sábado, 14 de marzo de 2015

SOCIOS: CAPITULO 11




Cuando Paula volvió del granero, Pedro ya había servido el café y se había sentado a la mesa de la cocina. Parecía preocupado y, a pesar del daño que le había hecho, a ella se le encogió el corazón. Sintió el deseo de acercarse, pasarle los brazos alrededor del cuerpo y decirle que todo iba a salir bien; el deseo de devolverle el favor que él le había hecho junto a la laguna.


Pero sabía que el sexo se interpondría en su camino. 


Acabarían en la cama, harían el amor y, al final, ni hablarían del pasado ni solucionarían sus problemas. De hecho, se alegró de que se hubiera sentado al otro lado de la mesa, como si quisiera mantener las distancias. En ese momento, era lo mejor que podían hacer.


Paula se sentó y preguntó:
–¿Las viñas han sufrido alguna vez una plaga?


–Sí, claro. ¿Por qué lo preguntas?


–Porque esto es muy parecido. Puede que el tratamiento duela, pero es mejor que esperar a que una plaga se lo lleve todo por delante.


Pedro echó un trago de café.


–Siento haber sido tan grosero contigo en la biblioteca. No me lo esperaba.


–¿Tanto te molesta que toquen el piano?


Él respiró hondo.


–Chantal lo tocaba constantemente. Es… No sé. Me trae recuerdos ambivalentes, alegres y tristes a la vez.


–He notado que te refieres a ella por su nombre de pila, como si no fuera tu madre. ¿Es que ha pasado algo?


Pedro suspiró.


–¿Que si ha pasado algo? –dijo con ironía–. Empezó a salir con otro hombre y abandonó a mi padre.


–Ah


Paula se quedó atónita. Obviamente, no tenía derecho a juzgar a Chantal; pero Juan-Pablo siempre le había parecido un hombre maravilloso. Se acordaba de él con frecuencia; lo recordaba en el patio, riendo y haciendo chistes con Arnaldo. 


De niña, envidiaba a Gabriel y Pedro porque, a diferencia de ella, tenían un padre que les prestaba toda su atención.


–Lo siento,Pedro. Debió de ser difícil para ti.


–Lo fue. Yo creía que eran felices… No discutían nunca, y sé que mi padre la idolatraba. Nunca le habría hecho daño.


–No lo entiendo. ¿Por qué haría una cosa así? –se preguntó–. Pero, discúlpame, no es asunto mío… No es necesario que contestes.


–No me importa contestar, Pau… ¿Por qué se marchó con ese hombre? Chantal asegura que se fue porque mi Juan-Pablo no le prestaba la atención que necesitaba –dijo, muy serio–. Aún no sé qué me sorprendió más, si el hecho de que lo abandonara o el momento que eligió para abandonarlo.


Ella frunció el ceño.


–¿El momento?


–Habíamos tenido dos cosechas particularmente malas. Yo no lo supe entonces, pero mi padre se vio obligado a trabajar día y noche para no perder los viñedos. El banco lo había amenazado con retirarle la línea de crédito.


Mientras él hablaba, Paula tuvo la sensación de que en aquella historia había algo más, algo que no le había dicho. 


Y entonces, se le encendió una luz.


–¿Cuándo pasó, Pedro?


–Ya no importa.


–Claro que importa.


Pedro se mantuvo en silencio durante unos segundos. 


Paula pensó que no iba a responder, pero al final habló.


–Fue hace diez años.


A ella se le hizo un nudo en la garganta.


–¿Después de que yo me fuera a Londres?


–El día después de que Gabriel cumpliera los dieciocho. Supongo que fue un detalle que no arruinara su cumpleaños, pero el hecho de que organizara la fiesta a sabiendas de lo que iba a pasar al día siguiente… –él sacudió la cabeza–. No se lo puedo perdonar, Pau.


Gabriel cumplía años en septiembre, justo antes de la vendimia. Paula se acordó de que la habían invitado a la fiesta y de que no había podido asistir porque sus padres estaban casualmente en Londres y los veía con tan poca frecuencia que decidió aprovechar la oportunidad. Pero había un detalle más importante: que, precisamente por esas fechas, Pedro se tenía que ir a París para empezar con su nuevo trabajo. Y Paula ató cabos con rapidez.


