lunes, 27 de abril de 2015
REGRESA A MI: CAPITULO 3
Paula aparcó en la cima del monte, frente a la valla de madera que coronaba el aparcamiento.
Durante unos instantes, permaneció inmóvil en el interior del coche, extasiada ante la vista que se extendía ante sus ojos.
Desde aquel alto se podía observar la Ría de Vigo en todo su esplendor, con la sinuosa serpiente marina que formaba la gran ciudad, en la orilla izquierda, y al fondo las picudas islas Cíes, las míticas Casitérides, según atestiguaban los
historiadores.
Cuando necesitaba relajarse, subía hasta allí. La visión de aquel paisaje era su cura de salud espiritual. En aquel lugar, con la bóveda celeste arriba, y el mar, a los pies, tomaba conciencia de que también ella, un ser insignificante, formaba parte del grandioso mundo de la Naturaleza.
Ese era el sábado perfecto para poner en marcha un plan que le iba a complicar aún más la vida. La alegría de Camilaa compensaba con creces cualquier incomodidad.
—¡Mamá, mamá!!! Quiero salir de aquí. Quiero ver a Lourdes.
La impaciencia de la niña la sacó de su abstracción. No era momento para la meditación. Estaban a la puerta de su lugar favorito. A Camila le encantaba pasar allí la mañana de los sábados. Y eso que aún no sabía que ese día se iba a cumplir su sueño.
—Un poco de paciencia, ¿vale? Mira que paisaje más bonito. ¿No te gusta?
La niña se inclinó para ver entre los reposacabezas delanteros.
—Sí, sí… —respondió sin convicción—. Pero es que quiero salir.
Paula se bajó del coche, la liberó del cinturón de seguridad de su sillita y de la mano caminaron hacia el gran portalón que cerraba la entrada a una vasta finca.
Camila leyó las letras negras, grabadas sobre la madera: Sociedad Protectora de Animales. Le gustaba ese sitio y le gustaba Lourdes, la directora del centro, y la mejor amiga de su madre. Allí nadie podía lastimar a los perros. Ni tampoco a los gatos. Ni…
Lourdes le había contado que una vez habían tenido una pitón. Estaba bien que alguien la cuidara, aunque a ella no le gustaran las serpientes. Por eso no había querido ir a verla.
Su madre colaboraba con la Sociedad y ella solía acompañarla. Le dejaban dar de comer a los perros pequeños, y jugar con ellos.
—¡Vaya, al fin habéis llegado! —Lourdes salió a recibirlas con todo el ímpetu de su carácter—. Hace rato que os espero.
Era una mujer algo gruesa, brusca y de lengua mordaz, lo que unido a sus vestimentas prácticas, la convertía en invisible ante los hombres. Pocos se daban cuenta de la inteligencia que brillaba en sus bonitos ojos verdes.
Lourdes tenía un corazón de oro. Era la mejor defensora que los animales pudieran tener. Un grano en el culo para muchos indeseables que pretendían convertirlos en juguete para satisfacer sus ansias de violencia. La página web del centro servía tanto para conseguir subvenciones de empresas y de particulares, como para denunciar los malos tratos.
Paula era una de sus colaboradoras. Su amor a los “bichos” como ella decía, se lo había contagiado su amiga.
—Hola, Lourdes. Paula hoy estaba un poco perezosa y nos hemos retrasado. Lo siento.
—No era pereza. Es que estaba pensando…
—Pensar está muy bien, cariño, no te preocupes. Tenemos toda la mañana para estar juntas. ¿Quieres ir a ver los perros?
Esperó a que la niña se alejara un poco antes de hacer la siguiente pregunta
—¿Ya le has dicho para qué estáis aquí?
—No, que va —respondió Paula observando como su hija acariciaba los morros de los perros a través de la tela metálica—. Fíjate Lourdes, no tiene nada de miedo. Esta niña los adora. Se va a poner muy contenta. Lleva años soñando con tener uno.
—Tendrás que explicarle que un perro es para quererlo y cuidarlo. No es uno de sus peluches, Paula.
—Lo sé, lo sé. No te pongas pesadita. Recuerda que soy un miembro de esta institución desde hace años. ¿O ya lo has olvidado? Hemos escrito las normas para tener uno en casa. Están sujetas en la puerta de la nevera.
