miércoles, 29 de abril de 2015

REGRESA A MI: CAPITULO 8




El corazón de Paula latió lleno de gozo. Pedro quería a las dos. A Camila, la niña olvidada por su propio padre. Lo había dicho con esa determinación tan suya.


Negó con la cabeza. Necesitaba cordura, no dejarse seducir por las palabras de un hombre del que apenas conocía nada.


El timbre evitó que diera la respuesta contundente que tenía en la punta de la lengua.


Eran tres pulsos cortos, tres largos y tres cortos.Paula suspiró. Ya sabía quién clamaba SOS. Aunque la que debería de pedir que la rescataran era ella misma.


—A buenas horas, llegas —no se permitió cortesía alguna para recibir a su hermano Juan—. Te necesitaba a media tarde para que sacaras a pasear a estos dos diablos.


—No pude llegar antes. Había partido del Celta. Creía que te lo había dicho.


—Pues no, mira tú por dónde. No me lo habías dicho.


—Se me habrá olvidado.


Conocía de sobra a Juan. Regateaba los conflictos con el arte de un jugador de fútbol, ante otro del equipo contrario. Decirle que esa tarde no iría pronto equivalía a una discusión. Así que mejor callarse. Ella tampoco podía protestar demasiado. Desde que la madre de ambos había muerto, Juan era un puntal a la hora de cuidar a Camila.


—Seguro —afirmó sarcástica, harta de hombres que hacían siempre su santa voluntad.


—Y además, y para que lo sepas, no tengo ninguna intención de salir a pasear con ese chucho. Me da vergüenza.


Paula le miró asombrada. Por lo que ella sabía Juan y el perro congeniaban muy bien. Ambos tenían el cerebro del tamaño de un guisante.


—¿Y se puede saber…?


—Se lanza unos pedos… —aclaró al fin un poco ruborizado.


—¡¡¡Juan!!!


—Tío Juan…, no es verdad. Aquel día, fue el tubo de escape de un coche.


—¡Claro, cielo! El de un coche pedorrento. Seguro. ¿Cómo está la niña de mis sueños? —preguntó a voz en grito cogiendo a su sobrina, asiéndola por la cintura y levantándola por encima de su cabeza.


—¡¡¡Bieeen!!!


En una de las vueltas, Juan vio al hombre apoyado junto a la barra de la cocina. Una sonrisa amplia, de franca camaradería ensanchó su boca.


—¡Ostras,Pedro, no te hacía por aquí.


—Pues ya ves, de visita, como tú. Te advierto que a mí tampoco me han recibido con los brazos abiertos…


—Es que aquí ya se sabe… Mi hermana tiene unas malas pulgas que pá qué. ¿No te habías dado cuenta?


—Da la imagen de mujer dulce y tranquila.


—Estarás hablando de otra —respondió con la risa bailándole en los ojos—. Porque ella… siempre me ha tenido bajo su bota. Para que lo sepas, colega, es una dictadora.


—¿Os conocéis? —preguntó Paula demasiado estupefacta como para hacer caso de las palabras de su hermano.


—Somos colegas desde hace años. Pedro es cliente. Nosotros le compramos la moto vieja y él a cambio nos compró la BMW.


—No sé si me voy a cambiar a la competencia. La última factura me ha dejado temblando.


—Venga, hombre, Pedro. A ver quién te va a tratar mejor que nosotros. Comos si otros fueran más baratos, tío.


—Un día de estos iré por ahí a comprobarlo. Y si lo encuentro os planto.


—Anda, ya, tío. Si nosotros ofrecemos el mejor servicio. Y además BMW. Y la marca no le da cancha a cualquiera, jod… Bueno, mejor me callo, que hay moros en la costa.


Paula miraba a uno y otro en ese intercambio de chanzas varoniles. Por un momento pensó si habría algún patógeno por ahí suelto que hubiera producido locura transitoria.


Todos se conocían. Todos estaban encantados de encontrarse. Todos bromeaban y eran felices. La única que se sentía como un pulpo en un garaje, en su propia casa, era ella.


Estaba incómoda y alterada.


Y más ante la presencia de Pedro dispuesto a quedarse.


