sábado, 14 de febrero de 2015
UNA NOCHE DIFERENTE: CAPITULO 11
Paula yacía sobre la colcha blanca con la mirada clavada en el techo. Si no hubiera sido tan cobarde, le habría pedido que la llevara a su casa. Y si no hubiera tenido tanto miedo de no tener una casa a la que volver.
De tenerla todavía, habría estado infestada de periodistas dispuestos a lanzarse sobre ella y sobre Alejo. Y tenían motivos, dado el escandaloso titular de que la novia se había quedado embarazada de otro hombre. La boda del siglo se revelaría como una gran farsa, para deleite de la prensa. Justo en ese momento, llamaron a la puerta.
—¿Sí?
Entró una mujer menuda de pelo oscuro.
—El señor Pedro desea que se reúna con él a cenar en la terraza.
—¿De veras? —inquirió ella de mal humor—. ¿Y para cuándo me espera?
—Dentro de diez minutos, señorita.
—Dígale que tardaré veinte, tengo que vestirme. Y dígale también que no deje que eso se le suba a la cabeza.
La mujer asintió y abandonó la habitación. Paula se sintió como una arpía. Una arpía sudorosa, mala, ya que todavía estaba acalorada por el paseo, y de un pésimo humor. Una rápida ducha hizo maravillas con lo de sudorosa, pero la maldad seguía bullendo mientras se ponía un sencillo vestido negro y tacones del mismo color. Se puso un collar de perlas y se miró de perfil. Maquillaje y peinado estaban bien. Parecía normal. Como la Paula a la que estaba acostumbrada a ver en el espejo cada día.
Lo cual era extraño, porque no se sentía en absoluto como la Paula de costumbre. No desde el día en que puso los ojos en Pedro Alfonso. Suspiró profundamente y abandonó la habitación para encontrar a la criada esperándola.
—Yo la llevaré con el señor Pedro.
—Gracias.
Fue entonces cuando tomó conciencia de lo atrapada que se sentía en aquel lugar. A cada paso que daba por aquel suelo de mármol blanco en dirección a la terraza, tenía la sensación de que una soga se apretaba cada vez más en torno a su cuello.
—La señorita Paula —dijo la mujer como si estuviera anunciando a una duquesa.
Pedro se levantó. Por muy furiosa que estuviera, aquel hombre siempre se las arreglaba para dejarla sin habla.
Llevaba una sencilla camisa blanca con el cuello desabrochado y las mangas enrolladas, lo que destacaba el bronceado de su tez. Parecía tan natural y tan ridículamente sexy… No era justo. No era justo que su cuerpo reaccionara ante un hombre así. Un hombre que la había engañado, manipulado y que virtualmente la mantenía cautiva en una isla.
Se sentó, y él lo hizo también.
—Confío en que habrás descansado bien —le dijo Pedro.
—Lo dudo. Estoy segura de que sabrás que he pasado la última hora poniéndome frenética en la intimidad de mi habitación.
—Supongo que es normal.
—He descubierto que estoy embarazada, aparte de todo lo demás, de modo que sí, es normal.
—Es por eso por lo que te propuse matrimonio —le recordó él—. No para robarle Chaves a Alejo, sino por el bien del bebé.
—Estupendo. Pues debes saber que no me casaré contigo. Ni por el bebé ni por nada. Al menos no hasta que mi hermana se case y yo esté segura, al cien por cien, de que no te quedarás con Chaves por culpa de mi indiscreción. No permitiré que perjudiques a Alejo ni a mi familia —de repente se le pasó por la cabeza un sobrecogedor pensamiento—. Ah, y, si se te ocurre ir detrás de mi hermana, te advierto que te cercenaré tu miembro viril con una navaja de filo romo.
—No tengo ningún deseo de seducir a tu hermana —repuso él recostándose tranquilamente en su silla, de cara al mar—. Mis planes, mis prioridades, han cambiado. Mi lealtad está ahora con mi hijo, no con mi venganza.
