miércoles, 29 de abril de 2015

REGRESA A MI: CAPITULO 7




Cuando sonó el timbre de la puerta, Paula estaba a punto de aullar.


El temporal de agua y viento les había retenido en casa toda la tarde del domingo.


Las carreras de Camila y Pongo se habían sucedido sin parar por el saloncito. La tranquilidad relativa, que había sido su casa hasta entonces, se había convertido en la Isla de las Tormentas.


Acababan de hacer añicos su última adquisición. Las margaritas de invierno de cabeza azul violáceo estaban tiradas en el suelo en medio de un charco y de vidrios rotos.


Tenía a los dos sentados en el sofá mientras ella secaba la alfombra y trataba de salvar alguna de sus flores. A esas horas, su resistencia de madre había alcanzado el punto de
fusión.


Además había discutido un buen rato al teléfono con Carlos, porque se había negado a salir con él esa noche para tomar una copa. El hombre se negaba a entender que ella tenía una hija. Había colgado malhumorado. Ella no volvió a llamarle. Su amabilidad tenía un límite.


Paula rezó con fervor para que fuera su hermano. Así podría mandarlos a los tres a la calle, a ver si la lluvia sedaba a aquellos dos diablos que tenía instalados en su casa.


Retuvo el insulto que tenía en la punta de la lengua mientras se arrancaba sin miramientos un fragmento de cristal clavado en un dedo. No iba dirigido contra nadie en particular, solo contra sí misma por haberse dejado llevar por la idea romántica de que un perro en casa era una buena idea. Eso solo daba resultado en los hogares de padres permisivos e hijos encantadores que salían en las películas americanas de Walt Disney. No en el de una mujer soltera, que compartía los escasos metros cuadrados de su vivienda con una hija de seis años y un perro loco, además de feo.


Envolvió el dedo herido en una larga tira de papel de váter, caminó presurosa hasta la puerta, la abrió y se dio la vuelta sin esperar a ver quien entraba.


—¡¡¡El Hombre del Saxo!!!


Al oír la exclamación alegre de su hija creyó desmayarse del susto. Se volvió con lentitud. Camila tenía que estar equivocada. En cuanto se girara, él se habría esfumado. De ninguna manera podía presentarse en su casa sin avisar. Ni tampoco avisando. No era bienvenido de ninguna de las maneras.


Pero la suerte y ella no eran compatibles. El Hombre del Saxo, con todo su tamaño desplegado, obstruía la puerta.


—¿¿¿Qué haces aquí??? ¡Camila, quieta ahí y contén a ese chucho!


Pedro se preguntó si todas las madres tenían ojos en la nuca. Paula estaba echándole de su casa cuando aún no había puesto un pie dentro, y al mismo tiempo era capaz de detener la carrera espontánea de su hija. Él no tenía experiencia en madres.


Jamás había tenido una, al menos que recordara, por eso siempre le sorprendía la percepción de algunas.


—Hola, Camila —saludó a la niña descalza y compungida sobre el sofá.


Paula obstruyó la puerta con su cuerpo, con cara ceñuda. 


Una amazona pretendiendo detener el avance enemigo.


—Aún no me has respondido.


—Si no me has dado tiempo. Me has asustado antes de entrar.


—Ya, seguro. Y no. No vas a entrar.


—Me sobra un montón de pizza. Y ¡¡helado!! —Elevó la voz—. De chocolate, de chocolate con nueces de Macadamia y de chocolate con cookies.


—Mamáaaa… deja entrar al Hombre del Saxo. Viene a repartir su comida con Pongo y conmigo.


Paula no varió la expresión. Tenía la partida perdida de antemano. Aún así debía de luchar un poco, aunque no fuera más que para salvar su dignidad.


—Esto es juego sucio.


—Claro, pero en el amor y en la guerra todo vale.


—No estamos en guerra. Y en cuanto a lo otro, te pedí que dejáramos de vernos — murmuró para que solo la oyera él.


—No, no me lo pediste. Te marchaste una madrugada después de haber pasado parte de la noche entre mis brazos y te negaste a volverme a ver. Sin explicaciones —
respondió inclinándose hacia delante, en el mismo tono bajo.


Sintió el aliento de él en su oído. Un aire tormentoso y denso que contrastaba con los recuerdos lejanos de unos besos abrasadores depositados en la base de su cuello. La quemazón del deseo ardió en su bajo vientre. Paula decidió no dejarse seducir por esa combustión espontánea.


—Era lo mejor para los dos —respondió con un tono calmado que le costaba mantener—. Mi vida ya es demasiado complicada.


—Era lo que tú decidiste. No lo que yo pensaba.


—Hombre del Saxo, se va a derretir el helado y no vamos a poder comerlo.


El tono quejumbroso de Camila les conmino a separarse. 


Ambos dieron un salto hacia atrás simultáneo. Los segundos parecieron prolongarse.


Paula cedió. Se echó a un lado a sabiendas de que iba a cometer un grave error. Con ese movimiento aceptaba en su casa la presencia del hombre a quien había jurado no volver a ver. Él la contempló desde el umbral con la ceja enarcada, sorprendido de su fácil rendición.


