sábado, 14 de febrero de 2015
UNA NOCHE DIFERENTE: CAPITULO 10
Su isla era preciosa. Pedro jamás se cansaría de ella. O del hecho de que fuera suya. Un lugar sobre el que poseía un control total.
Mientras estuvo viviendo en la mansión de su padre, todo había sido compartido. O quizá «compartir» fuera una palabra demasiado generosa. Porque en aquel ambiente había existido una clase de siervos, de esclavos. Las mujeres, los guardias de seguridad. Y, por debajo de todos… los niños de aquellas mujeres.
Muchos de ellos habían sido entregados por sus propias madres. Vendidos, solo después tomó conciencia de ello, a cambio de droga. Él había pasado muchos años sintiéndose asombrado, agradecido, de que su madre no hubiera hecho eso con él. De que lo hubiera valorado en algo. De que hubiera permanecido a salvo, protegido. Había sido un milagro, o eso al menos le había parecido en aquel entonces.
Pero finalmente había descubierto la venenosa verdad. Él mismo había sido el instrumento involuntario que había mantenido a su madre siempre cerca de su adicción favorita: no la heroína, sino el propio Nicolas Kouklakis. Si el viejo la había mantenido allí, por supuesto, había sido porque era la madre de su hijo. Porque Pedro era su hijo.
Pero Pedro había terminado descubriendo la verdad, y, cuando su madre no resultó ya útil, todo se había venido abajo.
Pedro huyó. Sin mirar atrás. Y, cuando finalmente se detuvo, cuando hubo ganado suficientes partidas de naipes y adquirido algún dinero, dinero y aquella isla; cuando hubo conocido a gente importante y aprendido la mecánica de los mercados de acciones; cuando finalmente hubo alcanzado el éxito… solo entonces se permitió mirar hacia atrás.
Había mirado hacia atrás para recordar todo aquel dolor, aquella injusticia, y había visto al único hombre que se había alzado por encima de ella. Un hombre limpio y respetado. Un hombre rico y con una bella mujer colgada de su brazo. Había decidido entonces que el siguiente punto de su agenda sería hacer que Alejo Kouros conociera la impotencia, el miedo. Que supiera lo que era perder las cosas que amaba. Y aunque no hubiera conseguido destruir su negocio, y no por falta de ganas ni de intentos, al menos le había arrebatado a su prometida. El pensamiento lo llenaba de alegría, pese a que en aquel momento no se estaba sirviendo de Paula para vengarse de él.
—¿Dónde estamos? —le preguntó ella cuando el avión estaba tomando tierra, ante un horizonte de arena blanca y un mar azul turquesa.
—En una isla que se halla cerca de Turquía. Yo la llamo…
—tomó conciencia de que poco antes le había revelado el nombre de su madre. Eso le hacía sentirse expuesto, sobre todo cuando le dijera el nombre de la isla y ella entendiera el porqué. Maldijo aquel momento de sentimentalismo.
Maldijo el hecho de que todavía quisiera tanto a una madre que nunca lo había amado. Una madre que había elegido quitarse la vida antes que dedicársela a él—. Yo la llamo El Refugio de Meli. Ella… murió justo antes de que yo abandonara la mansión Kouklakis. De haber seguido viva, es aquí adonde la habría traído. Para que pudiera descansar, finalmente. Aunque ahora ya está descansando, supongo.
—Lo siento —dijo ella con voz apagada—. Mi madre también murió. Es duro, muy duro.
—La vida es dura —Pedro se encogió de hombros.
—¿La vida es dura y ya está? ¿Esa frase lo explica todo?
—La vida es dura y al final nos morimos todos. ¿Así está mejor?
—No —Paula sacudió la cabeza—. No estás disfrutando mucho de este viaje, ¿verdad?
Él se levantó en el instante en que el avión se detenía.
—Disfrutar del viaje es algo que hace otro tipo de personas, con otro tipo de vida. Alguien como tú, agape.
