jueves, 5 de marzo de 2015

PECADO Y SEDUCCION: SINOPSIS






Una noche nunca sería suficiente


Pedro Alfonso era un hombre de negocios implacable, un padre tierno y un ex marido receloso. El guapísimo italiano solo tenía aventuras pasajeras con mujeres que conocían las normas del juego. Hasta que tropezó por sorpresa con la única mujer de todo Londres que no estaba interesada en tener una relación con él


Paula Chaves era adicta al trabajo, amiga fiel y soltera consumada. Decidida a conservar su independencia,Paula estaba encantada de mantener a los hombres a una distancia segura. Pero eso cambió cuando Pedro la conquistó, la llevó a su dormitorio y le abrió los ojos a todo un mundo nuevo de pecado y seducción.




¿ME QUIERES? : CAPITULO FINAL




–Parece que me he equivocado contigo –dijo una voz a su espalda–. No eres una dama dragón después de todo.


Paula se giró y estuvo a punto de caer de rodillas. Tenía el sol de la mañana detrás, recortando su silueta mientras avanzaba hacia ella por la playa desierta. ¿Sería producto de su imaginación o era real?


–¿Pedro?


–¿Esperabas a otra persona? –le preguntó él deteniéndose a escasos metros de ella.


Paula sacudió la cabeza, incapaz de hablar. No podía creerse que estuviera allí. Se había marchado de Londres hacía casi una semana y desde entonces no había dejado de arrepentirse ni un solo instante. Tal como Pedro acababa de insinuar, había sido una cobarde. Sintió una oleada de emoción, pero tragó saliva y se quedó quieta observando cómo él la miraba. Ninguno de los dos dijo nada durante un largo instante.


Y luego Pedro rompió el silencio.


–Te marchaste sin despedirte –le dijo con dureza.


Ella tragó saliva.


–Lo sé. Lo siento.


–¿Eso es todo?


–¿Qué más quieres que diga? –le preguntó con el corazón latiéndole con fuerza por el amor que sentía hacia aquel hombre.


Pedro estaba allí y sentía deseos de arrojarse a sus brazos y suplicarle que le diera otra oportunidad.


–¿Por qué no me explicas la razón por la que huiste sin decirme, al menos, que ya no querías casarte conmigo?


–Quería decírtelo –murmuró Paula–. Empecé a decírtelo.


Pero cada vez que trataba de llamarle por teléfono, el miedo se apoderaba de ella. Finalmente se dio cuenta de que la única manera de liberarle de su promesa era marchándose.


–Deberías haberlo hecho.


Ella negó con la cabeza.


–No podía. Tú habrías insistido en seguir delante de todas formas y yo no quería hacerte eso.


Pedro gimió. Luego se pasó la mano por el pelo y se giró para mirar la espuma de las olas que rompían en la orilla.


–Tú querías casarte, Paula. Me lo pediste.


–Y tú siempre cumples tus promesas aunque sepas que más tarde te arrepentirás –le espetó ella incapaz de seguir conteniéndose.


Pedro se giró hacia ella y Paula bajó la cabeza avergonzada.


–No podía soportar la idea de que te arrepintieras de haberte casado conmigo.


Él parecía sombrado.


–¿De eso se trata? ¿De la apuesta que hice con el tatuaje?


Sonaba estúpido dicho así. Paula se sintió más avergonzada todavía.


–Por supuesto que no es por el tatuaje. Es porque tú eres la clase de persona que cumple sus promesas.


–Dios mío, Paula, qué frustración. Querías casarte para proteger al bebé. ¿Qué pasó para que cambiaras de opinión? ¿Fue por la maldita historia del tatuaje?


–Por supuesto que no –afirmó ella dolida–. Cuando contaste esa historia, me di cuenta de que tenías razón. Quería casarme por mí, para protegerme –bajó la vista y observó las pequeñas espirales que habían formado los cangrejos en la arena por la noche–. Me avergüenzo de ello.


Le escuchó moverse. Entonces Pedro la agarró de los hombros y la obligó a mirarle. Paula sintió deseos de llorar al sentir su contacto, pero se mordió el labio por dentro y guardó silencio.


–No digas eso, Paula. Creías que lo hacías por el bebé. Lo hiciste por él. Has tenido que soportar mucho durante los últimos meses. Tenías derecho a pensar en cómo afectaría eso al niño.


