miércoles, 29 de abril de 2015

REGRESA A MI: CAPITULO 8




El corazón de Paula latió lleno de gozo. Pedro quería a las dos. A Camila, la niña olvidada por su propio padre. Lo había dicho con esa determinación tan suya.


Negó con la cabeza. Necesitaba cordura, no dejarse seducir por las palabras de un hombre del que apenas conocía nada.


El timbre evitó que diera la respuesta contundente que tenía en la punta de la lengua.


Eran tres pulsos cortos, tres largos y tres cortos.Paula suspiró. Ya sabía quién clamaba SOS. Aunque la que debería de pedir que la rescataran era ella misma.


—A buenas horas, llegas —no se permitió cortesía alguna para recibir a su hermano Juan—. Te necesitaba a media tarde para que sacaras a pasear a estos dos diablos.


—No pude llegar antes. Había partido del Celta. Creía que te lo había dicho.


—Pues no, mira tú por dónde. No me lo habías dicho.


—Se me habrá olvidado.


Conocía de sobra a Juan. Regateaba los conflictos con el arte de un jugador de fútbol, ante otro del equipo contrario. Decirle que esa tarde no iría pronto equivalía a una discusión. Así que mejor callarse. Ella tampoco podía protestar demasiado. Desde que la madre de ambos había muerto, Juan era un puntal a la hora de cuidar a Camila.


—Seguro —afirmó sarcástica, harta de hombres que hacían siempre su santa voluntad.


—Y además, y para que lo sepas, no tengo ninguna intención de salir a pasear con ese chucho. Me da vergüenza.


Paula le miró asombrada. Por lo que ella sabía Juan y el perro congeniaban muy bien. Ambos tenían el cerebro del tamaño de un guisante.


—¿Y se puede saber…?


—Se lanza unos pedos… —aclaró al fin un poco ruborizado.


—¡¡¡Juan!!!


—Tío Juan…, no es verdad. Aquel día, fue el tubo de escape de un coche.


—¡Claro, cielo! El de un coche pedorrento. Seguro. ¿Cómo está la niña de mis sueños? —preguntó a voz en grito cogiendo a su sobrina, asiéndola por la cintura y levantándola por encima de su cabeza.


—¡¡¡Bieeen!!!


En una de las vueltas, Juan vio al hombre apoyado junto a la barra de la cocina. Una sonrisa amplia, de franca camaradería ensanchó su boca.


—¡Ostras,Pedro, no te hacía por aquí.


—Pues ya ves, de visita, como tú. Te advierto que a mí tampoco me han recibido con los brazos abiertos…


—Es que aquí ya se sabe… Mi hermana tiene unas malas pulgas que pá qué. ¿No te habías dado cuenta?


—Da la imagen de mujer dulce y tranquila.


—Estarás hablando de otra —respondió con la risa bailándole en los ojos—. Porque ella… siempre me ha tenido bajo su bota. Para que lo sepas, colega, es una dictadora.


—¿Os conocéis? —preguntó Paula demasiado estupefacta como para hacer caso de las palabras de su hermano.


—Somos colegas desde hace años. Pedro es cliente. Nosotros le compramos la moto vieja y él a cambio nos compró la BMW.


—No sé si me voy a cambiar a la competencia. La última factura me ha dejado temblando.


—Venga, hombre, Pedro. A ver quién te va a tratar mejor que nosotros. Comos si otros fueran más baratos, tío.


—Un día de estos iré por ahí a comprobarlo. Y si lo encuentro os planto.


—Anda, ya, tío. Si nosotros ofrecemos el mejor servicio. Y además BMW. Y la marca no le da cancha a cualquiera, jod… Bueno, mejor me callo, que hay moros en la costa.


Paula miraba a uno y otro en ese intercambio de chanzas varoniles. Por un momento pensó si habría algún patógeno por ahí suelto que hubiera producido locura transitoria.


Todos se conocían. Todos estaban encantados de encontrarse. Todos bromeaban y eran felices. La única que se sentía como un pulpo en un garaje, en su propia casa, era ella.


