lunes, 9 de agosto de 2021

UNA GRAN NEGOCIACIÓN: EPILOGO

 


La boda de Franco y de Julieta se celebró en casa de Paula y Pedro. Y Paula lloró a lo largo de toda la ceremonia, sin que ni a ella ni a Pedroque le sujetaba la mano, les importara lo más mínimo. Eran felices. Como también lo eran los novios.


Con la excusa de ir a por un pañuelo de papel, Paula subió al dormitorio y se lavó la cara antes de volver a la terraza, donde un trío de música amenizaba la celebración.


Hacía una tarde despejada y las primeras estrellas empezaban a asomar. Habían decorado el jardín iluminando los árboles y colocando velas alrededor de la piscina.


—¿Estás bien? —preguntó Pedro, acercándose a ella.


—Perfectamente —dijo ella con un último respingo—. Siempre lloro en las bodas.


—Recuerdo que lloraste en la de Sonia y Miguel, pero no en la nuestra —Pedro le puso un dedo en la barbilla y le hizo alzar la mirada—. ¿Por qué?


—Porque temí empezar y ya no poder parar.


Pedro abrió los brazos v ella se refugió en ellos.


—Aquí me tienes. Soy todo tuyo.


—No me hagas llorar —suplicó ella.


Pedro movió los pies y ella le siguió como si bailaran.


—No contengas las lágrimas de felicidad, es mejor liberarlas.


—Te ahogaría —dijo Paula, sonriendo.


—Demuéstramelo. No me asusto con facilidad.


Pedro tenía la habilidad de desarmarla. Sin decir nada, Paula se acurrucó en sus brazos y dejó que la música los trasladara a un lugar en el que sólo estaban ellos dos, abrazados.


Cuando la canción acabó, fueron hacia la piscina. Dante los vio y dio unos grititos de entusiasmo.


La música comenzó a sonar de nuevo y Paula sonrió. Aquélla era su familia, su hogar. Tenía una vida plena. Tenía todo lo que siempre había soñado.




UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 53

 


Llegaron tarde a casa. Pedro acompañó a Ana a la puerta y Paula empezó a subir las escaleras hacia su dormitorio.


—Paula…


Ella se quedó inmóvil a medio camino. Él subió hasta el peldaño inferior.


—No te he dado tu regalo —dijo, acariciando con su aliento los hombros de Paula.


Ella se volvió y tomó el fino paquete que le tendía.


—Muchas gracias —dijo, sonriendo—. No debías haberte molestado — añadió. Y corrió escaleras arriba hasta la salita unida a su dormitorio.


—¿No vas a abrirlo? —preguntó él, siguiéndola.


Paula rogó que Pedro no pudiera oír el martilleo de su corazón.


—Sí, claro —balbuceó.


Con dedos temblorosos, soltó el lazo. El papel de regalo dejó a la vista un marco de fotos. Al volverlo descubrió cuatro rostros sonrientes bajo la arcada de una iglesia.


—¿La recuerdas? —Pedro estaba a unos centímetros de ella—. Me mandaste sonreír.


—Lo recuerdo —un dulce dolor atravesó a Paul al mirar las caras de Sonia y Miguel—. Parecemos tan felices…


—Así es como Sonia y Miguel querían que los recordáramos.


—Muchas gracias —Paula lo miró fijamente—. No podías hacerme un regalo mejor —le rodeó el cuello con los brazos y le besó.


—¡Pau! —susurró él.


Ella separó la cabeza para mirarlo. No era como su padre. No había en él un ápice de irresponsabilidad, haría lo que fuera por proporcionar un futuro seguro a Dante. Y nunca les fallaría a ella ni a su hijo.


—Siento haber pensado que eras un estúpido.


—Y yo que eras una sosa —dijo Pedro con una sonrisa maliciosa.


—¿Eso opinabas de mí?