Una lágrima le resbaló por la mejilla y se la secó con el dorso de la mano.


–Pero no tenía derecho a presionarte para que cambiaras tu vida por mis problemas con la prensa.


Pedro la sujetó con más fuerza.


–Paula, el bebé es de los dos. Quiero estar ahí para él.


–O para ella.


–O para ella –Pedro la estrechó entre sus brazos de pronto.


Paula cerró los ojos y aspiró su aroma. El corazón de Pedro latía con fuerza y tenía la piel cálida bajo la ropa.


Se permitió por unos instantes disfrutar de aquello.


–Cuando te dije que no me afectaron las historias que salieron tras la muerte de mi madre, te mentí. Por supuesto que me afectaron. He vivido toda mi vida con el impacto que me produjeron. Por eso soy como soy, Paula.


Ella inclinó la cabeza para mirarle.


–Oh, Pedro, lo siento.


–Yo no –afirmó él–. Me gusta como soy. Pero me gusta todavía más cómo soy cuando estoy contigo.


A Paula le dio un vuelco al corazón.


–Quieres que me sienta mejor por haber tratado de obligarte a casarte conmigo.


Pedro suspiró.


–¿Todavía no te has dado cuenta, dulce Paula, de que yo nunca hago nada que no quiera? Accedí porque quería casarme contigo. Todavía quiero.


A Paula le temblaron de pronto las piernas. Si no la hubiera estado sujetando, se habría caído al suelo.


–Creí que te estaba obligando a hacer algo que no querías. Y luego me marché sin darte explicaciones. ¿Cómo es posible que sigas queriendo casarte conmigo?


–¿Acaso no es obvio? –dijo él sonriendo.


Le brillaban los ojos, y Paula se sintió tentada a creer.


–No… no estoy segura.


Pedro sacudió la cabeza sin dejar de sonreír.


–Te amo, Paula. Y quiero a nuestro hijo. Me gusta quién soy cuando estoy contigo y quiero pasar el resto de mi vida a tu lado. Quiero ver cómo engordas por nuestro hijo y quiero estar presente cuando llegue al mundo. Quiero llevarte el café todas las mañanas y hacerte el amor con la mayor frecuencia posible. Quiero desabrocharte los botones superiores de la camisa. Quiero que estés en mi vida y quiero casarme contigo para que no puedas volver a huir.


Las lágrimas que Paula estaba conteniendo salieron a borbotones y le cayeron por las mejillas. Se dijo que debía contenerse, pero era más fácil decirlo que hacerlo. Le apoyó la frente en la camisa y sollozó mientras él la abrazaba con fuerza.


Cuando por fin logró recomponerse, alzó la cabeza y vio que la estaba mirando con ternura.


–Creí que no te importaba –dijo con un hipido–. Creí que me odiabas por obligarte a casarte conmigo.


Pedro parecía asombrado.


–¿Qué diablos te llevó a pensar eso?


–Te volviste muy distante cuando saltó la historia. Yo solo quería que me abrazaras, pero no me tocabas –sollozó Paula–. No volviste a pasar la noche conmigo.


Pedro la abrazó con más fuerza.


–Creí que estabas demasiado angustiada, que no descansabas. Sabía que si dormía contigo, no descansarías porque no podría apartar las manos de ti. Solo eran cuatro noches. La quinta ya habríamos estado juntos.


–Pero no descansé –murmuró Paula deslizándole los dedos temblorosos por la camisa–. Daba vueltas en la cama porque creía que ya no había nada entre nosotros. Te amaba desesperadamente y pensé que tú me despreciabas.


–Mírame –le pidió Pedro.


Ella alzó la vista hacia la suya. La sonrisa de Pedro provocó que se le formara un nudo en el estómago.


–¿Tú me amas? –le preguntó él.


Paula parpadeó, asombrada por la pregunta.


–Creí que estaba claro.


Pedro se rio.


–Te olvidas de lo serena que eres –le deslizó un dedo por la mejilla y suspiró–. Soy un hombre muy afortunado. Y tengo pensado aprovecharme de mi buena suerte –inclinó la cabeza y reclamó su boca en un beso apasionado capaz de derretir el acero.


El calor hizo explosión dentro de ella, atravesándola como si fuera sirope de chocolate caliente. Se estaba derritiendo de deseo, de amor.


–Te necesito, Paula. Vuelve a casa conmigo. Casémonos. Hoy.


