martes, 3 de noviembre de 2015

EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 7




En una de sus magníficas habitaciones, parado ante unos grandes ventanales con vistas al océano, Pedro respondió a la llamada de su secretaria, que le informó de que Paula Chaves quería verlo. Solo podía haber una razón para que la guapa morena quisiera reunirse con él, se dijo. Sin duda, su jefe debía de haber aceptado su oferta.


Estaba entusiasmado. Su sueño de convertir aquel precioso edificio situado junto al río en uno de sus prestigiosos restaurantes estaba a punto de hacerse realidad.


Ya había decidido, incluso, a quién iba a contratar para hacer las reformas necesarias y para encargarse de la cocina. Tenía los números privados de los mejores chefs del país y estaba decidido a utilizar su dinero e influencias para sacarlos de sus empleos actuales en otros establecimientos.


Pedro Alfonso no era una persona que se pudiera tomar a la ligera, se dijo a sí mismo con orgullo.


Sus padres nunca habían comprendido su ambición, ni su deseo de conseguir más dinero, más éxito, más de todo.


 Ambos provenían de familias humildes y trabajadoras.


–Nuestras familias no siempre han tenido comida que llevarse a la boca, pero nunca ha faltado amor en nuestros hogares – le había repetido su madre en muchas ocasiones.


Sin embargo, la mera idea de carecer de las necesidades básicas había hecho sufrir a Pedro. Por mucho amor que hubiera tenido, su infancia había estado llena de penalidades. ¿Qué tenía de raro que quisiera dejar atrás la pobreza de sus antepasados?


Sí, sus padres habían tenido éxito con su restaurante en el este de Londres y, gracias a que le habían enseñado a cocinar a temprana edad, había podido ascender en el mundo de la restauración. Les estaría siempre agradecido por ello. Se había convertido en un chef de éxito y, luego, en empresario. Eso, unido a algunas inversiones afortunadas, le había llevado a la cima. No obstante, no podía entender por qué sus padres nunca habían estado interesados en llegar más arriba o en hacerse más ricos, cuando también habían podido hacerlo.


Con un suspiro, se frotó la frente. Hacía varios meses que no iba a verlos y debían de estar preocupados.


Cuando Pedro tenía nueve años, habían perdido a su hermana pequeña, Francesca, por un virus estomacal. Solo tenía tres años. Aquella trágica experiencia había cambiado la vida de todos. Su madre había dejado de sonreír. Siempre daba la sensación de que faltaba algo único e irreemplazable cuando estaban juntos. Y, en efecto, así era.


Desde entonces, él siempre había intentado compensar a sus padres por su pérdida. Había pensado que, si alcanzaba éxito en la vida, estarían orgullosos de él y podría asegurarles una vejez sin preocupaciones. Pero su ambición y sus logros no les habían impresionado demasiado. Su relación con ellos había ido deteriorándose poco a poco. Ese era el único aspecto de su vida en el que se sentía un fracasado.


Como no había sabido cómo conectar con ellos, Pedro había empezado a encerrarse en sí mismo para proteger sus sentimientos. Sus otras relaciones habían sufrido, en consecuencia. Las mujeres notaban que su corazón no estaba disponible. Por eso, solo se acercaban a él las que perseguían su riqueza y las cosas que se podían comprar con dinero. Y, también por esa razón, él había decidido limitarse a tener relaciones breves y esporádicas. 


Las uniones más estables no entraban en sus planes.


Sin embargo, al dirigirse a la puerta, se sorprendió a sí mismo recordando los ojos violetas de Paula. Sin duda, aquella mujer lo intrigaba y lo excitaba. Se dijo que, tal vez, ella no se mostraría tan hostil como antes, si su jefe le había encomendado cerrar la venta. Eso implicaba que él llevaría la voz cantante y que Paula iba a tener que tragarse su orgullo y ser amable.


Por otra parte, no tenía intención de ponerle las cosas fáciles. Acababa de llegar a su retiro personal en una remota isla escocesa donde se encontraba a salvo de la prensa. Y no iba a regresar a Londres a toda prisa para firmar los papeles de la compra. No. Le pediría a Paula que se los llevara ella allí en persona. Aunque nunca había invitado ni a su familia ni a sus amigos a la isla, haría una excepción con aquella morena.


En ese instante, además, Pedro decidió que haría todo lo posible para que ella cambiara de opinión respecto a él. Le mostraría que, a pesar de todo lo que se decía, era un hombre honorable en el fondo de su alma.


Sonriendo, abrió la puerta, muy complacido con su decisión.



*****


Pedro apretó los dientes al pensar que iba a verse en un entorno que tan extraño le resultaba.


Mientras las olas sacudían la pequeña barca del simpático barquero que la llevaba a la isla, rezó por estar haciendo lo correcto. Su jefe había parecido tan frágil y vulnerable cuando le había pedido que cerrara la venta lo antes posible… En cuanto volviera a casa, lo primero que pensaba hacer era ocuparse de contratar a una enfermera para que atendiera a su jefe en casa, al menos, hasta que se recuperara del todo.


–Esto es algo fuera de lo normal – comentó el barquero mientras se dirigía al embarcadero– . Que yo sepa, el señor nunca ha traído aquí a ninguna mujer. De hecho, nunca antes había invitado a nadie. Es su refugio privado, según me dijo en una ocasión. Le gusta estar lejos de todo, dice que así puede pensar mejor – explicó y, con una sonrisa, añadió– : Usted debe de gustarle mucho.