—No sé en qué estaría pensando —dijo Pedro, riendo. Y luego le dio un apasionado beso que los dejó con la respiración entrecortada—. Hagamos el amor —musitó él—. Pero esta vez te quedarás a mi lado. No permitiré que salgas huyendo.


—Te lo prometo —dijo ella, arqueándose contra él, poniendo todo su cuerpo en contacto con el suyo—. Pienso quedarme aquí.


—¿Para siempre?


—Si eso es lo que quieres.


—Claro que sí.


Pedro le bajó la cremallera del vestido; Paula levantó los pies para dejarlo en el suelo. Él se quitó la camisa y los pantalones. Llevaba unos bóxers holgados y ver su sexo endurecido excitó a Paula. Esta se bajó de sus tacones y, temblorosa, se refugió en los brazos de Pedro, quien le soltó con destreza el sujetador de encaje y luego, deslizando las manos por sus caderas, le quitó las braguitas, dejándola desnuda y expuesta a la inspección de su voraz mirada. Unos segundos mas tarde, también él estaba desnudo. Tomó a Paula en brazos y la echó delicadamente sobre la cama.


—Esto va a ser muy rápido —le susurró al oído—. Te deseo tanto… — añadió, lamiéndole la oreja, y ella se estremeció, anhelante.


Pero a pesar de aquella advertencia, Pedro hizo que el placer se prolongara largamente, llevando a Paula con sus manos y su lengua a cotas de excitación que nunca había experimentado.


Cuando finalmente le entreabrió las piernas, Paula ardía de deseo.


Pedro se colocó sobre ella y la penetró profundamente. Paula cerró los ojos, clavó los dedos en los hombros de Pedro y se dejó llevar hasta que sus movimientos quedaron sincronizados y sus cuerpos se fundieron en uno. El placer estalló como una explosión de luz blanca en su mente, y en ese momento, oyó a Pedro susurrar:

—Te amo, Pau, te amo.


Con aquellas palabras, la elevó a un éxtasis celeste, y Paula se oyó decir:

—Yo también te amo, Pedro.


Después, permanecieron echados, en silencio, saciados momentáneamente.


—¿Es verdad lo que has dicho antes? —preguntó Paula, girando la cabeza para mirarlo a los ojos.


—¿Qué te amo?


Paula asintió.


—Claro que era verdad.


—Yo también te amo —Paula sonrió con dulzura—. He conseguido el mejor trato posible: a Dante y a ti.


—No. Soy yo el que ha tenido suerte —Pedro sacudió la cabeza—. Te tengo a ti en lugar de a Dana, Debo de tener un ángel de la guarda.


—¿Crees en los ángeles?


—Desde que estoy enamorado —dijo, solemne.


—Me gusta pensar en Sonia como un ángel —Paula lanzó una mirada a la fotografía.


—Y Miguel estará a su lado. Estoy seguro de que estarían felices por nosotros.


—Yo también lo creo —dijo Paula.


—Hace dos años me enfadé con ellos por intentar hacer de celestinos.


—¡No me extraña! Acababas de pasar por una experiencia espantosa con Dana.


—Y te caía mal —dijo él, convencido—. Pensabas que era un estúpido y que ninguna mujer en su sano juicio viviría conmigo.


—¡Es que no te conocía! —dijo ella, riendo.


Pedro se inclinó y le besó la punta de la nariz.


—¿Y crees que ahora sí me conoces?


—Al conocerte es imposible no amarte —dijo Paula.


—¡Pau! —Pedro la abrazó—. Nunca me cansaré de oírte de decir que me quieres, de besarte, de hacerte el amor.


—¿Eso significa que Dante tendrá un hermanito o hermanita? —dijo ella con ojos centelleantes.


—Me parece una idea magnífica —dijo él. Y añadió con picardía—: Pero para eso, tendremos que practicar mucho.


—¿Y a qué estamos esperando? —preguntó su esposa.




domingo, 8 de agosto de 2021

UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 52

 

Entre tanto, Paula sonreía a Jeremías y se presentaba a él educadamente.


