viernes, 6 de noviembre de 2015

EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 16




Pedro no había mentido cuando le había dicho a Paula que no lograba saciarse de ella. No era solo su sabor lo que le resultaba adictivo. Estaba deseando estar con ella, sobre todo, después de su encuentro en el despacho de Philip. Se le incendiaba la sangre cada vez que lo recordaba.


El hecho de que esa mujer estuviera convirtiéndose en una prioridad para él, era una amenaza para su forma de vida, reconoció para sus adentros. Diablos, ni siquiera había dedicado tiempo a pensar en la tienda de antigüedades.


 ¿Cómo era posible?


Sin embargo, la ansiada posesión de aquel edificio tan bien situado no le hacía sentirse satisfecho. Por alguna razón, se sentía vacío, como si todo por lo que había luchado siempre careciera, de pronto, de significado.


La historia de la madre de Paula, que había abandonado a su familia por un rico hombre de negocios, le había calado hondo. Era evidente que ella despreciaba a su padrastro. Sin duda, Pedro podía tener muchas similitudes con ese hombre. Era posible que, incluso, lo conociera. El mundo de los negocios en el que se movía solo admitía a la élite, a los más ricos y poderosos. Quizá, el padrastro de Paula era uno de ellos.


De todas maneras, no era eso lo que le preocupaba. Era el hecho de que se sentía identificado con la madre de Paula. Se había comportado justo igual que ella cuando le había dado la espalda a sus seres queridos, creyendo que la vida sencilla de sus padres no era suficiente. Se había vuelto ambicioso y avaro y, al escuchar la historia de Paula, había comprendido algunas de las consecuencias negativas de sus actos.


Cuando les había comprado a sus padres una bonita mansión, había notado que ellos la habían aceptado con incomodidad.


–Es un regalo maravilloso, hijo, pero tu madre y yo preferiríamos saber que eres feliz con tu vida y tienes compañía. Eso nos gustaría más que el que nos compres una mansión. Nos gusta nuestra pequeña casa. Tiene muchos recuerdos… allí os criamos a tu hermana y a ti – le había dicho su padre en esa ocasión.


Pedro le dolía que sus padres nunca hubieran entendido lo mucho que él había sufrido al perder a su hermana, Francesca. Saber que la vida era tan precaria y efímera lo había conmocionado. Y la necesidad de proteger al resto de su familia a toda costa lo había llevado a buscar el éxito en el mundo de los negocios. Sin embargo, nunca había podido compartir con ellos sus sentimientos.


Después de la decepcionante recepción del regalo de la mansión, se había apartado de sus padres y se había encerrado en sí mismo para lamerse las heridas en soledad. 


Había intentado calmar su desazón comprando más restaurantes y apostando en el mercado de valores. Había recurrido a la única forma que conocía de protegerse del dolor.


Cuando la muerte se había llevado a Francesca, él había sufrido tanto como sus padres. De vez en cuando, recordaba el precioso rostro de su hermanita y se le rompía el corazón cuando pensaba que jamás la vería convertida en mujer, ni enamorada, ni con sus propios hijos.


Pero sus padres no sabían nada de eso. En los últimos años, Pedro notaba que había perdido su respeto y su cariño. Sí, le decían que lo querían, pero cada vez que los visitaba adivinaba su decepción por el camino que había tomado en la vida. No tenían ni idea de cuál había sido la razón que lo había empujado a buscar el dinero y el éxito. 


Sin duda, creían que eso lo hacía feliz. Ignoraban el alto precio que había tenido que pagar para lograr sus ambiciones.


Cada noche, cuando regresaba a casa después de trabajar, una profunda sensación de soledad lo invadía. Él no tenía relaciones. Había tenido una larga sucesión de aventuras, por lo general, en hoteles de lujo que no habían tenido nada de hogareños. Además, despreciaba en secreto a las mujeres que lo entretenían, pues sabía que les interesaba más su dinero que el verdadero hombre que había tras él.


