sábado, 21 de febrero de 2015

PROHIBIDO; CAPITULO 11





Tres horas más tarde, Paula miraba por la ventanilla de la cabina. Se había dejado la tableta en uno de los dos maletines que la azafata había llevado a la cabina de Pedro


Como no iba a ir a pedírsela, pensaba con angustia lo que la esperaba en Londres. Estaba segura de que Pedro haría añicos el intento de adquisición. Era un empresario demasiado bueno como para no haberlo previsto y como para no tener la respuesta. Al mismo tiempo, Gaston había demostrado, ante el asombro e incredulidad de ella, que era igual de despiadado y se estremeció por el caos que podía organizarle a Pedro si tenía la ocasión. Notó que el tatuaje le abrasaba y se lo acarició con los dedos. Gaston había conseguido arrebatarle su patrimonio y había estado aterradoramente cerca de destrozarle el alma. No podía descansar hasta que se hubiera asegurado de que no era una amenaza para Pedro y para ella. No obstante, no tenía ningún motivo para buscarla. Ella era la víctima propiciatoria que había llevado al matadero y él había salido indemne. 


Llegó a sentir anhelos de venganza, como era natural cuando había estado encerrada entre rejas y corroída por el miedo y la amargura, pero ese sentimiento se había extinguido. En ese momento, solo quería ser Paula Chaves, la asistente de Pedro Alfonso, el hombre más sexy e inteligente que había conocido, un hombre al que había estado a punto de besar más de una vez… ¡No! se tocó al tatuaje con más fuerza. Nada había cambiado ni podía cambiar.



* * *


El consejo de administración estaba reunido en la sala del piso quince de la Torre Alfonso. Pedro entró a las siete en punto y saludo con la cabeza a los hombres que lo esperaban alrededor de la mesa. Ella lo siguió con el corazón acelerado. No sabía si habían conseguido reunir la información que había pedido antes de subir al avión y él tampoco lo sabía. Solo el informe que los hombres tenían delante decía si Gaston Landers participaba en ese intento de adquisición hostil. Vio una copia en una mesa auxiliar y se dirigió hacia ella.


—No voy a necesitarte en la reunión. Vuelve al despacho y nos veremos cuando haya terminado.


—¿Está seguro? —ella estaba atónita y no podía disimilarlo—. Puedo…


—Ye hemos dejado claro que eres inapreciable para mí. Por favor, no te excedas en tus atribuciones,Chaves, o las alarmas podrían dispararse.


El tono tenso la desconcertó. Era el mismo tono que llevaba empleando desde que salió de su cabina una hora antes de que aterrizaran. Estaba gélido y distante y la tensión sexual que los había rodeado se había esfumado. Sintió alivio al comprobar que las cosas eran normales otra vez, pero no pudo evitar la punzada de decepción y una idea más aterradora todavía. ¿Había averiguado de alguna manera su pasado? Lo miró fijamente, pero no vio nada que indicara que sabía su secreto más profundo y sombrío. Había sido muy meticulosa al desmantelar su pasado, se había gastado hasta el último penique que tenía hacía dos años para no volver de donde había estado. Aun así, tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para tragar el nudo de la garganta.


—No sé… Creo que no sé a qué se refiere. Solo intento hacer…


—Tu trabajo. Lo sé, pero, en este momento, tu trabajo no está aquí. Necesito que estés al tanto de la situación en Point Noire. Ocúpate de mantener a raya a la prensa y de que los investigadores nos informen. No quiero que se cometan errores. ¿Puedes hacerlo?


Ella miró el informe confidencial sobre la mesa y el miedo la atenazó por dentro.


—Claro —contestó ella haciendo un esfuerzo para mirarlo a él.


—Perfecto —el suavizó un poco la mirada—. Te veré dentro de unas horas, o antes si hay algo que exija mi atención.


Él se quedó en la habitación y cerró la puerta. Ella intentó dominar la sensación de abandono. No estaba dejándola al margen. Era una situación delicada y había que tratarla con cuidado. No obstante, volvió a su despacho, contiguo al inmenso despacho de Pedro, con la sensación de que había perdido parte de su utilidad. Era absurdo.


Pasó trabajando las horas siguientes, hasta que sonó el teléfono a las dos en punto.


—Llevas cuatro horas sin informarme —dijo Pedro en tono tenso.


—Porque no hay nada nuevo. Ya tiene bastante como para ocuparse de las minucias —replicó ella antes de morderse el labio inferior—. Quiero decir que tiene a la gente indicada para que se ocupe. Déjelos que hagan su trabajo. Al fin y al cabo, para eso les paga.


—He tomado nota. Aun así, infórmame.


Su voz era un poco menos tensa y ella tuvo que hacer un esfuerzo para no preguntarle si Gaston Landers era uno de lo que querían quedarse con la Naviera Alfonso.