–La verdad es que no le gusto nada – repuso ella con una mueca– . Cuanto antes termine lo que he venido a hacer y me vaya, mucho mejor.


–Bueno, lo antes que puede irse es mañana. Aquí son las mareas las que mandan.


–¿No puedo irme hasta mañana? – repitió ella, frunciendo el ceño– . ¿Quiere decir que tendré que pasar aquí la noche?


–Sí. Estoy seguro de que el señor lo habrá preparado todo para usted. Deme la mano y la ayudaré a bajar.


Una vez en tierra firme, Paula se alegró de pisar suelo de nuevo. No era muy amante de surcar los mares, y menos con tantas olas.


Colocándose la bolsa de viaje en el hombro, se puso una mano sobre los ojos para protegerse del sol y miró a su alrededor. El viento soplaba con fuerza y todo parecía desierto y desolado.


No había nadie para recibirla, aunque no le sorprendía del todo. Pedro Alfonso le había enviado un lujoso Sedan para llevarla al aeropuerto y le había comprado un billete en primera clase, pero ella no se había dormido en los laureles. 


Por lo poco que lo conocía, sabía que era un tipo impredecible y desconcertante. Sin embargo, después de haber hecho un viaje tan largo para llevarle los documentos, lo menos que él podía haber hecho había sido ir a recogerla al embarcadero.


–Quizá ha olvidado a qué hora llega – comentó el barquero, encogiéndose de hombros.


–¿Hay cobertura de móvil aquí para llamarlo? – preguntó ella.


–Lo siento – repuso el joven, negando con la cabeza– . No tenemos cobertura. La llevaría yo mismo a la casa, pero tengo que darme prisa e irme antes de que suba la marea. ¿Ve ese camino que sube por la colina? Si lo sigue hasta el final, llegará a Cuatro Vientos. No tiene pérdida. La casa es como una fortaleza de cristal sacada de una película de ciencia ficción.


–¿Y el resto de la gente de la isla? ¿Dónde viven?


–No vive nadie más aquí. El señor Alfonso es el único habitante.


Paula tomó aliento. No solo iba a tener que quedarse a dormir en la isla, sino que estaría a solas con el hombre más impredecible que había conocido, se dijo, apretando los dientes.


Mientras veía cómo el marinero se preparaba para marcharse, Paula no pudo evitar sentirse abandonada. 


Aunque sabía que no podía permitirse bajar la guardia, ni mostrarse insegura. Pedro Alfonso ya tenía demasiadas ventajas. No solo era poderoso y rico, lo peor era su arrogancia. Estaba seguro de que podía conseguir
cualquier cosa con su dinero y de que lo principal era lograr sus objetivos, aunque tuviera que manipular a la gente para ello.


–¿Vendrá a recogerme mañana? – le preguntó al barquero.


–Sí. Si puede estar aquí mañana sobre las once, vendré a por usted.


–Ojalá pudiera ser antes.


–No se preocupe, señorita. El señor no le hará daño. Perro ladrador, poco mordedor.


–No estoy yo tan segura. Por cierto, no nos hemos presentado. Yo soy Paula, Paula Chaves.


–A mí puedes llamarme Ramon. Encantado de conocerte, Paula. Ahora tengo que irme. Cuídate mucho. Levanta esa cara y no te preocupes. No tienes más que mirar al gran señor con esos ojos violetas tuyos y él hará lo que le pidas. ¡Adiós!


Tras su cálida despedida, Paula se quedó mirando cómo la barca se alejaba. Enseguida, desapareció bajo la lluvia y detrás de las olas, como si nunca hubiera existido. Después de pronunciar una plegaria silenciosa por que Ramon regresara a su casa sano y salvo, se giró hacia el camino de piedras.


Cuando estaba a punto de llegar a lo alto de la colina, después de dar algún traspiés que otro envuelta por el viento helado, se quedó perpleja al ver un impresionante edificio de cristal.


Tal y como el marinero le había dicho, parecía sacado de una película de ciencia ficción. Todo aquel cristal y cromo resultaba una incongruencia en medio del desolado, aunque hermoso, entorno que lo rodeaba.


Secándose la bruma marina de la cara, Paula se quedó un buen rato mirando, tratando de descubrir dónde estaría la entrada a la casa. Como era un diseño circular, no era fácil de detectar. Tampoco había señales de Pedro Alfonso


¿Y si él no estaba allí?


Los segundos se transformaron en tensos minutos. ¿A qué diablos estaba jugando aquel arrogante tipo? Quizá había cambiado de opinión respecto a su oferta. O había decidido vengarse por que ella no hubiera aceptado persuadir a Philip de vender desde el principio. ¿La habría hecho ir a esa isla remota solo para reírse de ella?


Paula tenía el corazón cada vez más acelerado. Estaba furiosa.


–Vaya, vaya, vaya. Mira lo que nos ha traído la marea.


Su tono grave y sensual sobresaltó a Paula. Al levantar la cabeza, vio que en el edificio de cristal se había abierto una puerta. En el umbral, estaba el hombre que había ido a ver. 


Llevaba vaqueros ajustados y un jersey negro de cachemira. 


Con los brazos cruzados en su fuerte pecho, la miraba como si fuera lo más normal del mundo asomarse a la puerta y encontrarla allí parada.


Era obvio que no iba a recibir una disculpa por no haber ido a buscarla al embarcadero, adivinó ella.