—Bueno, yo no negaré que tengo una familia estupenda. Que he sido bendecida con muchas cosas bonitas. Y sí, yo estoy disfrutando del viaje.
Pero estaba mintiendo. Pedro podía sentirlo. La primera vez que la encontró en Corfú, Paula había irradiado luz. Alegría. Pero no era eso lo que había observado en las fotos suyas que había visto en la prensa. Como si durante la mayor parte del tiempo se dedicara a esconder aquella luz.
—¿Habrías disfrutado también haciendo el viaje que tenías previsto hacer con Alejo?
—Por supuesto —respondió ella, tensa—. Lo quiero.
—Pero no le amas.
—¡Bah! ¿Cómo es que la gente se obsesiona tanto con el amor? —Aldana había intentado convencerla hasta el último momento de que no se casara, y citando el amor como primera razón—. Me gusta. Y, en cierta forma, lo amo. No es una pasión devoradora, pero…
—Pero no lo estás llorando precisamente a mares en este momento.
—Son muchas mis preocupaciones actuales. Acabo de descubrir que estoy embarazada —Paula se interrumpió, maldiciendo por lo bajo—. Embarazada. Oh, aún no lo he asimilado del todo… Y además acabo de fugarme de mi boda. Y estoy en Turquía. Contigo.
—No estamos en Turquía. Estamos en mi isla.
—Ya. Eso representa una gran diferencia para mí en este instante.
—Mira, esto no tiene por qué ser tan difícil —estaba a punto de proponerle matrimonio por segunda vez. Sí, ella le había rechazado la primera, pero entonces había estado bajo los efectos del shock. Terminaría cediendo, estaba seguro de ello.
Otra cosa de lo que estaba seguro era de que se negaba a ser una simple sombra en la vida de su hijo. Sería la antítesis de su propio padre. Amaría a su hijo. No haría de él un simple instrumento para mantener un vínculo entre él y la persona… con la que estaba obsesionado.
—No sé yo… —repuso ella, dirigiéndose hacia la salida.
—No pareces nada convencida.
—No lo estoy —bajó por la escalerilla y él la siguió, con la mirada clavada en sus curvas y en la manera en que sus pantalones blancos se ceñían a su trasero.
Al fin y al cabo era un hombre, y ella seguía constituyendo una tentación. Aquella mujer exudaba clase, elegancia.
Lucía un peinado y un maquillado perfectos, aun después de haber descubierto que estaba embarazada y haberse escapado de su propia boda. Pero él había resquebrajado todo eso. Había visto enrojecerse su piel, más colorada que el top que lucía en ese momento. Había visto aquel pelo despeinado, su piel brillante de sudor. Había hecho que aquellas uñas perfectamente manicuradas se clavaran en sus hombros…
Se removió en un intento por aliviar la presión causada por su creciente excitación.
—¿Y cómo es eso? —le preguntó.
—Pues porque creo… que no me gustas —de repente alzó la mirada y contempló los grupos de cipreses que se extendían a su alrededor, con la playa de arena blanca detrás.
—Hay ruinas increíbles en esta isla —le informó él—. Coloniales y otomanas.
—Vengo de Grecia. Ruinas, allí, tenemos muchas.
—Ya lo sé. Solo estaba intentando entablar conversación. Mi casa está cerca. ¿Qué prefieres? ¿Ir a pie o en coche?
—Vas de esmoquin. No es un atuendo muy adecuado para pasear.
—Ciertamente —se miró—. Estoy un poco desorientado, la verdad. En Nueva York es todavía primera hora de la mañana. Lo que quiere decir que técnicamente he estado despierto y levantado toda la noche.
—¿Venías de Nueva York?
—Así es.
—¿Por qué?
—Vine por ti.
—¿Por qué viniste a buscarme?
—No lo sé —respondió, sincero—. Porque no quiero que él te tenga. Porque te quiero para mí solo. Porque creo que eres preciosa y porque eres la única mujer a la que en este momento puedo imaginar compartiendo mi cama.