Pedro se apartó de Dana y ella posó su mano sobre su muslo. Si lo que quería era excitarlo, sólo estaba consiguiendo sacarlo de sus casillas.


—Hemos salido a celebrar que Dana está embarazada —dijo Jeremias.


—¡Enhorabuena! —dijo Paula, lanzando una mirada a Pedro para ver cómo lo afectaba la noticia.


—Siempre he querido un hijo, ¿verdad Pedro, cariño?


Más que un hijo, una alianza de casada, dinero, éxito, estatus, poder…


—Os deseo lo mejor —dijo él, mirando a Jeremias.


Y Paula se relajó parcialmente al ver que era sincero.


—¿Sabe Paula que no quieres tener hijos? —preguntó Dana.


Pero Paula reaccionó al instante. Arqueó una ceja y con fingida sorpresa, dijo:

—¿Y por qué es donante de esperma?


Pedro tuvo que reprimir una carcajada. Paula lo hacía sonar como si fuera un medio de trabajo. Dana lo miró boquiabierta.


—¿Pedro ha donado esperma? —preguntó Jeremias, igualmente sorprendido.


—¿No lo sabíais? —Paula fingió estar desconcertada con maestría—. Pedro y yo fuimos donantes para que nuestros mejores amigos realizaran el sueño de tener un hijo, ¿verdad, Pedro, cariño?


Su imitación de Dana casi hizo a estallar a Pedro en una carcajada.


—¡Qué generosos!


—Sonia era mi mejor amiga. Es normal hacer algo así por un buen amigo —concluyó Paula, con una sonrisa angelical que no ocultaba el mensaje subliminal dirigido a Jeremias.


—¿Veis al niño a menudo? —preguntó Jeremias, avergonzado.


—Sus padres murieron y…


—Hemos decidido adoptarlo, ¿verdad, Paula? —Pedro sabía que no debía proponérselo así, que debía haberle explicado que lo último que quería hacer era divorciarse de ella, pero no pudo resistirse a decirlo.


—Claro —dijo ella con los ojos iluminados de júbilo.


—¿Así que sólo os casasteis por el niño? —preguntó Dana, que pareció relajarse al asumir que la respuesta a su pregunta era afirmativa.


—¿No es ésa la razón por la que se casan casi todas las parejas? — dijo Pedro, mirándolos alternativamente—. Al menos, a mí no me han atrapado en un matrimonio que no quería.


A pesar de la furia que brilló en los ojos de Dana, Pedro no sintió la satisfacción que esperaba obtener de su comentario. En el fondo, sentía lástima por ellos.


—Casarme con Paula es lo mejor que me ha pasado en la vida — añadió con dulzura, alargando la mano para tomar la de ella.


Dana se puso en pie, malhumorada.


—Será mejor que nos vayamos.


—Ha sido un placer —dijo Jeremias, azorado, antes de marcharse.


Pedro pensó que hasta él se daba cuenta de cuál de los dos había sido más afortunado.




UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 51

 


Paula salió temprano del trabajo aquella tarde y pasó a ver a su padre en el hospital, donde le anunciaron que al día siguiente sería dado de alta. Tanto él como Julieta estaban encantados.


—Es un motivo de celebración —dijo Julieta—. Pero tengo entendido que hay otro. ¡Sorpresa! —añadió. Y sacó un ramo de flores del cuarto de baño.


Franco empezó a cantar un Cumpleaños feliz desafinado y Paula miró a ambos sorprendida.


—¿Cómo…? ¡Te has acordado! —dijo cuando recuperó la voz.


—Tengo que ponerme al día en muchas cosas, Paula, y no pienso perderme ni uno más de tus cumpleaños —dijo Franco. mirándola fijamente.


Julieta se había quedado callada, y Paula le agradeció mentalmente su tacto y haber organizado aquel bonito detalle.