–Dime una cosa, Pedro. Cuando te llamé y te pedí que vinieras a Londres y pasaras unos días conmigo… No estabas en París, ¿verdad?


–No –admitió–. No pude abandonar a mi padre en esas circunstancias. Estaba completamente hundido. Chantal le había partido el corazón. Le presioné hasta que me dijo la verdad… me contó que estábamos prácticamente en la quiebra y que ese era el motivo por el que no le había prestado la atención necesaria.


Paula le dejó hablar.


–Trabajaba tanto que ya no tenía tiempo para nada. Y me sentí en la obligación de quedarme con él.


–Así que renunciaste a tu trabajo de París…


Él se encogió de hombros.


–Siempre supe que volvería a los viñedos cuando papá se jubilara. Me limité a adelantar los acontecimientos.


Ella se mordió el labio.


–¿Arnaldo lo sabía?


–Por supuesto. Era socio de mi padre desde hacía unos años… ¿Es que no te lo dijo?


Ella sacudió la cabeza.


–Le conté que tú y yo nos habíamos separado y replicó que estaba siendo demasiado dura contigo, que de todas formas éramos demasiado jóvenes para sentar la cabeza y que te debía dar un poco de espacio.


–Y discutiste con él.


Paula asintió.


–Por mi culpa.


Pedro, si hubiera sabido lo que pasaba… Pero me sentía como si todo el mundo me estuviera presionando. Arnaldo me decía lo que tenía que hacer y a ti te faltó poco para decir que lo nuestro había sido una simple aventura y que no tenías tiempo para mí. Estaba tan confundida que pensé que estabas con otra.


–Lo nuestro no fue una simple aventura. Y es verdad que no tenía tiempo para ir a Londres. Tenía que ayudar a mi padre; impedir que nos quitaran los viñedos –declaró con vehemencia–. En ese momento había cosas más urgentes que nuestra relación. Nuestros empleados dependían de nosotros. Sus puestos de trabajo dependían de nosotros. No los podíamos dejar en la estacada.


–Pero, ¿por qué no me dijiste lo que pasaba?


Paula sintió arrepentimiento y rabia a la vez. 


Arrepentimiento, porque no había tenido ocasión de ayudar a Pedro; rabia, porque la había dejado al margen como si no confiara en ella.


–Porque me sentía avergonzado –respondió él con un suspiro–. Por algún motivo, no quería que supieras que mi madre se había marchado con otro después de veinticinco años de matrimonio. Y no quería que supieras de nuestras dificultades económicas.


Ella tragó saliva.


–Si me lo hubieras dicho, lo habría entendido. No habría podido cambiar nada, pero al menos habría estado contigo. Te habría escuchado, te habría apoyado… –Paula sacudió la cabeza–. Dios mío. Tu vida se había hundido de repente y, por si eso fuera poco, te abandoné. Supongo que me habrás odiado mucho.


–Sí, no lo voy a negar. Pensé que me habías hecho lo mismo que Chantal a mi padre. Yo solo necesitaba un poco de tiempo, pero tú insistías e insistías, queriendo saber cuándo iba a ir a Londres. Sé que fui grosero contigo, pero no tenía esa intención. ¿De verdad pensaste que estaba saliendo con otra?


–No se me ocurría otra razón para que te mostraras tan distante. Solo tenía dieciocho años, Pedro. Sabía poco de la vida y estaba cansada de que los demás me intentaran imponer sus criterios. Pensé que no me querías y, como siempre he sido bastante orgullosa, decidí abandonarte antes de que tú me abandonaras a mí.


–Y también me odiaste, claro.


Ella se mordió el labio.


–Durante una temporada. Pero nunca quise que lo nuestro terminara. Aquel verano pensé que todos mis sueños se habían hecho realidad; pensé que…


–¿Qué pensaste? –dijo él, con voz quebrada por la emoción.


–No importa.


–Por supuesto que importa. Dímelo.


–Pensé que, cuando saliera de la universidad…


–¿Sí?


–Podríamos vivir juntos.