En su momento, le había sorprendido que él hubiera aceptado su ruptura con tanta facilidad, sin intentar siquiera entrar de nuevo en su vida. Le conocía bien. Pedro no era de los que se conformaban sin luchar cuando quería algo.


Y ella se sabía ese “objeto de deseo”.


Si echaba la vista atrás, tenía que reconocer que se había enamorado de él casi sin querer.


Al principio pensó que era una atracción pasajera, meramente física, debida en parte a su larga sequía sexual. 


Pedro era un hombre que no pasaba desapercibido. Alto, fuerte, con una musculatura bien desarrollada gracias al ejercicio diario. Tenía una tez morena, con una semi barba permanente que le daba aire de chico malo y una risa franca que obligaba a establecer una confianza inmediata, ciega, en él.


Al poco, había descubierto que Pedro tenía un fondo demasiado oscuro. Y eso la asustó. Se había enamorado de él con una pasión arrolladora como jamás había sentido
por nadie. Ese imponente físico no era más que una envoltura de su riqueza interior, formado por una personalidad delicada, amable, detallista. Y su hambre de afecto. Esa sed de caricias. Estaba dispuesto a recoger cada migaja de cariño. Agradecía cada una de los besos que ella le daba como un regalo de los dioses, con una honda emoción. A veces, cuando estaban los dos desnudos en la cama, ella se sentía observada por sus ojos profundos. Y en su mirada le parecía detectar la humildad por haber disfrutado de ese rato de placer.


Sin embargo, aún persistía el escollo contra el que había encallado su relación. La falta de confianza se iba convirtiendo poco a poco en una masa densa y oscura a medida que aumentaba su intimidad. Pedro Alfonso era un hombre hermético, cargado de secretos que guardaba con celo, sin permitir que nadie abriera ni la más ligera brecha para acceder a ellos. Eso la había alejado de él.


Paula no creía que hubiera aparecido tan de repente en su casa para contárselos todos de golpe.


Pedro la observaba en silencio con todo el amor por ella reflejado en sus ojos. Nunca se había ido del todo. Solo se había mantenido en un segundo plano, aguardando el
momento oportuno en que ella recapacitara y se diera cuenta de que estaban hechos el uno para el otro. La espera era tediosa. Los días habían acabado por convertirse en
largas jornadas de trabajo. Empezaba a notar el agotamiento. Tenía la sensación de que su vida se había quedado en un impasse difícil de soportar. Y tenía miedo. A perderla para siempre.


El tan esperado momento de la reconciliación no acababa de llegar. Paula se mantenía firme. Por eso él, un hombre de acción, esa tarde había decidido retar al destino, y jugarse a los dados el futuro de ambos.


Paula se preguntaba si el encuentro del portal había sido el detonante para su regreso. O si lo había sido el entierro de su madre. No podía olvidar el momento en el que le había visto aparecer en el Sanatorio, de camino al trabajo, vestido con su chupa de piel desgastada y su aspecto de hombre peligroso. Había permanecido alejado, sin atreverse a
acercarse. Ella pudo apreciar las miradas asesinas que echó a Carlos Bouza, un figurín enfundado en un traje de lana fría gris marengo, plantado a su lado como si ella le hubiera
concedido tal derecho.


Notó el silencio de la sala. Todos estaban expectantes. La habían dejado evadirse en sus pensamientos. Esperaban que regresara lo antes posible de ese lejano país de las
reminiscencias en el que se había recluido. Sacudió la cabeza de manera imperceptible.


Pedro ha traído unas pizzas.


No se podía decir que fuera una de esas frases que harían historia, pero fue el pistoletazo —Estupendo. Pizza y cerveza después de un partido glorioso. ¿Qué más necesita un
hombre para ser feliz?


—No sabía que había partido. Hoy libraba, pude haber ido. ¿Perdimos…? —preguntó Pedro esperando una repuesta negativa.


—Pues sí, pero los chicos jugaron muy bien.


Su hermana puso los ojos en blanco por toda respuesta y se dirigió a la cocina.


Pedro apareció a su lado como surgido de la nada.


—Siéntate. Yo lo haré. En eso hemos quedado, ¿de acuerdo?


—De acuerdo.


