alta costura para ello. El conjunto resaltaba sus mejores atributos, una cintura estrecha, largas piernas y brazos bien torneados.
Lo cierto era que se sentía más femenina y deseable que nunca cuando estaba con él. Y quería que él lo comprendiera, al margen de lo que pudiera pasar con su relación.
–Estás preciosa.
Su cumplido le confirmó que había elegido la ropa adecuada.
–He oído murmullos de admiración cuando has entrado en el restaurante. Seguro que todo el mundo quiere saber quién eres.
–Gracias – repuso ella con una sonrisa, mirándolo a los ojos– . Tú tampoco estás mal.
Con una grave carcajada, él se acercó. Inclinó la cabeza como un caballero de otra época y la besó en la mejilla.
De inmediato, el contacto de sus labios hizo que a ella le temblaran las rodillas.
–Ven y siéntate a mi lado – susurró él– . No he podido dejar de pensar en ti – confesó, comiéndosela con la mirada.
–No sé si sería buena idea. Nuestra relación es solo profesional, ¿recuerdas?
–¿Eso crees? – replicó él con tono retador y una sensual sonrisa.
–No he venido a hablar de lo que ha pasado entre nosotros. Quiero que lo dejemos atrás y concentrarme en la venta de las antigüedades.
–Puedes hacerlo, aunque eso no quiere decir que no podamos vernos fuera del trabajo.
–¿Adónde quieres ir a parar, Pedro? Ya te he dicho que prefiero que mantengamos las distancias. No me interesa convertirme en una de tus amantes esporádicas. A pesar de lo sucedido, no he cambiado de opinión.
Pedro suspiró.
–Desde mi punto de vista, lo nuestro no tiene por qué ser esporádico – continuó él con cierto tono de frustración– . De hecho, quiero que tengamos una relación como es debido.
Paula se sirvió un vaso de agua y se lo bebió casi entero. Le daba vueltas la cabeza.
–Eso es imposible. No acostumbras a tener relaciones serias. ¿Por qué ibas a hacer una excepción conmigo?
–Porque estoy cansado de negar el hecho de que quiero algo más, esa es la razón. Estoy cansado de aislarme. Hace meses que no veo a mi familia y estoy harto.
–¿Por qué no has ido a verlos
–Porque estoy muy ocupado con el trabajo. Y porque parece que siempre meto la pata cuando estoy con ellos – reconoció con gesto agobiado.
Paula le tomó la mano. Su sincera confesión la había conmovido.
–No importa lo que haya pasado entre vosotros, seguro que hay una manera de arreglar las cosas.
–Quizá, en tu mundo, sí, Paula, pero no en el mío.
–¿Alguna vez les has dicho que tienes la sensación de que siempre metes la pata? Quizá ellos no están de acuerdo. Quizá solo están esperando que los visites y habléis las cosas.
Pedro miró su delicada mano y, percibiendo su ternura, sonrió.
–Quizá. No lo había pensado.
–Entonces, no esperes más tiempo. Mi consejo es que vayas a verlos cuanto antes.
–¿Ves lo buena que eres para mí? Por eso, creo que debemos mantener una relación en serio.
Paula suspiró y apartó la mano. De nuevo, tuvo miedo de albergar demasiadas esperanzas.
–Yo no lo creo. Somos muy distintos, Pedro. No importa lo mucho que nos atraigamos físicamente. Vivimos en mundos aparte. Una unión como la nuestra nunca funcionaría. Es mejor que mantengamos las distancias.
–¡Estás de broma! – exclamó él con una mueca– . Tal vez no quieras admitir que tengo razón, pero nunca podremos mantener las distancias. Eso sería como frotar una cerilla contra la caja y esperar que no se prenda fuego. Porque eso es lo que haces conmigo, Paula… me prendes fuego.
Paula adivinó que, entonces, iba a besarla. Y, de ninguna manera, ella iba a intentar evitarlo.
viernes, 6 de noviembre de 2015
EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 16
Pedro no había mentido cuando le había dicho a Paula que no lograba saciarse de ella. No era solo su sabor lo que le resultaba adictivo. Estaba deseando estar con ella, sobre todo, después de su encuentro en el despacho de Philip. Se le incendiaba la sangre cada vez que lo recordaba.
El hecho de que esa mujer estuviera convirtiéndose en una prioridad para él, era una amenaza para su forma de vida, reconoció para sus adentros. Diablos, ni siquiera había dedicado tiempo a pensar en la tienda de antigüedades.
¿Cómo era posible?