–Tiene suerte de que haya llegado hasta aquí, señor Alfonso– le espetó Paula, apretando su bolsa de viaje con las manos agarrotadas– . Podía haberme caído por algún precipicio por el camino. ¿Es esta la forma en que suele recibir a sus invitados?


–No… No es… – balbuceó él, y se encogió un poco, como si la mera posibilidad de que le hubiera pasado algo le afectara– . Nunca invito a nadie aquí. Este es mi retiro privado. Te he ofrecido el privilegio de venir aquí, Paula, porque tienes algo que quiero mucho… y los dos sabemos qué es. Sin embargo, siento mucho no haber bajado a recibirte. Estaba ocupado trabajando y no me di cuenta de la hora que era. Espero que tu viaje no haya sido demasiado malo.


De pronto, Paula se sintió culpable y ridícula. El francés había enviado un coche para que la llevara al aeropuerto y le había comprado un billete de avión de primera clase. No tenía ninguna queja de su viaje.


–No ha sido malo, no. No viajo en primera clase todos los días La verdad es que ha sido muy agradable.


–Bien. Es mejor que entres y te calientes un poco. Por cierto, no había peligro de que te cayeras por un precipicio – comentó él con los ojos brillantes y una sonrisa– . No hay ningún precipicio en el camino.


Mordiéndose la lengua para no expresar su irritación, Paula pasó de largo por delante de él. En el vestíbulo, la envolvió una temperatura cálida y acogedora. Dejó la bolsa de viaje en el suelo de roble y se frotó las manos, que se le habían quedado heladas.


Cuando su anfitrión cerró las puertas de cristal y cromo, ella sintió un repentino escalofrío. ¿Podría abrirlas para salir cuando quisiera? ¿Responderían las puertas a un sensor de calor que solo reconocía a su propietario?


–El hombre que me ha traído en su barco, Ramon, me ha dicho que tengo que quedarme aquí hasta mañana a causa de la marea – señaló ella, tragando saliva– . No es por nada, pero su secretaria podía haberme informado de ese detalle antes de venir.


–¿Habrías venido si lo hubieras sabido?


–Claro que sí. Hago esto solo para ayudar a Philip, por eso, nada me habría detenido.


–Ah, Philip… – repitió él un poco molesto, como si le irritara la idea de que ella hubiera ido hasta allí solo por lealtad a su jefe– . ¿Cómo está? Espero que mejor.


–La verdad es que sigue en el hospital. Está un poco peor. Por eso ha decidido aceptar su oferta – respondió ella con el corazón acelerado al recordar la precaria salud de Philip.


–Lo siento. Por favor, dile que deseo que se ponga bien pronto. Por cierto, háblame de tú. Me parece un poco ridículo que me llames señor Alfonso, teniendo en cuenta la situación. ¿Por qué no me acompañas al salón y te sirvo algo caliente?


–Gracias.


Paula siguió a su anfitrión por un enorme pasillo, hasta un espacioso cuarto de estar decorado con sofás y sillas minimalistas y una mesa de cristal interminable.


Las vistas eran impresionantes. La lluvia caía a mares, acompañada del aullido del viento. Aun así, la belleza del paisaje era innegable. El mar embravecido y el agreste terreno combinaban a la perfección.


Pero ¿qué estaba haciendo un millonario que podía tener lo que quisiera en medio de ese lugar aislado y salvaje, sin ninguna compañía?, se preguntó ella, cada vez más intrigada.


–¿Qué te apetece? ¿Té, café o chocolate caliente? ¿O quieres algo más fuerte?


Paula se volvió hacia Pedro, que la estaba observando con interés. Sus intensos ojos azules parecían capaces de leer en su interior, pensó con un escalofrío. Su rostro esculpido le daba un aspecto poderoso y masculino. Sin poder evitarlo, se preguntó qué aspecto tendría si sonriera, si se quitara de la cara esa expresión arrogante un momento y mostrara su lado humano.


Encogiéndose de hombros, ella se dijo que ese pensamiento no la llevaría a ninguna parte.


–Chocolate caliente, por favor.


–Tus deseos son órdenes para mí. ¿Por qué no te sientas y te pones cómoda? Puedes contemplar la tormenta que se avecina. Es agradable verlas cuando uno está a salvo en casa.


–¿Viene una tormenta?


–Claro – repuso él, e hizo un gesto hacia el cielo– . ¿Ves esas nubes negras y moradas? Anuncian tormenta. Creo que será grande. ¿Te gusta ver la naturaleza en su estado más salvaje, Paula?


A ella no le pasó inadvertido su tono provocativo. Ni había olvidado el beso que le había dado. En más de una ocasión, su mero recuerdo le había quitado el aliento.


–No podemos cambiar el clima, así que… ¿por qué no? – replicó ella, arqueando una ceja– . Ya que mi estancia aquí no promete ser ni remotamente placentera, me sentará bien tener alguna distracción para que el tiempo pase más deprisa.


Para su sorpresa, Pedro se rio. Fue un sonido rico y profundo que hizo que a ella le subiera la temperatura sin remedio.


–¿Puedo preguntarte qué te hace tanta gracia? – inquirió ella. Sintiéndose un poco más relajada, comenzó a hablarle de tú.


–Tu determinación de alejarte de mí lo antes posible me resulta muy provocadora, Paula. Tengo que decirte que la mayoría de las mujeres tienen la reacción opuesta cuando reciben una invitación mía.