Aquello era todo lo que deseaba, todo lo que había soñado. 


Pedro, ella y su hijo. Perfección. Felicidad.


–Sí –dijo–. Definitivamente, sí.


Unos minutos más tarde, entre besos apasionados en los labios, el cuello y las mejillas, Pedro murmuró:
–Recuérdame que le envíe a Daniela una nota de agradecimiento.


–¿Por qué? –preguntó Paula cuando pudo respirar.


Él alzó la cabeza. Los ojos negros le brillaban con ardor.


–Fue ella la que avisó a la prensa.


Una ráfaga de furia atravesó a Paula, pero desapareció al instante como el humo al viento. ¿Cómo iba a estar enfadada con lo feliz que era?


–¿Y qué tiene eso de bueno?


Pedro le sonrió con ternura.


–Nos abrió los ojos a la verdad.


Entonces, cuando él la tomó en brazos, se dio cuenta de que era realmente muy afortunada. El sexo era fabuloso, pero el amor era todavía mejor. ¿Sexo fabuloso y amor? Felicidad




¿ME QUIERES? : CAPITULO 27





No iba a venir. Pedro estaba en medio del pasillo de la oficina del registro en la que iban a casarse mientras procesaba la información que acababa de recibir. Paula no había aparecido, según el chofer que había enviado a buscarla. La llamó al móvil y no obtuvo contestación. Llamó entonces a recepción y le dijeron que se había marchado hacía más de dos horas.


Lo primero que sintió fue rabia, una rabia que le recorrió las venas como si fuera ácido sulfúrico. Lo segundo fue desesperación. Eso le resultaba más difícil de manejar.


Le había dejado. Paula Chaves, su preciosa y recatada griega que llevaba dentro una mujer apasionada. Ni todas las chaquetas abrochadas hasta el cuello del mundo podrían ocultar su deslumbrante belleza ni su fulgor.


La gente pasaba a su lado en el pasillo, siguiendo adelante con su vida y su trabajo, y Pedro se sintió de pronto vacío. 


Como si Paula se hubiera llevado la luz al marcharse. No lo entendía. ¿Por qué se había ido, si aquella boda era tan importante para ella?


Siempre había sabido que ella lo hacía por razones que no tenían nada que ver con él. Saber que podía contar con él o no a su antojo le había molestado en el orgullo. Pero ¿le había dado razones para que actuara de otra forma? Su mayor temor era ser un mal padre. El segundo, desilusionar a Paula.


Y ella le había echado de su vida dos veces. La primera se sintió furioso y decepcionado. En ese momento, como si le hubieran pegado un puñetazo en el estómago. Sabía lo que tenía que hacer.


Tenía que ir tras ella. Tenía que detenerla antes de que se marchara. Era lo único que acabaría con el dolor que sentía. 


¿Qué le diría? Pensó en las palabras adecuadas. Tenía que decirle que podía ser mejor persona y que quería que ella le diera una oportunidad. Que sabía que con ella al lado sería capaz de cualquier cosa. No estaba destinado a ser como su padre, ni condenado a una vida de relaciones vacías y malas decisiones.


Pedro avanzó por el pasillo y bajó las escaleras. Fuera llovía, pero él no tenía tiempo para esperar a su chofer, así que paró un taxi. El trayecto al aeropuerto de Heathrow fue eterno y, cuando por fin llegó entró a toda prisa en la terminal, compró un billete para Amanti. Era la única forma de pasar por los controles de seguridad y poder verla. Se dirigió directamente a la sala vip y se acercó al mostrador.


–Lo siento, señor –le dijo el agente cuando le contó lo que quería–. Pero el avión está ya en la pista.


Pedro sintió deseos de agarrar al agente por las solapas de la chaqueta y exigirle que mandara parar al avión, pero sabía que así solo conseguiría pasar unos días en la celda de una cárcel. Así que le dio un puñetazo al mostrador y volvió a salir a la lluvia con las manos en los bolsillos y el estómago rumiando de rabia. Finalmente se subió a un taxi y le pidió que le llevara a Knightsbridge.


Le había dejado. Le había dejado en el metafórico altar y había salido huyendo en el último minuto. Porque sabía que sus relaciones con las mujeres nunca habían trascendido del plano físico. No sabía cómo compartir su mundo interior.