—Vaya, eso suena casi halagador —Paula parpadeó asombrada.
—Casi. Venga, vayamos andando —se quitó la chaqueta, que dejó caer en la arena, y se subió las mangas de la camisa—. Así me despejaré un poco.
—Guía tú.
Él echó a andar por un sendero que los llevó cerca de la playa.
—¿Qué es lo que haces en Nueva York?
—Juego con el dinero de otra gente. En bolsa. Invierto por ellos. Y se me da muy bien. He ganado lo suficiente como para hacer unas cuantas adquisiciones e inversiones por mí mismo.
—Incluida esta isla.
—Esta isla la gané jugando.
—¿Jugando?
—En una partida de naipes. Sí, fui jugador profesional por un tiempo. Y al principio con el dinero de otra gente.
—¿Cómo?
—Calcular cartas es una habilidad extremadamente útil. Sucede que yo tengo ese don. De muchacho vivía en las calles haciendo trucos de cartas con los turistas. Un tipo rico me descubrió y me propuso jugar en los casinos con su dinero, a cambio de una comisión. Naturalmente, acepté.
—Ya. Naturalmente —dijo ella.
—Gané mucho dinero. Y me dediqué a jugar para mí al menos una vez por semana. Terminé en las grandes timbas, donde la gente se juega todo tipo de cosas. Fue así como gané la isla.
—¿Realmente tienes veintiséis años, Pedro?
—Sí. Tenía dieciocho cuando estuve haciendo eso. A partir de entonces, decidí dedicarme a la inversión en bolsa.
—Un hombre que se ha hecho a sí mismo.
Pedro se echó a reír.
—Nadie se hace a sí mismo. Nos hacemos con la ayuda o la desgracia de los demás.En mi caso, la gente tenía que perder dinero para que yo pudiera ganarlo. Y ahora la gente con cuyo dinero juego en bolsa es ayudada por mí, como antes yo fui ayudado por ellos. Tú estas hecha por tu padre, por los medios, y Alejo iba a rematarte.
—¿Rematarme?
—Ibas a pasarte el resto de tu vida rodeada de lujos. Habías encontrado a un hombre que iba a cerrar el lazo sobre todo lo que tú habías construido.
—Yo no lo veo así.
—¿No?
—No —tropezó en la arena y él se apresuró a sujetarla. Se quedó paralizada por un momento, con la mirada fija en sus labios. Tragó saliva—. No, yo… él no es así.
—¿Cómo es entonces?
—No lo sé. Es un amigo. Casi como… un hermano, y que me haya dado cuenta ahora de ello es tan ridículo… No sé cómo pude pensar en casarme con él. Pensé que con el cariño podría bastar.
—Solo porque todavía no habías conocido la pasión —y había sido él quien se lo había demostrado.
—No seas tan engreído… Es horrible. De verdad, yo que tú no alardearía de ello. ¿Existe alguna conquista más fácil que la de una mujer que se mantiene virgen a mi edad? La palabra «desesperada» no alcanzaría a describirlo.
—No se trató de eso. Yo mismo no estaba particularmente desesperado, como tú lo llamas, y aun así sentí la electricidad que hay entre nosotros.
Paula se detuvo de pronto, enarcando una ceja.
—Oh, ¿de veras?
—Sí. Y no niegues que tú la sentiste también.
—No, me refería a lo que has dicho acerca de que no estabas tan desesperado. ¿Qué quiere decir eso? ¿Cuándo ha sido la última vez que has estado con otra mujer?
—¿Estás celosa, Paula? Yo creía que no te gustaba.
—No estoy celosa. Es simple curiosidad. No todo el mundo va por ahí con los pantalones en los tobillos, como tú.
—¿Ah, no? ¿Crees que Alejo no se acostó con ninguna mujer durante todo el tiempo que estuvisteis prometidos?
—Yo… Sí, lo creo.