—Bueno, el embarazo está en su primera etapa, y puede terminar malográndose, así que te lo repito de nuevo, el matrimonio está descartado.
—Para ti quizá, pero no para mí. Yo continuaré sacándolo a colación en las ocasiones en que lo considere apropiado.
—Eres como un grano enorme en el trasero, ¿lo sabías?
—Por supuesto —repuso él mientras se llevaba la copa de vino a los labios.
—Esa es otra razón para no casarme contigo —le recordó ella después de beber un sorbo de agua.
—¿Por qué entonces consentiste en acompañarme?
—Porque soy una cobarde tremenda —respondió Paula—. Entre otras cosas.
—¿Qué otras cosas?
—También soy una imbécil. No puedo creer que cayera rendida ante tu… encanto. Pero tengo que preguntarte algo, Pedro. ¿Cómo es que un tipo como tú quiere tener un bebé?
—Yo no quiero tener un bebé. Quiero a mi bebé, que es algo completamente diferente.
—Yo habría pensado que desentenderte de él sería la solución más fácil para ti.
—¿Y eso por qué?
—Bueno, muchos hombres lo hacen. Y dado que tú te… relacionaste conmigo con la idea de vengarte de Alejo, entiendo que comprometerte con el bebé no servirá para nada a ese propósito. Sobre todo teniendo en cuenta que no me casaré contigo y no dejaré que arrebates Chaves a Alejo.
—Es una cuestión de honor.
—¿Tú tienes honor? ¿Dónde estaba tu honor cuando me robaste la virtud en Corfú?
—¿Virtud, dices? La virginidad sí que la recuerdo, me la ofreciste en bandeja. Lo que no recuerdo es habértela robado.
—Es igual. El caso es que todavía no sé qué es lo que quieres.
—Quiero a mi hijo —le dijo bajando la copa y apoyando ambas manos sobre la mesa—. Porque sé bien lo que es crecer sin un padre. Sé lo que es crecer con miedo. Mi hijo nunca conocerá eso, yo lo protegeré. Mientras yo esté a su lado, no tendrá absolutamente nada de qué preocuparse.
Paula bajó la mirada a la mesa y se encontró con el plato de arroz con pescado que le habían puesto delante. No le resultaba nada apetitoso, a esas alturas tenía un nudo de angustia en el estómago.
—Eso habla muy bien de ti, Pedro.
—Cada padre debe velar por su hijo. ¿Qué me dices de ti, Paula? ¿Velaron tus padres por ti?
—Sí. Mi padre siempre estuvo muy pendiente de mi hermana y de mí, y, cuando apareció Alejo… Quiere a Alejo como a un hijo. Y mi madre también lo quería.
—Dijiste que tu madre había muerto, ¿verdad?
—Hace unos cuantos años. Estaba enferma. Esa es la única razón por la que no llegué a cursar estudios universitarios. Tenía que ayudar. Lucila era muy joven y… necesitaba vivir su vida. Mi madre no era una persona de trato fácil, pero estaba enferma y necesitaba a alguien. Así que no puedo arrepentirme del tiempo que pasé con ella —jugueteó con su tenedor—. Pero luego… bueno, Alejo expresó el deseo de que él y yo…
—¿Por qué le hiciste esperar tanto?
—Ahora puedo ver con toda claridad que, si yo le iba dando largas, diciéndole que quería «vivir un poco primero» era porque no sentía nada por él. Salí con otros hombres, pero no fueron relaciones serias porque aunque sabía que Alejo no me prohibía nada, yo seguía teniendo la sensación de que lo estaba engañando. Luego hicimos oficial nuestro compromiso, que se prolongó durante años, y fue una situación… cómoda —bajó la mirada a su vaso—. Pero ahora todo ha cambiado.
—Bueno, todo no. Sigues sin estar casada.
—Y no pienso estarlo.
—¿Porque no confías en mí?