–Estoy segura de que no debe de ser por tu cálida personalidad.


–Tienes razón. Las mujeres no se sienten atraídas por mi personalidad, ni siquiera por mi aspecto. ¿Es que crees que no lo sé? Les gusto porque soy rico Puedo comprarles cosas bonitas y llevarlas a sitios caros. Cuando están conmigo, se sienten especiales. No es difícil de entender por qué les gusto. Estás frunciendo el ceño. ¿Te sorprende mi franqueza?


Paula se estremeció cuando una gota fría de agua le resbaló desde el pelo por la nuca.


–Más que sorprenderme, me inquieta que no te moleste. ¿De veras estás cómodo con mujeres que solo quieren estar contigo por lo que puedes ofrecerles en el plano material?


En ese momento, un relámpago iluminó el cielo, seguido del estruendo del trueno. Ella se encogió. Lo cierto era que las tormentas siempre le habían dado miedo.


–Soy realista, Paula. Al menos, no me engaño a mí mismo. Quizá te preguntes si me decepciona que la gente sea tan superficial. La respuesta es sí, me decepcionan.


Los dos se quedaron en silencio un momento, sumergidos en sus reflexiones acerca del otro.


–Antes de traerte el chocolate, te mostraré tus habitaciones para que te puedas cambiar y poner ropa seca – indicó él, de pronto– . ¿Tienes más ropa? Si no, seguro que puedo buscarte algo.


Ella se encogió de hombros, sorprendida por su amabilidad.


–Sí tengo. Me he traído algo de ropa por si tenía que quedarme en un hotel antes de volver. Es un viaje muy largo para un solo día.


–Bien. Pues sígueme.


Mientras la guiaba por el pasillo hacia la gigantesca zona de invitados, que nunca usaba porque nunca invitaba a nadie, Pedro sintió un extraño placer en hacerla sentir cómoda. Con su pequeña estatura y el pelo empapado, tenía un aspecto delicado y vulnerable cuando la había recibido delante de la casa.


Al verla entonces, se le había acelerado el pulso de forma inexplicable. Nunca había experimentado una reacción así ante una mujer. Y no creía que se debiera solo a que Paula le llevaba el documento de compraventa de la tienda de antigüedades.






EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 6




El teléfono sonó a primera hora de la mañana. Era una enfermera del hospital, para informar a Paula de que Philip se encontraba estable y deseaba verla. Un poco temerosa de la conversación que iba a tener con su jefe, se puso unos vaqueros y una camiseta y salió a toda prisa de su casa.


Cuando llegó al hospital y la condujeron a su habitación, tuvo que respirar hondo para mantener la calma al verlo. Philip estaba muy pálido y yacía en la cama con una máscara de oxígeno y varios tubos que lo conectaban a toda clase de parafernalia médica. Aquello era grave, sin duda.


Tampoco le había pasado inadvertido que habían trasladado a su jefe a la misma ala donde había estado su padre cuando había muerto de un infarto fulminante. Al pensar que Philip podía dejarla con la misma brusquedad, se le encogió el corazón.


El médico le había diagnosticado neumonía y había dicho que, por el momento, necesitaba superar la fase crítica y descansar. Por eso, se quedaría más tiempo en el hospital con un tratamiento extra de antibióticos y oxígeno.


Cuando Paula se sentó a su lado y le dio la mano, Philip abrió los ojos y la saludó con la mirada. Ella le aseguró que todo saldría bien, que no debía preocuparse. Sin embargo, no estaba segura de que fuera cierto. El mejor amigo de su padre parecía tan frágil y tan… enfermo…


Después de haberse tragado las lágrimas durante su visita, Paula rompió a llorar nada más llegar a casa.


No fueron las últimas lágrimas que derramó aquella fatídica semana. Philip parecía mejor un día y, de pronto, empeoraba al siguiente. Ocupada con encargarse de la tienda y hablar con los médicos, ella se sentía abrumada por las emociones. 


A veces, tenía esperanzas de que su jefe se recuperara y otras temía lo peor.


Mientras, casi se había olvidado de su último encuentro con Pedro Alfonso. Sin embargo, una tarde, en el hospital, Philip le había dicho que quería hablarle de algo importante. 


Un par de días antes, ella le había informado de la oferta del millonario.


–Paula, quiero que contactes con el señor Alfonso y le digas que acepto – le rogó Philip con ojos tristes y tono de disculpa– . Es una decepción que no quiera continuar con el negocio de antigüedades, pero en mi situación, no puedo permitirme ser quisquilloso. En vista de que no he tenido más ofertas y que mi enfermedad me va a obligar a estar en cama unos meses más, cuando me manden a casa, necesitaré dinero para contratar a una enfermera. Ya sabes que no tengo familia. Pero, al menos, tengo bienes materiales que pueden ayudarme. La oferta de ese hombre ha sido muy generosa. ¿Puedes llamarlo y concertar una entrevista con él?


Paula hizo un esfuerzo por no delatar su nerviosismo por tener que hablar de nuevo con el francés.


–Haré lo que me pidas, Philip. Pero ¿no crees que podrías hablar tú con él en persona cuando salgas del hospital?


–Me temo que no puedo esperar tanto – repuso Philip– . Tengo que vender cuanto antes para poder pagar la factura del hospital. Te ruego que te ocupes de cerrar el trato por mí, Paula. He llamado a mi abogado para ponerle al corriente. Él te dará los documentos necesarios. Este es su nombre y su teléfono.