Pero lo había intentado. Con ella lo había intentado y no había servido de nada. Paula había visto su alma herida y había dicho que no. De ninguna manera.


Pedro no se molestó siquiera en secarse cuando entró en el apartamento de su padre. Se sirvió un vaso de whisky y se dejó caer en el sofá. Las gotas de lluvia le resbalaban por la cara y le caían en la ropa ya mojada.


Omar se lo encontró así horas más tarde, todavía sentado y mirando al infinito. Se le había secado la ropa y se le había acartonado sobre la piel. Pero no le importaba.


–¿Qué te ha pasado, muchacho? –inquirió su padre acercándose y retirándole el vaso vacío.


Pedro alzó la vista y parpadeó. Le ardían los ojos.


–Tengo lo que me merezco. Ya me tocaba –dijo.


–¿De qué diablos estás hablando?


–Paula me ha dejado.


Omar empujó el labio inferior hacia fuera.


–Entiendo –se apoyó en la esquina de la mesa que más cerca estaba de Pedro–. ¿La amas?


Pedro llevaba horas pensando en ello.


–Sí, creo que sí.


–¿Lo crees o lo sabes?


Pedro se frotó los ojos y la frente.


–¿Cómo puede saberse? –sabía que le estaba preguntando al hombre equivocado, no solo porque Omar parecía llevar una política de puertas abiertas respecto al amor, sino también porque nunca le había dado ningún consejo importante. Pero el niño pequeño que había en él todavía deseaba que sucediera. Quería que su padre fuera un padre por una vez, no un compañero de correrías.


Omar suspiró y se frotó las rodillas.


–Se sabe porque cuando se va duele mucho –se llevó un puño al torso, justo debajo de las costillas–. Aquí. Duele y no se quita por mucho que bebas ni por mucho sexo que tengas con otras mujeres. Lo único que lo puede apaciguar es el tiempo, pero sigue doliendo.


Pedro parpadeó.


–¿Por quién sientes tú eso? –estaba muy sorprendido por lo que Omar acababa de contarle.


Su padre se echó hacia atrás con las manos todavía en las piernas.


–Bueno, ese es mi secreto. Solo te diré que lo estropeé todo. Pero tú puedes arreglar esto, Pedro. Ve tras ella y dile lo que sientes.


Como si fuera tan fácil. Lo había intentado, pero no había funcionado. Paula le había dejado sin decir una palabra. No le había dado una oportunidad y estaba muy enfadado por ello.


–¿Y si a ella no le importa?


Fue entonces cuando Omar dijo lo frase más profunda que Pedro le oiría decir jamás, aunque ambos vivieran otros cien años.


–Si no le importara, no creo que se hubiera ido. Las mujeres no huyen si no tienen miedo de algo. Si solo buscara tu dinero o tu apellido, habría pronunciado los votos con la rapidez de un rayo, te lo aseguro.


Omar se puso de pie y le puso a Pedro la mano en el hombro.


–Te quiero, Pedro. Sé que no siempre me he portado bien contigo, pero te quiero. Serás un padre maravilloso, no porque hayas tenido un buen ejemplo sino por cómo eres por dentro. Todo lo que haces lo haces bien.


Pedro sintió el picor de las lágrimas en los ojos.


–¿Por qué no me habías dicho esto nunca?


Era algo extraordinario. Y lo suficientemente extraño como para pensar que estaba soñando.


Omar se encogió de hombros.


–Porque no estaba seguro de cómo te lo ibas a tomar. Eres muy independiente, en eso has salido a tu madre. Y tan competente que a tu lado me siento un poco inferior. Es duro admitir que los hijos saben más que uno. Si hubiera abierto la boca para sacarte de dudas, ¿me habrías respetado?


Pedro negó con la cabeza.


–No. Me parecía más fácil pasar tiempo contigo y confiar en que supieras lo orgulloso que estoy de ti. No puedo cambiar el pasado, pero puedo hacerte saber que estoy aquí. He cometido errores, pero te quiero.


Una punzada de vergüenza atravesó la conciencia de Pedro.


–Cuando la historia saltó a los periódicos, me pregunté por un instante si serías tú quien la había filtrado inadvertidamente.


Ya sabía que no, pero en quien primero había pensado era en su padre. Le carcomía la culpa, especialmente después de lo que Omar acababa de decirle.


Su padre volvió a encogerse de hombros.


