sábado, 12 de septiembre de 2015

MARCADOS: CAPITULO 13




El martes de la semana siguiente, Paula consultó la hora en el centro de fisioterapia. Era tardísimo. Ramona estaba sentada en una camilla, desesperada tras una agotadora sesión.


–No puedo confiar en la pierna. Tengo que llevar el bastón cuando voy a andar.


–A lo mejor te estás forzando demasiado.


–Tengo que hacerlo si quiero mejorar. Tú misma lo dijiste.


–Sí, lo dije, pero tienes que saber hasta dónde puedes forzarte. Si te pasas, irás hacia atrás.


–Tengo que hacer una llamada –le dio una palmada en el hombro a la mujer–. Descansa un poco y luego seguimos hablando sobre tus límites.


No fue Marisa quien contestó la llamada, sino Pedro.


Pedro, yo… –no se habían visto, ni hablado, desde el sábado por la noche–. ¿Está Marisa?


–Se ha tomado la tarde libre. Cuando se marcha, las llamadas se desvían a mi línea.


–Se me olvidó –Marisa le había contado que se tomaría unas horas libres el martes y que no sería necesario que ella recogiera a Julian–. Espero que Catalina siga trabajando.


–¿Qué sucede, Paula?


–Estoy liada con una paciente. Esperaba que Marisa pudiera recoger a Emma.


–Yo puedo recogerla.


–Pero no tienes sillita infantil en el coche –fue lo primero que se le ocurrió contestar.


–Eso se puede solucionar. La cuestión es si confías en mí para que cuide de ella hasta que vuelvas a casa.


Casa. La cabaña empezaba a parecerle cada vez más su hogar, y eso le preocupaba casi tanto como la atracción que sentía por Pedro.


–No quisiera abusar de ti. Una niña de cuatro años puede agotar a cualquiera.


–¿Intentas advertirme o disuadirme? –preguntó él divertido.


–Te advierto. Solo quiero que sepas en lo que te estás metiendo.


–Puedo cuidar de Emma, si es eso lo que te preocupa. Tengo una llave de la cabaña. ¿Me permites utilizarla o prefieres que la lleve a mi casa?


–Lo mejor será que os quedéis en la cabaña. No me importa que entres con tu llave.


–¿No temes que pueda robar las joyas de la familia?


–No hay ninguna joya.


–Eso depende de cómo lo mires.


¿Insinuaba que Emma y ella eran valiosas para él?


–Podremos comprobar si el tiempo y el espacio nos ha resultado beneficioso –añadió Pedro.


–No ha habido mucho espacio ni tiempo.


–Pues a mí sí me lo ha parecido.


¿Él también lo sentía? La sensación de pérdida, de falta… –Será mejor que vuelva con mi paciente.


–Claro –Pedro parecía comprenderlo–. Saldrá bien, Paula. Confía en mí.


Lo último que quería era confiar en un hombre. Pero dadas las circunstancias, no tenía elección.



****


Más de una hora después, Paula soltó una carcajada al llegar a la cabaña y descubrir a Pedro y a su hija jugando a rayuela con una tiza azul. No vieron a Paula hasta que la oyeron reír.


–¿Qué pasa? –él sonrió–. ¿No crees a un hombre adulto capaz de jugar a rayuela?


Con los vaqueros, la camiseta y los zapatos deportivos, tenía un aspecto casi infantil.


–Claro que un adulto puede jugar a rayuela, pero has transformado por completo el aspecto del camino de entrada. No quiero que tu padre piense que he sido yo.


–Acepto toda la responsabilidad –contestó Pedro muy serio–. Esto se quita con la manguera –señaló la bolsa donde llevaba la cámara–. Le he hecho unas cuantas fotos a Emma mientras jugaba en la terraza. Te sacaré una copia.


–Me encantaría. Perdí… –la voz se le quebró.


–¿Perdiste todas las fotos de cuando Emma era bebé? –Pedro lo comprendió enseguida.