Lourdes contempló a la que era su amiga desde la niñez.
Paula no había tenido una vida fácil. Era madre soltera.
Había tenido que luchar duro para salir adelante, a pesar de
que había contado con el apoyo incondicional de su familia. Incluido el cabeza hueca de su hermano mayor, Juan, a quien ella prefería mantener lo más lejos posible de su persona.
Camila había nacido de una relación esporádica con su novio de entonces. Un capullo infame que la había dejado tirada cuando más lo necesitaba. Se había largado Dios sabía dónde y jamás había pasado un euro de pensión para la niña.
Paula medía un metro sesenta. Era delgada, de hueso fino, lo que producía la falsa idea de fragilidad. Lourdes sabía que no lo era en absoluto. Conocía de sobra su fortaleza
de carácter.
En la escuela, Lourdes era « carne de cañón ». Gorda, gafuda, como la insultaban sus compañeros, y muy inteligente. Paula siempre permaneció a su lado. Ni siquiera la abandonó en esa etapa de la adolescencia en la que las chicas se creen princesas. Fue siempre su mejor amiga y su defensora, incluso con los puños y los pies, cuando lo consideraba necesario.
Eran dos amigas que se querían, a pesar de sus personalidades tan opuestas.
Lourdes era puro descuido personal; Paula, pura elegancia.
—¡Normas!…, se las puede pasar uno por el forro de… —miró hacia Camila y se calló a tiempo—. Bien, de todas maneras tendré que confiar en ti. No sé cómo te las vas a arreglar. Ahora no tienes a tu madre para que te eche una mano. Tendrás que sacar a pasear al perro cuando regreses del trabajo y recuerda a qué horas llegas a veces. ¿Vas a
tener tiempo?
—Lo tendré. Le prometí a Camila regalarle uno cuando cumpliera siete años. Casi los tiene. Ya puede ocuparse de él. Además está Daria.
—¿La famosa nanita ucraniana?
—Sí, la ucraniana. Adora a Camila. Está dispuesta a ayudar. Mira, ya sé que para mí es una complicación, pero desde que murió la abuela está muy sola. La noto triste y un poco apática. El animal le hará compañía al regresar del colegio. Todo bajo control.
—Eso espero. ¡Camila, Camila! —Llamó Lourdes—. Ven, acércate. Creo que Lucía tiene algo que decirte.
La niña echó a correr hacia ellas. A Paula le encantaba ver a su hija tan contenta, con los rizos al viento y la carita arrebolada. Se acercó y miró intrigada a su madre.
—¿Qué te parece si nos llevamos uno para casa?
Camila la miró incrédula.
—¿¡¡Un perro!!!?
—Pues sí, claro, un perro. Eso estoy diciendo.
—¿Uno de verdad?
—¡Ay, Camila! —Soltó Lourdes entre risas—, creo que de peluche ya tienes bastantes. Estamos hablando de un perro que come y que se puede hacer pipí en la alfombra si no lo sacas a la calle a menudo.
—¿Y puedo elegirlo yo?
—Claro. Siempre que sea de tamaño pequeño para que no te tire cuando lo lleves con la correa.
—¿Y va a vivir en casa? —preguntó, asombrada por su suerte.
—No imagino dónde quieres que lo dejemos —respondió Lourdes ya impaciente.
La niña soltó una risilla nerviosa. Llevaba años soñando con tener un perro y al fin su madre estaba dispuesta a darle ese capricho.
Juntas habían pensado y escrito las normas que debía cumplir, aunque a Camila le parecía que las de su madre siempre ganaban a las suyas. Un de-cá-lo-go, le llamaba Paula. Algunas le parecían una bobada, como esa de:
Prohibido subir al perro a la cama a la hora de dormir.
Prohibido darle la comida que a ella no le gustara. Como si el perro quisiera comerse las horribles judías verdes.
Otras le parecían mejor.
Bañar al perro.
Esa era Genial. Podrían bañarse juntos, porque las normas no decían que no lo pudieran hacer.
—Camila, cariño… ¿no vas a elegir un perrito?
