El domingo por la noche, Paula se dispuso a dar el biberón de la noche a Dante mientras Pedro, sentado ante ella, elegía un cuento para leerle.
El día anterior Paula había descubierto una faceta divertida de su personalidad que le había ido asombrando, pero desde el momento que volvieron a casa y durante todo el domingo, Pedro había actuado como si quisiera evitarla.
Pedro alzó uno de los libros para mostrárselo a Dante, que succionaba con fruición.
—¿Qué tal éste? —preguntó. Y comenzó a leer. Para cuando lo acabó, Dante cerraba pesadamente los párpados. Pedro dejó el libro a un lado y se desperezó—. He estado pensando… —empezó, antes de ponerse en pie.
—¿En qué? —preguntó Paula al instante. Pedro tenía un aire distante que le desconcertaba.
Él pareció vacilar. Tras una tensa pausa, las palabras salieron de su boca como un torrente:
—Creo que deberíamos casarnos.
—¿Qué? —Dante se removió y Paula lo acunó para evitar que se despertara—. ¿De dónde ha salido esa idea? —preguntó en un precipitado susurro.
—Sería lo mejor para Dante—dijo él en voz baja—. Así nos evitaríamos tener que dar explicaciones permanentemente.
Paula no comprendía por qué no había contestado al instante que no cuando sus peleas habían sido constantes y durante los dos años anteriores había evitado por todos los medios coincidir con él. La única razón lógica era Dante.
Echó la cabeza hacia atrás y observó a Pedro. Era alto, fuerte. En su vientre se despertó un calor y una tensión que se obligó a ignorar. Dante era lo único por lo que se plantearía casarse con él.
Bajó la mirada hacia el niño de expresión dulce y relajada, ajeno al torbellino interior que ella experimentaba. Si Pedro y ella se casaban, Dante volvería a tener una familia. ¿Cómo iba a negarle esa oportunidad?
Sin embargo, no era capaz de mentirse a sí misma. Otro motivo para aceptar la oferta era asegurarse un hueco en la vida de Dante. Si accedía, podría relajarse, dejar de temer que Pedro buscara maneras de quedarse él solo con la custodia.
En ese momento, Pedro pareció leer sus pensamientos al decir:
—Casándonos, proporcionaríamos a Dante un hogar estable.
Paula se estremeció. ¿Hasta dónde pensaría llevar Pedro la idea de matrimonio? ¿Querría, tal y como había insinuado la mujer del zoo, dar hermanos a Dante? Por su parle, ella sabía que no tenía más que tocarla para hacerle arder en deseo.
Alzó la mirada hacia Pedro. Él levantó una mano para que le dejara continuar:
—Si aceptas, quiero que sepas que mi compromiso sería total. No es una propuesta con la idea de pedir el divorcio en un par de años.
Paula intentó escudriñar su rostro, pero la penumbra se lo impidió.
Para recuperar el sosiego, dejó a Dante en la cuna, encendió una tenue luz y se volvió hacia el hombre que acababa de poner su mundo patas arriba.
—¿Y si te enamoras? —preguntó.
Tampoco estaba convencida de que se le diera bien el matrimonio a ella. Sus padres no habían sido un buen modelo.
—No estoy buscando el amor —dijo él, sonriendo sin convicción—. Dana mató en mí cualquier deseo de tener un matrimonio verdadero.
Paula sintió una profunda tristeza al pensar que ninguna mujer arrebataría aquel corazón de acero que Pedro ocultaba tras una barrera impenetrable.
Sacudió la cabeza, abatida.
—No puedo casarme contigo.
Pedro se quedó paralizado.
—¿No crees que sería lo mejor para Dante?
Paula no se sentía capaz de hablarle del fracaso de sus padres y de su temor a ser una mala madre.
—Eso no puedo negarlo.
—Entonces, ¿por qué no casarnos?
Paula vaciló. Pensó en su padre ausente, en su desdichada madre.
—El matrimonio va más allá que el bien de Dante.
—¿Te refieres al sexo? —preguntó Pedro con ojos brillantes. Al ver que Paula se tensaba, añadió—: ¿Quieres decir que no quieres tener sexo conmigo?
Paula no sabía cómo contestar. No podía apartar la mirada de él, de sus labios, de su mentón.
—No, no podría…
Pedro sonrió con amargura.
—¿Puedo saber por qué?
Paula se removió como si intentaran aprisionarla.
—Porque no pienso hacer el amor con el hombre más arrogante y engreído que conozco.
—A eso se le llama ponerme en mi sitio —dijo él con una carcajada.
—Y porque no me caes bien —dijo ella, con un súbito enfado—. Ni yo a ti.
—Caerse o no bien no tiene nada que ver con el sexo, Paula —dijo él, en un tono que daba a entender que sonaba extremadamente puritana.
Paula se obligó a fingir una calma que estaba lejos de sentir.
—Yo necesito que un hombre me agrade para hacer el amor con él.
—¡Qué inocente! Deduzco que no hay muchos hombres que te hayan caído bien.
La indirecta fue irritante, pero Paula no se quiso rebajar a responder.
—He hecho el amor lo bastante como para saber que no me gustan los encuentros de una noche.
Incluso había salido con un hombre dos años hasta que él le había pedido en matrimonio. Paula lo había rechazado, segura de que sería un fracaso. Él insistía en que se relajara y se tomara la vida con más calma porque no comprendía las poderosas razones que la arrastraban a intentar conquistar sus ambiciosos sueños.
Al menos, en eso Pedro y ella se parecían. También él había luchado por conseguir lo que tenía.
—Te aseguro que lo nuestro no tendría nada que ver con un encuentro de una noche —dijo él con ojos chispeantes.
Paula sintió un escalofrío.
—Haces que suene a amenaza.
Pedro se acercó a ella.
—Sabes que entre nosotros saltan chispas —escudriñó el rostro de Paula como si buscara respuestas—. Lo nuestro sería como una explosión.
Resultaba tan tentador…
—Vamos, Paula, di que sí.