La cogió de la mano antes de que pudiera escaparse. Tiró de ella y la arrimó a su pecho, sujetándola contra él con uno de sus brazos. Aprovechó su ofuscación para depositar un beso leve, dulce, en la comisura de sus labios. Sintió en su carne el trémulo estremecimiento de Paula. Una nube densa oscureció sus ojos cuando detectó unas lágrimas impertinentes en su lagrimal.


—Shsss. No. Ya estoy aquí. Nunca me he ido.


Sobre el hombro de ella echó una ojeada hacia la sala. La niña estaba distraída con las tonterías de su tío y él decidió aprovechar el momento. La arrastró hacia un rincón.


Se inclinó hacia ella y tomó su boca al asalto con la avaricia y la desesperación de a quién se le ha negado ese placer durante demasiado tiempo. Sus labios con sabor a jugosa fruta fresca atemperaron su sed de dicha. Ella se entregó con el reconocimiento pleno del ser amado. No le había olvidado. La constatación de ese hecho surgió con fuerza
en el fondo de su corazón. Aún no estaba todo perdido. 


Tendría una nueva oportunidad.


Las manos de Paula se elevaron para sujetar el rostro de Pedro entre sus palmas con la reverencia del que sostiene un objeto sagrado entre ellas. Acarició su mentón. Las yemas de sus dedos se sensibilizaron ante el roce rasposo de su barba. No había nada dúctil o blando en Pedro.


Una bola de fuego se asentó en sus entrañas. Sus piernas flojearon. Entre ellas manó la humedad del deseo. El ansia de tocar cada fragmento de piel del cuerpo masculino se
hizo irresistible. Se conformó con reseguir su rostro, tratando de introducir sus dedos entre los labios de ambos, hasta que él apartó la boca de los suyos y lamió con fruición las yemas una a una.


Pedro se fijó en el envoltorio que cubría su dedo. Fue quitando el papel con calma desesperante. Primero una vuelta, después la siguiente, con la sensualidad propia del que desnuda a una mujer hasta eliminar cada una de las prendas que visten su cuerpo.


Observó el punto rojo, un poco sanguinolento. Le dolió su herida. Introdujo el dedo en la boca con extremada sensualidad y lo chupó cadencioso, sin apartar en ningún momento la mirada enturbiada de los ojos de ella para el regreso a la normalidad.


Con una mano, asió a Paula por las nalgas y la apretó contra él hasta acomodar su masculinidad en la blandura de su vientre. Ella contuvo un grito de desesperación por tenerle dentro. Los caminos que trazaban su lengua alrededor de su dedo, junto con las pequeñas pulsaciones de su sexo, le parecían lo más erótico que había disfrutado jamás.


Sus besos y el contacto de sus manos por encima de sus ropas les supieron a poco. La pasión, adormecida a lo largo de los últimos meses, no se podía calmar en unos minutos
robados.


—Tal vez después… —dijo él contra su boca, esperanzado.


Paula sonrió un tanto avergonzada. Tenía el rostro arrebolado, los ojos acuosos y los labios hinchados. Había estado a punto de entregarse a él en un rincón de su cocina, con su hija y su hermano sentados en el sofá de la sala. Así no podía ponerse a comer una vulgar pizza, como si tal cosa.


—Voy un momento al dormitorio —farfulló violenta.


Él sonrió ufano por haber despertado ese deseo incontrolable en ella. Con las cajas de pizza en la mano, entró en la sala. En apariencia era el hombre de siempre, calmado, de rostro impasible. Por dentro, su cuerpo ardía con la furia de un incendio devastador.






REGRESA A MI: CAPITULO 7




Cuando sonó el timbre de la puerta, Paula estaba a punto de aullar.


El temporal de agua y viento les había retenido en casa toda la tarde del domingo.


Las carreras de Camila y Pongo se habían sucedido sin parar por el saloncito. La tranquilidad relativa, que había sido su casa hasta entonces, se había convertido en la Isla de las Tormentas.


Acababan de hacer añicos su última adquisición. Las margaritas de invierno de cabeza azul violáceo estaban tiradas en el suelo en medio de un charco y de vidrios rotos.


Tenía a los dos sentados en el sofá mientras ella secaba la alfombra y trataba de salvar alguna de sus flores. A esas horas, su resistencia de madre había alcanzado el punto de
fusión.