—El remolcador está preparado para retirar el petrolero. El coordinador del equipo de limpieza dice que nuestro biólogo marino está ayudándolo mucho. Hemos acertado con
eso.


—Tú has acertado —le corrigió él en un tono más íntimo que la estremeció.


—Mmm… supongo. La campaña de redes sociales nos ha proporcionado casi un millón de seguidores y la mayoría respalda la actitud de la naviera en la operación de limpieza y salvamento. El bloguero también está haciendo un trabajo fantástico.


—Paula.


—¿Qué?


—Me alegro de que aceptara tu consejo sobre la prensa y las redes sociales. Hemos evitado gran parte de la mala prensa que podríamos haber tenido por el accidente.


—Me importa la empresa —replicó ella con el corazón—. No quería que su reputación se resintiera.


—¿Por qué? ¿Por qué te importa?


—Usted… Usted me dio la oportunidad cuando creía que no tendría ninguna. Podría haber elegido a otra de entre más de cien solicitantes. Me eligió a mí y eso no me lo tomo a la ligera.


—No te quites importancia, Paula. No te elegí al azar. Lo hice porque eres especial y todos los días me demuestras lo valiosa que eres.


A ella le encantaba cómo decía su nombre y sintió una oleada ardiente al darse cuenta.


—Gracias, señor Alfonso.


Pedro —le corrigió él con la voz ronca.


—N… No —consiguió replicar ella.


—Me llamarás Pedro dentro de muy poco.


Ella tembló por la textura áspera de su voz, cerró los ojos e hizo un esfuerzo para respirar


—¿Qué tal va el consejo de administración?


—Se ha identificado a casi todos los protagonistas. Les he lanzado un ultimátum. Pueden hacer caso o volver a atacarme.


Ella pensó que él casi se alegraba de que hubieran desafiado su autoridad. Pedro necesitaba liberar sus pasiones y por eso remaba cuando podía y tenía un gimnasio en todas sus casas. Sería igual de apasionado en la cama… Dejó de pensar en eso inmediatamente.


—¿Sabes algo más? —preguntó él en un tono impaciente otra vez.


—No —contestó ella al saber que se refería a los tripulantes desaparecidos—. Se ha ampliado el radio de la búsqueda. Tengo que hacer algunas llamadas para reorganizar su agenda.


—Si llama la esposa de Lowell, pásamela.


—Lo haré.


Colgó antes de que pudiera preguntarle sobre lo que había averiguado y se puso a trabajar para no pensarlo siquiera. A las seis, se dio cuenta de lo tensa que estaba, recogió la tableta y el móvil y tomó el ascensor para ir a la planta dieciséis, donde estaban las suites. Eran seis, cuatro separadas y dos interconectadas. Pedro usaba la más grande, que estaba unida por unas puertas correderas a la que usaba ella cuando se quedaba. La vista de Londres era impresionante desde allí. Tomó al atajo por el salón de Pedro y aminoró el paso como hacía siempre que lo veía.


 Una de las paredes era de piedra y tenía una chimenea enorme. Enfrente de la chimenea, unos sofás cuadrados rodeaban una alfombra blanca e inmensa que era lo único que cubría el suelo de mármol. Detrás de los sofás, sobre pedestales o colgados de la pared, se veían obras de arte de valor incalculable. Mientras se altura, podía ver la estación donde tomaba el tren para ir a su casa. Su casa, su refugio, el sitio adonde no iba desde hacía muchos días, el sitio donde podría esconderse si Pedro descubría algún día quién era de verdad. Aun así, mientras le quedase aliento, lucharía por lo que había salvado de las cenizas. Gaston no ganaría otra vez.


Una vez en el dormitorio donde, por insistencia de Pedro, tenía un guardarropa por si tenía que viajar con él sin aviso previo, se puso los pantalones de entrenamiento y un top.


Se machacó en la cinta durante media hora y estaba estirando los músculos antes de empezar con las pesas cuando entró Pedro. Se paró al verla. Estaba muy despeinado por haberse pasado las manos muchas veces por el pelo, se había aflojado la corbata y se había soltado varios botones de la camisa. Sus miradas se encontraron en los espejos que cubrían dos lados de la habitación, hasta que la miró de arriba abajo. Se quedó helada y sin respiración. La mano que tenía apoyada en el espejo tembló cuando vio que la mirada de él se velaba por una voracidad idéntica a la sensación que le atravesaba las entrañas a ella.


—No quiero interrumpirte —comentó él mientras sacaba una botella de agua de la nevera.