—¿Me darás una oportunidad? —preguntó su padre.


Paula posó una mano sobre la de él.


—Claro, papá.


Cuando su padre se giró para beber un sorbo de agua, Paula buscó a Julieta con la mirada y articuló con los labios la palabra «gracias».


Al llegar a casa encontró a Pedro vestido con una camisa blanca y unos pantalones negros, y el corazón le dio un vuelco al darse cuenta de que iba a salir. Llevaba a Dante en brazos que, en cuanto la vio, aleteó los brazos alegremente.


—Yo también me alegro de verte —dijo ella, lomándolo y llenándole la cara de besos que hicieron reír al niño—. Vas a ver qué bien lo pasamos esta tarde.


—No hagas promesas que no puedes cumplir —dijo Pedro—. Voy a llevarte a cenar fuera.


Paula alzó la cabeza.


—¡Qué agradable!


¡Agradable! Apenas pudo contener los saltos de alegría. Casi no recordaba la última vez que había salido a cenar. Llevaba años usando el trabajo como excusa para no socializar. La única ocasión que recordaba con verdadero placer había sido con Sonia y sus compañeros del colegio, y lo había pasado tan bien que al día siguiente tenía agujetas de todo lo que se habían reído.


Por primera vez el recuerdo de Sonia no le causó un dolor instantáneo, sino un estado de melancolía y nostalgia. Empezaba a poder recordar los buenos tiempos sin que los ojos se le humedecieran.


—¿Y Dante? —preguntó, volviendo al presente.


—He quedado con Ana para que haga de canguro.


—¿Y su madre?


—He contratado una enfermera para que cuide de ella.


—Ah —Paula se sintió halagada de que se hubiera molestado tanto para salir a cenar con ella—. Se ve que lo has pensado todo.


—Así es —dijo él, dedicándole una sonrisa que la dejó sin aliento—. Déjame a Dante y ve a arreglarte.


              ****************


Bajo la luz de las velas que dotaban al restaurante de un ambiente romántico, Pedro observaba a Paula. Llevaba un vestido amarillo que dejaba a la vista sus hombros y su elegante cuello. La llama dorada se reflejaba en sus ojos, arrancándoles destellos del mismo color. Pedro quería decirle lo hermosa que la encontraba, cuánto significaba para él…


Pero no sabía por dónde empezar.


—He presentado a Virginia mi dimisión.


—¿Por qué? —preguntó él, desconcertado.


—Para pasar más tiempo con Dante y para que no quieras el divorcio.


—¡Pau!


—¿Estás contento? —preguntó ella, inquieta.


Pedro reflexionó sobre lo que sentía. Originalmente, eso era lo que había querido, pero en aquel momento, sabiendo que Paula se libraría pronto de parte de la presión a la que había estado sometida, le parecía injusto que limera que sacrificarse. Ella amaba su trabajo y la independencia que le confería.


—La cuestión no es qué me parece a mí, sino si es lo que tú quieres —buscó las palabras con cuidado—. Si quieres quedarle en casa con Dante, perfecto. Pero si quieres seguir trabajando, hazlo —¿habría dimitido porque pensaba que era lo que él quería? ¿Tanto temor le había infundido?


—A Virginia también le ha sorprendido.


El camarero les llevó la comida y Pedro esperó a que se marchara.


—¿Y qué te ha dicho Vrígida?


—¡No la llames así! —lo riñó Paula—. Ha sido muy comprensiva. Me ha sugerido que reduzca el horario de trabajo.


—¿Y qué te parece esa posibilidad?


Paula hizo una pausa para probar su pescado.


—Podría ser una buena solución. Trabajaría por las mañanas y estaría con Dante por las tardes.


—Suena bien —dijo él, sonriendo—. Por cierto, hoy he tenido una extraña visita de una asociación de fertilización artificial a la que Sonia y Miguel habían dejado un donativo en el testamento. Resulta que es allí donde se conocieron, pero les daba vergüenza contarlo.


