sábado, 12 de septiembre de 2015

MARCADOS: CAPITULO 12





–Oí lo que le dijo Lisa Campbell. Se dio cuenta de que el vestido que llevaba Paula era un Carzanne. Ese hombre viste a las celebridades –el padre de Pedro se enfrentó a su hijo en cuanto los invitados hubieron abandonado la fiesta.


–Estoy seguro de que no se lo ha comprado al diseñador – Pedro se arrancó la corbata–. El Club de las Mamás la está ayudando y supongo que ese vestido era un donativo de alguien.


–¿Y por qué no lo dijo cuándo se lo preguntaron?


–¿Le contarías tú a todo el mundo que llevabas un traje prestado?


–Puede que no –admitió Hector a regañadientes.


–Marisa le prestó los zapatos.


–¿Y cómo lo sabes?


–Me lo contó Paula. A raíz de un comentario que hice sobre Cenicienta.


Hector lo miró de un modo extraño.


–¿Qué pasa? –preguntó Pedro.


–Nada. Es que no me gusta hacia donde pareces estarte dirigiendo.


–Dijiste lo mismo cuando empecé a viajar de un campo de refugiados a otro. Y mira cómo acabó. Gané un Pulitzer – enseguida Pedro comprendió que no debería haberlo mencionado.


–Y casi perdiste la vida.


La voz de Hector incluía trazas de algo que Pedro no supo identificar, que nunca había percibido, ni siquiera tras su regreso de África, camino del hospital en Los Ángeles. Su padre se había mostrado muy eficiente hablando con los médicos, asegurándose de que su hijo recibiera los mejores cuidados. Había insistido en que la rehabilitación se efectuara en su casa y Pedro había estado de acuerdo en regresar a Raintree. Echaba de menos el olor de las uvas, el cálido aire de la noche, el canto de los pájaros.


Y gracias a haber regresado había conocido a Paula que lo había ayudado a recuperar el equilibrio.


Y, en cierto sentido, su padre también.


–Estás desarrollando una magnífica labor como director de Raintree –Hector cambió de tema–. Supongo que eres consciente de ello.


–Los beneficios aumentan, los canales de distribución se amplían. Sí, soy consciente –recordó cómo había buscado los elogios de su padre tras regresar a casa. Unos elogios que siempre giraban en torno al trabajo en los viñedos–. Leonardo también ha insuflado vida a los vinos. Es muy imaginativo –no podía dejar de reconocer el mérito del vinicultor.


–No le quitabas ojo de encima. ¿Temías que abordara a alguna de nuestras clientas casadas?


–Con Leonardo nunca se sabe.


En realidad, lo que Pedro había vigilado eran los avances de
Leonardo hacia Paula. Solo de pensarlo se sintió celoso, aunque no tenía derecho a estarlo. Paula había parecido muy cómoda charlando con Leonardo. ¿Habían conectado a primera vista?


–Voy a dar un paseo –Pedro arrojó la chaqueta sobre una silla.


–¿Vas hacia la cabaña? –preguntó su padre.


La mirada de Pedro le indicó claramente que no era asunto suyo.



****


Pedro, en efecto, se dirigió a la cabaña.


Lo más probable era que ya estuviera durmiendo.


El pulso de Pedro se aceleró cuando vio luz proveniente del salón. ¿Tenía insomnio? ¿Estaba preocupada por su futuro y el de Emma? ¿Estaba pensando en lo mismo que él?


Abrió la mosquitera y golpeó la puerta suavemente. A lo mejor había olvidado apagar la luz.


Unos segundos después la luz exterior se encendió y la puerta se abrió.


El inocente camisón de algodón amarillo y la bata ejercerían de sedante sobre cualquier mujer, pero sobre Paula…


Paula no preguntó el motivo de su visita. Ambos se sentían atraídos y ambos luchaban contra el fuerte magnetismo. 


Pero sí se ajustó el cinturón de la bata, señal de que no estaba dispuesta a dejarse llevar por el deseo.