Se apoyó en las barras que sujetaban las pesas y la miró fijamente mientras bebía. Ella intentó no fijarse en el movimiento sensual de su garganta. Hizo acopio de todo el dominio de sí misma que tenía y levantó un pie por detrás del cuerpo para estirarlo. Nunca había sido tan consciente de lo ceñida que era su ropa de gimnasia ni del sudor que le cubría la piel. El corazón le latía con tanta fuerza en los oídos que creyó haberse imaginado que Pedro tomaba una profunda bocanada de aire mientras ella terminaba los estiramientos. Se hizo el silencio hasta que no pudo soportar su mirada clavada en ella y se planteó si sería prudente acercarse a él, que estaba delante de las pesas que quería usar. Lo descartó y fue hasta la nevera por una botella de agua.


—¿Cómo terminó el consejo de administración? —le preguntó para romper el silencio.


Pedro tiró la botella de agua a la papelera, se quitó la corbata y se la guardó en un bolsillo.


—Estaba seguro de que encontraríamos los puntos débiles. Todo el mundo tiene un esqueleto en el armario, Chaves, cosas que no quieren que se sepan. Lo aprendí al criarme como un Alfonso —contestó él con frialdad, aunque ella captó el dolor en las palabras.


—¿Qué tipo de esqueletos? —insistió ella con el miedo atenazándole las entrañas.


—Los normales. Una contabilidad poco clara y algunas operaciones bastante turbias.


—¿Se…? ¿Se refiere a Landers Petroleum?


—No. Son una insignificancia en comparación con Moorecroft Oil y seguramente se apuntaron al carro con la esperanza de sacar una buena tajada. Por el momento, estoy más interesado en Moorecroft. Son los que empezaron con esto, pero deberían haber limpiado su casa antes de intentar ensuciar la mía. Su consejero delegado, Ricardo Moorecroft, recibirá mañana una llamada de la autoridad reguladora y tendrá que contestar a algunas preguntas espinosas.


Ella se permitió respirar con cierto alivio aunque sabía que todavía era pronto.


—¿Cree que eso acabará con todo?


—Sí si saben lo que les conviene —él se soltó otro botón—. Si no, las cosas se ensuciarán más.


—¿Quiere decir que indagará más? —murmuró ella sin poder dejar de mirar las manos que desvelaban ese torso impresionante—. ¿Qué… está haciendo?


Otra punzada abrasadora le atravesó el abdomen y apretó la botella de agua con tanta fuerza que la rompió y el sonido retumbó en toda la habitación.


—Hago lo mismo que tú.


Él se quitó la camisa, hizo una bola con ella y la tiró a un rincón.


—Pero… Yo…


—¿Mi cuerpo te incomoda, Chaves? —preguntó él con una mano en el cinturón.


—Se ha desvestido… muchas veces delante de mí —consiguió contestar ella.


—No es lo que te he preguntado —insistió él desabrochándose el cinturón.


Los pezones se le endurecieron con una sensación deliciosa, le flaquearon las rodillas y se derritió entre los muslos.


—¿Qué…? ¿Qué importa? Soy invisible, ¿recuerda? Nunca me había visto antes.


Él se acercó hasta quedarse delante de ella.


—Solo porque me he ejercitado a no mirar… a no mostrar ningún interés. Hasta… —él arrugó los labios y se encogió de hombros—. Ya no eres invisible para mí. Te veo muy bien.


Le miró los pechos antes de acariciárselos. Se quedó sin aliento y él le tomó los pezones entre los dedos hasta que ella tuvo que morderse el labio inferior para no gritar.


—Eres como… un vino potente que sabes que va a embriagarte antes de dar el primer sorbo.


El raciocinio intentó abrirse paso entre el marasmo de sensaciones, pero no encontró el camino.


—No puedo saberlo. No… No bebo.


Otra decisión implacable que había tomado después de Gaston. La noche que la policía irrumpió y se la llevó, él la había doblegado con champán y caviar. Había estado tan bebida que no había conservado la coherencia cuando su vida caía en picado al infierno.


—Vaya, qué vida tan virtuosa, Chaves. ¿Tienes algún vicio aparte de las tortitas?


—Ninguno que quiera que se sepa —contestó ella antes de que consiguiera contenerse.


Pedro dejó escapar una risa profunda que le llegó a todas las terminaciones nerviosas.


—Me parece muy intrigante.


La miró a la boca con una caricia ardiente, separó los labios y se acercó más ella. ¡Tenía que moverse! Sus pies obedecieron por fin la orden del cerebro, pero no había dado ni un paso cuando Pedro la agarró de la cintura desnuda y la estrechó contra él. El contacto la abrasó de tal manera que estuvo a punto de caerse. Él le tomó la barbilla con una mano, le levantó la cara y la miró sin compasión. 

Sus ojos tenían un brillo que hizo que un deseo incontenible le revolviera las entrañas y las pocas células de cerebro que todavía le funcionaban le gritaron que se resistiera a esa sensación.


—Voy a besarte, Chaves. No es prudente y, seguramente, sea una temeridad.


—Entonces, no debería…


Ella casi lo suplicó, pero ya estaba derritiéndose entre los muslos.


—Creo que no puedo contenerme.