—¡Por eso nunca nos lo dijeron! ¡Qué tontería, como si tuvieran algo que ocultar!


—Lo mismo he pensado yo —Pedro acabó su plato—. ¿Qué le parece si pedimos la carta de postres?


—Fantástico —dijo ella.


Pero antes de que Pedro pudiera llamar la atención del camarero, oyó pronunciar su nombre.


Pedro —al levantar la mirada vio que Dana estaba de pie junto a su mesa—. No estaba segura de que fueras tú —miró a Paula—. He oído que te has casado.


—Dana, nuestra mesa está lista —Jeremias llegó tras ella. Ni siquiera miró Pedro—. Nos esperan.


Dana hizo un mohín.


—Enseguida, cariño —se volvió hacia Pedro—. No pensaba que fueras a casarte.


—He conocido a la mujer adecuada.


Dana no pudo disimular su irritación.


—¡Qué romántico, cariño! —dijo. Y se sentó a su lado en el reservado, presionando con su rodilla la de él.




UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 50

 

A la mañana siguiente, Paula entró en el despacho de Virginia Edge y cerró la puerta tras de sí. Había reflexionado mucho y, después del ataque al corazón de su padre y la ternura con la que Pedro la había tratado, había llegado a la conclusión de que se trataba de la mejor opción posible.


Se acercó al escritorio de Virginia como una colegiala yendo a hablar con la directora del colegio. Tomó aire.


—Virginia, he venido a presentarte mi dimisión.


—Toma asiento —Virginia señaló la silla de delante del escritorio con la mano—. Eres muy importante para nosotros. ¿Por qué quieres marcharte?


—Necesito tiempo para organizar mi vida. Tendremos que tomar una decisión sobre qué hacer con mi parte de la sociedad.


Virginia se quitó las gafas y las dejó sobre el escritorio.


—Has estado sometida a una gran presión, y en Archer, Cameron y Edge exigimos mucho de ti.


Paula, aliviada de que Virginia entendiera su situación, asintió.


—Le estoy fallando a Dante.


—¿Y qué papel juega Pedro Alfonso en todo esto? —preguntó Virginia, arqueando las cejas.


Paula no tenía ni idea de cómo contestar esa pregunta. Cerró los ojos.


—Piensa que soy una madre terrible.


Y una esposa peor. Todavía no estaba claro qué pasaría con su matrimonio, y Paula no se sentía particularmente optimista. Pedro la había tratado con mucha delicadeza y no había sacado el tema, pero en algún momento tendrían que hablar de ello.


Paula confiaba en que su dimisión le hiciera reconsiderar su postura, demostrarle que se tomaba su responsabilidad como madre muy en serio.


—Es difícil tener una carrera profesional exigente y ser una madre y esposa perfectas. Las mujeres nos exigimos demasiado.


Paula rió con amargura.


—Se ve que sí. ¡Yo esperaba tanto de mí misma!


—No seas demasiado dura contigo misma, Paula —Virginia se inclinó hacia ella—. Has pasado un periodo muy traumático, has heredado un bebe, has adquirido un marido y además mantienes tu trabajo. Tengo que admitir que te admiro.


Paula la miró perpleja.


—Yo pensaba que te había decepcionado.


—En absoluto —Virginia sonrió—. Ya hace dos años me admiró que fueras a donar óvulos para que tu mejor amiga tuviera un bebé. Pensaste que me molestaría que tuvieras que pedir algunos días libres.


Virginia estaba en lo cierto. Había sido una época agotadora física y emocionalmente, y le había impedido rendir al cien por cien.


—Pero nunca me censuraste —recordó Paula—. Sólo me sugeriste que fuera a un terapeuta para que, cuando naciera el niño, la separación no me resultara traumática.