Al ver la casa de Paula esa noche, en un barrio corriente de Londres, con su césped arreglado y cuidadas flores en macetas, había envidiado su capacidad de conformarse con esa vida y no necesitar algo más grandioso. Para él, la idea de estar satisfecho con su vida era algo extraño. Y, aunque no se imaginaba a sí mismo viviendo en una pequeña casa adosada en un barrio cualquiera, ansiaba tener un hogar.


Pero no era solo eso. En su corazón, necesitaba tener a alguien que se preocupara por él, que no lo quisiera solo por lo que tenía, sino que quisiera conocerlo y dejarse conocer por él.


El deseo de llenar su vida le partía en dos. Solo había una cosa que podía darle placer: cocinar. Sin embargo, en la cocina de su precioso ático, mientras elegía las ollas y sartenes que iba a utilizar, no pudo evitar recordar la cena que había preparado para Paula en la isla.


Aquel se había convertido en uno de sus recuerdos favoritos. 


Sin embargo, pensar en ella le producía una sensación agridulce. La había dejado sola con la posibilidad de estar embarazada. Odiaba pensar que podía sentirse asustada o disgustada. Aunque sabía que era una mujer práctica y que, por eso, iba a tomar la píldora del día después, también sabía que era una persona muy sensible.


Frustrado por no poder estar con ella, tomó el móvil y marcó el número de un amigo que poseía la joyería más exclusiva de Bond Street. Después, contactó con un prestigioso florista. Si no podía disfrutar del placer de la compañía de Paula esa noche, al menos, haría algo para demostrarle que le importaba haberla puesto en una situación tan comprometida.



****


A la mañana siguiente, Paula se despertó tras una noche de insomnio con la llegada del más precioso ramo de rosas que había visto nunca. Mientras lo llevaba a la cocina para ponerlo en su jarrón favorito de cristal, el embriagador aroma de las flores impregnó toda la casa. ¿Había querido Philip darle las gracias de esa manera por ayudarle a vender la tienda de antigüedades?


Ante aquellos olorosos pétalos aterciopelados, Paula no pudo evitar pensar en Cleopatra, la reina del Nilo. La leyenda contaba que la reina acostumbraba a bañarse en leche con pétalos de rosa.


Dejando el ramo sobre la mesa, se agachó para inspirar su esencia un poco más. Entonces, vio la tarjeta que lo acompañaba, junto con una cajita de terciopelo rojo. Con el ceño fruncido, abrió el sobre y leyó lo que decía. El pulso se le aceleró al instante.



Al diamante oculto que nunca esperé encontrarme.
Pedro.


¿Pedro le había enviado flores? Su mensaje era tan inesperado como emocionante.


Embriagada, Paula sacó una silla y se sentó, porque las piernas parecían incapaces de sostenerla. Su cabeza se esforzaba en buscar una explicación. Entonces, abrió la cajita.


Sobre el interior de seda de color crema estaba el brazalete de diamantes más impresionante que ella había visto. Era de oro blanco y las piedras perfectas brillaban como el sol en agua cristalina. ¿Con qué intención le había enviado Pedro una joya tan perfecta?


Cuando se lo probó, sintió el frío del metal, aunque su cuerpo ardía solo de pensar en quien se lo había enviado. 


Sin embargo, eran las palabras que había escrito en la tarjeta lo que más le impactaba. ¿Acaso quería decir Pedro que ella era el diamante oculto que nunca había pensado encontrar? ¿Lo diría de corazón o sería solo una forma de halagarla?


De pronto, tuvo ganas de llorar, porque ansiaba con toda el alma que él se lo hubiera escrito en serio.


El teléfono sonó. Ella se apresuró a responder, pensando que podía ser del hospital. Philip todavía no había salido de peligro del todo.


Pero no era del hospital.


Era Pedro.


–¿Paula? Soy yo.


Su seductora y viril voz hizo que a ella se le pusiera la piel de gallina. El brazalete de diamantes seguía reluciendo en su brazo.


–¿Qué pasa? – preguntó Paula con la boca seca. Su intención era sonar indiferente, como si no tuviera importancia que él la llamara a esas horas de la mañana, pero le temblaba un poco la voz.


–¿Cómo estás esta mañana?