Sin embargo, la ansiada posesión de aquel edificio tan bien situado no le hacía sentirse satisfecho. Por alguna razón, se sentía vacío, como si todo por lo que había luchado siempre careciera, de pronto, de significado.
La historia de la madre de Paula, que había abandonado a su familia por un rico hombre de negocios, le había calado hondo. Era evidente que ella despreciaba a su padrastro. Sin duda, Pedro podía tener muchas similitudes con ese hombre. Era posible que, incluso, lo conociera. El mundo de los negocios en el que se movía solo admitía a la élite, a los más ricos y poderosos. Quizá, el padrastro de Paula era uno de ellos.
De todas maneras, no era eso lo que le preocupaba. Era el hecho de que se sentía identificado con la madre de Paula. Se había comportado justo igual que ella cuando le había dado la espalda a sus seres queridos, creyendo que la vida sencilla de sus padres no era suficiente. Se había vuelto ambicioso y avaro y, al escuchar la historia de Paula, había comprendido algunas de las consecuencias negativas de sus actos.
Cuando les había comprado a sus padres una bonita mansión, había notado que ellos la habían aceptado con incomodidad.
–Es un regalo maravilloso, hijo, pero tu madre y yo preferiríamos saber que eres feliz con tu vida y tienes compañía. Eso nos gustaría más que el que nos compres una mansión. Nos gusta nuestra pequeña casa. Tiene muchos recuerdos… allí os criamos a tu hermana y a ti – le había dicho su padre en esa ocasión.
A Pedro le dolía que sus padres nunca hubieran entendido lo mucho que él había sufrido al perder a su hermana, Francesca. Saber que la vida era tan precaria y efímera lo había conmocionado. Y la necesidad de proteger al resto de su familia a toda costa lo había llevado a buscar el éxito en el mundo de los negocios. Sin embargo, nunca había podido compartir con ellos sus sentimientos.
Después de la decepcionante recepción del regalo de la mansión, se había apartado de sus padres y se había encerrado en sí mismo para lamerse las heridas en soledad.
Había intentado calmar su desazón comprando más restaurantes y apostando en el mercado de valores. Había recurrido a la única forma que conocía de protegerse del dolor.
Cuando la muerte se había llevado a Francesca, él había sufrido tanto como sus padres. De vez en cuando, recordaba el precioso rostro de su hermanita y se le rompía el corazón cuando pensaba que jamás la vería convertida en mujer, ni enamorada, ni con sus propios hijos.
Pero sus padres no sabían nada de eso. En los últimos años, Pedro notaba que había perdido su respeto y su cariño. Sí, le decían que lo querían, pero cada vez que los visitaba adivinaba su decepción por el camino que había tomado en la vida. No tenían ni idea de cuál había sido la razón que lo había empujado a buscar el dinero y el éxito.
Sin duda, creían que eso lo hacía feliz. Ignoraban el alto precio que había tenido que pagar para lograr sus ambiciones.
Cada noche, cuando regresaba a casa después de trabajar, una profunda sensación de soledad lo invadía. Él no tenía relaciones. Había tenido una larga sucesión de aventuras, por lo general, en hoteles de lujo que no habían tenido nada de hogareños. Además, despreciaba en secreto a las mujeres que lo entretenían, pues sabía que les interesaba más su dinero que el verdadero hombre que había tras él.
Al ver la casa de Paula esa noche, en un barrio corriente de Londres, con su césped arreglado y cuidadas flores en macetas, había envidiado su capacidad de conformarse con esa vida y no necesitar algo más grandioso. Para él, la idea de estar satisfecho con su vida era algo extraño. Y, aunque no se imaginaba a sí mismo viviendo en una pequeña casa adosada en un barrio cualquiera, ansiaba tener un hogar.
Pero no era solo eso. En su corazón, necesitaba tener a alguien que se preocupara por él, que no lo quisiera solo por lo que tenía, sino que quisiera conocerlo y dejarse conocer por él.
El deseo de llenar su vida le partía en dos. Solo había una cosa que podía darle placer: cocinar. Sin embargo, en la cocina de su precioso ático, mientras elegía las ollas y sartenes que iba a utilizar, no pudo evitar recordar la cena que había preparado para Paula en la isla.
Aquel se había convertido en uno de sus recuerdos favoritos.
Sin embargo, pensar en ella le producía una sensación agridulce. La había dejado sola con la posibilidad de estar embarazada. Odiaba pensar que podía sentirse asustada o disgustada. Aunque sabía que era una mujer práctica y que, por eso, iba a tomar la píldora del día después, también sabía que era una persona muy sensible.