Philip sacó de la mesilla una hoja de papel escrita a mano y se la tendió.


–Él te explicará lo que necesites saber.


–Parece que has tomado una decisión – señaló ella, y se le tensaron los músculos al pensar en ver de nuevo a Pedro Alfonso.


–Sí, tesoro… así es.


–Pues me pondré manos a la obra cuanto antes. Mientras, debes descansar. No debes estresarte por nada.


Con una tierna sonrisa, Philip le apretó la mano.


–Debería haberte dicho esto antes,Paula. No sé cómo habría podido sobrevivir los últimos diez años sin ti. Tu lealtad, tu amistad y tu esfuerzo son lo más valioso para mí. No dudes que, si yo hubiera sido más joven, me habría enamorado de ti.


Sonrojándose, Paula sonrió también, y no pudo evitar recordar el comentario que Pedro Alfonsole había hecho respecto a estar celoso de su jefe. ¡Cuánto le gustaría restregarle por la cara su error! Sin embargo, no podía. 


Debía ser amable con él porque Philip necesitaba el dinero. 


Ella por nada del mundo echaría a perder la venta solo porque el francés le resultara irritante.


Al mismo tiempo, por otra parte, se acordó de cuando le había preguntado si la gente solía corresponder a su generosidad. Quizá fuera un hombre más perceptivo y sensible de lo que aparentaba, reflexionó ella.


–Eres muy amable, pero creo que estoy predestinada a seguir soltera – contestó– . Solo me he enamorado una vez en mi vida y lo pasé muy mal. No tengo ganas de repetirlo.


–Lo siento mucho. ¿No crees que podría ser distinto la próxima vez? Podría salir bien.


–No. Aparte de ti, no confío en los hombres. Creo que estoy mejor sola – confesó ella, encogiéndose de hombros– . Además, soy demasiado independiente y eso no les gusta Tendría que encontrar a alguien extraordinario para que me hiciera cambiar de opinión.


–Dale tiempo al tiempo, Paula.


Con una misteriosa sonrisa, el anciano cerró los ojos. Ella se levantó de su lado y, sin hacer ruido para no despertarlo, salió de la habitación.





EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 5




Como un adicto ansioso por conseguir su próxima dosis, Pedro se sentó en la cafetería que había frente a la tienda de antigüedades con el único y obsesivo pensamiento de convertirse en su propietario. El café se le quedó frío mientras, sumido en sus pensamientos, acariciaba la idea de entrar en la tienda y exigirle a Paula Chaves que aceptara su oferta.


Habían pasado tres días desde su reunión y no había recibido ninguna llamada para decirle que había cambiado de idea. ¿Habría tenido su jefe una oferta mejor de otra persona? La mera posibilidad le producía náuseas. Ansiaba poseer aquel edificio tanto como necesitaba el aire que respiraba y no podía soportar la idea de no lograrlo.


Al mirarse el Rolex, vio que llevaba allí sentado más de media hora, esperando tomar a Paula por sorpresa. Por lo general, tomar a las personas con la guardia baja solía dar sus beneficios. Su intención era invitarla a cenar para poder charlar amigablemente fuera del trabajo y conocerse un poco mejor. Si podía conseguir que confiara en él, no dudaba que acabaría convenciéndola de que le vendiera el edificio.


Sin embargo, Paula no había salido de la tienda ni una sola vez. Y él estaba corriendo el riesgo de que algún paparazzi lo descubriera allí sentado. La prensa estaba deseando mostrarlo como un hombre cruel y sin compasión.


Incluso en sus comienzos, cuando había empezado a tener éxito, se había dado cuenta de que muchas personas estaban celosas de sus logros… y de su riqueza. Por esa razón, la prensa pretendía siempre bajarlo de su pedestal, para que la gente se sintiera un poco mejor con sus propias vidas.


Lleno de impaciencia, miró al cielo. Estaba a punto de empezar a llover. No debería perder más tiempo allí, esperando. Nunca había sido alguien que esperara. Él siempre había propiciado sus propias oportunidades.


Pedro puso los ojos de nuevo sobre la tienda. Se llamaba El Diamante Oculto, un nombre bastante absurdo, pensó. 


Después de todo, si estaba oculto, ¿de qué podía servirle a la gente? Los diamantes deberían estar expuestos para denotar la riqueza de sus propietarios, no escondidos.


Con un suspiro, se levantó. Las gotas de lluvia comenzaban a salpicar la acera. Estaba harto de esperar. Iba a entrar en la tienda para hacerle una oferta más persuasiva a Paula. Si a ella de veras le importaba ayudar a su jefe, debería estar agradecida de tener una segunda oportunidad para arreglar su error.


Paula estaba terminando sus anotaciones en el libro de cuentas cuando oyó la puerta. Se colocó la blusa de seda y se alisó la falda negra antes de salir del despacho, lista para atender a quien suponía sería un cliente de última hora.


Debería haber cerrado la tienda hacía un par de horas, pero había estado demasiado absorta en registrar las ventas del mes, deseando que hubieran sido mejores.


De forma automática, esbozó una sonrisa, preparada para recibir al recién llegado. Sin embargo, la sonrisa se le borró de la cara al ver quién era. ¿Qué estaba haciendo allí Pedro Alfonso? Llevaba vaqueros y una camiseta gris, con chaqueta negra. Pero estaba igual de guapo que con el traje. 