–Yo también lo pensé. De hecho, tenía intención de pedirte que te casaras conmigo. Lo había pensado bien. Vendería el coche y, con el dinero, te compraría un anillo espectacular. Luego, te llevaría a lo alto de la torre Eiffel y te pediría matrimonio.


Paula supo que estaba diciendo la verdad. La había amado tanto como ella lo había amado a él.


–Cualquier anillo me habría servido, Pedro. Yo no quería lujos. Solo te quería a ti.


–¿Cómo pudo salir tan mal?


Ella se encogió de hombros.


–Malinterpreté tu actitud. Como ya he dicho, no sabía nada de la vida… Pero jamás quise hacerte daño.


–Ni yo pretendía que te sintieras despreciada –le confesó–. También era demasiado joven.


–Si hubiéramos hablado entonces… Pero el pasado no se puede cambiar, y no tiene sentido que sigamos eternamente con las recriminaciones.


Paula deseó acercarse y acariciar a Pedro, pero se contuvo porque no le quería asustar.


–¿Ya no ves a tu madre?


–La veo muy poco. Todavía no la he perdonado –dijo–. Mi padre lo pasó verdaderamente mal por su culpa. Pero la quería tanto que la dejó ir sin escándalos y le concedió el divorcio para que pudiera ser feliz.


–¿Se casó con el otro hombre?


–Sí, pero ese matrimonio no duró demasiado. Ni los tres siguientes. Busca un hombre que esté a la altura de mi padre y no lo encuentra.


–¿Y qué me dices de Juan-Pablo? ¿Le habría gustado que Chantal volviera con él?


–Por supuesto. Estuvo enamorado de ella hasta el día de su muerte. Yo habría preferido que encontrara a otra mujer y rehiciera su vida, pero él solo quería a Chantal –dijo con tristeza–. Supongo que los Alfonso somos así. Tenemos la manía de enamorarnos de mujeres que no nos convienen.


El comentario de Pedro le hizo daño.


–Eso no es cierto. Tú y yo nos llevábamos muy bien.


–Sí, es posible, pero no duró. Mi padre se concentró en su trabajo y yo le ayudaba en todo lo que podía. Pero no se me ocurrió que era un hombre mayor y que ya no tenía fuerzas para trabajar a destajo… No hasta que sufrió aquel infarto.


–¿Es que te sientes culpable? Pedro, no fue culpa tuya…


–Eso es lo que él dijo. Lo que dijo Gabriel. Pero yo me sentí culpable de todas formas –admitió–. Cuando mi padre estaba en el hospital, llamé a Chantal y le pedí que fuera a verlo.


–¿Y fue?


Él apartó la mirada.


–Dijo que se lo pensaría. Pero no sé qué habría pasado, porque mi padre falleció antes de que ella tomara esa decisión.


–Oh, es tan triste…


–No la he visto mucho desde entonces. Gabriel la ha perdonado; en parte, porque mi padre no le habló de los problemas económicos que teníamos. Estaba con exámenes y no quisimos preocuparlo. Además, Gabriel hizo las prácticas en Grasse, que no está muy lejos de Cannes, donde vivía Chantal. Al parecer, la iba a ver de vez en cuando… Pero lo guardó en secreto durante más de un año por miedo a mi reacción.


Pedro respiró hondo.


–Cuando me lo contó, tuvimos una buena discusión. Sin embargo, él me hizo ver las cosas desde otro punto de vista. Dijo que mi madre era una mujer de mediana edad que estaba pasando por la crisis de los cuarenta y que se había convencido de que mi padre no quería estar con ella porque ya no la encontraba atractiva… No sabía que mi padre solo le quería ahorrar la preocupación por el estado de los viñedos. Y cometió un error terrible.


–Puede que no lo hubiera cometido si tu padre se lo hubiera dicho a tiempo –observó Paula.


–Sí, puede. Pero nunca lo sabremos. Como tú misma has dicho, el pasado no se puede cambiar –sentenció.


–¿Y qué vamos a hacer ahora? Me refiero a ti y a mí.


–No lo sé, Pau. Me he acostumbrado a desconfiar de la gente. Primero, mi madre abandonó a mi padre; luego, tú me abandonaste a mí y, más tarde, Vera abandonó a mi hermano y se divorció de él. Y Vera le sacó todo el dinero que pudo –contestó con sorna–. Como ves, los Alfonso no tenemos suerte con las mujeres.