—Sí. Y también hay otra cosa. Mi padre prometió que legaría Chaves a la hija que se casara primero y a su esposo. Y cumplirá esa promesa, de modo que tú no sacarás ningún beneficio de esto. Lo siento.
—Lástima.
—Estoy exhausta —dijo de pronto, levantándose—. Creo que lo de la cena no ha sido una buena idea. Me retiro a mi habitación.
—¿No piensas comer nada?
—Pide que me lleven galletas a la habitación. Y café descafeinado. Con eso bastará.
Se giró en redondo y volvió a su dormitorio. Abrió la puerta con impulso y la cerró dando un portazo. Necesitaba algo.
Necesitaba… abrir una ventana para poder respirar. Fue al otro lado de la habitación, descorrió las cortinas y abrió la ventana de par en par. La brisa del mar no consiguió aliviar la opresión que sentía en el pecho.
Tenía unas enormes ganas de llorar, pero no podía. Se había esforzado tanto por mantener sus emociones y sus deseos bajo control que en ese instante era incapaz de desahogarse. Ni siquiera podía ser ella misma cuando estaba sola.
Maldijo a Pedro. Estaba tan furiosa con él, tan dolida por lo que le había hecho… Y aun así seguía anhelando aquellos momentos de desahogo, de liberación. Aquellos momentos durante los cuales se había sentido perfectamente cómoda consigo misma, y que solamente él había podido darle. Pero no, no volvería a sus brazos. Nunca más.
Alejo se casó conmigo.
Paula se quedó mirando el mensaje de texto que había recibido de su hermana, aturdida. ¿Que se había casado con su hermana? ¿Lucila se había casado con Alejo?
Cuando aquella mañana le mandó el mensaje, no había esperado aquello. Se sentó inmediatamente ante su portátil y tecleó el nombre de Alejo Kouros. La primera noticia que encontró en la red tenía el siguiente titular: Alejo Kouros se Casa con una Novia de Recambio.
—¡Vaya!
Tomó su teléfono y envió un mensaje a su hermana:
Diablos. Acabo de leerlo en Internet.
La respuesta de su hermana le llegó rápidamente:
¿Eres feliz? Tú no amabas a Alejo, ¿verdad?
Lucila, todavía preocupándose por ella. Paula era incapaz de imaginarse a su dulce hermanita con Alejo. Diablos, era ella la que estaba preocupada…
No de esa manera. No como para necesitar casarme con él.
Envió el mensaje. Era una mentira por omisión, porque en condiciones normales se habría casado con Alejo. Si las cosas no hubieran cambiado. Si no hubiera sido por el bebé.
¿Amas a Pedro?
El mensaje de su hermana tuvo el mismo efecto que un puñetazo en el pecho. Porque la transportó de nuevo a aquella noche. A aquellos sentimientos. Sentimientos que no habían tenido nada que ver con nada de lo que hubiera experimentado antes.
Necesito estar con Pedro. Tecleó el mensaje, pero no lo envió de inmediato. Era la verdad. Tenía que pensar sobre lo que iba a hacer, tomar una decisión. Solo estaba segura de una cosa: tenía que dar a Pedro una oportunidad, la de intervenir en la vida de su hijo. Más allá de eso, no tenía la menor idea.
Acabó su conversación con Lucila y arrojó el móvil a la cama. Su anterior argumento de defensa, el de que Pedro era el villano de la película, resultaba en ese momento mucho más débil. Aunque era agradable saber que Chaves estaba seguro. Que por fin había ido a parar a manos de Alejo, porque aunque no había querido casarse con él, tampoco había querido que lo perdiera.
Pero Lucila… Oh, esperaba que su hermana fuera feliz. Y que supiera lo que estaba haciendo. Lucila siempre había profesado un cariño especial a Alejo. Siempre se habían llevado muy bien, pero jamás se le había pasado por la cabeza la idea de que pudiera casarse con él.
