Tenía la cabeza inclinada, de manera que no podía verle el rostro. Como era de esperar, era rubia. Tenía los miembros largos y esbeltos de una bailarina… y un atuendo igualmente mínimo. Entonces alzó los ojos y le dedicó una mirada retadora. Se había ruborizado. Cuando se fijó en sus labios, carnosos y firmes, la reconoció.
¿Realmente tenía ante sí a su jovencísima arrendadora?
–Hola, Pedro –a pesar del rubor de sus mejillas, estaba intensamente pálida.
–¿Qué haces aquí?
–¿Aún no lo has deducido? –los ojos azules de Paula destellaron, pero no a causa de las lágrimas, sino desafiantes.
Pedro no podía creer lo que estaba viendo. El ralo pelo castaño había sido teñido de rubio y, aunque estaba algo más vestida que el día anterior, los pantalones cortos que llevaba eran aún más cortos y la camiseta mojada había sido sustituida por una ceñidísima malla rosa.
–Creía que habías dicho que te ibas al extranjero –dijo, tontamente.
–Y me voy –Paula lo miró a través de unas pestañas perfectamente maquilladas.
–Entonces, ¿por qué estás haciendo la prueba para entrar en el grupo de animadoras de los Blade?
–Me iré cuando termine la temporada.
–¿Cuando termine la temporada? –repitió Pedro, consternado. Creía que iba a irse en una o dos semanas a lo sumo. ¿Cómo iba a ser capaz de vivir a menos de un tiro de piedra de ella durante seis meses? Especialmente si iba a seguir llevando un atuendo como aquel…
–Sí, pero me temo que esa estúpida abeja ha estropeado mis planes. Y no, no he dejado que me picara solo para que me pudieras echar un buen vistazo al interior del muslo.
Pedro cerró la boca y tuvo que esforzarse para no sonreír y a continuación reír. Se acercó a ella para observarla mejor. Su transformación era espectacular, pero captó un matiz de inseguridad en su expresión en cuanto invadió su espacio. Una especie de locura se apoderó de él cuando Paula alzó levemente la barbilla y se negó a apartar la mirada. Su audacia lo impresionó. Pero si quería sacarle sus uñas de gatita, jugaría con ella un poco. No podía resistir la tentación de ver hasta dónde estaba dispuesta a llegar. Sospechaba que no muy lejos.
–¿De verdad simulan algunas bailarinas una lesión para poder venir a verte?
Su incredulidad descolocó a Pedro. Carraspeó, consciente de que había sonado arrogante.
–Ha sucedido en un par de ocasiones.
Paula dejó escapar una risita, encantada al ver que su inquilino había lanzado una nueva mirada a su atuendo; al menos había logrado uno de sus objetivos.
–Pero tú no eres una estrella del rugby. Seguro que las chicas tienen peces más gordos que freír en este lugar.
–Puede que algunas prefieran mis valores.
Con el corazón desbocado, Paula respiró cuidadosamente antes de responder.
–Estoy segura que la mayoría prefieren los valores y los ingresos de las verdaderas estrellas.
La sonrisa de Pedro fue la de un auténtico tiburón.
–Puede que haya otros factores a mi favor.
Paula supuso que se refería a su aspecto. Ciertamente, este era tan bueno que sentía todos los músculos del cuerpo tensos, especialmente los de sus partes íntimas.
–Por mí no tienes que preocuparte, porque no eres mi tipo –mintió, sintiéndose descarada, divertida, y sorprendentemente controlada.
–Ah, ¿no?
Paula se quedó paralizada. No esperaba un reto tan directo. Entrecerró los ojos.
–Definitivamente no. Eres demasiado arrogante.
Pedro se inclinó hacia ella sin dejar de sonreír.
–A muchas chicas les gusta la seguridad.
–También hay muchas chicas a las que les gustan los chicos malos, pero yo no soy como la mayoría de las chicas.
–Eso es cierto –Pedro frunció el ceño–. ¿Pero qué estás haciendo aquí, Paula?
–Presentarme a la audición –susurró Paula, decidida a mantener el tono–. Y me llamo Paula.
Sí, era divertido volver a poner en marcha los músculos del coqueteo, que tanto tiempo llevaban dormidos. Porque podía ver la reacción de Pedro, el revelador brillo de su mirada.
Pedro detuvo la mirada en su rostro, en sus ojos, sus labios, y luego la deslizó hacia su pecho.
–De manera que ahora eres Paula.
–Sí. Siempre he sido Paula –replicó, consciente del efecto que estaba teniendo en Gabe. Para algo le había servido tener un novio. Un novio que la dejó colgada en su momento de mayor necesidad. Había merecido la pena cada penique que se había gastado en la peluquería aquella mañana. La pobre Paula nunca había tenido una oportunidad, pero con un poco de tinte rubio y un poco de maquillaje la cosa cambiaba. Resultaba increíble que los hombres fueran tan superficiales. Pero en aquellos momentos le daba igual. Estaba disfrutando viendo el calor que emanaba de aquellos ojos.
Pedro movió la cabeza lentamente.
–Bueno, Paula, será mejor que echemos un vistazo a eso.
Paula bajó la mirada hacia su muslo y suspiró.
–Te quiero en la cama.