—Señor Alfonso…


Pedro. Di mi nombre.


Ella negó con la cabeza y él inclinó la suya un poco más.


—Estás haciéndolo otra vez.


—¿El… qué?


—Desobedecerme.


—Ya no estamos en la oficina.


—Motivo de más para que no te andes con formalismos. Di mi nombre, Paula.


La forma de decir su nombre la alteraba por dentro e intentó por todos los medios dominar esa sensación abrumadora.


—No.


La empujó hacia atrás hasta que la tuvo entre la pared del gimnasio y su cuerpo abrasador. Los músculos de su pecho eran una tortura para sus senos, pero fue la erección contra el vientre lo que hizo que dejara de respirar.


—Afortunadamente para ti, la necesidad de paladearte supera la necesidad de obligarte a que me obedezcas —le rozó los labios con una caricia muy fugaz—. Aun así, te lo oiré decir enseguida.


Ella hizo un esfuerzo para replicar a pesar del deseo que la dominaba.


—No cuente con ello. Tengo algunas normas propias y esa es una de ellas.


Él le pasó la punta de la lengua por el labio inferior, muy fugazmente también, y una oleada de deseo la arrasó por dentro.


—¿Cuál es la otra?


—No liarme con el jefe.


—Mmm, estoy de acuerdo con esa.


—Entonces… ¿qué está haciendo? —preguntó ella en tono lastimero.


—Demostrar que esto no es más que una locura transitoria.


—¿No demostraría lo mismo si se marchara? Usted mismo ha dicho que podría ser imprudente.


—O que esto solo es un beso sin importancia. Tendría importancia si no podemos dominar lo que pase después.
¿No tenía importancia? ¿Dolería darse solo un beso? 


Estaban vestidos, bueno, él estaba medio desvestido, pero ella podría echar el freno cuando quisiera, ¿no?


—¿Después? —preguntó ella.


—Sí, cuando volvamos a ser lo de siempre. Tú seguirás siendo la entusiasta que lleva mi vida laboral y yo seré el jefe que te exige demasiado.


—También podríamos parar ahora mismo y fingir que nunca ha pasado.


—Nunca he fingido. Eso se lo dejo a las personas que quieren que el mundo crea que son lo que no son. Detesto a esa gente, Chaves —su boca se acercó un centímetro más y sus manos la agarraron con más fuerza de la cintura—. Por eso no voy a fingir que la idea de besarte, de estar dentro de ti, no me ha corroído durante estos días. También por eso sé que ninguno de los dos va a interpretar mal esto. Sé que tú no finges, que eres exactamente lo que dices que eres. Por eso te valoro tanto.



Entonces, la besó con tanta voracidad que le derritió todos los pensamientos. Afortunadamente, porque si no, no habría podido evitar decirle que no era ni remotamente quien él creía que era.





PROHIBIDO: CAPITULO 10




La llamada en la puerta hizo que se le parara el corazón. 


Algo que agradeció si tenía en cuenta que llevaba una hora desbocado, desde que perdió el juicio en la sala de reuniones.


Volvieron a llamar con impaciencia. Resopló y recuperó la compostura antes de abrir. Pedro estaba mirando su móvil con el ceño fruncido.


—¿Qué pasa? —preguntó ella sin poder evitarlo.


—No sé qué haría sin usted —contestó él con su voz hipnótica.


Observarlo todo el día ir de un lado a otro con una impotencia creciente y haber deseado poder hacer algo le había dejado muy claro que su ecuanimidad profesional seguía en peligro. En ese momento, parecía como si él se hubiese pasado los dedos por el pelo con rabia y las arrugas a los costados de la boca eran más profundas.


—Quiero decir, ¿necesita algo, señor Alfonso?


La miró de arriba abajo antes de mirarla a la cara otra vez.


—Todavía no se ha cambiado para acostarse. Perfecto. El piloto está preparando el helicóptero para despegar dentro de quince minutos.


—¿Despegar?


Él agarró el móvil con más fuerza cuando entró otro mensaje.


—Vamos al aeropuerto. He convocado una reunión en Londres a primera hora de la mañana.


—¿Volvemos a Londres? ¿Por qué?


—Al parecer, hay más buitres que revolotean sobre nuestro desastre.


Lo miró atónita. La idea de que alguien quisiera desafiar a Pedro Alfonso hacía que dudara de la cordura de su oponente, sobre todo, cuando estaba más nervioso y era más peligroso.


—¿De la prensa o empresariales?


—Empresariales. Creo que los arrogantes de siempre se sienten más audaces ante la caída del precio de las acciones por el accidente.


Ella recogió la bolsa que había dejado a los pies de la cama.


—Pero las acciones han empezado a recuperarse después de la caída inicial. Su declaración y el reconocimiento de la responsabilidad han hecho que se estabilizaran. ¿Por qué iban…?