—Por aquel entonces pensé que no tendrías hijos tuyos. Apenas tenías vida social —dijo Virginia, y miró de reojo una fotografía que había sobre el escritorio antes de volver a mirar a Paula—. Puede que no lo sepas, pero yo estuve prometida.


—No, no lo sabía —Paula nunca se había imaginado a Virginia haciendo otra cosa que trabajar.


—Estábamos haciendo un viaje en moto —continuó explicando Virginia, respondiendo a la curiosidad en la mirada de Paula—. Conducía él, yo iba detrás. Sufrimos un accidente. Un conductor que venía de frente adelantó en línea continua. Dijeron que había sido afortunada: me rompí la espalda. Mi novio murió.


La imagen de una Virginia joven, enamorada, de vacaciones, transformó la visión que Paula siempre había tenido de ella.


—Lo siento mucho.


—Han pasado veinticinco años —Virginia sonrió con melancolía—. Lo he superado, pero supondrás que la vida que tengo no es la que había imaginado. Pensé que a los cincuenta y cinco años sería una mujer felizmente casada, con hijos adultos y una carrera profesional satisfactoria. Creía que podría tenerlo todo.


Paula sintió una gran compasión por ella.


—Gracias por habérmelo contado.


—Quería que supieras que puedo entender en parte cómo te sientes. Has perdido a tu amiga, pero tienes un bebé y un marido. Disfrútalos. Dimite si eso es lo que quieres, pero si tu marido te conoce bien, no querrá que dejes tu trabajo por él ni por el niño. Si te ama, querrá que encuentres un término medio —Virginia sonrió con complicidad—. Pero si es lo que tú quieres, aceptaré tu dimisión.


Paula se sintió como si le hubieran quitado un gran peso de encima.


Empezó a darle las gracias, pero Virginia la interrumpió:

—Date unos días para pensarlo. Siempre puedes reorganizar tus horas. Podrías trabajar sólo por las mañanas. Después de todo, ahora tienes un ayudante.


—Pero en el contrato dice que los socios tienen que trabajar a jornada completa —dijo Paula.


—Paula, la compañía no quiere perderte —Virginia le guiñó un ojo—. Y menos cuando cabe la posibilidad de que consigas la cuenta de Phoenix Corporation. Aunque reduzcas las horas de trabajo, tu bonificación por resultados no se vería afectada.


Paula soltó una carcajada.


—No pensarías que todo esto era por filantropía, ¿verdad? —dijo su jefa.


Pero Paula había visto a otra Virginia y entre ellas se había creado un vínculo que ya nunca se rompería.


Poniéndose en pie tomó el sobre que había dejado sobre la mesa.


—Puede que ésa sea la mejor solución —dijo, esperanzada.


Si convencía a Pedro de que podría dedicarle a Dante el resto de su tiempo, quizá encontraría la fórmula de tenerlo todo.


—Muy bien —dijo Virginia, poniéndose las gafas—. Así podrás superar este periodo y los años venideros —miró a Paula por encima de las gafas—. Porque supongo que tendrás más hijos.


Paula la miró boquiabierta.


—La verdad es que no… no hemos… hablado de ello —balbuceó.


Virginia arqueó las cejas.


—Pues quizá deberíais hacerlo.




sábado, 7 de agosto de 2021

UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 49



Llegaron a casa pasada la medianoche. Al cruzar el umbral de la puerta, Paula rompió por primera vez el silencio que habían mantenido desde que salieron del hospital.


—Tenías razón. Debí haberlo invitado a la boda —dijo con voz mortecina.


—¿Cómo ibas a saber…?


—Me había llamado para verme, pero yo le dije que no le creía capaz de mantener una relación —Paula miró a Pedro—. Temía confiar en él y que me dejara, como había hecho siempre.


—Y también piensas que va a fallarle a Julieta, ¿verdad?


—Espero que no, pero no me extrañaría. Aunque puede ser que mi madre no fuera lo bastante fuerte. Por eso siempre he pensado que el amor no era más que dolor y tristeza.