–Es normal. ¿Qué otra persona tenía tantas probabilidades de emborracharse y abrir la boca? –le dio una palmadita a Pedro–. Pero he mejorado. No he sido yo, aunque no te culpo por haberlo pensado.


Omar se dirigió al ascensor y Pedro se puso de pie para verle marcharse.


–Papá –dijo cuando se abrieron las puertas y su padre entró.


Omar se dio la vuelta con el dedo en el botón. Había muchas cosas que Pedro quería decirle, muchas cosas que quería saber. Aquella relación tenía mucho trabajo por delante y tal vez siempre sería así. Pero habían dado un paso que Pedro nunca pensó que darían y solo hacía falta una respuesta.


–Gracias.


El otro hombre sonrió. Entonces las puertas se cerraron y desapareció.



miércoles, 4 de marzo de 2015

¿ME QUIERES? : CAPITULO 26




–Lo siento, Paula –murmuró Pedro con la voz entrecortada por la furia–. Confiaba en que tuviéramos más tiempo.


Ella estaba todavía tratando de procesarlo.


–Nos hicieron una foto besándonos frente a la consulta del doctor Clemens. ¿Cómo se han enterado tan pronto? ¿Y por qué han esperado para utilizarlo?


Pedro volvió a maldecir y se pasó una mano por el pelo. 


Parecía furioso. En cambio ella no sentía nada. O mejor dicho, se sentía entumecida. No era lo que esperaba sentir. 


No era lo que lo que sintió cuando vio las fotos de Ale y Alicia junto con el titular en que la calificaban de novia abandonada. Aquello resultó humillante, no cabía duda. Pero esto… esto era una violación. De su vida, de la vida de su bebé. De la de Pedro.


Él se acercó, le puso las manos en los hombros y la obligó a mirarle.


–No importa, Paula, vamos a casarnos dentro de cinco días. Simplemente, tendremos que enfrentarnos a ello antes de lo previsto.


Todos sus planes se habían ido al garete. Ella quería casarse cuanto antes para que cuando se le notara el embarazo hubiera al menos dudas. Claro, cuando naciera el bebé cualquiera podría echar la cuenta y averiguarlo, pero para entonces habrían pasado muchos meses y ella sería una mujer casada con un niño recién nacido.


–¿Cómo se han enterado tan pronto? –repitió.


Pedro apretó los labios.


–No lo sé, pero voy a averiguarlo.


Ella alzó la mano. El anillo brillaba resplandeciente bajo la luz de la mañana. La noche anterior Paula se había sentido muy especial cuando la llevó a cenar al restaurante vacío y le dio aquel anillo. Todo fue romántico y perfecto, pero era falso. Falso porque el matrimonio ya estaba concertado. 


Pero a ella no le había importado cuando la besó y la llevó al hotel. Pedro había destruido todas las ideas que ella tenía sobre cómo debía ser aquella relación. Había derribado las barreras, la había desnudado y se había abierto camino en su alma. Pedro era parte de ella en muchos sentidos, y le amaba. Tras la noche anterior confiaba en que todo saliera bien. Que sería feliz y que Pedro sería feliz con ella.


Hasta que leyó el periódico y se dio cuenta de que su secreto había sido revelado. Nadie creería que había algo entre ellos aparte del deber que tenían hacia el niño. No debería importarle, pero le importaba. ¿Cómo iban a ser felices si su matrimonio empezaba bajo una nube de sospechas y escándalo? ¿Cómo iba a estar segura alguna vez de que Pedro no estaba resentido con ella debido a las circunstancias de su matrimonio?


Con el paso de los días el escándalo se hizo mayor. Los habituales rumores se mezclaron con las medias verdades y todo se desbordó. Ella se negó a hablar con la prensa y Pedro también, así que se inventaron cosas. Encontraron testigos falsos, pagaron a porteros y camareros para que hablaran, y todo lo que dijeron fue falso y escandaloso.


Pedro se volvió frío y distante. No habían vuelto a pasar la noche juntos desde que salió la historia. Y para disgusto de Paula, aparecieron fotos de su maravillosa velada. Alguien captó con un teleobjetivo a través de la ventana el momento en el que Pedro la besó apasionadamente antes de llevarla al hotel.


Todo era una cuestión de apariencias, de hacer creer a todo el mundo que eran muy felices. Pedro la llevaba a cenar, al teatro y a los actos sociales a los que tenían que asistir. Los fotógrafos los perseguían por todas partes con sus flashes y los periodistas los acribillaban a preguntas.


