sábado, 12 de septiembre de 2015

MARCADOS: CAPITULO 13




El martes de la semana siguiente, Paula consultó la hora en el centro de fisioterapia. Era tardísimo. Ramona estaba sentada en una camilla, desesperada tras una agotadora sesión.


–No puedo confiar en la pierna. Tengo que llevar el bastón cuando voy a andar.


–A lo mejor te estás forzando demasiado.


–Tengo que hacerlo si quiero mejorar. Tú misma lo dijiste.


–Sí, lo dije, pero tienes que saber hasta dónde puedes forzarte. Si te pasas, irás hacia atrás.


–Tengo que hacer una llamada –le dio una palmada en el hombro a la mujer–. Descansa un poco y luego seguimos hablando sobre tus límites.


No fue Marisa quien contestó la llamada, sino Pedro.


Pedro, yo… –no se habían visto, ni hablado, desde el sábado por la noche–. ¿Está Marisa?


–Se ha tomado la tarde libre. Cuando se marcha, las llamadas se desvían a mi línea.


–Se me olvidó –Marisa le había contado que se tomaría unas horas libres el martes y que no sería necesario que ella recogiera a Julian–. Espero que Catalina siga trabajando.


–¿Qué sucede, Paula?


–Estoy liada con una paciente. Esperaba que Marisa pudiera recoger a Emma.


–Yo puedo recogerla.


–Pero no tienes sillita infantil en el coche –fue lo primero que se le ocurrió contestar.


–Eso se puede solucionar. La cuestión es si confías en mí para que cuide de ella hasta que vuelvas a casa.


Casa. La cabaña empezaba a parecerle cada vez más su hogar, y eso le preocupaba casi tanto como la atracción que sentía por Pedro.


–No quisiera abusar de ti. Una niña de cuatro años puede agotar a cualquiera.


–¿Intentas advertirme o disuadirme? –preguntó él divertido.


–Te advierto. Solo quiero que sepas en lo que te estás metiendo.


–Puedo cuidar de Emma, si es eso lo que te preocupa. Tengo una llave de la cabaña. ¿Me permites utilizarla o prefieres que la lleve a mi casa?


–Lo mejor será que os quedéis en la cabaña. No me importa que entres con tu llave.


–¿No temes que pueda robar las joyas de la familia?


–No hay ninguna joya.


–Eso depende de cómo lo mires.


¿Insinuaba que Emma y ella eran valiosas para él?


–Podremos comprobar si el tiempo y el espacio nos ha resultado beneficioso –añadió Pedro.


–No ha habido mucho espacio ni tiempo.


–Pues a mí sí me lo ha parecido.


¿Él también lo sentía? La sensación de pérdida, de falta… –Será mejor que vuelva con mi paciente.


–Claro –Pedro parecía comprenderlo–. Saldrá bien, Paula. Confía en mí.


Lo último que quería era confiar en un hombre. Pero dadas las circunstancias, no tenía elección.



****


Más de una hora después, Paula soltó una carcajada al llegar a la cabaña y descubrir a Pedro y a su hija jugando a rayuela con una tiza azul. No vieron a Paula hasta que la oyeron reír.


–¿Qué pasa? –él sonrió–. ¿No crees a un hombre adulto capaz de jugar a rayuela?


Con los vaqueros, la camiseta y los zapatos deportivos, tenía un aspecto casi infantil.


–Claro que un adulto puede jugar a rayuela, pero has transformado por completo el aspecto del camino de entrada. No quiero que tu padre piense que he sido yo.


–Acepto toda la responsabilidad –contestó Pedro muy serio–. Esto se quita con la manguera –señaló la bolsa donde llevaba la cámara–. Le he hecho unas cuantas fotos a Emma mientras jugaba en la terraza. Te sacaré una copia.


–Me encantaría. Perdí… –la voz se le quebró.


–¿Perdiste todas las fotos de cuando Emma era bebé? –Pedro lo comprendió enseguida.