Frustrado por no poder estar con ella, tomó el móvil y marcó el número de un amigo que poseía la joyería más exclusiva de Bond Street. Después, contactó con un prestigioso florista. Si no podía disfrutar del placer de la compañía de Paula esa noche, al menos, haría algo para demostrarle que le importaba haberla puesto en una situación tan comprometida.
****
A la mañana siguiente, Paula se despertó tras una noche de insomnio con la llegada del más precioso ramo de rosas que había visto nunca. Mientras lo llevaba a la cocina para ponerlo en su jarrón favorito de cristal, el embriagador aroma de las flores impregnó toda la casa. ¿Había querido Philip darle las gracias de esa manera por ayudarle a vender la tienda de antigüedades?
Ante aquellos olorosos pétalos aterciopelados, Paula no pudo evitar pensar en Cleopatra, la reina del Nilo. La leyenda contaba que la reina acostumbraba a bañarse en leche con pétalos de rosa.
Dejando el ramo sobre la mesa, se agachó para inspirar su esencia un poco más. Entonces, vio la tarjeta que lo acompañaba, junto con una cajita de terciopelo rojo. Con el ceño fruncido, abrió el sobre y leyó lo que decía. El pulso se le aceleró al instante.
Al diamante oculto que nunca esperé encontrarme.
Pedro.
¿Pedro le había enviado flores? Su mensaje era tan inesperado como emocionante.
Embriagada, Paula sacó una silla y se sentó, porque las piernas parecían incapaces de sostenerla. Su cabeza se esforzaba en buscar una explicación. Entonces, abrió la cajita.
Sobre el interior de seda de color crema estaba el brazalete de diamantes más impresionante que ella había visto. Era de oro blanco y las piedras perfectas brillaban como el sol en agua cristalina. ¿Con qué intención le había enviado Pedro una joya tan perfecta?
Cuando se lo probó, sintió el frío del metal, aunque su cuerpo ardía solo de pensar en quien se lo había enviado.
Sin embargo, eran las palabras que había escrito en la tarjeta lo que más le impactaba. ¿Acaso quería decir Pedro que ella era el diamante oculto que nunca había pensado encontrar? ¿Lo diría de corazón o sería solo una forma de halagarla?
De pronto, tuvo ganas de llorar, porque ansiaba con toda el alma que él se lo hubiera escrito en serio.
El teléfono sonó. Ella se apresuró a responder, pensando que podía ser del hospital. Philip todavía no había salido de peligro del todo.
Pero no era del hospital.
Era Pedro.
–¿Paula? Soy yo.
Su seductora y viril voz hizo que a ella se le pusiera la piel de gallina. El brazalete de diamantes seguía reluciendo en su brazo.
–¿Qué pasa? – preguntó Paula con la boca seca. Su intención era sonar indiferente, como si no tuviera importancia que él la llamara a esas horas de la mañana, pero le temblaba un poco la voz.
–¿Cómo estás esta mañana?
–Yo… estoy bien.
–Me habría gustado que hubieras venido a casa conmigo.
–Hice lo que tenía que hacer. Estaba muy cansada. Han sido muchas emociones en poco tiempo.
–Por eso no debemos tomar decisiones precipitadas.
Paula lo escuchó respirar hondo y recordó el comentario que él había hecho sobre considerar sus sentimientos.
–Me preocupaba que pudieras lamentar lo que pasó ayer – continuó él.
Al recordar la pasión que se había apoderado de ella y la había empujado a entregarse en el despacho de su jefe, Paula sintió que le subía la temperatura.
–No lo lamento. Hicimos lo que hicimos y punto Pero, como te he dicho, no puede volver a repetirse – repuso ella, y respiró hondo, rezando para calmar sus nervios. Al instante, sin embargo, quiso retirar sus palabras– . Por cierto, gracias por las preciosas flores y por el regalo.
Paula llevaba puesta una bata de seda de color melocotón que complementaba a la perfección la sensualidad de la joya. De esa guisa, se sentía una persona diferente, una mujer mucho más sofisticada y hermosa de lo que era en realidad.
Pero no debía hacerse ilusiones de grandeza, se reprendió a sí misma, ni sentirse especial por llevar un brazalete de diamantes. No era como su madre, cuya ambición por las cosas lujosas le había hecho dejar a su marido y a su hija.
–Me quedaré con las rosas, pero me temo que no puedo aceptar la joya.
Hubo un significativo silencio al otro lado de la línea.