Fuera, debía de estar lloviendo, pues él tenía los hombros de la chaqueta llenos de gotas de agua, igual que el pelo.


–¿Sueles tener abierta la tienda hasta tan tarde? – preguntó él, optando por mostrarse agradable.


Tensa, Paula se sintió hipnotizada por sus ojos azul cristalino.


–No. Pero estaba ocupada trabajando y no me di cuenta de la hora. ¿Qué puedo hacer por usted, señor Alfonso? Si espera hacerme cambiar de idea respecto a su oferta, lo siento. No quiero que pierda el tiempo.


–No lo sientas. Solo concédeme unos minutos para que podamos hablar.


–¿Con qué fin?


–¿Por qué no nos sentamos y te lo cuento?


Paula arqueó una ceja.


–Como ya le he dicho, mi decisión es inamovible.


Cuando vio a Pedro hacer una mueca, Paula adivinó que le estaba costando mucho mantener la calma. Sus palabras se lo confirmaron.


–No tienes ni idea de lo que es un buen negocio, ¿verdad, Paula? Me gustaría saber por qué tu jefe, Philip Houghton, tiene tanta confianza en ti. ¿Podrías explicármelo?


Entonces, fue ella quien tuvo dificultades para controlar su temperamento.


–Porque me preocupo por él, ¡esa es la razón! No tengo ningún interés oculto, solo quiero hacer lo mejor para él. Y lo mejor para él es vender la tienda de antigüedades entera, a alguien que la ame tanto como él.


–Es una idea muy noble, pero poco realista.


–¿Ha venido solo para decirme lo inepta que me considera, señor Alfonso? – replicó ella, cruzándose de brazos, furiosa– . Por si le hace sentir mejor, le diré que me he pasado la noche sin dormir por culpa de todo este asunto. Sería muy fácil presentarle su oferta a mi jefe y decirle que ha tenido suerte por poder vender la tienda, recordarle que el negocio de las antigüedades está de capa caída y que debe aprovechar la oportunidad. Pero no podría ser tan cruel. No, cuando sé lo mucho que esta tienda significa para él. Si simplemente estuviera interesado en vender un edificio con encanto en una buena zona, ya lo habría hecho. Pero mi jefe quiere que su negocio perviva. ¿Qué cree que pensaría si yo aceptara su oferta y le confesara que usted no está en absoluto interesado en las antigüedades?


Pedro se quedó pensativo. Y sonrió.


–Creo que pensaría que no puede ponerse sentimental. Al final, sin duda, necesitará dinero para pagar la cuenta del hospital. Yo creo que esa es su mayor prioridad, ¿no es así?


Sus palabras tenían perfecto sentido y, de pronto, a Paula se le llenaron los ojos de lágrimas de frustración.


Pedro acortó la distancia que los separaba con un par de pasos e impregnó el aire con su exótico y masculino aroma.


–Estás disgustada. ¿Hay algo que pueda hacer? ¿Por qué no vamos al despacho y te preparo una taza de té?


–No quiero té. Lo único que quiero… ¡Solo quiero que se vaya! – gritó ella, sin poder evitar parecer una niña rabiosa. 


Estaba harta de mantener la compostura.


No obstante, el hombre que tenía delante no se movió. Sus impresionantes ojos azules se tornaron inesperadamente cálidos… incluso, tiernos. Alargó la mano y la posó en el brazo de ella con suavidad.


Con el corazón acelerado, ella se dejó acariciar.


–Tu jefe acertó al pedirte que te ocuparas de la venta de su tienda, Paula. Aunque quizá te cargó con una responsabilidad demasiado pesada. No lo digo para criticarte, pero no tienes talento para los negocios. 
Comprendo que amas tu trabajo y te gustan las antigüedades, descubrir la historia que esconde cada una…


Aunque él tenía razón, Paula no quiso delatar cuánto le afectaba su comentario. Sin duda, aquel hombre no tenía piedad y cualquier confesión personal que le hiciera acabaría jugando en su contra.


–Puede ser que mi fuerte no sean los negocios, eso ya lo sé. Pero amo las antigüedades y sé que mi jefe solo quiere vender si su tienda sigue funcionando. Significa mucho para él.


–Por eso, deberías darme un poco más de tiempo y escuchar lo que tengo que decirte, Paula.


–¿Por qué? ¿Va a decirme que ha decidido continuar con su negocio después de todo?


Pedro negó con la cabeza.


–No. Siento decepcionarte, pero no voy a hacer eso. No he cambiado de idea al respecto.


–Entonces, no creo que esté interesada en escucharle.


–Si aceptas cenar conmigo esta noche, te lo explicaré.


Aunque la mayoría de las mujeres se hubieran sentido halagadas ante su invitación, Paula solo levantó la barbilla con gesto desafiante, para demostrar que no era una de ellas.


–Gracias, pero no.


–¿Tienes otro compromiso?


–No, pero…


–¿No quieres escuchar lo que tengo que decirte, aun cuando podría ser algo beneficioso para tu jefe?


–¿Cómo puede ser ventajoso para él? Ha dicho que no está interesado en el negocio, que solo quiere el edificio.


Pedro Alfonso clavó en ella su mirada de acero, contrariado.


–Como te he dicho… cena conmigo y deja que te lo explique.


Molesta, Paula se sonrojó.