–Sí. Y también mi álbum de recortes. He intentado escribir todo lo que recuerdo, sobre la primera vez que se dio la vuelta en la cuna, su primer diente, sus primeros pasos. Crees que lo recordarás todo, pero a veces los recuerdos se mezclan con el tiempo.


–A partir de ahora podrás grabarlo todo –Pedro le rodeó los hombros con un brazo.


–Y tus fotos de hoy me ayudarán. Gracias.


–Las fotos no me cuestan ningún trabajo –Pedro parecía incómodo con su gratitud–. No hace falta que me des las gracias –rápidamente cambió de tema–. El agente de seguros sin duda comprenderá que no dejarías que se perdiera algo tan importante para una madre.


–Ya le hablé de todo lo que había perdido, pero no estoy segura de que le importara.


–A él a lo mejor no, pero a ti sí. Vamos por esa manguera. Nos divertiremos y haremos más fotos. ¿Por qué no os ponéis ropa que se pueda mojar?


–¿Y tú qué?


–Por mí no te preocupes.


–Supongo que eso significa que serás tú quien sujete la manguera y que no te mojarás.


–No me gusta cómo me estás mirando –bromeó él.


–Lo haremos por turnos. Es lo más justo.


–Y ante todo hay que ser justos.


Una vez más, al fundirse sus miradas, estalló la atracción entre ambos. Los recuerdos, aunque fugaces, de los besos pasaron por la mente de Paula. También recordó las caricias. 


Y, sobre todo, recordó que ninguno de los dos se atrevía a arriesgarse emocionalmente. Sin embargo, no podía negar que disfrutaba con su compañía y que él parecía sentir lo mismo.


Emma corrió hacia su madre que se agachó para recibirla con los brazos abiertos.


–¿Qué tal, bichito? ¿Cómo te lo has pasado hoy?


–El señor Pedro y yo hemos jugado a rayuela.


–Ya lo veo. ¿Y qué más has hecho?


–Jugamos a la rana. El señor Pedro tiene un ordenador.


–Es una Tablet –aclaró él–. He descargado una aplicación para que juegue. Le ha gustado.


–¿Podemos tener una, mami?


–Ahora mismo no, cielo. Pero a Pedro se le ha ocurrido que podemos lavar la tiza del camino con una manguera y jugar con el agua un rato. ¿Qué te parece? Puedes ponerte el traje de baño.


Emma accedió entusiasmada y Paula se la llevó al interior de la cabaña para cambiarse ambas. Cuando salieron, Pedro ya había conectado la manguera y le mostró a Emma los distintos chorros para que eligiera uno para limpiar las manchas de tiza. Los dos juntos, empezaron a limpiar una zona hasta que Pedro giró la manguera y empapó a Paula que gritó al sentir el agua helada.


–No olvides que luego me toca a mí –le advirtió ella.


–No lo he olvidado –Pedro mojó a Emma que también gritó.


Pedro tomó la cámara y empezó a hacer fotos. El sonido de la risa de la niña llenó el corazón de su madre. Ese hombre sabía tratar a los niños. Emma y él se aliaron para mojarla a ella, pero cuando se hizo con el control de la manguera, la suerte se volvió en contra de los dos conspiradores. Pronto todos estuvieron empapados.


Ninguno se dio cuenta de que estaban siendo observados.


Paula estaba agachada con las manos sobre las rodillas, intentando recuperar el aliento cuando su mirada captó unas botas muy caras. Siguió hacia arriba y pasó por unos pantalones vaqueros, y una camisa almidonada hasta terminar en el atractivo rostro de Leonardo. Ella se preguntó si habría estado en alguna reunión, o si siempre vestía así cuando trabajaba en los viñedos.


–Parece que os estáis divirtiendo –Leonardo le guiñó un ojo.


–Hacía mucho que no me divertía tanto –asintió ella.


La manguera descansaba en el suelo y Emma saltaba a su alrededor.