–¿Por qué no? – preguntó él, exasperado– . Sé que te gustan las cosas bellas y quería regalarte algo que lo fuera. ¿Cuál es el problema?
–Es un brazalete de diamantes, Pedro. Ese es el problema. Las piedras son increíbles y no es un simple regalo. ¿Crees que los hombres regalan cosas como esta a las mujeres todos los días? Quizá, en tu mundo, sí, pero no en el mío.
Además, no confío en tus motivos. Mi ex solía hacerme bonitos regalos después de haber estado con otras mujeres a mis espaldas, para distraerme. Sé que no somos pareja, pero, si es eso lo que piensas hacer conmigo, Pedro, te devolveré el brazalete para ahorrarte tiempo y dinero. Al menos, así sabemos a qué atenernos.
Cuando terminó su apasionado discurso, Paula se imaginó que él se limitaría a encogerse de hombros. Le resultaba difícil no derrumbarse y romper a llorar.
–Me parece que lo que pasó ayer te ha disgustado, Paula. ¿Por qué no comemos juntos y hablamos?
–¿Del colosal error que hemos cometido?
–¿De verdad crees eso? Nos dejamos llevar por una fuerza más poderosa que nosotros mismos, Paula, eso fue todo.
Ella se sonrojó.
–De todas maneras, no puedo quedar contigo a comer. Tengo demasiado trabajo.
–¿Quieres que te recuerde que trabajas para mí? Puedo darte todo el día libre, si quiero.
–Pero no quiero tener el día libre.
Cuando él hizo otro sonido de exasperación al otro lado del teléfono, ella se alegró de que no pudiera verla, pues tenía los ojos llenos de lágrimas.
–Quedemos para comer y no discutamos más – ordenó él– . Te daré el nombre del restaurante y nos veremos allí. Yo pagaré tu taxi.
Mirando absorta el reluciente brazalete, Paula se secó los ojos.
–Puedo pagarme un taxi.
–Debí imaginarme que dirías eso. ¿Te he dicho que eres la mujer más tozuda que he conocido?
–Más de una vez. Pero te sienta bien no salirte siempre con la tuya.
Pedro se rio y el sonido de su risa llenó a Paula de calidez y le hizo contar los minutos… y los segundos que quedaban para volver a verlo.
EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 15
Paula estaba saliendo de la farmacia en dirección al lujoso Mercedes que la esperaba fuera cuando un tipo con una cámara corrió hacia ella. Apuntándola con su objetivo, disparó varias veces.
–¿Eres la nueva novia de Pedro Alfonso? ¿Cómo te llamas, cariño? Puedes decírmelo. He visto su coche. ¿Por qué, si no, iba a estar aparcado aquí?
Conmocionada, Paula vio cómo Pedro le abría la puerta del coche.
–¡Entra rápido y no le digas nada a ese idiota! – ordenó él con la mandíbula tensa.
Ella obedeció sin pensar. Nada más sentarse, Pedro arrancó y se alejó del lugar.
–Eso es exactamente lo que no quiero – murmuró él.
–No le habría dicho nada, para tu información – indicó ella, todavía anonadada– . No pensaba decirle mi nombre. ¿Estas cosas te pasan a menudo?
–Demasiado a menudo para mi gusto. Nunca pensé que perdería mi privacidad, pero es curioso cómo te puede cambiar la vida.
Sorprendida por su reflexión, Paula se relajó un poco. Quizá, Pedro no buscaba la fama tanto como la prensa creía. ¿Sería esa la razón por la que había tenido un aspecto tan amargado en la foto de la ceremonia de entrega de premios? La idea de ser seguido de cerca por los paparazzi debía de ser una pesadilla. Esa clase de vida no era algo que ella envidiara. De hecho, le parecía horrible.
–Nunca pensé que diría esto, pero lo siento por ti, Pedro, de veras lo siento. Me alegro de haber dicho que nuestra relación debe ser estrictamente profesional. Por lo que está pasando, es mejor que sea así. Podemos comunicarnos por teléfono.
–No voy a dejar que nadie maneje mi vida y menos, la prensa – advirtió él con una mueca y mirada furiosa– . Dame tu dirección y te llevaré a casa.
Cuando pararon delante de la casa adosada donde vivía Paula, Pedro apagó el motor y echó un vistazo por la ventanilla hacia su jardín, salpicado de macetas con pensamientos en flor. Ella estaba orgullosa de sus flores aunque, sin duda, él estaría pensando en lo vulgar que era aquel lugar, se dijo.
–¿Siempre has vivido aquí?