Le pareció que la voz de su madre sonaba compungida porque creía que estaba enferma. Ella se encontraba bien. No como el año anterior, cuando se perdió la excursión
de otoño al parque de Castrelos por fiebre y no pudo participar en el mural de las hojas secas con el resto de la clase. Su madre la ayudó a hacer después uno pequeñito para su habitación. Solo estaba impaciente, esperando la respuesta de la abuela.
Tenía que escoger un perro para llevarse a casa y vivir con él hasta que se muriera, porque los perros también se morían. Como la abuela. Y entonces se iban a vivir a las estrellas.
Entró de la mano de Lourdes dentro del recinto y fue repasándolos uno a uno con la mirada.
—Sólo puedes llevarte uno,Camila, así que escoge bien, ¿de acuerdo?
—Claro, Lourdes, es que estoy muy nerviosa.
—¿Quieres que te deje sola un momento?
Asintió con la cabeza y Lourdes se alejó.
Dio una vuelta por el cercado, acariciándolos a todos. Sabía que Lourdes y su madre la vigilaban de lejos. Siempre hacían lo mismo, como si ella fuera una niña pequeña que pudiera perderse. Miró hacia las dos mujeres que conversaban en voz baja y le llegó un retazo de conversación.
—¿Sigues viendo a Carlos?
—Hace tiempo que no estoy con él. Me llama a todas horas para salir, pero he estado ocupada. De todas maneras ya sabes que solo es un buen amigo —contestó su madre con cierta reticencia.
—Me parece que eso te gustaría creer. Él quiere algo más, Lucía. Está loco por ti.Solo con las miradas que te echa… Pierde el culo por tus huesos.
—Déjame que me ría. Salimos de vez en cuando, nada más. La última vez nos invitó a comer. Camila se portó fatal. No hay la menor simpatía entre ellos.
—Ese hombre es un insufrible egocéntrico. —bromeó sarcástica.
—Te estás pasando un pelo con él, ¿no crees?
Lourdes mantuvo un prudente silencio. Lo cierto es que le resultaba insufrible.
Tampoco le gustaba a Juan, reconoció Paula. Era en lo único que ambos estaban de acuerdo.
Su hermano y Lourdes no se podían ver ni en pintura. Hubo un tiempo en el que habían sido inseparables. Juan solía llevarla de paseo en su vieja Montesa, mucho antes de montar el taller de motos BMW que tenía ahora.
Carlos era un hombre muy atractivo y elegante. Con ella era amable y considerado.
Sin embargo, Paula mantenía una cierta prevención. Había rasgos que la incomodaban.
Era un poco presuntuoso y bastante manipulador. Le gustaba dirigir la vida de otros, la de ella incluida.
—Has vuelto a ver… —preguntó Lourdes con voz apenas inaudible.
Paula parpadeó. No tenía que preguntar a quién se refería.
La imagen poderosa de Pedro se le presentó de golpe. El hombre rezumaba sensualidad por los cuatro costados. Y durante un tiempo había sido solo suyo.
—De pasada. Ya te dije que nos habíamos cruzado en el portal. No montes películas, ¿vale? Esa historia está acabada —tragó saliva y con ella el nudo que se le ponía en la garganta solo con pensar en él—. Le he visto de lejos un par de veces, pero no hemos hablado.
—Quieres decir que te has acobardado ante su presencia y has echado a correr en otra dirección.
—¡Qué tontería! ¿Por qué iba hacer algo así?
—Porque aún estás enamorada de él y tienes miedo de quererle.
Paula se mantuvo en silencio. Su amiga la conocía demasiado bien.
Camila se olvidó de la conversación entre las dos mujeres y continuó dedicada a su importante tarea, pero había algo que le daba vueltas en la cabeza. Se dijo que se lo preguntaría a su madre más tarde. Ya había oído otras veces esa misma conversación, pero no la entendía.
¿Qué se había acabado? Paula estaba rara. Era la misma mamá de siempre, solo que a veces se quedaba quieta, mirando al vacío, como si pensara que iba a encontrar sus sueños dibujados en la pared.
Por primera vez, Camila se preocupó. A lo mejor su mamá no era feliz.
—Se acabó porque tú le pusiste fin.