–¿Ya se han marchado todos? –preguntó ella.


–Hasta los del catering.


–La fiesta ha estado bien.


–¿Bien? –no era el calificativo que le otorgaría la mayoría de los asistentes.


–De acuerdo –admitió ella con una sonrisa–. Ha sido glamurosa.


–Eso se debe a la categoría de los asistentes. ¿Puedo pasar?


–¿Para hablar de la fiesta?


–Entre otras cosas.


–Es tarde.


–Es fin de semana.


Tras una pausa, Paula se apartó y lo dejó entrar.


Pedro se había quitado los gemelos y llevaba la camisa arremangada y el cuello desabrochado. Estaba convencido de que su aspecto más informal contribuiría a relajar a Paula, pero el modo en que lo miraba indicaba que no estaba relajada en absoluto.


Esperó a que fuera ella quien diera el siguiente paso.


Durante unos segundos, ella no reaccionó. Se limitó a devorarlo con la mirada mientras se mordía el labio. Pedro estuvo a punto de tomarla en sus brazos. A punto.


–¿Nos sentamos? –sugirió él antes de hacer una estupidez.


Era muy consciente de que la niña dormía en el cuarto de al lado.


Paula se acurrucó contra el brazo del sofá, sentada sobre sus largas y torneadas piernas.


–¿Fue todo bien con Catalina y los niños? –Pedro se sentó en el centro del sofá.


–Estaban durmiendo cuando Marisa y yo llegamos. Creo que Catalina consiguió agotarlos, toda una hazaña. Julian no se despertó cuando Marisa lo metió en el coche.


–Esta noche estabas preciosa –los cabellos seguían recogidos en una maraña de rizos sobre la cabeza y los que colgaban sueltos lo estaban volviendo loco–. Me gusta ese peinado.


–Llevó una hora y la paciencia de Marisa. En cuanto lo deshaga, puede que no lo vuelvas a ver.


–Llamaste la atención, y más de un invitado elogió tu vestido.


–O sea que has oído cosas –murmuró Paula con gesto desafiante–. Y supongo que tu padre también. Los dos pensáis que se lo compré a Luca Carzanne con los mil dólares que no tengo.


Paula casi saltó del sofá y él estuvo seguro de que iba a echarlo a la calle.


–Paula –le agarró un brazo para detenerla.


Ya fuera el tono de voz o la firmeza con que sujetaba su brazo, lo cierto fue que ella se detuvo.


–Sí, mi padre lo oyó y me lo comentó. Yo le dije que estaba seguro de que el Club de las Mamás te había ayudado, junto con Marisa.


–Siempre tengo la sensación de que tengo que justificarme cuando estás cerca. ¿Tienes idea de lo incómodo que resulta?


Pedro permaneció en silencio y ella soltó un suspiro.


–Tu padre seguramente no me creerá, pero encontré ese vestido en la tienda de segunda mano.


–¿Y por qué no iba a creerte mi padre?


–Porque él quiere pensar lo peor de mí. Se ha dado cuenta… –Paula se detuvo–. Se ha dado cuenta de que te interesas por mí. Y no quiere que vuelvan a herirte.


Pedro estuvo de acuerdo con la parte en que su padre no quería que se relacionara con Paula, pero el resto de la conclusión no se sostenía.


–Tu imaginación te está volviendo loca. Lo único que él quiere es que nada interfiera con mi trabajo en Raintree. 
Tampoco creo que apruebe mi decisión de escribir para el periódico.


–¿No comprende que el periodismo y la fotografía forman parte de lo que tú eres?


–Yo no calificaría ese artículo como periodismo.


–No hace falta que te disparen para escribir una buena historia.


–Tienes razón –eso era lo que le gustaba de Paul, su manera de hacer balance–. El periodismo consiste en llegar al corazón del asunto. Y la fotografía también.


Paula y él conectaban en muchos aspectos. Sus miradas se fundieron y el aire se cargó de electricidad ante la respuesta de su cuerpo.