Además había discutido un buen rato al teléfono con Carlos, porque se había negado a salir con él esa noche para tomar una copa. El hombre se negaba a entender que ella tenía una hija. Había colgado malhumorado. Ella no volvió a llamarle. Su amabilidad tenía un límite.


Paula rezó con fervor para que fuera su hermano. Así podría mandarlos a los tres a la calle, a ver si la lluvia sedaba a aquellos dos diablos que tenía instalados en su casa.


Retuvo el insulto que tenía en la punta de la lengua mientras se arrancaba sin miramientos un fragmento de cristal clavado en un dedo. No iba dirigido contra nadie en particular, solo contra sí misma por haberse dejado llevar por la idea romántica de que un perro en casa era una buena idea. Eso solo daba resultado en los hogares de padres permisivos e hijos encantadores que salían en las películas americanas de Walt Disney. No en el de una mujer soltera, que compartía los escasos metros cuadrados de su vivienda con una hija de seis años y un perro loco, además de feo.


Envolvió el dedo herido en una larga tira de papel de váter, caminó presurosa hasta la puerta, la abrió y se dio la vuelta sin esperar a ver quien entraba.


—¡¡¡El Hombre del Saxo!!!


Al oír la exclamación alegre de su hija creyó desmayarse del susto. Se volvió con lentitud. Camila tenía que estar equivocada. En cuanto se girara, él se habría esfumado. De ninguna manera podía presentarse en su casa sin avisar. Ni tampoco avisando. No era bienvenido de ninguna de las maneras.


Pero la suerte y ella no eran compatibles. El Hombre del Saxo, con todo su tamaño desplegado, obstruía la puerta.


—¿¿¿Qué haces aquí??? ¡Camila, quieta ahí y contén a ese chucho!


Pedro se preguntó si todas las madres tenían ojos en la nuca. Paula estaba echándole de su casa cuando aún no había puesto un pie dentro, y al mismo tiempo era capaz de detener la carrera espontánea de su hija. Él no tenía experiencia en madres.


Jamás había tenido una, al menos que recordara, por eso siempre le sorprendía la percepción de algunas.


—Hola, Camila —saludó a la niña descalza y compungida sobre el sofá.


Paula obstruyó la puerta con su cuerpo, con cara ceñuda. 


Una amazona pretendiendo detener el avance enemigo.


—Aún no me has respondido.


—Si no me has dado tiempo. Me has asustado antes de entrar.


—Ya, seguro. Y no. No vas a entrar.


—Me sobra un montón de pizza. Y ¡¡helado!! —Elevó la voz—. De chocolate, de chocolate con nueces de Macadamia y de chocolate con cookies.


—Mamáaaa… deja entrar al Hombre del Saxo. Viene a repartir su comida con Pongo y conmigo.


Paula no varió la expresión. Tenía la partida perdida de antemano. Aún así debía de luchar un poco, aunque no fuera más que para salvar su dignidad.


—Esto es juego sucio.


—Claro, pero en el amor y en la guerra todo vale.


—No estamos en guerra. Y en cuanto a lo otro, te pedí que dejáramos de vernos — murmuró para que solo la oyera él.


—No, no me lo pediste. Te marchaste una madrugada después de haber pasado parte de la noche entre mis brazos y te negaste a volverme a ver. Sin explicaciones —
respondió inclinándose hacia delante, en el mismo tono bajo.


Sintió el aliento de él en su oído. Un aire tormentoso y denso que contrastaba con los recuerdos lejanos de unos besos abrasadores depositados en la base de su cuello. La quemazón del deseo ardió en su bajo vientre. Paula decidió no dejarse seducir por esa combustión espontánea.


—Era lo mejor para los dos —respondió con un tono calmado que le costaba mantener—. Mi vida ya es demasiado complicada.


—Era lo que tú decidiste. No lo que yo pensaba.


—Hombre del Saxo, se va a derretir el helado y no vamos a poder comerlo.


El tono quejumbroso de Camila les conmino a separarse. 


Ambos dieron un salto hacia atrás simultáneo. Los segundos parecieron prolongarse.