–¿Vas a salir esta noche? –Pedro se acercó, parándose al lado de Paula.


–Lo cierto es que sí. Pero primero tenía que hablar con tu padre. Un amigo mío ha abierto un restaurante en Sacramento y voy a pasar allí la noche –alzó una mano–. Pero no os preocupéis, aquí está todo controlado.


–No me preocupo por los vinos. Sabes lo que haces.


–Es cierto. Me gusta el folleto nuevo. Marisa está haciendo un envío masivo, y también los ha enviado a distintos festivales de vino. Deberíamos tener un buen verano –Leonardo contempló las ropas mojadas de Paula y Pedro–. Quizás deberías sugerirle a Hector que construyera una piscina.


–No resultaría tan divertido –Paula sacudió la cabeza.


Empezaba a sentirse un poco incómoda con las ropas mojadas delante de ese hombre. Curiosamente no le había pasado lo mismo con Pedro. Quizás era por el modo en que la miraba.


–Supongo que también te gustarán los parques de atracciones. ¿Has estado en el embarcadero de Santa Mónica?


–No, nunca.


–Pues creo que os gustaría a ti y a tu hija.


–¿Vas a menudo? –preguntó Paula con curiosidad.


–No. Lo mío es la escalada. No olvides ir al muelle alguna vez, aunque no vestida así –Leonardo rio–. No tiene nada que ver con tu aspecto el sábado por la noche, pero también me gusta.


Pedro se tensó visiblemente e incluso dio un paso al frente como si estuviera a punto de defender su honor, o algo así. 


Pero Paula lo agarró del brazo. No quería problemas entre Pedro y Leonardo.


–¿Qué clase de comida sirve ese restaurante de Sacramento? –optó por cambiar de tema.


–Comida francesa. Incluso importan trufas. Y, por supuesto, nuestros vinos están en su carta.


–De modo que se trata de negocios y placer.


–Sobre todo placer. He quedado con unos amigos.


–Pues que disfrutes de la velada –le deseó Paula sinceramente.


–Lo haré. Me ha encantado volver a verte, Paula. Hasta mañana, Pedro.


–Se ha encaprichado contigo –murmuró Pedro.


–Creo que se encapricha con casi cualquier mujer. Me di cuenta el sábado por la noche. 


–¿Podría conquistarte a ti?


Paula estaba a punto de contestar que el único hombre que podría conquistarla era él, cuando Emma corrió hasta ella y se abrazó a sus piernas.


–Tengo hambre, mami. ¿Cuándo comemos?


Paula miró a Pedro que estaba empapado, imposiblemente sexy con la camiseta pegada a los músculos del pecho y los vaqueros abrazando los fuertes muslos. Le agradecía su ayuda de aquella tarde, además de las fotos que había hecho. «De perdidos al río», se dijo a sí misma.


–Tengo una barbacoa en la parte de atrás –le comunicó–. Íbamos a hacer unas hamburguesas.


–¿Con tomates y pepinillos? –preguntó Emma con entusiasmo.


–Con tomates, pepinillos, kétchup y mostaza –Paula se volvió hacia Pedro–. ¿Nos acompañas?


–¿Es mi sueldo por hacer de canguro? –preguntó él.


–En parte –tenía que ser sincera con él–, pero también porque me gusta hablar contigo.


–¿Hablar?


–Sí, hablar. Eso es lo que haremos mientras cenamos hamburguesas.


–Dame cinco minutos para cambiarme de ropa –Pedro sonrió–, y yo prepararé las hamburguesas.


–Suena bien.


Estar con Pedro sonaba bien.



****


La mente de Pedro bullía mientras preparaba las hamburguesas en la parte trasera de la cabaña. Sin embargo, no era la tarea lo que ocupaba su mente. Era Emma… y Paula.


A Paula le iban a encantar las fotos que había tomado de su hija, y de ella también. Quizás compensara por algunas de las que había perdido en el incendio.