–Yo… estoy bien.


–Me habría gustado que hubieras venido a casa conmigo.


–Hice lo que tenía que hacer. Estaba muy cansada. Han sido muchas emociones en poco tiempo.


–Por eso no debemos tomar decisiones precipitadas.


Paula lo escuchó respirar hondo y recordó el comentario que él había hecho sobre considerar sus sentimientos.


–Me preocupaba que pudieras lamentar lo que pasó ayer – continuó él.


Al recordar la pasión que se había apoderado de ella y la había empujado a entregarse en el despacho de su jefe, Paula sintió que le subía la temperatura.


–No lo lamento. Hicimos lo que hicimos y punto Pero, como te he dicho, no puede volver a repetirse – repuso ella, y respiró hondo, rezando para calmar sus nervios. Al instante, sin embargo, quiso retirar sus palabras– . Por cierto, gracias por las preciosas flores y por el regalo.


Paula llevaba puesta una bata de seda de color melocotón que complementaba a la perfección la sensualidad de la joya. De esa guisa, se sentía una persona diferente, una mujer mucho más sofisticada y hermosa de lo que era en realidad.


Pero no debía hacerse ilusiones de grandeza, se reprendió a sí misma, ni sentirse especial por llevar un brazalete de diamantes. No era como su madre, cuya ambición por las cosas lujosas le había hecho dejar a su marido y a su hija.


–Me quedaré con las rosas, pero me temo que no puedo aceptar la joya.


Hubo un significativo silencio al otro lado de la línea.


–¿Por qué no? – preguntó él, exasperado– . Sé que te gustan las cosas bellas y quería regalarte algo que lo fuera. ¿Cuál es el problema?


–Es un brazalete de diamantes, Pedro. Ese es el problema. Las piedras son increíbles y no es un simple regalo. ¿Crees que los hombres regalan cosas como esta a las mujeres todos los días? Quizá, en tu mundo, sí, pero no en el mío. 
Además, no confío en tus motivos. Mi ex solía hacerme bonitos regalos después de haber estado con otras mujeres a mis espaldas, para distraerme. Sé que no somos pareja, pero, si es eso lo que piensas hacer conmigo, Pedro, te devolveré el brazalete para ahorrarte tiempo y dinero. Al menos, así sabemos a qué atenernos.


Cuando terminó su apasionado discurso, Paula se imaginó que él se limitaría a encogerse de hombros. Le resultaba difícil no derrumbarse y romper a llorar.


–Me parece que lo que pasó ayer te ha disgustado, Paula. ¿Por qué no comemos juntos y hablamos?


–¿Del colosal error que hemos cometido?


–¿De verdad crees eso? Nos dejamos llevar por una fuerza más poderosa que nosotros mismos, Paula, eso fue todo.


Ella se sonrojó.


–De todas maneras, no puedo quedar contigo a comer. Tengo demasiado trabajo.


–¿Quieres que te recuerde que trabajas para mí? Puedo darte todo el día libre, si quiero.


–Pero no quiero tener el día libre.


Cuando él hizo otro sonido de exasperación al otro lado del teléfono, ella se alegró de que no pudiera verla, pues tenía los ojos llenos de lágrimas.


–Quedemos para comer y no discutamos más – ordenó él– . Te daré el nombre del restaurante y nos veremos allí. Yo pagaré tu taxi.


Mirando absorta el reluciente brazalete, Paula se secó los ojos.


–Puedo pagarme un taxi.


–Debí imaginarme que dirías eso. ¿Te he dicho que eres la mujer más tozuda que he conocido?


–Más de una vez. Pero te sienta bien no salirte siempre con la tuya.


Pedro se rio y el sonido de su risa llenó a Paula de calidez y le hizo contar los minutos… y los segundos que quedaban para volver a verlo.







3 comentarios:

  1. Ayyyyyyyy, cómo me gusta, me tiene atrapada esta historia

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  2. Quiero maaaassss!!!!!!!!! dale carme, maratón porfis

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  3. Ay! Me encanta como pedro está cambiando su cabeza a por Paula!!! Los 2 se merecen ser felices!

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