Paula cedió. Se echó a un lado a sabiendas de que iba a cometer un grave error. Con ese movimiento aceptaba en su casa la presencia del hombre a quien había jurado no volver a ver. Él la contempló desde el umbral con la ceja enarcada, sorprendido de su fácil rendición.


—Camila, se llama Pedro y es nuestro vecino —reprendió 
Paula a la niña de manera afectada sin dejar de observar al hombre que tanto añoraba—. Le conociste el otro día, ¿recuerdas?


—Ya le conocía de antes y ya sé cómo se llama. La abuela me dijo que era amigo tuyo. Y que tú le gustabas mucho.


Pedro se echó a reír. El rostro de Paula se volvió de color carmín.


—Ya ves. Tu madre era una mujer sabia. Y parece que tu hija ha heredado su mente lúcida —sentenció con la seguridad del que se sabe vencedor de la partida, al tiempo que la sorteaba y se introducía en su pequeño apartamento—. Oye, Camila. ¿Qué te parece si me ayudas y así dejamos descansar un poco a tu madre?


Paula no dulcificó su rostro. Él, por el contrario, le sonrió con aire de suficiencia.


Depositó un beso rápido en su coronilla. Ella se insultó a sí misma. En su estómago revoloteaban esas impertinentes mariposillas que aparecían siempre que le tenía cerca.


—Aunque no te lo creas, tiempo atrás yo también fui un niño. Las largas tardes de lluvia, encerrado entre cuatro paredes, eran lo mejor para poner a prueba el valor de mi madre de acogida.


—¿De acogida?


Le miró estupefacta. Era la primera noticia que tenía. Habían salido juntos durante unos meses. Se había enamorado de él hasta la desesperación. Ella había desnudado su vida y su alma ante él, como nunca creyó poder hacerlo ante nadie.


Le había hablado de sus anhelos y deseos más profundos, de la pérdida de sus sueños juveniles de felicidad. También de sus errores y desdichas.


De ese poso de soledad atormentadora que queda tras el engaño. El hombre con el que esperaba compartir su vida había sido un niñato cobarde del que no había vuelto a saber nada. Huyó antes del nacimiento de Camila porque no podía soportar la presión de un bebé. Nunca se había interesado por la niña y nunca había contribuido a su mantenimiento.


Le contó que había dejado sus estudios para ponerse a trabajar. Y de cómo ahora tenía un buen puesto en la sección de perfumería de lujo de los grandes almacenes. No dependía de nadie. Ella sola se ocupaba de que no le faltara de nada a su hija.


Le había hablado con total franqueza. Pedro era el oyente perfecto, atento y comprensivo. El amante generoso que sabía actuar como un sanador, imponiendo sus manos en todos sus lugares secretos hasta llevarla al goce absoluto, hasta hacerla perder la consciencia y permitirle alcanzar el olvido.


Sin embargo, jamás había dicho ni una sola palabra acerca de su pasado. Ni siquiera de sus sueños, ilusiones o intenciones presentes. Era un hombre hermético, cuya mandíbula adquiría la compleja estructura del granito en cuanto ella intentaba raspar en la superficie de su vida.


—Me llamo Pedro Alfonso. Nací en Valladolid. Estudié Derecho y Psicología y soy inspector de policía. Un flic —había bromeado, como si fuera un mal actor de cine francés.


Esos eran los datos que le había ofrecido sobre su persona. 


Los mismos que había soltado nada más conocerse el día que les presentó un conocido común. Los mismos que tenía a los seis meses de su relación.


Por eso se había apartado de él. No podía seguir con un hombre que no confiaba en ella.


Y ahora, delante de su hija y del maldito chucho insinuaba que había pasado su infancia en una casa de acogida. 


¿Esperaba que sintiera empatía por él? Por ella cómo si
había vivido en el Congo con misioneros.


Pedro la miraba con una ceja enarcada y una sonrisa algo irónica, algo ladeada, sin atreverse a lucirla del todo para no tentar demasiado su suerte. Era consciente de los pensamientos poco gratos que cruzaban por su cabeza.


Paula carecía de malicia. Él leía en su rostro como si fuera transparente. Y no porque fuera policía, lo que le permitía detectar las patrañas que le contaban a diario con solo mirar a la cara de un sujeto. Era más profundo. Ella nunca había tenido que recurrir al fraude o a la falsedad para sobrevivir, y por lo tanto no sabía cómo usarlos en su propio beneficio.