Justo en ese momento, llamaron a la puerta. Adivinó que se trataba de Pedro.
—Adelante —pronunció, irguiéndose.
—Se han casado —dijo Pedro nada más entrar.
—Ya lo he visto.
—¿Estás bien? —le preguntó, en un sorprendente rasgo de sensibilidad por su parte.
—Yo… sí. Estoy preocupada por Lucila. Yo no quería que ella… se casara con alguien a quien no amaba por mí.
—Quizá no lo haya hecho por ti.
—Por supuesto que lo ha hecho por mí.
—El mundo entero no gira a tu alrededor, ¿sabes?
—No, soy bien consciente de ello. Pero lo que yo quiero no parece que cuente para nada.
—¿Lamentas no haberte casado con él?
—¿Quieres decir si lamento no estar ahora mismo atrapada en un matrimonio sin amor?
—Podrías estar atrapada en uno conmigo.
—Buen intento, pero no. Creo que voy a disfrutar de mi recién descubierta libertad.
—¿Qué quieres decir?
—Lo he estropeado todo. Cuando la prensa se entere… dejaré de ser su princesa. Mi padre se llevará la gran decepción. Lucila ha tenido que casarse con alguien que no quiere por mi culpa. Ya no tengo razón alguna para seguir haciendo lo que los demás esperan de mí. Ni para empezar de nuevo —soltó una amarga carcajada—. Y tampoco tiene sentido intentar volver atrás. Probar a legitimar mi situación casándome con el padre de mi hijo cuando eso no cambiará las circunstancias.
—Entonces, ¿estás dispuesta a enfrentarte a la prensa?
—De ninguna manera. Yo… quiero que sepas que, tanto si estaba embarazada como si no, con prensa o sin ella, incluso aunque no hubieras venido a buscarme… yo no me habría casado con él.
—¿De veras? —le preguntó él con voz ronca.
—Sí. Pero ahora mismo no me siento nada valiente. Seguiré escondiéndome. Soy una cobarde, me siento totalmente frágil y quiero ocultarme por un tiempo y analizar… todo lo sucedido. Ver cómo… se desarrolla el embarazo.
—¿Tienes algún motivo para temer que puedas llegar a perder el niño?
Parecía afectado ante la idea, lo cual resultó extrañamente conmovedor. Casi parecía querer el bebé, como si fuera a dolerle en caso de que llegara a perderlo. Ella misma se sorprendió, en aquel preciso instante, de lo mucho que se deprimiría si eso terminaba produciéndose. Quería tener el bebé, fueran cuales fueran las circunstancias.
—No, ninguno al margen de las estadísticas.
—Tengo que volver a Nueva York para trabajar. Necesito entrevistarme con varios clientes en persona.
—Ya. Bueno, pues que te diviertas en Nueva York.
—¿No vas a acompañarme?
—¿Estoy invitada?
—Por supuesto. ¿O quieres quedarte aquí?
Sabía que debería volver a casa y enfrentarse con todo. Con su padre, con todo. Pero todavía no estaba preparada para eso. Todavía no estaba preparada para compartir con su familia su… relación con Pedro. Cuando les revelara que estaba embarazada, tendría que confesarles su indiscreción y todavía no estaba en condiciones de decírselo.
—Sí.
—¿Sola?
—De hecho,la perspectiva me parece ideal.
—Bueno, como quieras. Te veré la semana que viene.
Paula asintió lentamente con la cabeza.
—Hasta la semana que viene, entonces.
—Luego… ya decidiremos lo que haremos.
Ella volvió a asentir, reprimiendo un gruñido. Por su parte, aún no estaba en condiciones de decidir nada.
—La gente no me dice que no, Paula. Estás advertida.
—Es curioso. Yo te he dicho que no unas cuantas veces.
—Sí, pero antes de que me dijeras que no, me dijiste que sí. Y de forma muy enfática. Estoy seguro de que volverás a decírmelo.