La conversación se convirtió en un murmullo.
—Lourdes. No podía ser de otra manera.
—Como tú digas —respondió haciendo un expresivo gesto con sus manos abiertas.
Conocía a su amiga. No daría su brazo a torcer ni aunque la amenazaran con torturarla.
Paula no contestó. ¿Qué podía decir? No dejaba de pensar en él. Cada día que pasaba, la herida de su ausencia parecía abrirse un poco más. El tiempo no había logrado borrar la marca posesiva, ardiente, de sus besos en sus labios. Su cuerpo aún añoraba su tacto y en la soledad de la noche, clamaba desazonado por las caricias del hombre. Y nada que ella hiciera en la oscuridad de su cuarto, con nada que buscara consuelo, podía calmar esa desazón.
Echaba de menos las sesiones de sexo a salto de mata.
Pero aún le echaba más de menos a él. Era algo con lo que tenía que vivir. El dolor de su pérdida no le interesaba a nadie.
Los secretos eran malos. Hacían un daño irreparable. Y ese hombre, del que estaba tan enamorada, llevaba a cuestas una mochila bien cargada de ellos.
REGRESA A MI: CAPITULO 2
Abuela, abu,… te necesito. Urgente, urgente, urgente.
Ya sé que estás muy lejos. Mamá me ha enseñado la estrella en la que vives ahora.
El tío Juan dice que no sirve de nada contar a los niños toda esa sarta de patrañas edulcoradas. No sé qué significa eso, pero suena a las gominotas que me comprabas, ¿verdad, abu?
Mamá se enfadó y le dijo que era un hombre imposible.
El tío Juan no es “imposible”, es muy divertido.
Abu tienes que ayudarme…
—Pero, ¿aún estás así?
Paula Chaves miró a su hija con cara de susto. Camila llevaba un rato pasmada delante de su taza de cacao con leche. Tenía los brazos cruzados, sobre la mesa, y la cabeza
reclinaba en ellos. Era la imagen de la derrota.
La niña llevaba unos días demasiado ensimismada, sin agobiarla con ese parloteo constante, lleno de anécdotas de la escuela, y de preguntas de difícil respuesta. Era un comportamiento poco habitual en Mariquita terremoto.
Seguro que la había atacado uno de esos malditos virus del otoño. Le tocó la frente con la palma de la mano, sin hacer caso de su cara de resignación. Estaba fría. Los virus aún estaban la espera, en alguna parte.
Aunque tal vez se debía a la repentina muerte de la abuela.
No estaba muy segura de cómo lo había encajado. Entre ellas había esa complicidad especial entre nietos y abuelos.
Su madre la había criado desde bebé, mientras ella trabajaba sin descanso para darle a su hija la mejor vida posible. Ahora la niña la echaba mucho de menos, eso le constaba.
Paula trataba de responder de la mejor manera posible a las miles de cuestiones metafísicas que planteaba su hija.
—Pero mamá —decía cada noche antes de acostarse—, ¿de verdad que no voy a ver más a la abuela? Nunca, nunca, nunca más…
Ella le explicaba con paciencia la complejidad de la vida y la muerte, incomprensible para un niño. La ley natural que afectaba a todos los seres vivos del planeta.
—¿Y a los perros también les pasa?
—Pues, sí. También.
Su interés por esos animales era por las ganas que tenía de tener uno.
—¿Y a los osos?... ¿Y a los crancodrilos?
Lo decía por un cuento de cuando era más niña en el que una mamá cocodrilo con collar brillante, paseaba a sus hijos por el barro de un pantano.
—Cocodrilos, Cami. Y sí, a todos. Los animales son como las personas. Nacen, tienen una vida más o menos prolongada y después dejan de existir.
—Se mueren —había contestado con la brutalidad exenta de eufemismos de un niño.
—Pues sí. Dejan de existir.
—Porque son viejos.
—Bueno… algunos. Es solo que ya han cumplido su tiempo en la vida, ¿comprendes?
Había asentido con la cabeza. Pero a continuación continuó con sus preguntas.
—¿Y si dejan de existir a dónde se van?
Y ahí la había pillado.
—A un lugar más hermoso que este.