–Sí. Y también mi álbum de recortes. He intentado escribir todo lo que recuerdo, sobre la primera vez que se dio la vuelta en la cuna, su primer diente, sus primeros pasos. Crees que lo recordarás todo, pero a veces los recuerdos se mezclan con el tiempo.


–A partir de ahora podrás grabarlo todo –Pedro le rodeó los hombros con un brazo.


–Y tus fotos de hoy me ayudarán. Gracias.


–Las fotos no me cuestan ningún trabajo –Pedro parecía incómodo con su gratitud–. No hace falta que me des las gracias –rápidamente cambió de tema–. El agente de seguros sin duda comprenderá que no dejarías que se perdiera algo tan importante para una madre.


–Ya le hablé de todo lo que había perdido, pero no estoy segura de que le importara.


–A él a lo mejor no, pero a ti sí. Vamos por esa manguera. Nos divertiremos y haremos más fotos. ¿Por qué no os ponéis ropa que se pueda mojar?


–¿Y tú qué?


–Por mí no te preocupes.


–Supongo que eso significa que serás tú quien sujete la manguera y que no te mojarás.


–No me gusta cómo me estás mirando –bromeó él.


–Lo haremos por turnos. Es lo más justo.


–Y ante todo hay que ser justos.


Una vez más, al fundirse sus miradas, estalló la atracción entre ambos. Los recuerdos, aunque fugaces, de los besos pasaron por la mente de Paula. También recordó las caricias. 


Y, sobre todo, recordó que ninguno de los dos se atrevía a arriesgarse emocionalmente. Sin embargo, no podía negar que disfrutaba con su compañía y que él parecía sentir lo mismo.


Emma corrió hacia su madre que se agachó para recibirla con los brazos abiertos.


–¿Qué tal, bichito? ¿Cómo te lo has pasado hoy?


–El señor Pedro y yo hemos jugado a rayuela.


–Ya lo veo. ¿Y qué más has hecho?


–Jugamos a la rana. El señor Pedro tiene un ordenador.


–Es una Tablet –aclaró él–. He descargado una aplicación para que juegue. Le ha gustado.


–¿Podemos tener una, mami?


–Ahora mismo no, cielo. Pero a Pedro se le ha ocurrido que podemos lavar la tiza del camino con una manguera y jugar con el agua un rato. ¿Qué te parece? Puedes ponerte el traje de baño.


Emma accedió entusiasmada y Paula se la llevó al interior de la cabaña para cambiarse ambas. Cuando salieron, Pedro ya había conectado la manguera y le mostró a Emma los distintos chorros para que eligiera uno para limpiar las manchas de tiza. Los dos juntos, empezaron a limpiar una zona hasta que Pedro giró la manguera y empapó a Paula que gritó al sentir el agua helada.


–No olvides que luego me toca a mí –le advirtió ella.


–No lo he olvidado –Pedro mojó a Emma que también gritó.


Pedro tomó la cámara y empezó a hacer fotos. El sonido de la risa de la niña llenó el corazón de su madre. Ese hombre sabía tratar a los niños. Emma y él se aliaron para mojarla a ella, pero cuando se hizo con el control de la manguera, la suerte se volvió en contra de los dos conspiradores. Pronto todos estuvieron empapados.


Ninguno se dio cuenta de que estaban siendo observados.


Paula estaba agachada con las manos sobre las rodillas, intentando recuperar el aliento cuando su mirada captó unas botas muy caras. Siguió hacia arriba y pasó por unos pantalones vaqueros, y una camisa almidonada hasta terminar en el atractivo rostro de Leonardo. Ella se preguntó si habría estado en alguna reunión, o si siempre vestía así cuando trabajaba en los viñedos.


–Parece que os estáis divirtiendo –Leonardo le guiñó un ojo.


–Hacía mucho que no me divertía tanto –asintió ella.


La manguera descansaba en el suelo y Emma saltaba a su alrededor.


–¿Vas a salir esta noche? –Pedro se acercó, parándose al lado de Paula.