Paula puso la mesa con la ayuda de Emma mientras él apreciaba el efecto sedante de la risa infantil, capaz de aliviar siquiera ligeramente el dolor que llevaba en su interior desde que regresara de África. Más aún, la comprensión de Paula también colaboraba en su curación. Lo que no entendía era la irritación que había sentido cuando Leonardo le había guiñado el ojo a Paula. No mantenían ninguna relación. Ni siquiera había coqueteado con él…


Además, tenía derecho a relacionarse con quien quisiera.


Aunque esperaba que no fuera Leonardo.


Los recuerdos de Dana regresaron con fuerza. La ruptura todavía le afectaba.


Se encontraba en el hospital y otro reportero, de quien era amigo desde hacía años, había ido a verlo. Ambos conocían a Dana. En realidad, había sido Pablo el que los había presentado. Su amigo no se había comportado con su habitual sarcasmo. Pedro había percibido la tensión subyacente, pero no había adivinado el motivo.


–Sabes que siempre he sido sincero –había exclamado Pablo al fin.


–Lo mismo digo –había contestado Pedro.


–Créeme, no me gusta enseñarte esto –su amigo había sacado una foto del bolsillo–. Si yo pude hacer esta foto la semana pasada, entonces más de uno la habrá visto. Tan solo será cuestión de tiempo antes de que se divulgue.


Los reporteros formaban una pequeña comunidad, a pesar de estar desperdigados por todo el mundo. Las redes sociales permitían que todo se compartiera, que nada se ocultara.


Pedro tomaba muchos analgésicos en aquella época, pero no habían logrado mitigar el dolor de la ausencia de su prometida a quien no había visto desde semanas antes del atentado.


La fotografía era muy explícita. Al fondo, la torre Eiffel, y delante Dana besando a un hombre que jamás podría ser confundido con su hermano o con un amigo.


–Dos preguntas –comentó Pedro.


–Adelante.


–¿Sabe ella que la viste?


–No. No quería darle tiempo para inventarse una excusa, y quería que estuvieras preparado. ¿Y la segunda pregunta?


–¿Quién es él?


–¿De verdad necesitas saberlo? No creo que tenga importancia. Tu accidente la traumatizó.


–¿Tanto como para besar a cualquiera de ese modo?


–Ya la conoces,Pedro. Le gustan los riesgos, el peligro. Pero no le gusta que le toque nada malo.


–Esto no la tocó a ella, me tocó a mí.


Pablo se limitó a mirarlo.


–En otras palabras, me estás diciendo que tiene miedo de que yo no vuelva a estar entero…


–Yo no sé de qué tendrá miedo. A lo mejor deberías preguntárselo.


Dana había estado en una misión. Aunque habían hablado una o dos veces por teléfono, hasta ese momento a Pedro no se le había ocurrido que, si de verdad hubiera querido una vida junto a él, habría estado a su lado en el hospital.


Pero él no tenía mucha idea de relaciones o de compromisos. Ni siquiera había conocido a su padre biológico y su madre había muerto por sobredosis de drogas.


Antes de ser adoptado por Hector había pasado por tres padres de acogida. ¿Qué sabía él de relaciones?


Cuando, días más tarde, Dana había entrado en la habitación del hospital, había comprendido de inmediato que una relación significaba más que la posibilidad de ser infiel. 


De repente había comprendido que un compromiso debería significar construir una vida juntos, no vivir por separado.


Dana se había mostrado jovial al principio, evitando su mirada, incluso nerviosa, muy impropio de ella. En otras circunstancias, Pedro habría sospechado que se debía al hospital y su estado. Estaba enchufado a varios monitores y tenía el brazo en cabestrillo, dos costillas rotas y se recuperaba de una segunda operación de abdomen. 


Bastaría para poner nervioso a cualquiera.


Pero Pedro tenía información y no estaba dispuesto a jugar a ningún jueguecito. Le pidió que abriera el cajón de la mesilla y, cuando lo hizo, encontró la foto.


–¿Quién tomó esta foto?