–Creo que solo es un truco. Si tiene algo que decir que pueda interesarle a mi jefe, dígalo de una vez.


–Muy bien. Aunque siento que no quieras cenar conmigo, te aseguro que no es ningún truco. Lo que pasa es que sé por experiencia que los mejores tratos se cierran con una buena botella de vino y una buena comida – insistió él, usando una de sus más seductoras sonrisas.


–¿De verdad? Pues me temo que no estoy de acuerdo – repuso ella, esforzándose por ser inmune a sus encantos.


–¿No quieres ni siquiera hacer la prueba?


Incapaz de apartar la mirada de sus hipnóticos ojos, Paula titubeó.


–No… yo… no…


Sin embargo, al sentir la radiante mirada de él, su resistencia se derritió. Bajo aquella conversación educada y correcta, sus ojos mantenían una comunicación alternativa, mucho más sensual. Paula no podía negarlo. El irresistible Pedro Alfonso la cautivaba, encendía sus sentidos y le hacía desear satisfacer sus impulsos…


Pedro se acercó un poco más con ojos brillantes como el fuego. En un instante, la tomó del brazo y la apretó contra su pecho.


A Paula se le aceleró el pulso a toda velocidad. Lo único que pudo hacer fue quedarse mirándolo. Era innegable que la excitaba aunque, al mismo tiempo, su poderosa presencia la irritaba. Pero era tan fuerte y estaba tan bien formado…


–Que Dios me perdone, pero… – murmuró él con tono grave y sensual.


El tiempo se detuvo tras sus palabras. Su siguiente movimiento fue muy breve, tanto que ella fue incapaz de impedírselo.


Un beso urgente y apasionado la dejó sin respiración, aplastándola contra su pecho. Dejándose llevar, sintió cómo sus labios se movían y la acariciaban. Cautivada por completo, no se le ocurrió en absoluto apartarlo.


Entonces, poco a poco, su cerebro cayó en la cuenta de lo peligroso que era todo aquello y recuperó el sentido. 


Conmocionada y sorprendida, se zafó del abrazo del francés y se frotó los labios con la mano.


–¡Su arrogancia, Pedro Alfonso, es increíble! – le espetó ella, mirándolo a los ojos– . No sé qué cree que estaba haciendo, pero me parece que es mejor que se vaya.


Paula tenía el corazón acelerado y le ardía el cuerpo. De antemano, estaba segura de que le iba a ser muy difícil olvidar aquel beso.


–No era mi intención besarte, Paula. Pero, por alguna razón, el deseo ha sido más poderoso. Me molesta tanto mi reacción como a ti. Si de veras no quieres venir a cenar conmigo, lo único que me queda hacer es contarte el acuerdo que había pensado proponerte.


Acto seguido, Pedro hizo una pausa, como si necesitara tiempo para reorganizar sus pensamientos. Su rostro estaba un poco sonrojado, prueba de que era cierto que el deseo le había resultado irresistible. Aunque Paula tampoco sabía cómo interpretarlo. Ella era una chica normal y él… era un Adonis viviente.


–Sé que es importante para ti conseguir un buen trato para tu jefe. Y le he dedicado bastante tiempo a pensar en cómo podía lograrlo. Esta es mi nueva oferta.


Entonces, Pedro se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó un trozo de papel. Lo desdobló y se lo tendió a Paula.


Ella se quedó con la boca abierta cuando vio la cantidad que estaba dispuesto a pagar por el privilegio de poseer el edificio. Había doblado su oferta inicial. Durante unos momentos, no supo qué decir.


–Esta cantidad de dinero puede cambiarle la vida a Philip, Paula. ¿Por qué ibas a rechazar la oportunidad de hacer su vida más fácil? Si quisieras persuadirle de que lo mejor es venderme la propiedad, estoy seguro de que él te lo agradecería. Si acepta, podrá vivir el resto de su vida sin preocupaciones. Sin duda, tú también estarás contenta, Paula, porque la salud de tu jefe mejorará. Y, por último, yo estaré complacido, por tener el edificio que deseo.


–Siempre tiene que conseguir lo que desea, ¿verdad? Usted no conoce el sentido del altruismo, ¿me equivoco? No le importa la salud de mi jefe, ni si estoy feliz o no. ¿Por qué iba a importarle? ¡No sabe nada de nosotros! Cuando ve algo que quiere, está dispuesto a hacer cualquier cosa, pagar lo que sea, para conseguirlo. ¿No es así como funciona la gente como usted?


Como única respuesta, Pedro se rio. Fue un sonido grave y sensual que le caló a Paula hasta los huesos.


–Touché… tienes razón. Eres una mujer inteligente.


–¡No me hable con tono paternalista!


Suspirando, él se cruzó de brazos y la miró con atención.


–Nunca me atrevería a hacerlo. Prefiero tenerte de mi lado a tenerte como enemiga. Por cierto, tus ojos son de un color increíble. Sin duda, te lo han dicho muchas veces. ¿De qué tono son? A mí me parecen violetas.


Paula no había esperado un comentario tan personal, a pesar de la pasión con que la había besado, y durante unos segundos se quedó estupefacta. No podía pensar y, mucho menos, encontrar las palabras para responderle.


–El color de mis ojos no tiene nada que ver con esto. Esta conversación no va a ninguna parte. Ahora, tengo que cerrar la tienda y usted debe irse.


–Todavía no. No me has dicho lo que piensas hacer.


–¿A qué se refiere?