Camila se había quedado pensativa durante un rato. Y entonces había vuelto a sorprenderla.
—Claro, mamá. Se van a las estrellas. Por eso brillan tanto, porque la gente muerta les regala su luz.
Paula, pasmada de asombro, se había limitado a asentir.
—Tienes que enseñarme la estrella donde vive ahora la abuela —solía rematar antes de caer rendida por el sueño.
Una noche, le señaló una que le había parecido lo bastante brillante como para impresionar a la niña. Camila estaba feliz, a pesar de que su tío Juan había intentado echar por tierra ese cuento maravilloso lleno de misterio.
Llevaba unos días sin insistir en el tema. No se hacía ilusiones de que lo hubiera entendido del todo.
Paula se sentó a la mesa junto a ella y le untó una rebanada de pan tostado con mantequilla y miel.
—Oye, si acabas podremos salir enseguida —la instó con dulzura.
—¿Salir? —preguntó con un tono de voz un poco desmayado—. ¿A dónde quieres ir?
—Se me ha ocurrido… ¡Ah, no, no! No te lo voy a decir —e hizo el gesto de cerrar su boca con una cremallera, lo que produjo una enorme sonrisa desdentada en su hija—. Es
una sorpresa. Si te lo digo…
—¡DEJA DE SER SORPRESA! —gritó elevando los brazos hacia lo alto y girando las manos.
Paula suspiró más tranquila. Por ahora toses, estornudos y fiebre estaban lejos. Una complicación menos en su ya complicada existencia.
—Pues entonces termina pronto de desayunar.
Camila se puso en acción. Bebió la leche chocolatada a toda prisa, llevó la taza al fregadero, tal y como le habían enseñado y corrió a su dormitorio.
Se vistió con una camiseta limpia y un pantalón vaquero, oculto bajo un montón de animales de peluche. Se puso los calcetines de la gatita Kitty, y las botas de goma. Salió a todo correr.
Una mirada severa de su madre la detuvo. Regresó a la habitación, hizo un rebujo con la ropa sucia y la depositó en el cesto de la lavadora.
—¡Estoy! ¡Estoy! ¡¡¡¡Ya estoy!!! —canturreó a gritos dando saltos sobre un pie mientras su madre intentaba ponerle el tapado.
REGRESA A MI: CAPITULO 1
—Pedro, qué sorpresa. Cuánto me alegro de verte.
Paula Chaves miró al hombre que tenía ante ella. Dudó entre abalanzarse sobre su boca y saborearla hasta perder el sentido, o echar a correr lo más rápido posible. No hizo ninguna de las dos cosas. Solo le dedicó una sonrisa cálida.
De esas que llenaban su mente de imágenes sensuales y lo convertían en un hombre sin voluntad.
—Paula.
Un saludo más seco que el pistoletazo de salida de una carrera de atletismo.
Era cierto que un encuentro sorpresa en el portal de casa a las ocho de la mañana no era el escenario ideal para grandes conversaciones. Aún así podía haber sido un poco más efusivo.
Tampoco estaba segura de si esa única palabra encerraba agrado o desagrado ante su imprevista presencia.
O si dejaba traslucir reproche. O un comentario ácido, del tipo, “Estás más gorda desde que me dejaste plantado sin una explicación”
Después de todas los brownies que se zampaba para calmar la ansiedad esa podría ser la crítica más oportuna. Aunque él no tenía por qué saberlo. Ni estaban juntos ni se veían desde hacía meses.
Así era Pedro. Nunca usaba el lenguaje en vano. Él se limitaba a taladrarte con esos ojos oscuros e insondables que parecían verlo todo. El pistolero impasible de cualquier duelo a muerte en OK Corral.
Pedro no pensaba. Ni en su gordura ni en nada. Su capacidad de razonamiento se había convertido en una línea plana. Llevaba días preparándose para el encuentro. Su imaginación no daba para tanto. Acababa de chocar de frente contra un tren de mercancías que le había convertido en picadillo. Ninguna mujer había logrado excitarlo, ni calmarlo, como ella. En su dulzura y belleza se reflejaba un mundo mejor, alejado de la crudeza, la perversión, la violencia en las que siempre había estado inmerso. Solo a su lado conseguía la paz espiritual. Había sido así desde el primer momento.
