sábado, 14 de marzo de 2015
SOCIOS: CAPITULO 11
Cuando Paula volvió del granero, Pedro ya había servido el café y se había sentado a la mesa de la cocina. Parecía preocupado y, a pesar del daño que le había hecho, a ella se le encogió el corazón. Sintió el deseo de acercarse, pasarle los brazos alrededor del cuerpo y decirle que todo iba a salir bien; el deseo de devolverle el favor que él le había hecho junto a la laguna.
Pero sabía que el sexo se interpondría en su camino.
Acabarían en la cama, harían el amor y, al final, ni hablarían del pasado ni solucionarían sus problemas. De hecho, se alegró de que se hubiera sentado al otro lado de la mesa, como si quisiera mantener las distancias. En ese momento, era lo mejor que podían hacer.
Paula se sentó y preguntó:
–¿Las viñas han sufrido alguna vez una plaga?
–Sí, claro. ¿Por qué lo preguntas?
–Porque esto es muy parecido. Puede que el tratamiento duela, pero es mejor que esperar a que una plaga se lo lleve todo por delante.
Pedro echó un trago de café.
–Siento haber sido tan grosero contigo en la biblioteca. No me lo esperaba.
–¿Tanto te molesta que toquen el piano?
Él respiró hondo.
–Chantal lo tocaba constantemente. Es… No sé. Me trae recuerdos ambivalentes, alegres y tristes a la vez.
–He notado que te refieres a ella por su nombre de pila, como si no fuera tu madre. ¿Es que ha pasado algo?
Pedro suspiró.
–¿Que si ha pasado algo? –dijo con ironía–. Empezó a salir con otro hombre y abandonó a mi padre.
–Ah
Paula se quedó atónita. Obviamente, no tenía derecho a juzgar a Chantal; pero Juan-Pablo siempre le había parecido un hombre maravilloso. Se acordaba de él con frecuencia; lo recordaba en el patio, riendo y haciendo chistes con Arnaldo.
De niña, envidiaba a Gabriel y Pedro porque, a diferencia de ella, tenían un padre que les prestaba toda su atención.
–Lo siento,Pedro. Debió de ser difícil para ti.
–Lo fue. Yo creía que eran felices… No discutían nunca, y sé que mi padre la idolatraba. Nunca le habría hecho daño.
–No lo entiendo. ¿Por qué haría una cosa así? –se preguntó–. Pero, discúlpame, no es asunto mío… No es necesario que contestes.
–No me importa contestar, Pau… ¿Por qué se marchó con ese hombre? Chantal asegura que se fue porque mi Juan-Pablo no le prestaba la atención que necesitaba –dijo, muy serio–. Aún no sé qué me sorprendió más, si el hecho de que lo abandonara o el momento que eligió para abandonarlo.
Ella frunció el ceño.
–¿El momento?
–Habíamos tenido dos cosechas particularmente malas. Yo no lo supe entonces, pero mi padre se vio obligado a trabajar día y noche para no perder los viñedos. El banco lo había amenazado con retirarle la línea de crédito.
Mientras él hablaba, Paula tuvo la sensación de que en aquella historia había algo más, algo que no le había dicho.
Y entonces, se le encendió una luz.
–¿Cuándo pasó, Pedro?
–Ya no importa.
–Claro que importa.
Pedro se mantuvo en silencio durante unos segundos.
Paula pensó que no iba a responder, pero al final habló.
–Fue hace diez años.
A ella se le hizo un nudo en la garganta.
–¿Después de que yo me fuera a Londres?
–El día después de que Gabriel cumpliera los dieciocho. Supongo que fue un detalle que no arruinara su cumpleaños, pero el hecho de que organizara la fiesta a sabiendas de lo que iba a pasar al día siguiente… –él sacudió la cabeza–. No se lo puedo perdonar, Pau.
Gabriel cumplía años en septiembre, justo antes de la vendimia. Paula se acordó de que la habían invitado a la fiesta y de que no había podido asistir porque sus padres estaban casualmente en Londres y los veía con tan poca frecuencia que decidió aprovechar la oportunidad. Pero había un detalle más importante: que, precisamente por esas fechas, Pedro se tenía que ir a París para empezar con su nuevo trabajo. Y Paula ató cabos con rapidez.
–Dime una cosa, Pedro. Cuando te llamé y te pedí que vinieras a Londres y pasaras unos días conmigo… No estabas en París, ¿verdad?
–No –admitió–. No pude abandonar a mi padre en esas circunstancias. Estaba completamente hundido. Chantal le había partido el corazón. Le presioné hasta que me dijo la verdad… me contó que estábamos prácticamente en la quiebra y que ese era el motivo por el que no le había prestado la atención necesaria.
Paula le dejó hablar.
–Trabajaba tanto que ya no tenía tiempo para nada. Y me sentí en la obligación de quedarme con él.
–Así que renunciaste a tu trabajo de París…
Él se encogió de hombros.
–Siempre supe que volvería a los viñedos cuando papá se jubilara. Me limité a adelantar los acontecimientos.