–Pero eso no quiere decir que no la podáis tener.


–Eso espero.


Paula sacudió la cabeza.


–Dios mío. Ahora entiendo que desconfiaras de mí cuando volví a Ardeche después de la muerte de Arnaldo. Pensaste que yo era como Vera.


–¿Qué otra cosa podía pensar? Pero ahora te entiendo mejor. Incluso entiendo que no asistieras al entierro de Arnaldo… No fue culpa tuya.


–En cierta forma, lo fue. Tendría que haber sido más fuerte; tendría que haber plantado cara a mi jefe. Pero no atreví. El trabajo me importaba demasiado.


–¿Todavía te importa?


–Te recuerdo que he presentado mi dimisión.


–En ese caso, lo preguntaré de otro modo… Si surgiera la ocasión de recuperar tu antiguo empleo, ¿la aprovecharías?


Ella se lo pensó y dijo:
–No. Me gustaba la agencia, pero no volvería aunque mi jefe me ofreciera el puesto que me había ganado.


–Entonces, ¿qué quieres?


Paula solo quería una cosa. Quería a Pedro. Pero no estaba segura de que le concediera una segunda oportunidad.


–No lo sé… Solo sé que es mejor que nos tomemos las cosas con calma. Puede que lleguemos a ser amigos.


–Me temo que eso va a ser difícil. Tengo que hacer verdaderos esfuerzos para no abalanzarme sobre ti. Ardo en deseos de besarte hasta volverte loca. Me gustaría llevarte a la cama ahora mismo y hacerte el amor. Pero no sería justo, Pau. No estoy buscando una relación seria. Solo quiero dedicarme a mis viñedos y hacer vinos que le gusten a la gente.


–¿Estás diciendo que, entre nosotros, solo puede haber una relación profesional?


–Sí. Es lo mejor.


Ella no estaba tan segura, pero decidió aprovechar lo que le daba.


–¿Quiere eso decir que estás dispuesto a que trabajemos juntos?


Pedro asintió.


–Sí. Ahora nos entendemos; sabemos lo que buscamos, lo que queremos.


Él se levantó y llevó su taza de café, ya vacía, a la pila.


–No sé si tiene sentido después de tanto tiempo, pero siento lo que pasó entre nosotros. No quería hacerte daño.


–Ni yo a ti.


–Bueno, nos veremos en el despacho. Buenas noches, Pau.


–Buenas noches, Pedro.


Él abrió la puerta y se marchó.



SOCIOS: CAPITULO 10




Pedro se quedó helado cuando oyó música procedente de la biblioteca y reconoció el tema de Debussy.


Fue como si volviera de nuevo a la infancia, cuando adoraba que su madre se sentara al piano y empezara a tocar. Sobre todo el Claro de luna, con él sentado junto al balcón, contemplando la lluvia tras los cristales.


Pero aquellas notas no llevaron ninguna alegría a su alma. 


Bien el contrario, se sintió profundamente traicionado.


Entró en la biblioteca, esperando encontrar a Chantal, y se quedó sorprendido al ver a Paula.


–¿Qué haces aquí?


Paula dejó de tocar.


–Me dijiste que me relajara…


–Sí, pero no esa forma –bramó.


Ella frunció el ceño.


–¿Qué ocurre, Pedro?


–Nada… Que el piano está desafinado –mintió.


–Sí, es cierto, pero no suena tan mal.


Paula notó la tensión en y decidió dejar de discutir. Se levantó y se alejó del piano.


–Debería haberlo vendido hace años. Ni Gabriel ni yo tocamos.


Pedro, esta habitación necesita un piano. Y este es verdaderamente bonito.


Él guardó silencio, con expresión sombría.


–Lo siento, Pedro… No pretendía meterme en tus asuntos. Es que Arnaldo vendió su piano hace años y yo… en fin, lo echaba de menos.


Pedro nunca había sabido que Paula tocara el piano ni, mucho menos, que lo tocara tan bien. De joven, se había mostrado tan reacia a seguir los pasos de sus padres que había llegado a la conclusión de que no tocaba ningún instrumento.