—No infravalores a Julieta. Bajo esa apariencia risueña hay una mujer con carácter.


—Más le vale estar hecha de acero para poder aguantar a mi padre — lo dijo sin amargura, como si se limitara a describir una realidad.


—Franco fue un mal padre —afirmó más que preguntó Pedro.


—Sí. Entre mi madre y él consiguieron que me jurara no depender nunca de nadie ni sentimental ni económicamente.


¿Era ése el origen de su obsesión por conseguir el éxito profesional para así ser independiente? Poder cuidar de sí misma significaba no tener que depender de un padre… ni de un marido. De pronto, las piezas encajaron.


Quizá por eso Dante representara para ella la oportunidad de revivir el pasado transformando la amargura en felicidad. Pedro se dio cuenta de que a pesar de haberse jurado no casarse por culpa de sus padres, se había casado con él. un hombre al que despreciaba, con tal de proporcionar seguridad a Dante.


Tenía una mujer fuerte, desde luego que sí.


—Tu padre se repondrá —dijo, abriendo los brazos—. Deja que te abrace.


—No sé si nuestra relación puede mejorar —dijo ella, aceptando el abrazo sin titubear—, pero pienso darle una oportunidad.


Pedro la estrechó con fuerza y al poco tiempo se dio cuenta de que, aunque había pretendido ser él quien le diera consuelo, Paula estaba llenando un vacío en su vida de cura existencia ni siquiera había sido consciente hasta aquel momento.


Respiró profundamente y aspiró su dulce aroma. Paula había entrado en su vida, se había hecho un lugar en su corazón, formaba parte de él y ya no podría dejarla marchar.



 

UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 48

 


Detuvo el coche en el aparcamiento del hospital, abrió la puerta de Paula y la condujo hasta el ascensor del brazo.


Franco Chaves estaba siendo sometido a una angioplastia coronaria en el quirófano, tal y como les dijo una eficiente enfermera que les rogó que esperaran en la sala de espera.


Al cruzar la puerta, una mujer de cara redonda y arrugas que delataban una naturaleza risueña fue hacia ellos con paso vacilante y una tímida sonrisa.


—¿Paula?


Paula se dirigió a ella.


—¿Julieta? —al ver que la mujer asentía, añadió—: Gracias por haberme llamado.


—Te he llamado primero a tu casa, pero ha salido un mensaje diciendo que estaba desconectado —miró con curiosidad a Pedro.


Pedro Alfonso —lo presentó Paula. Y tras una breve pausa, añadió —: Mi marido.


—Franco no me había dicho que… —Julieta dejó la Frase en el aire.


—Mi padre no lo sabe —dijo Paula con brusquedad—. ¿Tienes idea de cuándo podremos verlo?


—Las enfermeras han dicho que tardarán —tras una incómoda pausa, Julieta dijo—: Franco lleva varias semanas hablando mucho de ti.


Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas y, al notar la incomodidad de Paula, Pedro dedujo que no sabía qué papel jugaba Julieta en la vida de su padre. Dio un paso adelante.


—Hay una máquina de café. ¿Queréis algo?


Ambas mujeres se volvieron hacia él con idéntica expresión de alivio.


Bendito café. Podía resolver cualquier problema.


Se acercaron a la máquina.


—¡Qué bien, hay chocolate caliente! —comentó Julieta, frotándose los brazos con nerviosismo—. No creo que deba tomar más cafeína.


Pedro rectificó: el café resolvía casi todos los problemas. Por el bien de Paula, rezó para que su padre se recuperara de la operación sin mayores contratiempos.


Tres horas más larde les dejaron pasar a verlo. Aunque la operación había sido un éxito, a Paula le sacudió ver cuánto había envejecido su padre desde la última vez que lo había visto.


—¡Paula! —dijo él en un susurro, con los ojos iluminados por la emoción.


—Sí —dijo ella—. Julieta me ha llamado.