Estaba incómoda y alterada.


Y más ante la presencia de Pedro dispuesto a quedarse.


En su momento, le había sorprendido que él hubiera aceptado su ruptura con tanta facilidad, sin intentar siquiera entrar de nuevo en su vida. Le conocía bien. Pedro no era de los que se conformaban sin luchar cuando quería algo.


Y ella se sabía ese “objeto de deseo”.


Si echaba la vista atrás, tenía que reconocer que se había enamorado de él casi sin querer.


Al principio pensó que era una atracción pasajera, meramente física, debida en parte a su larga sequía sexual. 


Pedro era un hombre que no pasaba desapercibido. Alto, fuerte, con una musculatura bien desarrollada gracias al ejercicio diario. Tenía una tez morena, con una semi barba permanente que le daba aire de chico malo y una risa franca que obligaba a establecer una confianza inmediata, ciega, en él.


Al poco, había descubierto que Pedro tenía un fondo demasiado oscuro. Y eso la asustó. Se había enamorado de él con una pasión arrolladora como jamás había sentido
por nadie. Ese imponente físico no era más que una envoltura de su riqueza interior, formado por una personalidad delicada, amable, detallista. Y su hambre de afecto. Esa sed de caricias. Estaba dispuesto a recoger cada migaja de cariño. Agradecía cada una de los besos que ella le daba como un regalo de los dioses, con una honda emoción. A veces, cuando estaban los dos desnudos en la cama, ella se sentía observada por sus ojos profundos. Y en su mirada le parecía detectar la humildad por haber disfrutado de ese rato de placer.


Sin embargo, aún persistía el escollo contra el que había encallado su relación. La falta de confianza se iba convirtiendo poco a poco en una masa densa y oscura a medida que aumentaba su intimidad. Pedro Alfonso era un hombre hermético, cargado de secretos que guardaba con celo, sin permitir que nadie abriera ni la más ligera brecha para acceder a ellos. Eso la había alejado de él.


Paula no creía que hubiera aparecido tan de repente en su casa para contárselos todos de golpe.


Pedro la observaba en silencio con todo el amor por ella reflejado en sus ojos. Nunca se había ido del todo. Solo se había mantenido en un segundo plano, aguardando el
momento oportuno en que ella recapacitara y se diera cuenta de que estaban hechos el uno para el otro. La espera era tediosa. Los días habían acabado por convertirse en
largas jornadas de trabajo. Empezaba a notar el agotamiento. Tenía la sensación de que su vida se había quedado en un impasse difícil de soportar. Y tenía miedo. A perderla para siempre.


El tan esperado momento de la reconciliación no acababa de llegar. Paula se mantenía firme. Por eso él, un hombre de acción, esa tarde había decidido retar al destino, y jugarse a los dados el futuro de ambos.


Paula se preguntaba si el encuentro del portal había sido el detonante para su regreso. O si lo había sido el entierro de su madre. No podía olvidar el momento en el que le había visto aparecer en el Sanatorio, de camino al trabajo, vestido con su chupa de piel desgastada y su aspecto de hombre peligroso. Había permanecido alejado, sin atreverse a
acercarse. Ella pudo apreciar las miradas asesinas que echó a Carlos Bouza, un figurín enfundado en un traje de lana fría gris marengo, plantado a su lado como si ella le hubiera
concedido tal derecho.


Notó el silencio de la sala. Todos estaban expectantes. La habían dejado evadirse en sus pensamientos. Esperaban que regresara lo antes posible de ese lejano país de las
reminiscencias en el que se había recluido. Sacudió la cabeza de manera imperceptible.


Pedro ha traído unas pizzas.


No se podía decir que fuera una de esas frases que harían historia, pero fue el pistoletazo —Estupendo. Pizza y cerveza después de un partido glorioso. ¿Qué más necesita un
hombre para ser feliz?