Y ahora, parecía preocupada. Pero, después de sus salidas de tono, no era precisamente sorprendente.


Suspiró y dijo:
–Discúlpame. Me he excedido.


–Y yo he sido una entrometida, así que los dos nos hemos equivocado –replicó con una sonrisa débil–. ¿Qué te parece si dejamos la conversación para otro día? El sábado pasado, yo estaba enfadada y tú, cansado; hoy, tú estás enfadado y yo, cansada. No es una buena combinación para hablar con tranquilidad.


–Entonces, olvidemos la cena. Te acompañaré a tu casa.


Ella arqueó una ceja


–¿Por qué? Tenemos que comer algo, ¿no? Y no sé tú, pero yo no estoy de humor para cocinar –dijo–. Además, hay otros asuntos que necesito discutir contigo. Últimamente estás tan ocupado que ni siquiera tienes tiempo de contestar las llamadas telefónicas. Si no hablamos durante una cena, no hablaremos nunca.


–Trabajar en unos viñedos no es como trabajar en una oficina. No hay un horario fijo –se excusó.


–No lo he dicho como crítica, Pedro–comentó ella, para tranquilizarlo–. Por cierto, ¿qué te parece si invitamos a Gabriel a cenar con nosotros?


Pedro se encogió de hombros.


–Puedes intentar que salga de su laboratorio, pero no te hagas muchas ilusiones.


Se detuvieron frente a la puerta del laboratorio de Gabriel.


Paula llamó y Gabriel abrió uno o dos minutos después, con el pelo revuelto y aspecto de científico loco. Pedro sonrió para sus adentros y pensó que su hermano era exactamente eso.


–¿Sí? –preguntó Gabriel, frunciendo el ceño.


–Me preguntaba si querrías cenar con nosotros –dijo Paula.


–Gracias por la oferta, pero no puedo. Estoy haciendo algo importante… Marchaos y divertíos, niños –ironizó.


–No es una cena lúdica, sino de trabajo –puntualizó Paula.


–¿Vais a estar hablando de vinos toda la noche? Razón de más para que no os acompañe. Ya tengo bastante con las catas de mi hermano… –declaró con humor–. Será mejor que lo dejemos para otra noche, cuando vosotros no tengáis que hablar de vinos y yo no esté tan ocupado. Au revoir, petite.


Gabriel le lanzó un beso y cerró la puerta.Paula siguió a Pedro hasta su coche.


–No te atrevas a decir que ya me lo habías dicho –le advirtió.


Él sonrió y le abrió la portezuela.


–Yo no iba a decir nada…


Cuando Pedro giró la llave de contacto, se encendió el equipo de música y empezó a sonar Waterloo Sunset. Pedro apagó el equipo inmediatamente, dando por sentado que una amante de la música clásica no sabría apreciar el pop.


Pero se equivocaba.


–Eran los Kinks, ¿no? –dijo ella, sorprendiéndolo–. Buena elección. Me alegra que la música te guste y que solo odies el piano.


–No sabía que lo tocaras tan bien. ¿Nunca has considerado la posibilidad de tocar con tu madre? –se interesó.


Ella hizo una mueca.


–¿Estás bromeando? Yo toco para divertirme y ella toca para alcanzar la perfección.


–¿Y qué me dices de tu padre?


Paula soltó un bufido.


–Solo le interesaría si yo estuviera dispuesta a practicar veinticuatro horas al día e interpretara perfectamente bien los cuatro conciertos para piano de Rachmaninov.


–O la Rapsodia, para interpretarla al alimón con tu madre…


Ella arrugó la nariz.


–Oh, por favor… Ya la veo a mi lado, frunciéndome el ceño por encima de su violín y desafiándome a tocar mal una nota. Además, mi padre insistiría en que yo trabajara con algo como el Grand etude de Alkan, porque es tan rápido y tan difícil que…. –Paula volvió a suspirar–. No, no, nunca sería suficientemente buena para él. Y si mi objetivo fuera ganarme su aprobación, no me divertiría.


–¿Saben que tocas el piano?