—La noticia de una oferta de adquisición haría que se derrumbaran otra vez y cuentan con eso —el teléfono volvió a pitar y él gruñó—. Sobre todo, si dos de esas empresas van a anunciar por la mañana que piensan fusionarse.


—¿Qué empresas? —preguntó ella mientras cerraba la bolsa. —Moorecroft Oil y Landers Petroleum. Pedro estaba mirando el móvil y no pudo ver que se había quedado pálida. No podía ser. Tenía que ser una coincidencia que esa empresa se llamara como Gaston, su exnovio. Landers era un nombre muy corriente y, además, la empresa de Gaston, en la que había participado antes de que él hiciera la operación que la condenó, era una empresa de compraventa de gas que había quebrado y que no era tan grande como para quedarse con la Naviera Alfonso.


—Me gustaría salir de… Paula, ¿qué te pasa?


—Nada —contestó ella intentando dominarse—. Debe de ser al calor.


La miró con detenimiento y sus ojos se suavizaron un poco mientras se guardaba el móvil.


—Y la falta de sueño. Siento haberte despertado así. Podrás dormir en el avión.


Él se acercó para tomar la bolsa de ella y sus manos se rozaron. La oleada abrasadora se adueñó de ella, quien se apartó, tragó saliva, lo siguió y cerró la puerta.


—Me repondré. Además, necesitará que averigüe todo lo que pueda sobre esas dos empresas.


Ella también necesitaba saber si Gaston tenía algo que ver con Landers Petroleum. La idea de que hubiese creado otra empresa, que hubiese embaucado a otro pardillo como la había embaucado a ella, hacía que se le revolvieran las entrañas. ¿Podría avisar a Pedrosin llamar la atención sobre ella? No quería que viera a esa mujer tan necesitada de amor que no se había dado cuenta de la trampa que le habían tendido hasta que fue demasiado tarde. Podría perderlo todo. El miedo y la angustia la dominaron mientras salían de hotel y volaban en helicóptero hasta el pequeño aeródromo privado.


Se tambaleó a unos metros del avión y Pedro la agarró con firmeza de la muñeca mientras subían la escalerilla. Tragó saliva al sentir la mano e intentó soltarse, pero él la sujetó hasta que llegaron a la puerta del dormitorio de invitados, enfrente de la suite principal del avión. Él abrió la puerta, dejó la bolsa de ella y la llevó a la zona de asientos.


—Ponte el cinturón. Nos acostaremos en cuanto despeguemos.


—¿Cómo… dice…? —balbució ella sin poder dejar de mirarlo a los ojos.


Él esbozó una sonrisa sombría y cargada de arrogancia masculina mientras se pasaba una mano por el pelo. Se sentó enfrente de ella y dejó el móvil en una mesa que había al lado.


—He elegido mal las palabras, Chaves. Quería decir que es de noche en Londres y que no podemos hacer gran cosa.


—Puedo reunir toda la información que encuentre sobre las empresas y…


—Ya tengo gente ocupándose de eso. Tienes que dormir. Te necesito despierta y…


—¡Tiene que dejar de tratarme como si fuese una flor delicada y dejarme hacer mi trabajo!


—¿Cómo dices? —preguntó él entrecerrando los ojos verdes como el musgo.


Ella se inclinó hacia delante con las manos sobre la mesa. 


Sintió otra punzada de excitación al tenerlo tan cerca que podía acariciar su barba incipiente. Sin embargo, la posibilidad de que Gaston estuviera rondando su vida y que pudiera dejarla al descubierto hizo que se contuviera. Había sacrificado todo lo que tenía para evitar quedar vulnerable. 


Ya no necesitaba amor. Sabía que podía vivir sin amor, pero no podría vivir si Pedro descubría sus errores del pasado.


—Parece que cree que necesito dormir toda la noche en una cama cálida para trabajar bien, pero está equivocado. He tenido que dormir con un ojo abierto para no perder algo más que la ropa. Por favor, no me trate como si fuese una princesa mimada que necesita un sueño reparador.


—¿Cuándo has dormido así? —preguntó él con la voz ronca y sin disimular la curiosidad.


—Da igual —contestó ella recordando los tugurios que olían a droga.


—No da igual —replicó él apoyando los codos en la mesa y mirándola fijamente—. Dímelo.


—Fue hace mucho, señor Alfonso.


Pedro —le ordenó él en un tono que hizo que ella se estremeciera mientras negaba con la cabeza.


—Digamos que mi infancia no fue tan bonita como la de muchos niños, pero lo superé.


—¿Eras huérfana?


—No, pero como si lo hubiese sido.


Su madre drogadicta nunca se ocupó de su hija. El dolor que recordaba la atenazó por dentro y tuvo que parpadear para contener las lágrimas, pero se dio cuenta de que Pedro lo había captado. El avión despegó y se sumergió en el cielo estrellado. Él siguió mirándola.