—Ah, Julieta, mi ángel de la guardia.


—¿Cómo la conociste?


—Empecé a ir a la iglesia —explicó él—. Ella Fue de las primeras en darme la bienvenida —debió de ver la sorpresa reflejada en el rostro de Paula, porque añadió—: Te cuesta creerlo, ¿eh?


Tenía la tez, amarillenta. Parecía viejo y cansado. Un hombre destrozado, muy distinto al arrogante y guapo irresponsable que había destrozado la vida de su mujer y de su hija. Paula sintió una punzada de lástima por él.


Hubiera hecho lo que hubiera hecho en el pasado y por muy mal padre que fuera, no se merecía aquel sufrimiento.


Franco posó su mano sobre la de ella y la apretó, comunicándole sin palabras su miedo y su desesperación.


—Franco, éste es Pedro Alfonso, el marido de Paula —dijo Julieta, desde el pie de la cama.


Franco alzó la cabeza con dificultad.


—¿Te has casado?


Y no se lo había dicho. Paula asintió. Pedro tenía razón, debió haberlo llamado.


—¿Recuerdas a mi amiga Sonia?


—Claro. Aunque te cueste creerlo, pasaba algunas temporadas en casa —dijo él con tristeza.


—Sonia murió en un accidente de coche junto con su marido —¿Cómo explicar tanto dolor?—. Tenían un niño…


—Pobrecillo —dijo Julieta.


—Se llama Dante. Pedro y yo compartimos su custodia…


—Y os habéis enamorado —concluyó Julieta con expresión ensoñadora.


Y Paula no se sintió capaz de desilusionarla.


Julieta tomó la mano de Franco.


—Tu padre lleva tiempo queriendo hablar contigo. Tiene que preguntarte una cosa —una sonrisa que Paula encontró contagiosa iluminó su rostro. Era una mujer muy agradable.


—Julieta quiere que nos casemos —los ojos de su padre la miraron con expectante ansiedad.


¿Qué esperaba? ¿Qué le diera su aprobación? Paula lo miró desconcertada. Jamás había sentido que a su padre le importara lo que pudiera pensar. Y por primera vez, algo en su interior se ablandó.


—¡Eso es maravilloso! —dijo—. ¿Cuándo celebraréis la boda?


Las arrugas en torno a los ojos de Franco se suavizaron parcialmente.


—Primero tengo que declararme. Puede que no me acepte.


—Con lo que me ha costado conseguir llegar a este punto, no tengo la menor intención de echarme atrás —dijo Julieta, con una emoción en la mirada que contrastaba con su tono de broma—. Eres tan testarudo que has tenido que esperar a estar cerca de la muerte para entrar en razón.


Será mejor que te des prisa y te declares.


—¿Tienes miedo de que estire la pata?


—No bromees con la muerte —Julieta se estremeció y se inclinó para besarle la frente—. No tiene ninguna gracia.


—Te mereces a alguien mucho mejor que yo, querida —susurró Franco.


Y a Paula se le humedecieron los ojos.


—No te infravalores, cariño —dijo Julieta—. Y ahora date prisa antes de que la enfermera venga a echarnos. Quiero tener testigos para que no te arrepientas.


Paula y Pedro cruzaron una mirada risueña.


—Julieta, querida, he perdido mucho tiempo porque temía desilusionarte. Sé que no soy un Romeo, pero si te casaras conmigo, darías sentido a mi vida.


Una extraña emoción atravesó a Paula. Era indudable que Julieta amaba a su padre. La forma en que lo miraba no dejaba lugar a dudas.


Pero Paula no podía evitar compadecerla ante la certeza de que su padre acabaña rompiéndole el corazón. El mismo le había dicho que la desilusionaría.


Y sin embargo, Julieta dijo sin titubear:

—Claro que me quiero casar contigo, Franco. Si quieres, mañana mismo. No tenías más que pedírmelo.