–¿Acaso importa? Las fotos no mienten. Pero tú sí.


–No sé qué decir, Pedro.


No hubo disculpas, no pidió clemencia, no prometió que no volvería a suceder. Cualquiera de esas cosas habría podido reavivar los sentimientos que había tenido por ella.


–Tienes un largo proceso de recuperación por delante –fue lo único que añadió–. Y yo seguramente estaré fuera del país los próximos meses.


–De modo que el problema es que me dispararan.


–No, pero cuando te dispararon, empecé a pensar. Tú hablas de los niños como si quisieras tenerlos algún día. Te llevas bien con ellos, pero yo no. Yo no quiero ser madre. Por el modo en que hablas a veces de los viñedos de tu padre, creo que buscas algo más que una vida de reportero gráfico.


–Lo único que sé es que quiero unirme a alguien que sea fiel.


–Y te mereces a alguien que sepa ser fiel. Es evidente que yo no soy esa persona. Me fui con otro porque estaba alterada por ti, por todo lo que tuviera que ver con nosotros, por lo diferentes que somos en las cuestiones fundamentales.


A pesar de la amargura, resentimiento y traición que había sentido Pedro, no se habían separado como enemigos. ¿De qué hubiera servido? Él era un hombre práctico. Y sin embargo, tenía esa fotografía de París grabada en la cabeza.


Recordó las palabras de Dana mientras observaba a Paula enseñarle a Emma dónde colocar la servilleta. 


¿Exactamente qué quería de Paula? ¿Y qué quería ella de él?


–Casi he terminado –anunció él.


–He visto el nuevo folleto. Has logrado captar la esencia del lugar. ¿El texto también es tuyo?


–Sí –asintió él mientras llevaba la bandeja de hamburguesas a la mesa–. En el folleto no hay ninguna foto de algo que es único de Raintree: las fuentes termales. No hablamos al público de ellas.


–A mí me estás hablando de ellas.


–Y si te apeteciera, podríamos ir a visitarlas. No tienes más que decirlo.


Las fuentes termales estaban en un lugar hermoso, y romántico.


–Lo haré –contestó ella, evitando mirarlo a los ojos.


Al sentarse, sus rodillas se rozaron, pero Paula no se apartó. Pedro sabía que si iban a esas fuentes termales, regresarían a Raintree siendo mucho más que amigos



****


Paula se sentó a comer en una de las mesas de picnic junto al centro de fisioterapia. Hacerlo le recordó la cena de hamburguesas de la noche anterior, devolviéndole recuerdos de Pedro.


Para distraerse, consultó el móvil. Tenía un mensaje de Marisa pidiéndole que la llamara.


–¿Te has enterado? –preguntó su amiga en cuanto descolgó el teléfono.


–¿Enterarme de qué?


–Se ha publicado el artículo. También en la página web del periódico. Y ya hay comentarios.


–¿Comentarios buenos?


–Casi todos. Hablan de otros puntos de entrega de ropa y comida. Contribuyentes que quieren una lista de lo que se necesita. Pero sobre todo piden más historias de mujeres.


–¡Uf!


–Eso pensé yo.


Pedro me preguntó si quería ser entrevistada.


–A mí también, pero le dije que no. Quiero mantener oculta la identidad del padre de Julian.


–Sería una manera horrible de descubrirlo.


–Eso no sucederá –contestó Marisa con firmeza.


–La historia de mi incendio ya se publicó, pero Pedro podría escribir sobre mi traslado a la cabaña y toda la ayuda que recibí del Club de las Mamás. Si Pedro consiguiera entrevistar a personas que me ayudaron, el foco del artículo estaría en la organización, no en mí.


Marisa no contestó y Paula optó por continuar.


–Soy consciente de que existe la posibilidad de que todo salga a la luz, pero no he hecho nada malo. Y quizás mi historia pueda ayudar a alguien más.


–Eres mucho más valiente que yo.


–No soy valiente. Quizás es que tengo menos que perder.