—Si voy a entrar en vuestras vidas, es hora de que conozcas algo más de mí.


Paula tamborileó en el suelo con la punta del pie y miró exasperada hacia el techo, como si pidiera la intervención divina.


—No vas a entrar en nuestras vidas ni con un calzador. Olvídate. No me interesa para nada saber algo más de ti. Ya sé que eres inspector de policía y que tocas el saxo. Con eso es más que suficiente.


—Paula —echó un vistazo y vio que Camila estaba de espaldas a ellos, de puntillas ante la barra de la cocina, curioseando en el interior de las cajas de pizza—, creo que
debes saber que he venido a quedarme y que nada me hará cambiar de opinión.


—¡Oh, señor de los señores, gracias, gracias por comunicármelo! — exclamó elevando las manos. Él se limitó a sonreír divertido ante su sarcasmo—. Eres un estúpido arrogante. No te quiero en mi vida, Pedro.


—Te creo, pero las cosas son así. Yo sí las quiero en la mía. A las dos. Es conveniente que lo sepas.











martes, 28 de abril de 2015

REGRESA A MI: CAPITULO 6





Pedro Alfonso desmontó de su BMW, se sacó el casco. La lluvia se escurrió por la cabeza y el rostro, y resbaló por las mangas de su campera de Gore Tex hasta depositarse en sus manos, desnudas de guantes.


Había veces que un hombre necesitaba sobre su cuerpo el agua purificadora de la lluvia para recordarle que no todo era sordidez. Ese día, había soportado ya bastante crueldad.


A primera hora de la mañana, Un hombre había apuñalado en la calle a su ex-pareja y después había intentado suicidarse. Sin éxito. Pedro se preguntaba por qué esos hijos de su madre no se suicidaban antes de hacer tanto daño. La mujer saldría adelante. Esa había tenido suerte. Si es que de suerte se podía hablar cuando uno recibía ocho puñaladas mientras arrastraba el carrito de la compra. El ex también sanaría. De poco le iba a servir. Tendría que pasar varios años en la cárcel.


Con el apresamiento del criminal y la salvación de la víctima se podría hablar de un final feliz, aunque no eliminaba su angustia interior, ni tampoco acababa con la maldad humana.


Se sacudió el pelo empapado como si fuera un perro callejero. Y en definitiva eso era. La moto BMW cara, la ropa cara, las botas caras, podían ocultar el origen de un hombre. 


Eran la pátina dorada con la que se presentaba ante los demás. Pero el olor a putrefacción no se iba jamás de su pituitaria. No se podía hacer con él como con las sábanas sucias de la semana. Llevarlo el sábado a la lavandería para que te lo devolvieran con aroma a flores el martes siguiente. O cuando le apeteciera ir a buscarlas. A veces prefería quedarse en casa, tocando con el saxo las baladas que el mismo adaptaba del jazz cool de Chet Baker o de Petrucciani, dos que había amortiguado el dolor con la música.


Entró en el portal, arrastrando consigo la oscuridad del dolor humano. Pestañeó.


Camila estaba sentada en el primer escalón. Una estrella luminosa en las sombras de su vida.


Llevaba un chándal rosa y unas zapatillas de casa con forma de león que parecían escapársele de los pies. Mantenía los codos apoyados sobre las rodillas y su cara mostraba un aburrimiento absoluto.


Sujetaba con una coqueta cadenita al perro más espantoso que había visto en su vida. Y eso que había visto muchos, y espantosos.


—Hola —saludó amable, iniciando la subida, intentando sortear a la pequeña.


—Hola, Hombre del Saxo —respondió ella con alegría.


Pedro se quedó inmóvil como una estatua de sal, con un pie en el escalón superior.


Se volvió y la miró. Por primera vez en años pensó en los ángeles. En esos de pelo negro y rizado de retablos barrocos de iglesia.


—¿Sabes quien soy?


—Claro, vives arriba. Me gusta la música que tocas. Algunas veces es muy triste. Y otras, te dan ganas de ponerte a bailar.


—Así que puedes oír el saxo desde tu casa.