–Por supuesto que no. Cuando estaba en el colegio, les pedí a mis amigos que guardaran el secreto. Y Arnaldo jamás me habría traicionado… teniendo en cuenta que fue él quien me enseñó. Solo toco para divertirme. Cosas tristes cuando estoy triste y alegres cuando me siento como si el mundo estuviera a mis pies. Pero, normalmente, toco versiones de grupos de música pop.


Pedro estaba sorprendido con los gustos de Paula. Cuando él era joven, no escuchaba demasiada música. Estaba ocupado con otras cosas. Juan Pablo había insistido siempre en que Gabriel y él aprendieran a ganarse la vida y, cuando no estaba en los viñedos, se dedicaba a reparar su deportivo.


–¿Te importa que cambiemos de conversación? –dijo ella–. Se suponía que íbamos a hablar de Les Trois Closes, no de mí.


–No me importa en absoluto. ¿De qué quieres que hablemos?


–De logotipos y etiquetas. Agustina, mi mejor amiga, trabaja en mi antigua agencia de publicidad. Es una mujer con mucho talento –explicó–. La semana pasada me puse en contacto con ella y le di la información que necesitaba. Me ha enviado unas cuantas propuestas.


–¿Le pediste logotipos y etiquetas sin consultarlo antes conmigo? –preguntó, frunciendo el ceño–. ¿Es que ya no importo ni en mi propio viñedo?


–Estabas muy ocupado y yo…


–Tú querías demostrar que puedes ser útil –la interrumpió–. Está bien, lo comprendo. A fin de cuentas, eres la especialista en márketing.


Pedro, no intentaba pasar por encima de ti. Como tú mismo has dicho, solo te intentaba demostrar que puedo ser útil, que puedo añadir algo diferente, algo nuevo, a la empresa.


Él asintió. No podía negar que se estaba esforzando mucho.


–Está bien… Cuando lleguemos al restaurante, hablaremos de ello.


El restaurante resultó ser un establecimiento tranquilo, de comida excelente y servicio discreto, cuyo chef era un viejo amigo de Pedro. Se sentaron a una mesa y, tras pedir la comida y la bebida, él la miró a los ojos.


–Muy bien. Háblame de esas propuestas.


Paula abrió el maletín que se había llevado y sacó el contenido de una carpeta.


–Aquí tienes las propuestas de Agustina. Hay una que me gusta especialmente, pero no diré cual. Necesito saber tu opinión.


Él las estudió durante unos segundos y eligió la más sencilla.


–Esta me gusta mucho. Las tres hojas de parra encajan con el nombre de nuestra empresa, y los colores son adecuados para el vino tinto, el rosado y el blanco. Aunque, a decir verdad, el tinto que yo produzco no tiene nada que ver con Les Trois Closes.


Ella sonrió.


–Has elegido la misma que yo y por las mismas razones. Entonces, ¿estamos d´accord? ¿Será nuestro nuevo logotipo?


–Estamos d´accord –respondió él, intentando disimular su satisfacción ante el hecho de que cada vez hablara más francés.


Paula guardó los logotipos en la carpeta y sacó las propuestas de etiquetas.


–No estoy seguro de que el tipo de letra me convenza demasiado –dijo Pedro–. El actual está bien. ¿Por qué tenemos que cambiarlo por un tipo tan… informal?


–Porque la tierra de esta zona es informal y rebelde. Estamos al borde de los desfiladeros de Ardeche –le recordó–. Y es bueno que parezca escrito a mano porque nuestros vinos se hacen con el método tradicional, a mano. Esa etiqueta refleja el terroir y el proceso… Eres un artesano, Pedro.


Él arqueó las cejas.


–¿Me estás llamando campesino?


–¿Un campesino que vive en una bodega? –ironizó ella–. Ni mucho menos. Te estoy llamando artista.


Él sonrió, encantado.


–No me tomes el pelo, Pau.


–No te estoy tomando el pelo.


–Si tú lo dices…Pero has hecho un gran trabajo.


–Gracias, Pedro –dijo, halagada.


–Entonces, ya está decidido. Utilizaremos ese logotipo. Pero no estoy tan seguro sobre las etiquetas. ¿Por qué cambiar algo que funciona?