Ella se mordió el labio.
–¿Arnaldo lo sabía?
–Por supuesto. Era socio de mi padre desde hacía unos años… ¿Es que no te lo dijo?
Ella sacudió la cabeza.
–Le conté que tú y yo nos habíamos separado y replicó que estaba siendo demasiado dura contigo, que de todas formas éramos demasiado jóvenes para sentar la cabeza y que te debía dar un poco de espacio.
–Y discutiste con él.
Paula asintió.
–Por mi culpa.
–Pedro, si hubiera sabido lo que pasaba… Pero me sentía como si todo el mundo me estuviera presionando. Arnaldo me decía lo que tenía que hacer y a ti te faltó poco para decir que lo nuestro había sido una simple aventura y que no tenías tiempo para mí. Estaba tan confundida que pensé que estabas con otra.
–Lo nuestro no fue una simple aventura. Y es verdad que no tenía tiempo para ir a Londres. Tenía que ayudar a mi padre; impedir que nos quitaran los viñedos –declaró con vehemencia–. En ese momento había cosas más urgentes que nuestra relación. Nuestros empleados dependían de nosotros. Sus puestos de trabajo dependían de nosotros. No los podíamos dejar en la estacada.
–Pero, ¿por qué no me dijiste lo que pasaba?
Paula sintió arrepentimiento y rabia a la vez.
Arrepentimiento, porque no había tenido ocasión de ayudar a Pedro; rabia, porque la había dejado al margen como si no confiara en ella.
–Porque me sentía avergonzado –respondió él con un suspiro–. Por algún motivo, no quería que supieras que mi madre se había marchado con otro después de veinticinco años de matrimonio. Y no quería que supieras de nuestras dificultades económicas.
Ella tragó saliva.
–Si me lo hubieras dicho, lo habría entendido. No habría podido cambiar nada, pero al menos habría estado contigo. Te habría escuchado, te habría apoyado… –Paula sacudió la cabeza–. Dios mío. Tu vida se había hundido de repente y, por si eso fuera poco, te abandoné. Supongo que me habrás odiado mucho.
–Sí, no lo voy a negar. Pensé que me habías hecho lo mismo que Chantal a mi padre. Yo solo necesitaba un poco de tiempo, pero tú insistías e insistías, queriendo saber cuándo iba a ir a Londres. Sé que fui grosero contigo, pero no tenía esa intención. ¿De verdad pensaste que estaba saliendo con otra?
–No se me ocurría otra razón para que te mostraras tan distante. Solo tenía dieciocho años, Pedro. Sabía poco de la vida y estaba cansada de que los demás me intentaran imponer sus criterios. Pensé que no me querías y, como siempre he sido bastante orgullosa, decidí abandonarte antes de que tú me abandonaras a mí.
–Y también me odiaste, claro.
Ella se mordió el labio.
–Durante una temporada. Pero nunca quise que lo nuestro terminara. Aquel verano pensé que todos mis sueños se habían hecho realidad; pensé que…
–¿Qué pensaste? –dijo él, con voz quebrada por la emoción.
–No importa.
–Por supuesto que importa. Dímelo.
–Pensé que, cuando saliera de la universidad…
–¿Sí?
–Podríamos vivir juntos.
–Yo también lo pensé. De hecho, tenía intención de pedirte que te casaras conmigo. Lo había pensado bien. Vendería el coche y, con el dinero, te compraría un anillo espectacular. Luego, te llevaría a lo alto de la torre Eiffel y te pediría matrimonio.
Paula supo que estaba diciendo la verdad. La había amado tanto como ella lo había amado a él.
–Cualquier anillo me habría servido, Pedro. Yo no quería lujos. Solo te quería a ti.
–¿Cómo pudo salir tan mal?
Ella se encogió de hombros.
–Malinterpreté tu actitud. Como ya he dicho, no sabía nada de la vida… Pero jamás quise hacerte daño.
–Ni yo pretendía que te sintieras despreciada –le confesó–. También era demasiado joven.
–Si hubiéramos hablado entonces… Pero el pasado no se puede cambiar, y no tiene sentido que sigamos eternamente con las recriminaciones.
Paula deseó acercarse y acariciar a Pedro, pero se contuvo porque no le quería asustar.
–¿Ya no ves a tu madre?
–La veo muy poco. Todavía no la he perdonado –dijo–. Mi padre lo pasó verdaderamente mal por su culpa. Pero la quería tanto que la dejó ir sin escándalos y le concedió el divorcio para que pudiera ser feliz.
–¿Se casó con el otro hombre?
–Sí, pero ese matrimonio no duró demasiado. Ni los tres siguientes. Busca un hombre que esté a la altura de mi padre y no lo encuentra.
–¿Y qué me dices de Juan-Pablo? ¿Le habría gustado que Chantal volviera con él?
–Por supuesto. Estuvo enamorado de ella hasta el día de su muerte. Yo habría preferido que encontrara a otra mujer y rehiciera su vida, pero él solo quería a Chantal –dijo con tristeza–. Supongo que los Alfonso somos así. Tenemos la manía de enamorarnos de mujeres que no nos convienen.