MARCADOS: CAPITULO 12





–Oí lo que le dijo Lisa Campbell. Se dio cuenta de que el vestido que llevaba Paula era un Carzanne. Ese hombre viste a las celebridades –el padre de Pedro se enfrentó a su hijo en cuanto los invitados hubieron abandonado la fiesta.


–Estoy seguro de que no se lo ha comprado al diseñador – Pedro se arrancó la corbata–. El Club de las Mamás la está ayudando y supongo que ese vestido era un donativo de alguien.


–¿Y por qué no lo dijo cuándo se lo preguntaron?


–¿Le contarías tú a todo el mundo que llevabas un traje prestado?


–Puede que no –admitió Hector a regañadientes.


–Marisa le prestó los zapatos.


–¿Y cómo lo sabes?


–Me lo contó Paula. A raíz de un comentario que hice sobre Cenicienta.


Hector lo miró de un modo extraño.


–¿Qué pasa? –preguntó Pedro.


–Nada. Es que no me gusta hacia donde pareces estarte dirigiendo.


–Dijiste lo mismo cuando empecé a viajar de un campo de refugiados a otro. Y mira cómo acabó. Gané un Pulitzer – enseguida Pedro comprendió que no debería haberlo mencionado.


–Y casi perdiste la vida.


La voz de Hector incluía trazas de algo que Pedro no supo identificar, que nunca había percibido, ni siquiera tras su regreso de África, camino del hospital en Los Ángeles. Su padre se había mostrado muy eficiente hablando con los médicos, asegurándose de que su hijo recibiera los mejores cuidados. Había insistido en que la rehabilitación se efectuara en su casa y Pedro había estado de acuerdo en regresar a Raintree. Echaba de menos el olor de las uvas, el cálido aire de la noche, el canto de los pájaros.


Y gracias a haber regresado había conocido a Paula que lo había ayudado a recuperar el equilibrio.


Y, en cierto sentido, su padre también.


–Estás desarrollando una magnífica labor como director de Raintree –Hector cambió de tema–. Supongo que eres consciente de ello.


–Los beneficios aumentan, los canales de distribución se amplían. Sí, soy consciente –recordó cómo había buscado los elogios de su padre tras regresar a casa. Unos elogios que siempre giraban en torno al trabajo en los viñedos–. Leonardo también ha insuflado vida a los vinos. Es muy imaginativo –no podía dejar de reconocer el mérito del vinicultor.


–No le quitabas ojo de encima. ¿Temías que abordara a alguna de nuestras clientas casadas?


–Con Leonardo nunca se sabe.


En realidad, lo que Pedro había vigilado eran los avances de
Leonardo hacia Paula. Solo de pensarlo se sintió celoso, aunque no tenía derecho a estarlo. Paula había parecido muy cómoda charlando con Leonardo. ¿Habían conectado a primera vista?


–Voy a dar un paseo –Pedro arrojó la chaqueta sobre una silla.


–¿Vas hacia la cabaña? –preguntó su padre.


La mirada de Pedro le indicó claramente que no era asunto suyo.



****


Pedro, en efecto, se dirigió a la cabaña.


Lo más probable era que ya estuviera durmiendo.


El pulso de Pedro se aceleró cuando vio luz proveniente del salón. ¿Tenía insomnio? ¿Estaba preocupada por su futuro y el de Emma? ¿Estaba pensando en lo mismo que él?


Abrió la mosquitera y golpeó la puerta suavemente. A lo mejor había olvidado apagar la luz.


Unos segundos después la luz exterior se encendió y la puerta se abrió.


El inocente camisón de algodón amarillo y la bata ejercerían de sedante sobre cualquier mujer, pero sobre Paula…


Paula no preguntó el motivo de su visita. Ambos se sentían atraídos y ambos luchaban contra el fuerte magnetismo. 


Pero sí se ajustó el cinturón de la bata, señal de que no estaba dispuesta a dejarse llevar por el deseo.