–Lo cierto es que sí. Pero primero tenía que hablar con tu padre. Un amigo mío ha abierto un restaurante en Sacramento y voy a pasar allí la noche –alzó una mano–. Pero no os preocupéis, aquí está todo controlado.


–No me preocupo por los vinos. Sabes lo que haces.


–Es cierto. Me gusta el folleto nuevo. Marisa está haciendo un envío masivo, y también los ha enviado a distintos festivales de vino. Deberíamos tener un buen verano –Leonardo contempló las ropas mojadas de Paula y Pedro–. Quizás deberías sugerirle a Hector que construyera una piscina.


–No resultaría tan divertido –Paula sacudió la cabeza.


Empezaba a sentirse un poco incómoda con las ropas mojadas delante de ese hombre. Curiosamente no le había pasado lo mismo con Pedro. Quizás era por el modo en que la miraba.


–Supongo que también te gustarán los parques de atracciones. ¿Has estado en el embarcadero de Santa Mónica?


–No, nunca.


–Pues creo que os gustaría a ti y a tu hija.


–¿Vas a menudo? –preguntó Paula con curiosidad.


–No. Lo mío es la escalada. No olvides ir al muelle alguna vez, aunque no vestida así –Leonardo rio–. No tiene nada que ver con tu aspecto el sábado por la noche, pero también me gusta.


Pedro se tensó visiblemente e incluso dio un paso al frente como si estuviera a punto de defender su honor, o algo así. 


Pero Paula lo agarró del brazo. No quería problemas entre Pedro y Leonardo.


–¿Qué clase de comida sirve ese restaurante de Sacramento? –optó por cambiar de tema.


–Comida francesa. Incluso importan trufas. Y, por supuesto, nuestros vinos están en su carta.


–De modo que se trata de negocios y placer.


–Sobre todo placer. He quedado con unos amigos.


–Pues que disfrutes de la velada –le deseó Paula sinceramente.


–Lo haré. Me ha encantado volver a verte, Paula. Hasta mañana, Pedro.


–Se ha encaprichado contigo –murmuró Pedro.


–Creo que se encapricha con casi cualquier mujer. Me di cuenta el sábado por la noche. 


–¿Podría conquistarte a ti?


Paula estaba a punto de contestar que el único hombre que podría conquistarla era él, cuando Emma corrió hasta ella y se abrazó a sus piernas.


–Tengo hambre, mami. ¿Cuándo comemos?


Paula miró a Pedro que estaba empapado, imposiblemente sexy con la camiseta pegada a los músculos del pecho y los vaqueros abrazando los fuertes muslos. Le agradecía su ayuda de aquella tarde, además de las fotos que había hecho. «De perdidos al río», se dijo a sí misma.


–Tengo una barbacoa en la parte de atrás –le comunicó–. Íbamos a hacer unas hamburguesas.


–¿Con tomates y pepinillos? –preguntó Emma con entusiasmo.


–Con tomates, pepinillos, kétchup y mostaza –Paula se volvió hacia Pedro–. ¿Nos acompañas?


–¿Es mi sueldo por hacer de canguro? –preguntó él.


–En parte –tenía que ser sincera con él–, pero también porque me gusta hablar contigo.


–¿Hablar?


–Sí, hablar. Eso es lo que haremos mientras cenamos hamburguesas.


–Dame cinco minutos para cambiarme de ropa –Pedro sonrió–, y yo prepararé las hamburguesas.


–Suena bien.


Estar con Pedro sonaba bien.



****


La mente de Pedro bullía mientras preparaba las hamburguesas en la parte trasera de la cabaña. Sin embargo, no era la tarea lo que ocupaba su mente. Era Emma… y Paula.


A Paula le iban a encantar las fotos que había tomado de su hija, y de ella también. Quizás compensara por algunas de las que había perdido en el incendio.


