Pedro llevaba esperando toda la semana a que Paula llamara y le suplicara que se ocupara de Dante, pero finalmente tuvo que admitir que había sido derrotado. Lo más irritante era que ni siquiera hubiera contestado a su mensaje.
No comprendía cómo había podido ceder ante la expresión de tristeza que había visto en el rostro de Paula, y renunciar, aunque sólo fuera temporalmente, a la persona más importante de su vida.
Habían pasado cinco días desde el funeral y ya no aguantaba más.
Sentía una necesidad instintiva y primaria de ver a Dante y de asegurarse que estaba bien.
Pero a medida que su Maserati devoraba los kilómetros tuvo que admitir que, además de a Dante, y aunque no se lo explicaba, había echado de menos a Paula.
Quizá, razonaba, se debiera a que ambos habían sufrido la pérdida de alguien a quien amaban. Pero eso no justificaba que no pudiera dejar de pensar en sus labios o que por las noches despertara pensando en su delgada figura inclinándose sobre Dante.
Hasta le había preocupado imaginar cómo le habría ido al anunciar a Virginia que faltaría al trabajo, y había estado a punto de llamarla para ofrecerle su ayuda.
Pero había conseguido dominarse. Hasta aquel instante.
La puerta se abrió bruscamente justo cuando iba a llamar.
—¡Me has sobresaltado! —protestó Paula.
Lo primero que Pedro pensó era que debía de haber estado ciego el día que encontró a Paula poco atractiva cuando saltaba a la vista que poseía una belleza clásica de facciones perfectas y unos labios que estaba hechos para ser besados.
En segundo lugar se dio cuenta de que estaba angustiada. Bajó la mirada hacia el niño.
—¿Vas a salir?
—Dante no se encuentra bien. Voy a llevarlo al centro de salud.
—Vayamos en mi coche —dijo Pedro sin hacer preguntas. Al ver que Paula iba a protestar, añadió—: Así, mientras yo conduzco, tú puedes cuidar de él.
Paula asintió.
En cuanto los acomodó en el asiento trasero, Pedro hizo una llamada y se puso al volante.
—Este no es el centro que te he dicho —dijo Paula, irritada, un cuarto de hora más tarde.
Pedro sintió la mirada de Paula clavada en su nuca como un dardo, pero no apartó la mirada de la carretera.
—He llamado a un amigo pediatra, Mauro. Conoce la situación.
Mauro conocía a Miguel y sabía la verdad sobre la paternidad de Dante.
—¿Mauro? —dijo ella con suspicacia—. ¿De qué lo conoces?
—Se trata de Mauro Drysdale. Juega a squash en el mismo club que Miguel y yo —Pedro sintió el dolor atravesarlo al pensar en su amigo—, y es uno de los mejores pediatras de la ciudad. Además de un hombre encantador al que adoran las mujeres.
Mauro Drysdale tenía ojos chispeantes y la habilidad de conseguir que los pacientes se relajaran. A Victoria le gustó al instante.
—Dime qué has notado, Paula —dijo él cuando Paula sacó a Dante de la silla y lo sentó en su regazo.
Ella se revolvió en el asiento, incómoda con la presencia de Pedro, que no apartaba la mirada de ella.
—Lleva bastante quejoso desde hace un par de días.
—No me lo habías dicho —intervino Pedro, frunciendo el ceño.
—Pensaba que echaba de menos a sus padres —dijo ella a la defensiva.
—Y probablemente sea verdad —dijo Mauro—. ¿Sólo ha estado alterado un par de días?
Paula recordó que durante el fin de semana sólo se calmaba si lo tenía en brazos.
—Quizá un poco más, desde el viernes.
—¿Has notado algo más? —preguntó Mauro tras apuntar algo.
—Laura me ha llamado al trabajo por la tarde diciendo que tenía fiebre y…
—¿Quién es Laura? —preguntó Pedro, acercándose.
Paula se encogió en el asiento.
—Una de las puericultoras de la guardería.
—¿Qué hacía Dante en una guardería? —preguntó Pedro, indignado —. No habíamos mencionado esa posibilidad en ningún momento.
Mauro alzó una mano.
—Pedro, eso puede esperar. Primero tenemos que diagnosticar al niño —cruzó la consulta hasta una camilla y, sonriendo amablemente a Paula, dijo—: ¿Puedes traerlo?
Paula acostó al niño. Los temores que siempre la habían asediado sobre ser una mala madre pesaban sobre sus hombros como una losa.
—Estoy haciéndolo fatal, ¿verdad?
—Claro que no. Las madres primerizas suelen asustarse en exceso cuando su niño enferma —mientras examinaba a Dante hizo algunas preguntas más. Finalmente, preguntó—: ¿Has tenido varicela, Paula?
—¿Paula? ¿Es eso lo que tiene?
—Eso parece. Tiene todos los síntomas: fiebre, no querer beber y… ¿ves? —Mauro señaló un pequeño granito en el pecho de Dante—, y aquí —indicó otro con una costra.
—Lo había visto —dijo ella—, pero creí que era una picadura. ¿No suelen ser muchos y como ampollas pequeñas?
—La cantidad varía. Y el del pecho pronto pasará a ser acuoso antes de formar una costra —explicó Mauro.
Paula lo miró con una profunda sensación de alivio.
—Entonces, no es grave, ¿verdad?
—Beber agua en abundancia, baños frescos y una loción de calamina es todo lo que necesita. A ti te voy a recetar un leve sedante para que descanses, y no debes ir a trabajar. ¿Tienes alguien que te ayude con el niño?
Paula dejó escapar un quejido.
—No puedo faltar al trabajo.
—Te daré la baja.
¿Qué dirían Virginia y el resto de los socios?
—No puedo, ya me he tomado demasiados días.
—Si este pequeño le ha tenido despierta la cantidad de horas que imagino, tu cuerpo necesita descansar —Mauro le dio una tarjeta de visita —. Aquí tienes el número de un servicio de enfermería por si lo necesitas durante esta semana. La que viene, Dante podrá volver a la guardería.
—Ahí debe de ser donde se ha contagiado —dijo Pedro, malhumorado.
Paula se sintió culpable.
—Puede haberse infectado en cualquier sitio —Mauro se encogió de hombros—. El periodo de incubación es de diez a veinte días, así que parece poco probable que haya sido en la guardería.
Paula habría querido besarlo. Ella no tenía la culpa. Pero la alegría se le pasó en cuanto oyó que Mauro preguntaba a Pedro:
—¿Has tenido varicela? —al asentir Pedro, añadió—: Muy bien, así podrás ayudar a Paula.
—No te preocupes. Yo me ocuparé de ella —dijo él, mirándola con ira.
Paula pensó, aterrada, que le quitaría al niño.