–Sí. Es la casa donde me crie con mis padres. Cuando mi padre murió, me la dejó a mí.
–¿Y no a tu madre?
–No. No estaban juntos.
–¿Quieres decir que estaban divorciados?
–Sí. Ella se fue con un rico ejecutivo que le prometió una vida mejor – respondió Paula con un suspiro, sin poder ocultar su amargura. Al instante, se sonrojó.
–¿Y ese hombre… le dio una vida mejor?
–Depende de lo que consideres mejor. Que yo sepa, mi madre es feliz. Viven en un pomposo piso en París y ella tiene de todo. Creo que es la vida con la que siempre soñó, la clase de vida que mi padre no podía ofrecerle. Pero se le rompió el corazón cuando lo abandonó y nunca se recuperó.
–Lo siento mucho. Su abandono debió de ser doloroso para ti también, ¿no?
A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas.
–Durante un tiempo, sí. Luego, lo superé. Tenía que enfrentarme a la realidad. En cualquier caso, ¿quién necesita a una madre que prefiere los bienes materiales
antes que estar con la gente que la ama?
Pedro se encogió un poco.
–¿A qué se dedicaba tu padre?
–Era contable, y se le daba muy bien su trabajo, por cierto – contestó ella, poniéndose sin querer a la defensiva– . Aunque nunca tuvo la ambición que mi madre quería. En vez de apreciarlo por ser un marido y un padre leal y devoto, le parecía una señal de debilidad que él quisiera pasar tiempo con su familia en vez de trepar en su carrera.
–Dices que tu madre y su marido viven en París. ¿Sabes dónde?
De nuevo, Paula se sonrojó. Sin duda, Pedro conocería el lugar.
–En una zona llamada Neuilly-sur-Seine.
–Si pueden costearse vivir allí, deben de ser ricos. Es la zona más cara de la ciudad.
Ella se encogió de hombros y se desabrochó el cinturón de seguridad.
–No lo sé. Ni me importa.
Antes de que pudiera salir corriendo, Paula oyó que su acompañante se desabrochaba también el cinturón de seguridad. Acercándose a ella, le tomó la mano.
–Antes de que te vayas, creo que tenemos que hablar, ¿no te parece?
Como una polilla atraída por el fuego, Paula se sintió atrapada por la peligrosa llama de sus ojos. Al mismo tiempo, su sensual aroma hizo que se derritiera por dentro.
Lo único en lo que podía pensar era en la deliciosa sensación de tenerlo dentro. Perpleja, tuvo que admitir para sus adentros que ansiaba con todo su ser repetir la experiencia.
–¿De qué quieres hablar? Si es por la venta de las antigüedades, ya te he dicho que me mantendré en contacto – le espetó ella, aunque no logró disimular su deseo.
–Sabes muy bien que no es de las antigüedades. Tenemos que hablar de lo que acaba de pasar en la tienda.
Ella se obligó a mantenerse firme y no dejar que él adivinara lo que sentía.
–Hemos tenido sexo en el escritorio de mi jefe, eso es lo que ha pasado. Te he dicho que voy a tomar la píldora del día después para asegurarme de no quedarme embarazada, así que no tienes de qué preocuparte. ¿De qué más quieres hablar?
–No creo que sea eso lo único que piensas que hicimos, Paula.
De pronto, él se llevó la mano de ella a los labios.
–Hicimos estallar un volcán allí dentro y su lava nos ha quemado hasta el alma. Si lo niegas, no dudaré en llamarte mentirosa.
Mirándola a los ojos, Pedro se metió el dedo índice de ella en la boca y comenzó a chuparlo.
–¿Qué…? ¿Qué estás haciendo? – dijo ella, y apartó la mano, aunque dudaba que fuera lo bastante fuerte como para resistirse mucho tiempo más.
–Estaba recordando tu sabor – repuso él con una seductora sonrisa– . No logro saciarme de ti.
–Bueno, pues vas a tener que aprender a aguantarte. ¡Yo no puedo permitirme continuar con esta estupidez!
Paula estaba a punto de romper a llorar. No quería quedar como una tonta, así que abrió la puerta y salió.
–Puede que te parezca una estupidez pasar más tiempo conmigo, Paula, pero yo no comparto tu opinión. No me arrepiento de lo que ha pasado, en absoluto. Seguiremos en contacto, te lo aseguro.
Ella no contestó. Cerró la puerta del coche de un portazo y se dirigió derecha a la casa. Mientras lo oía alejarse en el coche, las lágrimas comenzaron a brotar.
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