Paula puso la mesa con la ayuda de Emma mientras él apreciaba el efecto sedante de la risa infantil, capaz de aliviar siquiera ligeramente el dolor que llevaba en su interior desde que regresara de África. Más aún, la comprensión de Paula también colaboraba en su curación. Lo que no entendía era la irritación que había sentido cuando Leonardo le había guiñado el ojo a Paula. No mantenían ninguna relación. Ni siquiera había coqueteado con él…


Además, tenía derecho a relacionarse con quien quisiera.


Aunque esperaba que no fuera Leonardo.


Los recuerdos de Dana regresaron con fuerza. La ruptura todavía le afectaba.


Se encontraba en el hospital y otro reportero, de quien era amigo desde hacía años, había ido a verlo. Ambos conocían a Dana. En realidad, había sido Pablo el que los había presentado. Su amigo no se había comportado con su habitual sarcasmo. Pedro había percibido la tensión subyacente, pero no había adivinado el motivo.


–Sabes que siempre he sido sincero –había exclamado Pablo al fin.


–Lo mismo digo –había contestado Pedro.


–Créeme, no me gusta enseñarte esto –su amigo había sacado una foto del bolsillo–. Si yo pude hacer esta foto la semana pasada, entonces más de uno la habrá visto. Tan solo será cuestión de tiempo antes de que se divulgue.


Los reporteros formaban una pequeña comunidad, a pesar de estar desperdigados por todo el mundo. Las redes sociales permitían que todo se compartiera, que nada se ocultara.


Pedro tomaba muchos analgésicos en aquella época, pero no habían logrado mitigar el dolor de la ausencia de su prometida a quien no había visto desde semanas antes del atentado.


La fotografía era muy explícita. Al fondo, la torre Eiffel, y delante Dana besando a un hombre que jamás podría ser confundido con su hermano o con un amigo.


–Dos preguntas –comentó Pedro.


–Adelante.


–¿Sabe ella que la viste?


–No. No quería darle tiempo para inventarse una excusa, y quería que estuvieras preparado. ¿Y la segunda pregunta?


–¿Quién es él?


–¿De verdad necesitas saberlo? No creo que tenga importancia. Tu accidente la traumatizó.


–¿Tanto como para besar a cualquiera de ese modo?


–Ya la conoces,Pedro. Le gustan los riesgos, el peligro. Pero no le gusta que le toque nada malo.


–Esto no la tocó a ella, me tocó a mí.


Pablo se limitó a mirarlo.


–En otras palabras, me estás diciendo que tiene miedo de que yo no vuelva a estar entero…


–Yo no sé de qué tendrá miedo. A lo mejor deberías preguntárselo.


Dana había estado en una misión. Aunque habían hablado una o dos veces por teléfono, hasta ese momento a Pedro no se le había ocurrido que, si de verdad hubiera querido una vida junto a él, habría estado a su lado en el hospital.


Pero él no tenía mucha idea de relaciones o de compromisos. Ni siquiera había conocido a su padre biológico y su madre había muerto por sobredosis de drogas.


Antes de ser adoptado por Hector había pasado por tres padres de acogida. ¿Qué sabía él de relaciones?


Cuando, días más tarde, Dana había entrado en la habitación del hospital, había comprendido de inmediato que una relación significaba más que la posibilidad de ser infiel. 


De repente había comprendido que un compromiso debería significar construir una vida juntos, no vivir por separado.


Dana se había mostrado jovial al principio, evitando su mirada, incluso nerviosa, muy impropio de ella. En otras circunstancias, Pedro habría sospechado que se debía al hospital y su estado. Estaba enchufado a varios monitores y tenía el brazo en cabestrillo, dos costillas rotas y se recuperaba de una segunda operación de abdomen. 


Bastaría para poner nervioso a cualquiera.


Pero Pedro tenía información y no estaba dispuesto a jugar a ningún jueguecito. Le pidió que abriera el cajón de la mesilla y, cuando lo hizo, encontró la foto.


–¿Quién tomó esta foto?


–¿Acaso importa? Las fotos no mienten. Pero tú sí.