—¿Quieres hablar de ello? —preguntó él con delicadeza.


—No —contestó ella con el corazón acelerado.


Ya había hablado demasiado y rezó para que él se conformara.


—Aunque te resistas, tienes que dormir —insistió él asintiendo con la cabeza.


Pedro le tendió una mano con una expresión de firmeza y ella, aliviada porque no indagaba más en su pasado, decidió ceder. Se soltó el cinturón, tomó su mano y se levantó.


—Dormiré si usted también duerme.


Él esbozó una sonrisa inesperada y arrebatadora. Notó la oleada ardiente en las entrañas y una punzada de deseo entre las piernas.


—Coincidimos exactamente en lo que quería decir. Pienso dormir. Hasta los seres sobrehumanos como yo necesitamos dormir un poco.


—Es un alivio —ella también sonrió—. Estaba empezando a dejar en evidencia a los pobres mortales.


Él se rio y su rostro se transformó tan maravillosamente que ella se quedó sin respiración. Sin embargo, su cuerpo estuvo a punto de arder en llamas cuando él apoyó una mano en su espalda y la llevó por el pasillo.


—Nadie en su sano juicio diría que eres una pobre mortal, Chaves. Has demostrado que eres una persona especialmente dotada y con una integridad que la mayoría de las personas ambiciosas ha perdido a tu edad.


Ella se dio la vuelta para mirarlo cuando llegaron a la puerta de su cabina y se le alteró el pulso.


—Creo que lo que usted ha hecho desde el accidente demuestra que está dispuesto a llegar más lejos que la mayoría de las personas en las mismas circunstancias. Eso es integridad.


Él la miró a los labios y el cuerpo le abrasó por dentro como si fuese un horno.


—Mmm… ¿Es el inicio de una asociación de admiración mutua?


Él bajó la mirada y los pezones se le endurecieron. Buscó detrás de sí misma y se agarró al picaporte como si fuese una tabla de salvación.


—Solo intento destacar que no soy nadie especial, señor Alfonso. Solo intento hacer mi trabajo.


—Siento discrepar —él volvió a mirarla a los ojos—. Creo que eres muy especial. También es evidente que nadie te lo ha dicho lo suficiente —le tomó la mano que tenía en el picaporte y abrió la puerta—. Cuando todo esto haya terminado, me ocuparé de demostrarte lo especial que eres.


La puerta se abrió y ella estuvo a punto de caerse de espaldas.


—No… No hace falta, de verdad.


Él sonrió con cierta tensión mientras se agarraba al marco de la puerta como si hiciera un esfuerzo para no entrar.


—Dices que no eres especial y, sin embargo, rechazas la posibilidad de una recompensa cuando la mayoría de las personas ya estaría haciendo la lista.


—Trabajo con uno de los hombres con más visión de futuro en una de las mejores empresas del mundo. Eso ya es suficiente recompensa.


—Ten cuidado, podrías hinchar mi vanidad hasta una dimensión inimaginable.


—¿Es algo malo?


Ella no sabía por qué había querido provocarlo, pero se quedó sin aliento cuando sus labios sensuales esbozaron una sonrisa peligrosamente sexy.


—Podría ser letal cuando todo parece desmoronarse a mi alrededor —Pedro miró la cama y su sonrisa tembló levísimamente—. Buenas noches, Paula.


Pedro se apartó bruscamente, dio media vuelta y entró en su cabina. Ella se tambaleó, se dejó caer en la cama y se miró las manos temblorosas. ¡Pedro Alfonso la encontraba atractiva! No era tan ingenua como para no entender el brillo de sus ojos ni iba a perder el tiempo pensando en el motivo.


 Estaba allí, como una bomba de relojería, y tenía que desactivarla antes de que pasara algo impensable. Solo podía esperar que todo volviera al cauce normal cuando volvieran al terreno conocido. Si no, prefería no pensar lo que podría hacer ella.



***


Pedro soltó una ristra de improperios bajo el agua fría de la ducha. Llevaba cuarenta y ocho horas maldiciendo por un motivo o por otro, pero, en ese momento, maldecía a esa erección que parecía no inmutarse por la temperatura gélida. Quería acostarse con Paula Chaves. Quería salir de la ducha, ir a la habitación de al lado, desvestirla y entrar en ella. Apretó los dientes y se agarró la erección. Soltó un gruñido con la primera caricia y las rodillas le flaquearon con la segunda. Bajó la mano con rabia y cerró la ducha. No iba a satisfacerse como un adolescente. Estaba alterado y se planteaba cosas que nunca se habría planteado. El sexo no entraba en su lista de asuntos pendientes. Tenía que centrarse en contrarrestar la amenaza de una adquisición hostil y en resolver la situación en Point Noire.





viernes, 20 de febrero de 2015

PROHIBIDO: CAPITULO 9




Pedro se pasó los dedos entre el pelo mientras iba de un lado a otro de la sala de reuniones. Los investigadores acababan de confirmarle que el accidente se había debido a un error humano. Fue hasta la mesa y se dejó caer en la silla.