—Qué raro verte por aquí a estas horas, inspector. ¿Persiguiendo a los malos?
La voz aterciopelada no ocultaba su incomodidad.
—Vivo aquí.
Paula Chaves le miró estupefacta. Abrió la boca. Después la volvió a cerrar. Boqueaba como un besugo tirado sobre la arena de la playa. No podía ser. Tenerlo tan cerca la volvería loca.
—Si tu piso está al lado de la Comisaría antigua.
En su voz sonaba un reproche. Él ni se inmutó.
—Ahora estoy más cerca de la nueva. Vivo justo encima de ti.
Una docena de palabras para soltar el bombazo.
Estuvo a punto de aullar. Tragó saliva para tranquilizarse.
—¿Alquilado?
—Soy policía, no banquero.
—Y yo dependienta. No la propietaria de los grandes almacenes en los que trabajo.
—El apartamento es herencia de tu madre. Tampoco he heredado nada. Y siento…,siento mucho su muerte. De verdad. Sé que estabais muy unidas.
—Gracias. Te vi en el Sanatorio. Después te busqué para darte las gracias, pero ya no te encontré.
Él asintió. Le hubiera gustado acompañarla. Cobijarla en sus brazos, y besar sus lágrimas. Sin embargo prefirió mantenerse en un discreto segundo plano. Durante unos instantes permanecieron en silencio, abstraídos en sus propios pensamientos. Fue ella la que rompió la tensión.
—Así que ahora decidiste trasladarte —comentó afable—. ¿Solo por estar un poco más cerca del trabajo te arriesgas a la pesadilla de una mudanza?
Pedro sonrió, con esa sonrisa torcida que nunca llegaba a iluminar sus ojos.
—¿Me estás preguntando si vine aquí por ti?
—Es por hablar. Me da igual dónde vivas —soltó cortante.
Y cómo y con quién. Aunque no pensaba preguntar. La atracción que sentía por él no había disminuido ni un ápice en los casi tres meses que llevaban separados. Los recuerdos aún estaban demasiado vívidos. Le añoraba a cada minuto.
Pedro era la contradicción con patas. A su rudeza exterior se oponía una inmensa ternura al tratar a una mujer. Era delicado. Sus manos y su boca sabían donde tocar para dar el máximo placer.
Pedro era su obsesión. Un hombre cargado de secretos. Intuía que tras su rostro impasible, ardía una furia que él sujetaba con riendas de acero.
—Ya.
—Tengo… tengo que irme o llegaré tarde al trabajo. Siento dejarte.
Hizo un gesto vago con las manos. Estaba incómoda. Se preguntaba cómo se despedía una mujer de un ex amante.
¿Con la frialdad de un apretón de manos?,
¿con un par de besos de compromiso?, ¿con…?
—No lo sientes.
Le sorprendió la ira contenida en sus palabras. Él jamás dejaba traslucir sus sentimientos.
La sujetó por el brazo con sumo cuidado. Sus dedos se hundieron en la mullida lana del abrigo. El calor traspasó su cuerpo. Recordó el roce amoroso de otros tiempos. Y sintió una enorme añoranza.
—No, no sientes dejarme. Ya lo hiciste. Sin una sola explicación.
El día de los reproches tenía que llegar antes o después. Si iban a vivir en el mismo edificio, era mejor pasar el trago amargo cuanto antes.
—Conoces la causa tan bien como yo,Pedro. Hablar de ella no soluciona nada. Es hacernos daño.
Separó sus dedos uno a uno. El deseo culebreó entre ambos. Él dejó caer los brazos a lo largo de su cuerpo, derrotado.
La vio marchar. Su pecho se llenó de angustia. De todos los golpes que le había dado la vida, su abandono fue el peor.
Desde entonces se dedicó a trazar planes para conquistarla de nuevo. Necesitaba hacerla comprender el amor que sentía por ella.
Cuando leyó que alquilaban el piso de arriba, creyó que por fin la suerte se le presentaba de cara. Ahora pensaba que quizás había cometido una gran estupidez.
Paula no iba a volver, porque el problema estaba en él. No en ella.
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