–No sé qué decir, Pedro.


No hubo disculpas, no pidió clemencia, no prometió que no volvería a suceder. Cualquiera de esas cosas habría podido reavivar los sentimientos que había tenido por ella.


–Tienes un largo proceso de recuperación por delante –fue lo único que añadió–. Y yo seguramente estaré fuera del país los próximos meses.


–De modo que el problema es que me dispararan.


–No, pero cuando te dispararon, empecé a pensar. Tú hablas de los niños como si quisieras tenerlos algún día. Te llevas bien con ellos, pero yo no. Yo no quiero ser madre. Por el modo en que hablas a veces de los viñedos de tu padre, creo que buscas algo más que una vida de reportero gráfico.


–Lo único que sé es que quiero unirme a alguien que sea fiel.


–Y te mereces a alguien que sepa ser fiel. Es evidente que yo no soy esa persona. Me fui con otro porque estaba alterada por ti, por todo lo que tuviera que ver con nosotros, por lo diferentes que somos en las cuestiones fundamentales.


A pesar de la amargura, resentimiento y traición que había sentido Pedro, no se habían separado como enemigos. ¿De qué hubiera servido? Él era un hombre práctico. Y sin embargo, tenía esa fotografía de París grabada en la cabeza.


Recordó las palabras de Dana mientras observaba a Paula enseñarle a Emma dónde colocar la servilleta. 


¿Exactamente qué quería de Paula? ¿Y qué quería ella de él?


–Casi he terminado –anunció él.


–He visto el nuevo folleto. Has logrado captar la esencia del lugar. ¿El texto también es tuyo?


–Sí –asintió él mientras llevaba la bandeja de hamburguesas a la mesa–. En el folleto no hay ninguna foto de algo que es único de Raintree: las fuentes termales. No hablamos al público de ellas.


–A mí me estás hablando de ellas.


–Y si te apeteciera, podríamos ir a visitarlas. No tienes más que decirlo.


Las fuentes termales estaban en un lugar hermoso, y romántico.


–Lo haré –contestó ella, evitando mirarlo a los ojos.


Al sentarse, sus rodillas se rozaron, pero Paula no se apartó. Pedro sabía que si iban a esas fuentes termales, regresarían a Raintree siendo mucho más que amigos



****


Paula se sentó a comer en una de las mesas de picnic junto al centro de fisioterapia. Hacerlo le recordó la cena de hamburguesas de la noche anterior, devolviéndole recuerdos de Pedro.


Para distraerse, consultó el móvil. Tenía un mensaje de Marisa pidiéndole que la llamara.


–¿Te has enterado? –preguntó su amiga en cuanto descolgó el teléfono.


–¿Enterarme de qué?


–Se ha publicado el artículo. También en la página web del periódico. Y ya hay comentarios.


–¿Comentarios buenos?


–Casi todos. Hablan de otros puntos de entrega de ropa y comida. Contribuyentes que quieren una lista de lo que se necesita. Pero sobre todo piden más historias de mujeres.


–¡Uf!


–Eso pensé yo.


Pedro me preguntó si quería ser entrevistada.


–A mí también, pero le dije que no. Quiero mantener oculta la identidad del padre de Julian.


–Sería una manera horrible de descubrirlo.


–Eso no sucederá –contestó Marisa con firmeza.


–La historia de mi incendio ya se publicó, pero Pedro podría escribir sobre mi traslado a la cabaña y toda la ayuda que recibí del Club de las Mamás. Si Pedro consiguiera entrevistar a personas que me ayudaron, el foco del artículo estaría en la organización, no en mí.


Marisa no contestó y Paula optó por continuar.


–Soy consciente de que existe la posibilidad de que todo salga a la luz, pero no he hecho nada malo. Y quizás mi historia pueda ayudar a alguien más.


–Eres mucho más valiente que yo.


–No soy valiente. Quizás es que tengo menos que perder.








No hay comentarios.:

Publicar un comentario