Paula salió temprano del trabajo aquella tarde y pasó a ver a su padre en el hospital, donde le anunciaron que al día siguiente sería dado de alta. Tanto él como Julieta estaban encantados.
—Es un motivo de celebración —dijo Julieta—. Pero tengo entendido que hay otro. ¡Sorpresa! —añadió. Y sacó un ramo de flores del cuarto de baño.
Franco empezó a cantar un Cumpleaños feliz desafinado y Paula miró a ambos sorprendida.
—¿Cómo…? ¡Te has acordado! —dijo cuando recuperó la voz.
—Tengo que ponerme al día en muchas cosas, Paula, y no pienso perderme ni uno más de tus cumpleaños —dijo Franco. mirándola fijamente.
Julieta se había quedado callada, y Paula le agradeció mentalmente su tacto y haber organizado aquel bonito detalle.
—¿Me darás una oportunidad? —preguntó su padre.
Paula posó una mano sobre la de él.
—Claro, papá.
Cuando su padre se giró para beber un sorbo de agua, Paula buscó a Julieta con la mirada y articuló con los labios la palabra «gracias».
Al llegar a casa encontró a Pedro vestido con una camisa blanca y unos pantalones negros, y el corazón le dio un vuelco al darse cuenta de que iba a salir. Llevaba a Dante en brazos que, en cuanto la vio, aleteó los brazos alegremente.
—Yo también me alegro de verte —dijo ella, lomándolo y llenándole la cara de besos que hicieron reír al niño—. Vas a ver qué bien lo pasamos esta tarde.
—No hagas promesas que no puedes cumplir —dijo Pedro—. Voy a llevarte a cenar fuera.
Paula alzó la cabeza.
—¡Qué agradable!
¡Agradable! Apenas pudo contener los saltos de alegría. Casi no recordaba la última vez que había salido a cenar. Llevaba años usando el trabajo como excusa para no socializar. La única ocasión que recordaba con verdadero placer había sido con Sonia y sus compañeros del colegio, y lo había pasado tan bien que al día siguiente tenía agujetas de todo lo que se habían reído.
Por primera vez el recuerdo de Sonia no le causó un dolor instantáneo, sino un estado de melancolía y nostalgia. Empezaba a poder recordar los buenos tiempos sin que los ojos se le humedecieran.
—¿Y Dante? —preguntó, volviendo al presente.
—He quedado con Ana para que haga de canguro.
—¿Y su madre?
—He contratado una enfermera para que cuide de ella.
—Ah —Paula se sintió halagada de que se hubiera molestado tanto para salir a cenar con ella—. Se ve que lo has pensado todo.
—Así es —dijo él, dedicándole una sonrisa que la dejó sin aliento—. Déjame a Dante y ve a arreglarte.
****************
Bajo la luz de las velas que dotaban al restaurante de un ambiente romántico, Pedro observaba a Paula. Llevaba un vestido amarillo que dejaba a la vista sus hombros y su elegante cuello. La llama dorada se reflejaba en sus ojos, arrancándoles destellos del mismo color. Pedro quería decirle lo hermosa que la encontraba, cuánto significaba para él…
Pero no sabía por dónde empezar.
—He presentado a Virginia mi dimisión.
—¿Por qué? —preguntó él, desconcertado.
—Para pasar más tiempo con Dante y para que no quieras el divorcio.
—¡Pau!
—¿Estás contento? —preguntó ella, inquieta.
Pedro reflexionó sobre lo que sentía. Originalmente, eso era lo que había querido, pero en aquel momento, sabiendo que Paula se libraría pronto de parte de la presión a la que había estado sometida, le parecía injusto que limera que sacrificarse. Ella amaba su trabajo y la independencia que le confería.
—La cuestión no es qué me parece a mí, sino si es lo que tú quieres —buscó las palabras con cuidado—. Si quieres quedarle en casa con Dante, perfecto. Pero si quieres seguir trabajando, hazlo —¿habría dimitido porque pensaba que era lo que él quería? ¿Tanto temor le había infundido?
—A Virginia también le ha sorprendido.
El camarero les llevó la comida y Pedro esperó a que se marchara.
—¿Y qué te ha dicho Vrígida?
—¡No la llames así! —lo riñó Paula—. Ha sido muy comprensiva. Me ha sugerido que reduzca el horario de trabajo.
—¿Y qué te parece esa posibilidad?
Paula hizo una pausa para probar su pescado.
—Podría ser una buena solución. Trabajaría por las mañanas y estaría con Dante por las tardes.
—Suena bien —dijo él, sonriendo—. Por cierto, hoy he tenido una extraña visita de una asociación de fertilización artificial a la que Sonia y Miguel habían dejado un donativo en el testamento. Resulta que es allí donde se conocieron, pero les daba vergüenza contarlo.
—¡Por eso nunca nos lo dijeron! ¡Qué tontería, como si tuvieran algo que ocultar!
—Lo mismo he pensado yo —Pedro acabó su plato—. ¿Qué le parece si pedimos la carta de postres?
—Fantástico —dijo ella.
Pero antes de que Pedro pudiera llamar la atención del camarero, oyó pronunciar su nombre.
—Pedro —al levantar la mirada vio que Dana estaba de pie junto a su mesa—. No estaba segura de que fueras tú —miró a Paula—. He oído que te has casado.
—Dana, nuestra mesa está lista —Jeremias llegó tras ella. Ni siquiera miró a Pedro—. Nos esperan.
Dana hizo un mohín.
—Enseguida, cariño —se volvió hacia Pedro—. No pensaba que fueras a casarte.
—He conocido a la mujer adecuada.
Dana no pudo disimular su irritación.
—¡Qué romántico, cariño! —dijo. Y se sentó a su lado en el reservado, presionando con su rodilla la de él.
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