UNA NOCHE DIFERENTE: CAPITULO 10
Su isla era preciosa. Pedro jamás se cansaría de ella. O del hecho de que fuera suya. Un lugar sobre el que poseía un control total.
Mientras estuvo viviendo en la mansión de su padre, todo había sido compartido. O quizá «compartir» fuera una palabra demasiado generosa. Porque en aquel ambiente había existido una clase de siervos, de esclavos. Las mujeres, los guardias de seguridad. Y, por debajo de todos… los niños de aquellas mujeres.
Muchos de ellos habían sido entregados por sus propias madres. Vendidos, solo después tomó conciencia de ello, a cambio de droga. Él había pasado muchos años sintiéndose asombrado, agradecido, de que su madre no hubiera hecho eso con él. De que lo hubiera valorado en algo. De que hubiera permanecido a salvo, protegido. Había sido un milagro, o eso al menos le había parecido en aquel entonces.
Pero finalmente había descubierto la venenosa verdad. Él mismo había sido el instrumento involuntario que había mantenido a su madre siempre cerca de su adicción favorita: no la heroína, sino el propio Nicolas Kouklakis. Si el viejo la había mantenido allí, por supuesto, había sido porque era la madre de su hijo. Porque Pedro era su hijo.
Pero Pedro había terminado descubriendo la verdad, y, cuando su madre no resultó ya útil, todo se había venido abajo.
Pedro huyó. Sin mirar atrás. Y, cuando finalmente se detuvo, cuando hubo ganado suficientes partidas de naipes y adquirido algún dinero, dinero y aquella isla; cuando hubo conocido a gente importante y aprendido la mecánica de los mercados de acciones; cuando finalmente hubo alcanzado el éxito… solo entonces se permitió mirar hacia atrás.
Había mirado hacia atrás para recordar todo aquel dolor, aquella injusticia, y había visto al único hombre que se había alzado por encima de ella. Un hombre limpio y respetado. Un hombre rico y con una bella mujer colgada de su brazo. Había decidido entonces que el siguiente punto de su agenda sería hacer que Alejo Kouros conociera la impotencia, el miedo. Que supiera lo que era perder las cosas que amaba. Y aunque no hubiera conseguido destruir su negocio, y no por falta de ganas ni de intentos, al menos le había arrebatado a su prometida. El pensamiento lo llenaba de alegría, pese a que en aquel momento no se estaba sirviendo de Paula para vengarse de él.
—¿Dónde estamos? —le preguntó ella cuando el avión estaba tomando tierra, ante un horizonte de arena blanca y un mar azul turquesa.
—En una isla que se halla cerca de Turquía. Yo la llamo…
—tomó conciencia de que poco antes le había revelado el nombre de su madre. Eso le hacía sentirse expuesto, sobre todo cuando le dijera el nombre de la isla y ella entendiera el porqué. Maldijo aquel momento de sentimentalismo.
Maldijo el hecho de que todavía quisiera tanto a una madre que nunca lo había amado. Una madre que había elegido quitarse la vida antes que dedicársela a él—. Yo la llamo El Refugio de Meli. Ella… murió justo antes de que yo abandonara la mansión Kouklakis. De haber seguido viva, es aquí adonde la habría traído. Para que pudiera descansar, finalmente. Aunque ahora ya está descansando, supongo.
—Lo siento —dijo ella con voz apagada—. Mi madre también murió. Es duro, muy duro.
—La vida es dura —Pedro se encogió de hombros.
—¿La vida es dura y ya está? ¿Esa frase lo explica todo?
—La vida es dura y al final nos morimos todos. ¿Así está mejor?
—No —Paula sacudió la cabeza—. No estás disfrutando mucho de este viaje, ¿verdad?
Él se levantó en el instante en que el avión se detenía.
—Disfrutar del viaje es algo que hace otro tipo de personas, con otro tipo de vida. Alguien como tú, agape.