La niña se encogió de hombros. No estaba segura de si debía de contestar la verdad.


A lo mejor a él le molestaba que le oyeran tocar.


—Solo cuando está todo en silencio. Cuando nanita no está viendo la televisión. La pone muy alta porque dice que así aprende mejor.


Pedro asintió con la cabeza. Debía de haberlo tenido en cuenta.


Recordó la tarde en que la energúmena rusa que cuidaba a la chiquilla había subido a su piso.


—Túuu parrraaar. Nena enfeerrrma. Túuu parar. Febrrre —le amenazó posando un dedo más grueso que un fuet sobre su pecho.


En aquel entonces, la fuerza violenta de la mujer casi hizo aflorar esa ira que él mantenía sujeta por las riendas con tanto esfuerzo.


Se imaginó qué cara pondría si la expulsara de su puerta a punta de pistola, con el arma reglamentaria que tenía oculta en su habitación. Pero se controló. Pidió disculpas y cerró la puerta en las narices de la mujer. Después, guardó el saxo en su funda rígida. Por Camila, la hija de Paula, a la que él podría haber dado su nombre si la vida fuera otra.


Nunca habían hablado, pero a él le gustaba escuchar su risa cuando se la encontraba en la calle.


Apartó de su mente esos pensamientos que no hacía más que retorcer sus entrañas.


—Y bueno, señorita —ella rió por el título de cortesía mostrando una encía con huecos, sin espantarse en absoluto por el tono severo de él—. ¿Se puede saber que haces aquí sentada?


Camila no quiso decírselo. Los “mayores” no entendían muy bien las cosas. Optó por dar una explicación que pudiera entender.


—Salí a pasear con Pongo y me dejé las llaves.


—¿Las llaves? —preguntó desconcertado—. ¿Qué llaves? ¿Tu madre te permite tener llaves? Vamos, nena, dime que haces aquí tú sola.


El Hombre del Saxo no hacía más que repetir la misma frase con distinto tono, pero claro, era normal, a fin de cuentas era músico. Aunque no le parecía que ahora estuviera cantando. Perecía sorprendido, un poco enfadado, incluso. Aun así, ella se lo podía perdonar. Era bastante más listo que el tío Juan.


El tío Juan era genial. Cuando la cuidaba, no se enteraba de ninguno de sus trucos para retrasar la hora de acostarse.


—Claro que no tengo. Aún soy pequeña —respondió con aire de suficiencia—. Pero es que Pongo quería hacer pis y me las dejé dentro, colgadas en la cerradura.


—¿Y la rusa? ¿Se puede saber dónde está?


Camila no pensaba decirle que se había escapado. Daria estaba ante el televisor, haciendo como que cosía el dobladillo de un pantaloncito.


—No es rusa. Es uraniana.


—Ucraniana —“Sí eso, uraniana”, la oyó repetir en voz baja.


—Y bien, dónde está ese cancerbero uraniano que te cuida.


Ella se rió mostrando de nuevo la falta de dientes.


—Tú también ahora lo has dicho mal. ¿Era a propósito? Y cancerero era un perro grande. Yo solo tengo a Pongo, ¿te gusta?


Pedro contempló al perro. Blanco con grandes manchones negros, como si una prenda de luto se hubiera desteñido sobre su lomo. Patas cortas. Morro aplastado. Ojos saltones con alguna que otra legaña. Orejas puntiagudas. 


No, no se podía decir que fuera una belleza. Más bien era patético y lo observaba a su vez con recelo.


Y supo que Camila, con esas armas sutiles que toda fémina lleva impresas en el código genético, le estaba liando como a un pardillo para no decirle la verdad. ¡Menudo poli de pacotilla estaba hecho!


—No está mal —dijo sin comprometerse. Era inútil someterla a un tercer grado.


Sabía de antemano que ella no pensaba hablar.


—Es precioso. Lo escogí yo en la protectora —y el sonido de la ce se escapó por el hueco de sus dientes—, donde trabaja Lourdes. Es nuestra amiga. Mi mamá la ayuda los días que no tiene que ir a trabajar.


En otro tiempo también la ayudaba yo, quiso gritar.