—¿Ha llegado el informe de Morgan Lowell? —le preguntó a Paula.


Ella se acercó y él intentó no fijarse en el cotoneo de sus caderas. Se había pasado todo el día intentando no mirarla. 


Ya ni siquiera se preguntaba qué le pasaba porque lo sabía muy bien, era un deseo incontenible. Ella le entregó lo que le había pedido y él volvió a intentar no mirarla.


—¿Qué sabemos de él? —preguntó lacónicamente.


—Está casado, no tienen hijos y su esposa vive con los padres de él. Que sepamos, es el único con ingresos de la familia y lleva cuatro años en la empresa. Llegó de la Armada, donde era capitán de navío.


—Eso ya lo sé —Pedro pasó los datos personales para llegar al historial laboral y se detuvo con cierto desasosiego—. Dice que no ha tomado un permiso durante los últimos tres años… y lleva casado poco más de tres años. ¿Por qué un hombre recién casado no quiere estar con su esposa?


—A lo mejor tiene algo que demostrar o que esconder.


Él, sorprendido, levantó la mirada y vio un brillo de inquietud en los de ella antes de que los bajara. Siguió mirándola y su asistente, que solía ser muy serena, empezó a ponerse cada vez más nerviosa. La curiosidad que se adueñó de él cuando vio aquel tatuaje, aumentó más todavía y se dejó caer contra el respaldo.


—Una observación interesante, Chaves, ¿por qué la ha hecho?


—Yo… no quería decir nada que se basara en hechos concretos.


—Sin embargo, lo ha dicho. Intuitivamente o no, cree que hay algo más, ¿verdad?


—Ha sido un comentario general. La mayoría de la gente entra en una de esas dos categorías. Es posible que el capitán Lowell entre en las dos.


—¿Qué quiere decir? —insistió él con impaciencia—. Tiene una teoría, dígala.


—Me parece muy raro que Lowell y los dos segundos de abordo hayan desaparecido. No entiendo que ninguno estuviera en el puente de mando ni reaccionara cuando sonó la alarma.


—Los investigadores creen que fue un error humano, pero ¿usted cree que ha sido intencionado?


Pedro leyó el resto del historial laboral de Morgan Lowell, pero no encontró nada sospechoso. Sobre el papel, el capitán Lowell era un jefe muy competente que había gobernado petroleros de Alfonso durante cuatro años, aunque él sabía que «sobre el papel» no quería decir gran cosa. Sobre el papel, su padre había sido un padre generoso, trabajador y respetable para quienes no lo conocían mejor. Solo sus hermanos, su madre y él sabían que eso era una fachada. La verdad no salió a la luz hasta que una amante despechada acudió a un periodista que escarbó un poco más. Una verdad que desenterró una serie de amantes abandonadas y de operaciones empresariales turbias. Sobre el papel, Gisela había parecido una asistente eficiente y con una ambición sana, hasta que una noche él rechazó sus insinuaciones y se convirtió en una psicópata rencorosa y desalmada que llegó a amenazar los cimientos de la empresa.


—Tenemos que encontrarlo, Chaves. Nos jugamos demasiado como para que siga sin resolverse durante mucho tiempo. Comuníquese con el jefe de seguridad y dígale que indague más en el pasado de Lowell —miró a Paula y vio que estaba pálida—. ¿Le pasa algo?


—No —contestó ella con una levísima mueca.


Miró sus manos, que normalmente ya estarían tecleando para obedecerlo, y las tenía cruzadas.


—Evidentemente, sí le pasa algo.


—No me parece justo indagar en la vida de alguien solo porque tiene una intuición.


—¿No acaba de decir que Lowell podría estar ocultando algo?


Ella asintió con la cabeza a regañadientes.


—Entonces, ¿no deberíamos intentar averiguar qué es lo que oculta?


—Supongo…


—¿Pero?


—Creo que no se merece que se escarbe en su vida por una intuición. Lo siento si le he dado la impresión de que era lo que quería porque no lo es.


Él se levantó de la mesa con inquietud, fue hasta la ventana y volvió a la mesa, al lado de donde estaba ella con las manos inmóviles sobre su tableta.


—Algunas veces tenemos que aguantar las consecuencias de averiguaciones indeseadas que pueden ser beneficiosas.
A él le espantaron las atroces consecuencias, pero le vino muy bien que se desvelara la verdadera esencia de su padre. Había aprendido a mirar siempre debajo de la superficie.


—Está defendiendo algo que detesta que le hagan a usted —replicó ella mirándolo—. ¿Cómo se sintió cuando todo el mundo supo los secretos de su familia?