—Bueno, yo no negaré que tengo una familia estupenda. Que he sido bendecida con muchas cosas bonitas. Y sí, yo estoy disfrutando del viaje.
Pero estaba mintiendo. Pedro podía sentirlo. La primera vez que la encontró en Corfú, Paula había irradiado luz. Alegría. Pero no era eso lo que había observado en las fotos suyas que había visto en la prensa. Como si durante la mayor parte del tiempo se dedicara a esconder aquella luz.
—¿Habrías disfrutado también haciendo el viaje que tenías previsto hacer con Alejo?
—Por supuesto —respondió ella, tensa—. Lo quiero.
—Pero no le amas.
—¡Bah! ¿Cómo es que la gente se obsesiona tanto con el amor? —Aldana había intentado convencerla hasta el último momento de que no se casara, y citando el amor como primera razón—. Me gusta. Y, en cierta forma, lo amo. No es una pasión devoradora, pero…
—Pero no lo estás llorando precisamente a mares en este momento.
—Son muchas mis preocupaciones actuales. Acabo de descubrir que estoy embarazada —Paula se interrumpió, maldiciendo por lo bajo—. Embarazada. Oh, aún no lo he asimilado del todo… Y además acabo de fugarme de mi boda. Y estoy en Turquía. Contigo.
—No estamos en Turquía. Estamos en mi isla.
—Ya. Eso representa una gran diferencia para mí en este instante.
—Mira, esto no tiene por qué ser tan difícil —estaba a punto de proponerle matrimonio por segunda vez. Sí, ella le había rechazado la primera, pero entonces había estado bajo los efectos del shock. Terminaría cediendo, estaba seguro de ello.
Otra cosa de lo que estaba seguro era de que se negaba a ser una simple sombra en la vida de su hijo. Sería la antítesis de su propio padre. Amaría a su hijo. No haría de él un simple instrumento para mantener un vínculo entre él y la persona… con la que estaba obsesionado.
—No sé yo… —repuso ella, dirigiéndose hacia la salida.
—No pareces nada convencida.
—No lo estoy —bajó por la escalerilla y él la siguió, con la mirada clavada en sus curvas y en la manera en que sus pantalones blancos se ceñían a su trasero.
Al fin y al cabo era un hombre, y ella seguía constituyendo una tentación. Aquella mujer exudaba clase, elegancia.
Lucía un peinado y un maquillado perfectos, aun después de haber descubierto que estaba embarazada y haberse escapado de su propia boda. Pero él había resquebrajado todo eso. Había visto enrojecerse su piel, más colorada que el top que lucía en ese momento. Había visto aquel pelo despeinado, su piel brillante de sudor. Había hecho que aquellas uñas perfectamente manicuradas se clavaran en sus hombros…
Se removió en un intento por aliviar la presión causada por su creciente excitación.
—¿Y cómo es eso? —le preguntó.
—Pues porque creo… que no me gustas —de repente alzó la mirada y contempló los grupos de cipreses que se extendían a su alrededor, con la playa de arena blanca detrás.
—Hay ruinas increíbles en esta isla —le informó él—. Coloniales y otomanas.
—Vengo de Grecia. Ruinas, allí, tenemos muchas.
—Ya lo sé. Solo estaba intentando entablar conversación. Mi casa está cerca. ¿Qué prefieres? ¿Ir a pie o en coche?
—Vas de esmoquin. No es un atuendo muy adecuado para pasear.
—Ciertamente —se miró—. Estoy un poco desorientado, la verdad. En Nueva York es todavía primera hora de la mañana. Lo que quiere decir que técnicamente he estado despierto y levantado toda la noche.
—¿Venías de Nueva York?
—Así es.
—¿Por qué?
—Vine por ti.
—¿Por qué viniste a buscarme?
—No lo sé —respondió, sincero—. Porque no quiero que él te tenga. Porque te quiero para mí solo. Porque creo que eres preciosa y porque eres la única mujer a la que en este momento puedo imaginar compartiendo mi cama.