Paula no decía nada. Pedro la guiaba por el campo de batalla con una mano firme en la espalda o tomándole la suya. No hacía ningún comentario, excepto en una ocasión en la que se detuvo de golpe cuando un reportero le preguntó qué se sentía al verse atrapado en el matrimonio por una cazafortunas extranjera. Paula le tomó del brazo y le urgió a seguir andando. Tras un instante en el que ella sintió la tensión de su cuerpo como si fuera un arco a punto de quebrarse, Pedro hizo lo que le pedía y siguió caminando.


Sus padres la llamaron. Estaban asombrados, ultrajados y decepcionados. Y sin embargo, cuando su madre empezó a regañarla por su impulsiva naturaleza, su padre murmuró una palabrota entre dientes. Entonces se hizo un silencio pesado.


–Paula –dijo instantes después su padre al teléfono mientras su madre lloraba al fondo–. Eres nuestra hija y te queremos. Si este hombre no es lo que quieres, vuelve a casa. Cuidaremos de ti.


Ella apretó con fuerza el teléfono.


–Voy a casarme, papa. Eso es lo que quiero.


–De acuerdo –afirmó él con solemnidad–. Entonces estamos contentos.


Paula colgó entonces sintiéndose triste por lo que les estaba haciendo pasar. Y más todavía porque su boda con Pedro hubiera quedado oscurecida por el embarazo.


La noche antes de la ceremonia civil,Pedro tenía una cena de trabajo en un ático con vistas al Támesis. Paula le acompañó porque se lo pidió, ya que iban a ir las esposas. 


Cuando entraron en el ático las conversaciones quedaron interrumpidas y una docena de caras se giraron hacia ellos. 


Se hizo un silencio incómodo hasta que un hombre se levantó, estrechó la mano de Pedro y le dio la bienvenida a la reunión. El hielo quedó roto y la gente volvió a comportarse con normalidad otra vez, charlando en pequeños grupos hasta que llegó la hora de la cena. A Paula le tocó sentarse bastante lejos de Pedro.


Se sentía incómoda, aislada, y le miró de reojo. Pedro se reía con facilidad, hablaba con las personas que tenía al lado. Paula habló un poco con el anciano que tenía a la derecha. La mujer de la izquierda la ignoró completamente. 


Sintió las miradas clavadas en ella toda la noche. Aquella gente no podía estar escandalizada, de eso estaba segura.


Eran tan ricos y famosos como ellos. Estaba segura de que algunos habrían sido también víctimas de la prensa en el pasado. No, era el modo en que les miraban a Pedro y a ella, sin duda preguntándose si su matrimonio duraría.


Por el momento todos sabían que habían naufragado juntos en una isla. Y que habían tenido relaciones sexuales. Paula estaba embarazada y Pedro iba a hacer lo correcto. Pero pobre hombre, ¿de verdad quería casarse con una mujer tan estirada? Ella lo estaba intentando, pero seguía siendo la misma de siempre. Le seguían gustando los calendarios, las agendas y los planes anticipados. Así se sentía asegura y no pediría disculpas por ello. Pero últimamente se había permitido vestirse de color, e incluso había llegado a mostrar un poco de piel en los hombros. Pedro había hecho que se sintiera bella. Aquella noche llevaba un vestido rosa pálido de tirantes finos y un bolero.


Pero todavía seguía poniéndose las perlas y tenía la espalda rígida.


Qué estupidez haber pensado que algún día sería una buena reina. A pesar de toda su preparación, no sabía relajarse. Se mostraba tensa, formal e incómoda cuando creía que la gente la estaba escudriñando. Como habrían hecho constantemente si se hubiera casado con Ale.


Ocultó un bostezo tras la mano y consultó el reloj. Eran las once menos cuarto. Pedro se zafó de la conversación que estaba teniendo y se acercó a ella como si hubiera percibido su incomodidad.


–¿Estás cansada?


–Sí. Quiero volver al hotel y meterme en la cama –dijo.


«Contigo», añadió para sus adentros.


Pedro se despidió de los anfitriones y poco después estaban sentados en silencio en la limusina. Paula volvió a bostezar. 


Quería que la abrazara, que la acunara y apoyar la cabeza en su hombro. Quería el calor y la felicidad que habían compartido aquella noche juntos. Pero eso no iba a suceder.