Se quedó atónito por su atrevimiento. Apoyó las manos en la mesa y bajó la cabeza hasta que tuvo los ojos a la altura de los de ella.


—¿Puede saberse qué cree que sabe sobre mi familia?


Ella retrocedió un centímetro, pero su mirada permaneció inmutable.


—Sé lo que pasó con su padre cuando usted era adolescente. Es imposible esconder la información en internet. Además, su reacción ante la inoportuna pregunta de ayer…


—No hubo ninguna reacción.


—Yo estaba allí y vi cuánto le espantó —replicó ella en un tono compasivo.


Él apretó los puños sobre la mesa ante la mera idea de que tuviera compasión.


—¿Cree que por eso debería quedarme de brazos cruzados en lo referente a Lowell?


—No, solo digo que no me parece bien sacar a la luz su vida. Usted ha estado en su piel…


—Yo solo sé lo que dice su informe de Recursos Humanos. Además, al contrario de lo que cree saber sobre mi familia y yo, lo que averigüe sobre el capitán Lowell no llegará a la prensa sensacionalista ni a las redes sociales para que todo el mundo se divierta y haga caricaturas. Las dos situaciones no se parecen ni remotamente.


—Si usted lo dice…


Ella tomó aliento, bajó la mirada y tomó la tableta. Él se quedó donde estaba con ganas de invadir su espacio personal. Durante las últimas veinticuatro horas, su asistente se había comportado de una forma muy rara y lo había desafiado como no había hecho nunca.


Quería olvidarse del incidente con la tienda de campaña y de que durmiera en el sofá. Sin embargo, debería haberla despedido al instante por haber sacado el asunto tabú de su padre. No obstante, tenía razón por mucho que le molestara reconocerlo. La pregunta del periodista lo había alterado y había desenterrado unos sentimientos violentos que prefería ocultar.


La observó en silencio mientras escribía un correo electrónico al jefe de seguridad. Fue un silencio muy tenso, hasta que ella levantó la cabeza y dejó la tableta.


—¿Algo más?


Él la miró. Se le había escapado un mechón del moño y le acariciaba las palpitaciones aceleradas del cuello. Tuvo que hacer un esfuerzo para no apartárselo y pasarle los dedos por las palpitaciones, para no deslizarlos a lo largo de su esbelto cuello hasta las delicadas clavículas que se escondían debajo de la camiseta.


—¿No está de acuerdo con lo que estoy haciendo?


Ella apretó los labios, apareció el hoyuelo y él sintió una punzada insoportable en las entrañas.


—La intimidad es un derecho y detesto a quienes lo violan. Sé que usted también los detesta y por eso me cuesta un poco, pero también entiendo por qué hay que hacerlo. Le pido disculpas si me he extralimitado y confío en que usted no permitirá que caiga en manos desaprensivas.


—Le doy mi palabra de que lo que averigüemos de Lowell se mantendrá en secreto.


Le desconcertó darse cuenta de que estaba tranquilizándola, justificándose ante ella, pero casi le desconcertó más darse cuenta de que quería que ella aprobara lo que estaba haciendo.


—Y, Chaves…


Ella levantó la mirada. Desde tan cerca, sus ojos eran más fascinantes. El corazón se le aceleró, la sangre le bulló y tuvo que contener la respiración.


—Sí…


Ella tenía los labios separados y la lengua le asomaba entre los dientes. Él intentó recordar lo que quería decirle.


—No confío fácilmente, pero sí agradezco que la gente confíe en mí. Ha demostrado que es digna de confianza y que puedo delegar en usted. Su ayuda, sobre todo durante los dos últimos días, ha sido inestimable. Gracias.


Ella abrió los ojos. Era muy hermosa, ¿cómo era posible que no se hubiese fijado antes?


—Fal… Faltaría más, señor Alfonso.


Ella palideció un poco más y él frunció el ceño. Las circunstancias los habían llevado al límite de la resistencia.


—Creo que nos encontramos en una situación tan excepcional que puedes llamarme Pedro.


—No —replicó ella sacudiendo la cabeza.


—¿No y nada más? —preguntó él arqueando las cejas.


—Lo siento, pero no puedo —ella se levantó de un salto—. Si no quiere nada más, buenas noches.


—Buenas noches… Paula.


Su nombre, dicho por él, sonó como la más dulce de las tentaciones.


—Preferiría que siguiera llamándome Chaves.


Él fue a negarse, hasta que recordó que era su jefe intachable, no un enamorado exigente.


—Muy bien. Hasta mañana, Chaves.


Se apartó de la mesa, se quedó mirando su precioso trasero y la sangre ardiente se le acumuló en la entrepierna. La erección seguía rampante cuando, una hora después, su teléfono sonó en la suite. Salió del balcón y fue a recogerlo de la mesita donde lo había dejado.


—Dígame…


La breve conversación hizo que se quedara soltando improperios durante varios minutos.