–¿Ya se han marchado todos? –preguntó ella.


–Hasta los del catering.


–La fiesta ha estado bien.


–¿Bien? –no era el calificativo que le otorgaría la mayoría de los asistentes.


–De acuerdo –admitió ella con una sonrisa–. Ha sido glamurosa.


–Eso se debe a la categoría de los asistentes. ¿Puedo pasar?


–¿Para hablar de la fiesta?


–Entre otras cosas.


–Es tarde.


–Es fin de semana.


Tras una pausa, Paula se apartó y lo dejó entrar.


Pedro se había quitado los gemelos y llevaba la camisa arremangada y el cuello desabrochado. Estaba convencido de que su aspecto más informal contribuiría a relajar a Paula, pero el modo en que lo miraba indicaba que no estaba relajada en absoluto.


Esperó a que fuera ella quien diera el siguiente paso.


Durante unos segundos, ella no reaccionó. Se limitó a devorarlo con la mirada mientras se mordía el labio. Pedro estuvo a punto de tomarla en sus brazos. A punto.


–¿Nos sentamos? –sugirió él antes de hacer una estupidez.


Era muy consciente de que la niña dormía en el cuarto de al lado.


Paula se acurrucó contra el brazo del sofá, sentada sobre sus largas y torneadas piernas.


–¿Fue todo bien con Catalina y los niños? –Pedro se sentó en el centro del sofá.


–Estaban durmiendo cuando Marisa y yo llegamos. Creo que Catalina consiguió agotarlos, toda una hazaña. Julian no se despertó cuando Marisa lo metió en el coche.


–Esta noche estabas preciosa –los cabellos seguían recogidos en una maraña de rizos sobre la cabeza y los que colgaban sueltos lo estaban volviendo loco–. Me gusta ese peinado.


–Llevó una hora y la paciencia de Marisa. En cuanto lo deshaga, puede que no lo vuelvas a ver.


–Llamaste la atención, y más de un invitado elogió tu vestido.


–O sea que has oído cosas –murmuró Paula con gesto desafiante–. Y supongo que tu padre también. Los dos pensáis que se lo compré a Luca Carzanne con los mil dólares que no tengo.


Paula casi saltó del sofá y él estuvo seguro de que iba a echarlo a la calle.


–Paula –le agarró un brazo para detenerla.


Ya fuera el tono de voz o la firmeza con que sujetaba su brazo, lo cierto fue que ella se detuvo.


–Sí, mi padre lo oyó y me lo comentó. Yo le dije que estaba seguro de que el Club de las Mamás te había ayudado, junto con Marisa.


–Siempre tengo la sensación de que tengo que justificarme cuando estás cerca. ¿Tienes idea de lo incómodo que resulta?


Pedro permaneció en silencio y ella soltó un suspiro.


–Tu padre seguramente no me creerá, pero encontré ese vestido en la tienda de segunda mano.


–¿Y por qué no iba a creerte mi padre?


–Porque él quiere pensar lo peor de mí. Se ha dado cuenta… –Paula se detuvo–. Se ha dado cuenta de que te interesas por mí. Y no quiere que vuelvan a herirte.


Pedro estuvo de acuerdo con la parte en que su padre no quería que se relacionara con Paula, pero el resto de la conclusión no se sostenía.


–Tu imaginación te está volviendo loca. Lo único que él quiere es que nada interfiera con mi trabajo en Raintree. 
Tampoco creo que apruebe mi decisión de escribir para el periódico.


–¿No comprende que el periodismo y la fotografía forman parte de lo que tú eres?


–Yo no calificaría ese artículo como periodismo.


–No hace falta que te disparen para escribir una buena historia.


–Tienes razón –eso era lo que le gustaba de Paul, su manera de hacer balance–. El periodismo consiste en llegar al corazón del asunto. Y la fotografía también.


Paula y él conectaban en muchos aspectos. Sus miradas se fundieron y el aire se cargó de electricidad ante la respuesta de su cuerpo.