El comentario de Pedro le hizo daño.
–Eso no es cierto. Tú y yo nos llevábamos muy bien.
–Sí, es posible, pero no duró. Mi padre se concentró en su trabajo y yo le ayudaba en todo lo que podía. Pero no se me ocurrió que era un hombre mayor y que ya no tenía fuerzas para trabajar a destajo… No hasta que sufrió aquel infarto.
–¿Es que te sientes culpable? Pedro, no fue culpa tuya…
–Eso es lo que él dijo. Lo que dijo Gabriel. Pero yo me sentí culpable de todas formas –admitió–. Cuando mi padre estaba en el hospital, llamé a Chantal y le pedí que fuera a verlo.
–¿Y fue?
Él apartó la mirada.
–Dijo que se lo pensaría. Pero no sé qué habría pasado, porque mi padre falleció antes de que ella tomara esa decisión.
–Oh, es tan triste…
–No la he visto mucho desde entonces. Gabriel la ha perdonado; en parte, porque mi padre no le habló de los problemas económicos que teníamos. Estaba con exámenes y no quisimos preocuparlo. Además, Gabriel hizo las prácticas en Grasse, que no está muy lejos de Cannes, donde vivía Chantal. Al parecer, la iba a ver de vez en cuando… Pero lo guardó en secreto durante más de un año por miedo a mi reacción.
Pedro respiró hondo.
–Cuando me lo contó, tuvimos una buena discusión. Sin embargo, él me hizo ver las cosas desde otro punto de vista. Dijo que mi madre era una mujer de mediana edad que estaba pasando por la crisis de los cuarenta y que se había convencido de que mi padre no quería estar con ella porque ya no la encontraba atractiva… No sabía que mi padre solo le quería ahorrar la preocupación por el estado de los viñedos. Y cometió un error terrible.
–Puede que no lo hubiera cometido si tu padre se lo hubiera dicho a tiempo –observó Paula.
–Sí, puede. Pero nunca lo sabremos. Como tú misma has dicho, el pasado no se puede cambiar –sentenció.
–¿Y qué vamos a hacer ahora? Me refiero a ti y a mí.
–No lo sé, Pau. Me he acostumbrado a desconfiar de la gente. Primero, mi madre abandonó a mi padre; luego, tú me abandonaste a mí y, más tarde, Vera abandonó a mi hermano y se divorció de él. Y Vera le sacó todo el dinero que pudo –contestó con sorna–. Como ves, los Alfonso no tenemos suerte con las mujeres.
–Pero eso no quiere decir que no la podáis tener.
–Eso espero.
Paula sacudió la cabeza.
–Dios mío. Ahora entiendo que desconfiaras de mí cuando volví a Ardeche después de la muerte de Arnaldo. Pensaste que yo era como Vera.
–¿Qué otra cosa podía pensar? Pero ahora te entiendo mejor. Incluso entiendo que no asistieras al entierro de Arnaldo… No fue culpa tuya.
–En cierta forma, lo fue. Tendría que haber sido más fuerte; tendría que haber plantado cara a mi jefe. Pero no atreví. El trabajo me importaba demasiado.
–¿Todavía te importa?
–Te recuerdo que he presentado mi dimisión.
–En ese caso, lo preguntaré de otro modo… Si surgiera la ocasión de recuperar tu antiguo empleo, ¿la aprovecharías?
Ella se lo pensó y dijo:
–No. Me gustaba la agencia, pero no volvería aunque mi jefe me ofreciera el puesto que me había ganado.
–Entonces, ¿qué quieres?
Paula solo quería una cosa. Quería a Pedro. Pero no estaba segura de que le concediera una segunda oportunidad.
–No lo sé… Solo sé que es mejor que nos tomemos las cosas con calma. Puede que lleguemos a ser amigos.
–Me temo que eso va a ser difícil. Tengo que hacer verdaderos esfuerzos para no abalanzarme sobre ti. Ardo en deseos de besarte hasta volverte loca. Me gustaría llevarte a la cama ahora mismo y hacerte el amor. Pero no sería justo, Pau. No estoy buscando una relación seria. Solo quiero dedicarme a mis viñedos y hacer vinos que le gusten a la gente.
–¿Estás diciendo que, entre nosotros, solo puede haber una relación profesional?
–Sí. Es lo mejor.
Ella no estaba tan segura, pero decidió aprovechar lo que le daba.
–¿Quiere eso decir que estás dispuesto a que trabajemos juntos?
Pedro asintió.
–Sí. Ahora nos entendemos; sabemos lo que buscamos, lo que queremos.
Él se levantó y llevó su taza de café, ya vacía, a la pila.
–No sé si tiene sentido después de tanto tiempo, pero siento lo que pasó entre nosotros. No quería hacerte daño.
–Ni yo a ti.
–Bueno, nos veremos en el despacho. Buenas noches, Pau.
–Buenas noches, Pedro.
Él abrió la puerta y se marchó.
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