Por aquel entonces, Camila se quedaba con la abuela, mientras Paula y él hacían una escapada corta, hasta la protectora o hacia donde les apeteciera. Al final, él tenía su premio. Solían acabar en su piso y en su cama, arañando unos instantes al tiempo para poder estar juntos. No quería pensar en eso ahora. Guardó la congoja dentro de su pecho.


—Bien, jovencita —su tono, sin querer se había endurecido. No quería asustarla, pero tampoco quería que anduviera sola por la calle. Había demasiados peligros—, volvamos al
principio. ¿Hay alguien en casa?


Camila puso morritos y le contempló con falsa compunción. ¡Cómo si su tono de poli malo pudiera hacer mella en ella!


El portal de la calle se abrió. El chirrido metálico de la cerradura de seguridad hizo que los dos volvieran la vista. 


Pedro oyó el largo suspiro de la niña. La persona que
entraba iba a evitarla un mal trago. Su mente estaba tratando de inventar un cuento chino para que él se lo tragara.


—¡¡¡Mamá!!! —soltó a voz en grito, y corrió a los brazos liberadores que se abrían para recibirla.


Paula acogió a su hija que puso sus piernas alrededor de la cintura de su madre. La acunó amorosa contra su pecho, mientras se agachaba un poco para poder acariciar con una mano la cabeza del perrillo, empeñado en dejar la marca de sus patitas en el delicado abrigo gris perla, comprado en las rebajas del invierno anterior. Por encima del hombro de la niña observó al hombre que permanecía rígido y mudo junto a la barandilla.


Su pecho ancho, sus caderas estrechas y sus piernas largas, le daban perfecta idea de su virilidad. Cualquier mujer estaría dispuesta a exhalar por él hasta su último suspiro.


Era el rostro enjuto, el pelo negro que el agua había rizado en las puntas y los ojos oscuros, duros, inquisitivos, de mirada penetrante, los que configuraban esa aura sombría, de violencia contenida, que a ella tanto le había inquietado.


—Se ha olvidado las llaves.


El tono profundo produjo un revoloteo de pequeñas mariposas en el estómago de Paula. Aún tardó un rato en asimilar lo que él le decía y a quién se refería.


—Si no tiene…


Su voz, incluso a ella misma, le sonó distante.


—Ya lo supongo. Así que me temo que te toca a ti averiguar qué hace aquí sola, sentada en un escalón y con ese chucho a sus pies.


Paula alejó un poco a su hija de su pecho para ver su cara. 


La conocía bien. Era capaz de inventarse cualquier historia. 


Tenía una imaginación desbocada.


—¿Camila? —inquirió severa.


—No es un chucho. Es un perro pequeño.


—Eso no responde a la pregunta. ¿Qué haces aquí fuera y dónde está Daria?


—Solo quería esperarte, mami. Ver como entrabas —respondió demasiado rápido toqueteando con sus deditos con olor a perro húmedo el rostro maquillado de su madre.


—Bien. Como explicación, vale —se conformó Pedro.


Los dos adultos se contemplaron desde lejos. Por primera vez en meses una corriente de complicidad fluyó entre ellos. 


Ambos habían detectado la mentira. Paula se dijo que tendría que sonsacar por la noche a su hija en qué había consistido la aventura del portal.


—Gracias por cuidarla.


Él no respondió, absorto en la contemplación de la mujer. El pelo corto, en un corte a capas, de color castaño con las puntas teñidas en dorado, y el rostro fino, algo afilado, le otorgaban un aire de eterna adolescente. Pero eran sus ojos pardos, colmados de ternura, los que le impedían conciliar el sueño. Una vez le habían mirado a él, oscurecidos por el deseo, mientras sus cuerpos desnudos se movían al unísono, en una danza de pasión.


Tenerla allí, con su hija en brazos, incrementaba el profundo amor que sentía por esa mujer. Los largos meses de separación no habían logrado menguar ni un ápice la intensidad de sus sentimientos.


—Será mejor que entremos en casa—dijo Paula incómoda ante el silencio de él.


Pedro asintió con un leve gesto. No podía hablar porque temía que de su garganta saliera un sollozo agónico. No quería dejarlas ir. Las necesitaba. A las dos. A la mujer de sus sueños y a la niña, capaz de transmitir tanta alegría a su alma atormentada.