–Si quieres ampliar tus mercados, tendrás que cambiar la estética para que refleje las expectativas de tus clientes internacionales. Ten en cuenta que los productos entran por los ojos. Yo he probado vinos por el simple hecho de que su etiqueta me gustaba. Y si su sabor me gustaba después, probaba más vinos de la misma casa.


Pedro pensó que tenía parte de razón.


–De acuerdo. Probaremos tu idea.


–Excelente… Pero también tendremos que extender la marca por las redes sociales.


–Recuerda que en Francia no son tan importantes como en Inglaterra y Estados Unidos –dijo Pedro.


–Es posible; pero, si te quieres extender por Inglaterra y Estados Unidos, tendrás que utilizar el medio de comunicación más adecuado, que en este caso es el marketing viral. De hecho, el blog está teniendo mucho éxito… cada vez recibe más visitas.


Justo entonces, el camarero apareció con la comida. Paula probó su plato y dijo:
–Vaya, tenías razón. La comida es excelente.


Mientras comían, ella le habló de sus ideas para promover los vinos, empezando por la posibilidad de organizar catas y paseos por los viñedos para turistas.


–De esa manera, la gente podría disfrutar de nuestros paisajes y probar nuestros productos. Si además lo combinamos con artículos en la prensa especializada…


Paula siguió hablando de las distintas opciones. Pero Pedro se quedó especial y gratamente sorprendido por su capacidad para afrontar el asunto desde el punto de vista económico y por su flexibilidad sobre los métodos.


Al final de la velada, estaba asombrado por lo mucho que se había divertido con ella. Su entusiasmo era contagioso. Se había convertido en una mujer terriblemente interesante. 


Una mujer que le encantaba.


Si no se andaba con cuidado, perdería la cabeza y se dejaría llevar por el deseo. Pero el pasado estaba demasiado presente y no quería complicar las cosas.


Cuando el camarero regresó para darles la cuenta, ella dijo:
–La idea de cenar ha sido mía, así que es justo que yo invite.


–No, nada de eso. Puede que la idea fuera tuya, pero soy un caballero chapado a la antigua y no voy a permitir que pagues tú.


–No seas incongruente, Pedro… No puedes pensar que solo he vuelto a Francia por el dinero de Arnaldo y, a continuación, negarte a que pague una cena.


Él se limitó a arquear una ceja.


–Somos socios con igualdad de derechos y obligaciones –le recordó ella–. Y te recuerdo que declaramos una tregua. No nos podemos pelear.


Pedro sonrió.


–Muy bien. Pagaremos a medias.


Después de pagar, Pedro la llevó en coche a la casa de Arnaldo y abrió el maletero para que pudiera sacar la bicicleta.


–Hoy me has dado mucho en lo que pensar –dijo él.


–¿Eso es bueno? ¿O malo?


–Fundamentalmente bueno. Aunque no estoy muy convencido del asunto de las redes sociales.


–Si quieres que la gente hable de los vinos, tendrás que hacer algo distinto. No voy a negar que las redes pueden ser algo superficiales; pero si los productos son buenos y nuestras páginas son suficientemente atractivas…


–¿Suficientemente atractivas?


–Claro, hay que hacer cosas interesantes para llamar la atención. Tenemos que ser interactivos, dinámicos… Cuanto más tiempo pasen en nuestras páginas y más disfruten de la experiencia, mejor opinión tendrán de nosotros y más pedidos harán –contestó con una sonrisa–. Dame una oportunidad.


Él se encogió de hombros.


–Está bien. No quiero discutir contigo.


–No te arrepentirás, Pedro –le prometió.


–Eso espero.


–¿Sabes una cosa? Ahora pareces más relajado.


Pedro se puso tenso.


–¿Por qué dices eso?


Paula respiró hondo.


–Porque puede ser un buen momento para mantener la conversación que hemos estado retrasando. Si dejamos que pase el tiempo, será más difícil.


–Es posible, pero eso no significa que vaya a ser fácil ahora –le advirtió.


Ella sacó la llave del bolso.


–Cuanto antes, mejor. ¿No crees? En fin, voy a dejar la bicicleta en su sitio… ¿Puedes preparar café?


Paula le dio la llave de la casa.


–Por supuesto. Te estaré esperando.