—Vaya, eso suena casi halagador —Paula parpadeó asombrada.
—Casi. Venga, vayamos andando —se quitó la chaqueta, que dejó caer en la arena, y se subió las mangas de la camisa—. Así me despejaré un poco.
—Guía tú.
Él echó a andar por un sendero que los llevó cerca de la playa.
—¿Qué es lo que haces en Nueva York?
—Juego con el dinero de otra gente. En bolsa. Invierto por ellos. Y se me da muy bien. He ganado lo suficiente como para hacer unas cuantas adquisiciones e inversiones por mí mismo.
—Incluida esta isla.
—Esta isla la gané jugando.
—¿Jugando?
—En una partida de naipes. Sí, fui jugador profesional por un tiempo. Y al principio con el dinero de otra gente.
—¿Cómo?
—Calcular cartas es una habilidad extremadamente útil. Sucede que yo tengo ese don. De muchacho vivía en las calles haciendo trucos de cartas con los turistas. Un tipo rico me descubrió y me propuso jugar en los casinos con su dinero, a cambio de una comisión. Naturalmente, acepté.
—Ya. Naturalmente —dijo ella.
—Gané mucho dinero. Y me dediqué a jugar para mí al menos una vez por semana. Terminé en las grandes timbas, donde la gente se juega todo tipo de cosas. Fue así como gané la isla.
—¿Realmente tienes veintiséis años, Pedro?
—Sí. Tenía dieciocho cuando estuve haciendo eso. A partir de entonces, decidí dedicarme a la inversión en bolsa.
—Un hombre que se ha hecho a sí mismo.
Pedro se echó a reír.
—Nadie se hace a sí mismo. Nos hacemos con la ayuda o la desgracia de los demás.En mi caso, la gente tenía que perder dinero para que yo pudiera ganarlo. Y ahora la gente con cuyo dinero juego en bolsa es ayudada por mí, como antes yo fui ayudado por ellos. Tú estas hecha por tu padre, por los medios, y Alejo iba a rematarte.
—¿Rematarme?
—Ibas a pasarte el resto de tu vida rodeada de lujos. Habías encontrado a un hombre que iba a cerrar el lazo sobre todo lo que tú habías construido.
—Yo no lo veo así.
—¿No?
—No —tropezó en la arena y él se apresuró a sujetarla. Se quedó paralizada por un momento, con la mirada fija en sus labios. Tragó saliva—. No, yo… él no es así.
—¿Cómo es entonces?
—No lo sé. Es un amigo. Casi como… un hermano, y que me haya dado cuenta ahora de ello es tan ridículo… No sé cómo pude pensar en casarme con él. Pensé que con el cariño podría bastar.
—Solo porque todavía no habías conocido la pasión —y había sido él quien se lo había demostrado.
—No seas tan engreído… Es horrible. De verdad, yo que tú no alardearía de ello. ¿Existe alguna conquista más fácil que la de una mujer que se mantiene virgen a mi edad? La palabra «desesperada» no alcanzaría a describirlo.
—No se trató de eso. Yo mismo no estaba particularmente desesperado, como tú lo llamas, y aun así sentí la electricidad que hay entre nosotros.
Paula se detuvo de pronto, enarcando una ceja.
—Oh, ¿de veras?
—Sí. Y no niegues que tú la sentiste también.
—No, me refería a lo que has dicho acerca de que no estabas tan desesperado. ¿Qué quiere decir eso? ¿Cuándo ha sido la última vez que has estado con otra mujer?
—¿Estás celosa, Paula? Yo creía que no te gustaba.
—No estoy celosa. Es simple curiosidad. No todo el mundo va por ahí con los pantalones en los tobillos, como tú.
—¿Ah, no? ¿Crees que Alejo no se acostó con ninguna mujer durante todo el tiempo que estuvisteis prometidos?
—Yo… Sí, lo creo.