–¿Cómo aguantaron esos pies los zapatos de Cenicienta? – Pedro le acarició el pie desnudo.


–Creo que prefieren correr descalzos.


De nuevo él le acarició el arco del pie y lo masajeó hasta que Paula soltó un suspiro.


–¿Dónde aprendiste a hacer eso? –preguntó ella–. Soy yo la experta en masajes.


–Aprendí unas cuantas habilidades en mis viajes.


Paula lo miraba como si estuviera pensando en otras mujeres, otros masajes, pero no había habido ninguna. Ni siquiera Dana. Su relación se había reducido a unas pocas semanas cuando regresaba a casa. Ambos anteponían sus carreras y no había momentos de ternura para compartir. Pedro sabía que su relación con Dana no habría podido terminar jamás en matrimonio.


–Con los zapatos puestos no había visto estas –Pedro señaló las uñas de los pies pintadas de rosa.


–Fue idea de Emma –Paula sonrió–. Las llevo a juego con las suyas.


Él tomó el pie con las manos ahuecadas. La pregunta surgió antes de que se diera cuenta.


–¿Tienes miedo de tus sentimientos cuando estás conmigo?


Ella se mordió el labio y Pedro le soltó el pie para acercarse un poco más.


–¿Paula?


–Tus preguntas son demasiado personales.


–Por eso las hago –él se acercó aún más–. ¿Quieres que me marche?


–Deberías marcharte.


–No es eso lo que te he preguntado.


–No quiero que te vayas –murmuró Paula–. Y sí, tengo miedo de lo que siento.


Pedro se inclinó hacia ella muy lentamente, dándole la oportunidad de apartarse, pero Paula no lo hizo. Y cuando tomó sus labios, no le supieron a miedo sino a deseo. El mismo deseo que sentía él. Las preguntas desaparecieron y la intimidad física pareció una respuesta en sí misma.


Paula le rodeó el cuello con los brazos y la excitación fue incrementándose hasta hacerse más fuerte que el mejor de los vinos Raintree. Cierto que Emma estaba en la habitación de al lado. Y no, no iría demasiado lejos, aunque sí un poco más. La bata de Paula se abrió y Pedro introdujo las manos bajo la tela de algodón. El camisón, suave y ligero no ofreció ninguna resistencia. Al acariciarle un pecho, él sintió la vibrante respuesta bajo la mano. Los dedos de Paula se hundieron en sus cabellos y la joven se apretó contra él, pidiendo más. Y Pedro estaba dispuesto a dárselo. Con todo el control que consiguió reunir, le acarició el pezón con un dedo. La mano de Paula abandonó los cabellos de Pedro y se deslizó por su espalda. Parecía buscar un lugar donde tocarlo, piel con piel. El calor entre ellos era tan fuerte que ni toda la nieve de las montañas podría enfriarlo. Ella tiró de la camisa y Pedro sintió la mano de Paula sobre su piel. 


Podría tumbarla sobre el sofá y hacerla suya ahí mismo.


Pero Emma estaba en la habitación de al lado y ambos lo lamentarían por la mañana.


El último átomo de sentido común le indicó lo que debía hacer. Detenerlo todo. Retiró la mano del pecho de Paula y dejó de besarla. Cuando se apartó, ella levantó la vista y lo miró.


Los dos estaban sin aliento, como si hubiesen corrido una carrera. Y a lo mejor lo habían hecho, pero era una carrera que no podían terminar, no sin lamentarlo.


–Creo que lo mejor sería tomarnos un poco de tiempo y espacio para decidir lo que queremos.


–Tienes razón –contestó ella con forzada convicción.


Pedro no le sorprendió la respuesta. A fin de cuentas, eran adultos con sentido común y pasados que les habían vuelto desconfiados.


–Ya sabes dónde estoy si me necesitas –apartándose de ella, suspiró.


Tiempo y espacio, eso era lo que iban a darse. Les gustara o no.







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