–¿Cómo aguantaron esos pies los zapatos de Cenicienta? – Pedro le acarició el pie desnudo.


–Creo que prefieren correr descalzos.


De nuevo él le acarició el arco del pie y lo masajeó hasta que Paula soltó un suspiro.


–¿Dónde aprendiste a hacer eso? –preguntó ella–. Soy yo la experta en masajes.


–Aprendí unas cuantas habilidades en mis viajes.


Paula lo miraba como si estuviera pensando en otras mujeres, otros masajes, pero no había habido ninguna. Ni siquiera Dana. Su relación se había reducido a unas pocas semanas cuando regresaba a casa. Ambos anteponían sus carreras y no había momentos de ternura para compartir. Pedro sabía que su relación con Dana no habría podido terminar jamás en matrimonio.


–Con los zapatos puestos no había visto estas –Pedro señaló las uñas de los pies pintadas de rosa.


–Fue idea de Emma –Paula sonrió–. Las llevo a juego con las suyas.


Él tomó el pie con las manos ahuecadas. La pregunta surgió antes de que se diera cuenta.


–¿Tienes miedo de tus sentimientos cuando estás conmigo?


Ella se mordió el labio y Pedro le soltó el pie para acercarse un poco más.


–¿Paula?


–Tus preguntas son demasiado personales.


–Por eso las hago –él se acercó aún más–. ¿Quieres que me marche?


–Deberías marcharte.


–No es eso lo que te he preguntado.


–No quiero que te vayas –murmuró Paula–. Y sí, tengo miedo de lo que siento.


Pedro se inclinó hacia ella muy lentamente, dándole la oportunidad de apartarse, pero Paula no lo hizo. Y cuando tomó sus labios, no le supieron a miedo sino a deseo. El mismo deseo que sentía él. Las preguntas desaparecieron y la intimidad física pareció una respuesta en sí misma.


Paula le rodeó el cuello con los brazos y la excitación fue incrementándose hasta hacerse más fuerte que el mejor de los vinos Raintree. Cierto que Emma estaba en la habitación de al lado. Y no, no iría demasiado lejos, aunque sí un poco más. La bata de Paula se abrió y Pedro introdujo las manos bajo la tela de algodón. El camisón, suave y ligero no ofreció ninguna resistencia. Al acariciarle un pecho, él sintió la vibrante respuesta bajo la mano. Los dedos de Paula se hundieron en sus cabellos y la joven se apretó contra él, pidiendo más. Y Pedro estaba dispuesto a dárselo. Con todo el control que consiguió reunir, le acarició el pezón con un dedo. La mano de Paula abandonó los cabellos de Pedro y se deslizó por su espalda. Parecía buscar un lugar donde tocarlo, piel con piel. El calor entre ellos era tan fuerte que ni toda la nieve de las montañas podría enfriarlo. Ella tiró de la camisa y Pedro sintió la mano de Paula sobre su piel. 


Podría tumbarla sobre el sofá y hacerla suya ahí mismo.


Pero Emma estaba en la habitación de al lado y ambos lo lamentarían por la mañana.


El último átomo de sentido común le indicó lo que debía hacer. Detenerlo todo. Retiró la mano del pecho de Paula y dejó de besarla. Cuando se apartó, ella levantó la vista y lo miró.


Los dos estaban sin aliento, como si hubiesen corrido una carrera. Y a lo mejor lo habían hecho, pero era una carrera que no podían terminar, no sin lamentarlo.


–Creo que lo mejor sería tomarnos un poco de tiempo y espacio para decidir lo que queremos.


–Tienes razón –contestó ella con forzada convicción.


Pedro no le sorprendió la respuesta. A fin de cuentas, eran adultos con sentido común y pasados que les habían vuelto desconfiados.


–Ya sabes dónde estoy si me necesitas –apartándose de ella, suspiró.


Tiempo y espacio, eso era lo que iban a darse. Les gustara o no.