–¿Vas a hablar con tu jefe para que acepte mi oferta? – quiso saber él, arqueando las cejas.


Paula todavía tenía entre los dedos el trozo de papel que él le había dado. Lo dobló y se lo metió en el bolsillo de la falda.


–Le diré cuánto ofrece, claro que sí. Pero, si me está pidiendo que lo convenza para que acepte, no. No lo haré. Philip toma sus propias decisiones, siempre lo ha hecho y siempre lo hará. Yo no tengo influencia sobre él, ni quiero tenerla.


–No te creo – repuso él, poniendo los brazos en jarras con una sonrisa en los labios– . Percibo que eres una mujer prudente y sensible, Paula. Estoy seguro de que Philip sabe apreciarlo. Si sabe que te preocupas por sus sentimientos y quieres lo mejor para él, apuesto a que respetará cualquier opinión que tengas sobre el asunto.


–Incluso así, no me sentiría bien si le persuadiera de vender solo el edificio cuando él lo que quiere es que su negocio de antigüedades no se pierda.


–¡Pero él debe de saber que su negocio ha dejado de ser viable!


–¿Cree que voy a decirle eso? Ha sido el trabajo de toda su vida y está enfermo. No podría decirle una cosa así.


–Estoy seguro de que podrás encontrar las palabras adecuadas para decirlo con tacto y compasión. Es obvio que te preocupas mucho por él.


–Sí.


–Entonces, es un hombre afortunado.


–Yo soy la afortunada. Si no me hubiera enseñado el negocio, nunca habría logrado encontrar un trabajo que me apasione tanto como este.


–Apuesto a que ha sido un placer para él enseñarte, Paula. ¿Para qué hombre no lo sería? No solo eres una mujer hermosa con unos preciosos ojos violeta, sino que estás entregada a lo que haces.


Paula notó que se sonrojaba.


–Creo que se equivoca, señor Alfonso. Philip no se siente atraído por mí, si es eso lo que insinúa, ni yo siento atracción por él. Por todos los santos, ¡es un anciano de más de setenta años!


Pedro se apresuró a disculparse.


–Lo siento si te he ofendido. Pensé que debía de ser un hombre de mediana edad. Tengo que confesarte que me ponía un poco celoso de escucharte hablar de él con tanta adoración.


Paula se quedó con la boca seca, sin saber qué decir. Sus cumplidos y el que confesara que se había puesto celoso de Philip… Era una locura. Proviniendo de un hombre que podía tener a la mujer que quisiera, era ridículo.


Al darse cuenta de que lo más probable era que la estuviera halagando para llevarla a su terreno, ella apretó los dientes. Pedro Alfonso era más peligroso de lo que había creído.


–Mire… es mejor que se vaya. Lo digo en serio. Le llamaré si el señor Houghton me da algún mensaje para usted.


Durante un instante, Pedro se había olvidado de lo que lo había llevado allí. De pronto, se había quedado hipnotizado por los ojos violetas de aquella increíble mujer.


La atracción que sentía por ella era sorprendente. Sobre todo, porque Paula Chaves no era la clase de mujer con la que solía salir. No era rubia, ni despampanante. Era bajita y delgada, con el pelo moreno y corto. Aun así, el brillo apasionado de sus ojos, junto con su determinación, la hacían extrañamente irresistible.


Era algo nuevo para él, pues solía preferir mujeres más sumisas. Le gustaba ser él quien llevara las riendas.


Recuperando la cordura con rapidez, Pedro comprendió que iba a tener que desistir, por el momento, y esperar a que Paula hablara con su jefe.


–De acuerdo. No te voy a presionar más. Pero dime, ¿puedo hacer algo por ti, Paula? Alguien tan generoso como tú, que se preocupa tanto por los demás, ¿siente su bondad recompensada? Me gustaría saber si hay algo que desees en el fondo de tu corazón. Si es así, no tienes más que decirlo y haré lo que esté en mi mano para dártelo.


–¿Por qué iba a hacer tal cosa? Sospecho que es porque tiene un motivo interesado.


–Me ofendes – dijo él, llevándose la mano al pecho con una sonrisa.


–Si pudiera satisfacer lo que deseo en el fondo de mi corazón, sería un hombre especial. ¿No se le ha ocurrido nunca que algunos deseos no pueden comprarse con dinero? – repuso ella en tono retador.


Pedro se encogió de hombros.


–Reconozco que no he pensado mucho sobre ello. Prefiero centrarme en las cosas materiales y tangibles, no me gusta lo abstracto.


–En su mundo, los sentimientos son algo abstracto, ¿verdad?


–¿Por qué no cenas conmigo y lo hablamos?


Paula hizo una mueca.


–¡Preferiría cenar con una boa constrictor! Al menos, sabría a qué me enfrento.


A pesar de su decepción por la desconfianza de Paula y porque sus posibilidades de hacerse con el edificio parecían escasas, Pedro no pudo evitar sentirse intrigado por su comentario. Por alguna razón, le resultó muy seductor.


–No me halagas, Paula, pero lo que has dicho es gracioso.


–Debe dejar de llamarme Paula. Para usted, soy la señorita Chaves.


Pedro sonrió.


–Veo que te sientes muy afectada por mí, ¿a que sí? Bien, por el momento, me iré. Pero no hemos terminado, ni de lejos, Paula.


Entonces, Pedro abrió la puerta y, con una mueca de resignación, salió a la lluvia.