—Fantaseas entonces. Como cuando se te ocurrió casarte con él.
—Está bien, Pedro. Responde a mi pregunta. ¿Ha habido alguna mujer desde que estuviste conmigo?
—No.
Vio que lo miraba con expresión triunfante. Aquella mujer se las arreglaba para sonsacarle siempre la verdad. Le había explicado el motivo de que la hubiera seducido, lo de su madre, la razón por la que odiaba a Alejo. Bueno, le había contado la mayor parte. Porque había cosas que no podía compartir con nadie.
La casa apareció ante su vista. La había mandado construir cuando la isla pasó a sus manos. Era moderna, cuadrada, con ventanas que daban al mar. Nada que ver con la rancia opulencia de la mansión Kouklakis. Con aquella alfombra teñida de sangre.
—Es… minimalista.
—Estaba cansado de tanta alfombra persa y tanta decoración recargada. ¿Qué me dices de ti? ¿Qué tipo de arquitectura prefieres?
Paula se detuvo de golpe en el sendero. Aquella pregunta parecía haberle tocado un nervio sensible, sin que supiera por qué.
—No lo sé.
—¿No sabes en qué tipo de casa te habría gustado vivir?
—He vivido en la casa de Alejo —le espetó—. Y en su apartamento de la ciudad. Todos lugares muy bonitos. Pero que no me gustaban.
—¿Y antes de eso?
—Tenía un apartamento. En Nueva York —le había gustado mucho su apartamento, al que había tenido que renunciar antes de la boda. Algo que le había resultado mucho más difícil de lo que había previsto, aunque tampoco merecía la pena llorar por ello—. Y, cuando vengo a Grecia, me quedo en la mansión de verano de la familia.
—Si quisieras hacerte construir una casa, ¿cómo sería?
—No lo sé, ¿vale? Nunca había pensado en ello, pero… ¿qué importa eso? Iba a tener una casa preciosa con Alejo. Y ahora muy bien podría quedarme en la calle porque he roto un acuerdo que era esencial tanto para mi padre como para Alejo. Porque… —de repente cerró los puños—. Tú lo sabías, ¿verdad? —su tono se enfrió de golpe—. Tú lo sabías desde el principio, y todo ese cuento de la sinceridad y que querías casarte conmigo…
Pedro no pestañeó, clavando sus ojos azules en ella.
—Quienquiera que se case conmigo se quedará con la compañía de mi padre —continuó Paula—. No se trata de mí, ni siquiera de atacar a Alejo robándome la virginidad. Querías casarte conmigo para arrebatarle Chaves. ¡Estás intentando quedarte con el negocio de mi familia!
—Paula…
—Tú…
—Si yo hubiera querido eso, si ese fuera el camino que había decidido seguir, habría intentado engatusarte con dulces palabras en Corfú cuando descubriste mi identidad. Y, en cambio, te dejé marchar.
—Pero luego volviste. ¿Pretendías hacerme una declaración de amor y cortejarme para que me olvidara de la boda, y llevarme luego a… Las Vegas o algo así?
Lo inquietante de aquella perspectiva, pensó Paula, era que podía haber funcionado. Que, si no hubiera descubierto que estaba embarazada, que, si él la hubiera besado y le hubiera dicho que la amaba, ella probablemente lo hubiera dejado todo para irse con él.
Porque sentía algo por Pedro. Sentimientos estúpidos, pero sentimientos al fin y al cabo. Sentimientos que deberían haber quedado absolutamente enterrados después de aquel último descubrimiento.
—No entiendo. Incluso aunque lo que me contaste sobre tu pasado con Alejo fuera cierto… sigo sin entender por qué tienes esa pasión por destruirlo.
—Por supuesto que no lo entiendes —repuso él, echando a andar nuevamente hacia la casa—. Porque vives en un mundo de sueños, pequeña. No tienes ni idea de cómo funciona el mundo. Y deberías estar agradecida.
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