—Fantaseas entonces. Como cuando se te ocurrió casarte con él.
—Está bien, Pedro. Responde a mi pregunta. ¿Ha habido alguna mujer desde que estuviste conmigo?
—No.
Vio que lo miraba con expresión triunfante. Aquella mujer se las arreglaba para sonsacarle siempre la verdad. Le había explicado el motivo de que la hubiera seducido, lo de su madre, la razón por la que odiaba a Alejo. Bueno, le había contado la mayor parte. Porque había cosas que no podía compartir con nadie.
La casa apareció ante su vista. La había mandado construir cuando la isla pasó a sus manos. Era moderna, cuadrada, con ventanas que daban al mar. Nada que ver con la rancia opulencia de la mansión Kouklakis. Con aquella alfombra teñida de sangre.
—Es… minimalista.
—Estaba cansado de tanta alfombra persa y tanta decoración recargada. ¿Qué me dices de ti? ¿Qué tipo de arquitectura prefieres?
Paula se detuvo de golpe en el sendero. Aquella pregunta parecía haberle tocado un nervio sensible, sin que supiera por qué.
—No lo sé.
—¿No sabes en qué tipo de casa te habría gustado vivir?
—He vivido en la casa de Alejo —le espetó—. Y en su apartamento de la ciudad. Todos lugares muy bonitos. Pero que no me gustaban.
—¿Y antes de eso?
—Tenía un apartamento. En Nueva York —le había gustado mucho su apartamento, al que había tenido que renunciar antes de la boda. Algo que le había resultado mucho más difícil de lo que había previsto, aunque tampoco merecía la pena llorar por ello—. Y, cuando vengo a Grecia, me quedo en la mansión de verano de la familia.
—Si quisieras hacerte construir una casa, ¿cómo sería?
—No lo sé, ¿vale? Nunca había pensado en ello, pero… ¿qué importa eso? Iba a tener una casa preciosa con Alejo. Y ahora muy bien podría quedarme en la calle porque he roto un acuerdo que era esencial tanto para mi padre como para Alejo. Porque… —de repente cerró los puños—. Tú lo sabías, ¿verdad? —su tono se enfrió de golpe—. Tú lo sabías desde el principio, y todo ese cuento de la sinceridad y que querías casarte conmigo…
Pedro no pestañeó, clavando sus ojos azules en ella.
—Quienquiera que se case conmigo se quedará con la compañía de mi padre —continuó Paula—. No se trata de mí, ni siquiera de atacar a Alejo robándome la virginidad. Querías casarte conmigo para arrebatarle Chaves. ¡Estás intentando quedarte con el negocio de mi familia!
—Paula…
—Tú…
—Si yo hubiera querido eso, si ese fuera el camino que había decidido seguir, habría intentado engatusarte con dulces palabras en Corfú cuando descubriste mi identidad. Y, en cambio, te dejé marchar.
—Pero luego volviste. ¿Pretendías hacerme una declaración de amor y cortejarme para que me olvidara de la boda, y llevarme luego a… Las Vegas o algo así?
Lo inquietante de aquella perspectiva, pensó Paula, era que podía haber funcionado. Que, si no hubiera descubierto que estaba embarazada, que, si él la hubiera besado y le hubiera dicho que la amaba, ella probablemente lo hubiera dejado todo para irse con él.
Porque sentía algo por Pedro. Sentimientos estúpidos, pero sentimientos al fin y al cabo. Sentimientos que deberían haber quedado absolutamente enterrados después de aquel último descubrimiento.
—No entiendo. Incluso aunque lo que me contaste sobre tu pasado con Alejo fuera cierto… sigo sin entender por qué tienes esa pasión por destruirlo.
—Por supuesto que no lo entiendes —repuso él, echando a andar nuevamente hacia la casa—. Porque vives en un mundo de sueños, pequeña. No tienes ni idea de cómo funciona el mundo. Y deberías estar agradecida.
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