 Al parecer Pedro se arrepentía de aquella noche, mientras que para ella había sido una de las mejores de su vida. 


Durante unos instantes llegó a creer que su matrimonio podría funcionar.


Que Pedro la amaba tanto como ella a él.


Pero Pedro siguió allí sentado, frío y distante, y ella fue incapaz de romper el silencio. Incapaz de decir las palabras adecuadas para que todo volviera a ser como fue cuando la había llevado a cenar cuatro noches atrás y le dio el anillo de compromiso.


–Ha sido una velada agradable –dijo Paula rompiendo el silencio.


–¿Sí? Pensé que no te lo estabas pasando bien –aseguró 


Pedro girándose para mirarla–. Apenas has dicho una palabra en toda la noche.


–Eso no es verdad –respondió ella–. Hablé con varias personas. Pero la mujer que se sentó a mi izquierda durante la cena era bastante difícil.


–Seguramente porque salimos una vez hace tiempo.


Paula parpadeó. Una espiral de rabia se desató en su interior. Y le dolió.


–Vaya, tendría que habérmelo imaginado. Pedro el afortunado ataca de nuevo.


–Lo siento, Paula.


–¿Qué es lo que sientes? –preguntó ella tratando de mantener un tono alegre–. No puedes evitar haberte acostado con medio Londres. Con medio planeta, diría yo.


–Siento no haberte advertido cuando la vi esta noche. No me gustó que te sentaran a su lado, pero cada vez que miraba hacia ti parecías estar bien.


–Sin duda gracias a mi preparación. Soy una diplomática nata –no era cierto, pero no pensaba reconocer aquel fallo en particular en aquel momento.


–No volverá a ocurrir. Te lo aseguro.


–¿Y cómo vas a hacerlo, casanova? ¿Vamos a evitar todos los compromisos sociales en los que esté presente alguna mujer con la que te hayas acostado? Entonces me temo que no iremos nunca a ninguna parte.


Pedro le tomó la mano. Ella dio un respingo ante su contacto. Habían pasado días desde que la tocó por última vez.


–Estás nerviosa y molesta. Lo entiendo. Pero superemos el día de mañana, ¿de acuerdo? A partir de entonces tendremos tiempo de sobra para arreglarlo todo.


Superar el día de mañana.


–Por supuesto –dijo Paula retirando la mano de la suya.


Quería superar el día de mañana. Como si fuera una desgracia que tuviera que soportar. Una sentencia que cumplir. Un castigo. Le dolió.


Llegaron al Crescent y Pedro la ayudó a salir del coche. Ella dio un paso atrás cuando pisaron la alfombra roja que llevaba a la puerta del hotel. Un flash iluminó la noche y fue seguido de otro y después de otro más. Pedro la urgió a entrar en el vestíbulo de mármol y cristal. En cuanto estuvieron fuera de la vista de los fotógrafos, Paula se soltó de su brazo.


–Despidámonos aquí –le pidió. Necesitaba distanciarse un poco de él. Pensar y planear.


Pedro frunció el ceño. A ella le pareció que iba a negarse, pero entonces él alzó la cabeza.


–Muy bien. Te recogeré mañana a las diez.


Paula agitó la mano como si fuera una bagatela.


–No es necesario, Pedro. La oficina del registro está muy lejos de tu oficina. Me reuniré contigo allí a las diez y media. Así preservaremos el misterio, ¿de acuerdo?


Pedro frunció el ceño.


–¿El misterio?


–Si nos casáramos por la Iglesia, no podrías ver mi vestido hasta que avanzara por el pasillo. Mantengamos las formas.


Pedro no se le borró el ceño, pero asintió.


–Si eso es lo que quieres, te mandaré un coche.


–Muy bien –entonces Paula se acercó a él y atrajo la cabeza de Pedro hacia la suya. Le besó con pasión contenida, disfrutando del gemido gutural que emitió él.


Le deslizó la lengua en la boca y Paula estuvo a punto de creer que la necesitaba tanto como ella a él.


Pero no era así. O al menos no de la misma manera. Paula dejó de besarle, se estiró la chaqueta y le dio las buenas noches.


Pedro la vio entrar en el ascensor. Las puertas se cerraron y ella se apoyó en una esquina, apretándose el puño contra la boca para no llorar.


Todo estaba mal. Una vez más, todo estaba mal.