—Camila, se llama Pedro y es nuestro vecino —reprendió 
Paula a la niña de manera afectada sin dejar de observar al hombre que tanto añoraba—. Le conociste el otro día, ¿recuerdas?


—Ya le conocía de antes y ya sé cómo se llama. La abuela me dijo que era amigo tuyo. Y que tú le gustabas mucho.


Pedro se echó a reír. El rostro de Paula se volvió de color carmín.


—Ya ves. Tu madre era una mujer sabia. Y parece que tu hija ha heredado su mente lúcida —sentenció con la seguridad del que se sabe vencedor de la partida, al tiempo que la sorteaba y se introducía en su pequeño apartamento—. Oye, Camila. ¿Qué te parece si me ayudas y así dejamos descansar un poco a tu madre?


Paula no dulcificó su rostro. Él, por el contrario, le sonrió con aire de suficiencia.


Depositó un beso rápido en su coronilla. Ella se insultó a sí misma. En su estómago revoloteaban esas impertinentes mariposillas que aparecían siempre que le tenía cerca.


—Aunque no te lo creas, tiempo atrás yo también fui un niño. Las largas tardes de lluvia, encerrado entre cuatro paredes, eran lo mejor para poner a prueba el valor de mi madre de acogida.


—¿De acogida?


Le miró estupefacta. Era la primera noticia que tenía. Habían salido juntos durante unos meses. Se había enamorado de él hasta la desesperación. Ella había desnudado su vida y su alma ante él, como nunca creyó poder hacerlo ante nadie.


Le había hablado de sus anhelos y deseos más profundos, de la pérdida de sus sueños juveniles de felicidad. También de sus errores y desdichas.


De ese poso de soledad atormentadora que queda tras el engaño. El hombre con el que esperaba compartir su vida había sido un niñato cobarde del que no había vuelto a saber nada. Huyó antes del nacimiento de Camila porque no podía soportar la presión de un bebé. Nunca se había interesado por la niña y nunca había contribuido a su mantenimiento.


Le contó que había dejado sus estudios para ponerse a trabajar. Y de cómo ahora tenía un buen puesto en la sección de perfumería de lujo de los grandes almacenes. No dependía de nadie. Ella sola se ocupaba de que no le faltara de nada a su hija.


Le había hablado con total franqueza. Pedro era el oyente perfecto, atento y comprensivo. El amante generoso que sabía actuar como un sanador, imponiendo sus manos en todos sus lugares secretos hasta llevarla al goce absoluto, hasta hacerla perder la consciencia y permitirle alcanzar el olvido.


Sin embargo, jamás había dicho ni una sola palabra acerca de su pasado. Ni siquiera de sus sueños, ilusiones o intenciones presentes. Era un hombre hermético, cuya mandíbula adquiría la compleja estructura del granito en cuanto ella intentaba raspar en la superficie de su vida.


—Me llamo Pedro Alfonso. Nací en Valladolid. Estudié Derecho y Psicología y soy inspector de policía. Un flic —había bromeado, como si fuera un mal actor de cine francés.


Esos eran los datos que le había ofrecido sobre su persona. 


Los mismos que había soltado nada más conocerse el día que les presentó un conocido común. Los mismos que tenía a los seis meses de su relación.


Por eso se había apartado de él. No podía seguir con un hombre que no confiaba en ella.


Y ahora, delante de su hija y del maldito chucho insinuaba que había pasado su infancia en una casa de acogida. 


¿Esperaba que sintiera empatía por él? Por ella cómo si
había vivido en el Congo con misioneros.


Pedro la miraba con una ceja enarcada y una sonrisa algo irónica, algo ladeada, sin atreverse a lucirla del todo para no tentar demasiado su suerte. Era consciente de los pensamientos poco gratos que cruzaban por su cabeza.


Paula carecía de malicia. Él leía en su rostro como si fuera transparente. Y no porque fuera policía, lo que le permitía detectar las patrañas que le contaban a diario con solo mirar a la cara de un sujeto. Era más profundo. Ella nunca había tenido que recurrir al fraude o a la falsedad para sobrevivir, y por lo tanto no sabía cómo usarlos en su propio beneficio.


—Si voy a entrar en vuestras vidas, es hora de que conozcas algo más de mí.


Paula tamborileó en el suelo con la punta del pie y miró exasperada hacia el techo, como si pidiera la intervención divina.


—No vas a entrar en nuestras vidas ni con un calzador. Olvídate. No me interesa para nada saber algo más de ti. Ya sé que eres inspector de policía y que tocas el saxo. Con eso es más que suficiente.


—Paula —echó un vistazo y vio que Camila estaba de espaldas a ellos, de puntillas ante la barra de la cocina, curioseando en el interior de las cajas de pizza—, creo que
debes saber que he venido a quedarme y que nada me hará cambiar de opinión.


—¡Oh, señor de los señores, gracias, gracias por comunicármelo! — exclamó elevando las manos. Él se limitó a sonreír divertido ante su sarcasmo—. Eres un estúpido arrogante. No te quiero en mi vida, Pedro.


—Te creo, pero las cosas son así. Yo sí las quiero en la mía. A las dos. Es conveniente que lo sepas.











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