—No sabía que había partido. Hoy libraba, pude haber ido. ¿Perdimos…? —preguntó Pedro esperando una repuesta negativa.


—Pues sí, pero los chicos jugaron muy bien.


Su hermana puso los ojos en blanco por toda respuesta y se dirigió a la cocina.


Pedro apareció a su lado como surgido de la nada.


—Siéntate. Yo lo haré. En eso hemos quedado, ¿de acuerdo?


—De acuerdo.


La cogió de la mano antes de que pudiera escaparse. Tiró de ella y la arrimó a su pecho, sujetándola contra él con uno de sus brazos. Aprovechó su ofuscación para depositar un beso leve, dulce, en la comisura de sus labios. Sintió en su carne el trémulo estremecimiento de Paula. Una nube densa oscureció sus ojos cuando detectó unas lágrimas impertinentes en su lagrimal.


—Shsss. No. Ya estoy aquí. Nunca me he ido.


Sobre el hombro de ella echó una ojeada hacia la sala. La niña estaba distraída con las tonterías de su tío y él decidió aprovechar el momento. La arrastró hacia un rincón.


Se inclinó hacia ella y tomó su boca al asalto con la avaricia y la desesperación de a quién se le ha negado ese placer durante demasiado tiempo. Sus labios con sabor a jugosa fruta fresca atemperaron su sed de dicha. Ella se entregó con el reconocimiento pleno del ser amado. No le había olvidado. La constatación de ese hecho surgió con fuerza
en el fondo de su corazón. Aún no estaba todo perdido. 


Tendría una nueva oportunidad.


Las manos de Paula se elevaron para sujetar el rostro de Pedro entre sus palmas con la reverencia del que sostiene un objeto sagrado entre ellas. Acarició su mentón. Las yemas de sus dedos se sensibilizaron ante el roce rasposo de su barba. No había nada dúctil o blando en Pedro.


Una bola de fuego se asentó en sus entrañas. Sus piernas flojearon. Entre ellas manó la humedad del deseo. El ansia de tocar cada fragmento de piel del cuerpo masculino se
hizo irresistible. Se conformó con reseguir su rostro, tratando de introducir sus dedos entre los labios de ambos, hasta que él apartó la boca de los suyos y lamió con fruición las yemas una a una.


Pedro se fijó en el envoltorio que cubría su dedo. Fue quitando el papel con calma desesperante. Primero una vuelta, después la siguiente, con la sensualidad propia del que desnuda a una mujer hasta eliminar cada una de las prendas que visten su cuerpo.


Observó el punto rojo, un poco sanguinolento. Le dolió su herida. Introdujo el dedo en la boca con extremada sensualidad y lo chupó cadencioso, sin apartar en ningún momento la mirada enturbiada de los ojos de ella para el regreso a la normalidad.


Con una mano, asió a Paula por las nalgas y la apretó contra él hasta acomodar su masculinidad en la blandura de su vientre. Ella contuvo un grito de desesperación por tenerle dentro. Los caminos que trazaban su lengua alrededor de su dedo, junto con las pequeñas pulsaciones de su sexo, le parecían lo más erótico que había disfrutado jamás.


Sus besos y el contacto de sus manos por encima de sus ropas les supieron a poco. La pasión, adormecida a lo largo de los últimos meses, no se podía calmar en unos minutos
robados.


—Tal vez después… —dijo él contra su boca, esperanzado.


Paula sonrió un tanto avergonzada. Tenía el rostro arrebolado, los ojos acuosos y los labios hinchados. Había estado a punto de entregarse a él en un rincón de su cocina, con su hija y su hermano sentados en el sofá de la sala. Así no podía ponerse a comer una vulgar pizza, como si tal cosa.


—Voy un momento al dormitorio —farfulló violenta.


Él sonrió ufano por haber despertado ese deseo incontrolable en ella. Con las cajas de pizza en la mano, entró en la sala. En apariencia era el hombre de siempre, calmado, de rostro impasible. Por dentro, su cuerpo ardía con la furia de un incendio devastador.






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