—¿Qué te gustaría hacer el último día? —preguntó Pedro.
Paula, con una taza de café en la mano y las piernas estiradas, miraba fijamente hacia el jardín.
—Había pensado nadar un rato en la piscina y luego hacer la maleta.
Brillaba bajo el sol, una chica dorada en todos los aspectos, pensó él.
Todo el mundo en la isla la adoraba. Era divertida y simpática con todos.
Evidentemente, había olvidado la discusión sobre su padre y el comentario de la estúpida Sofia Harding. Claro que él siempre había sabido que sería así después de una semana en su cama, pensó, satisfecho consigo mismo.
En realidad, no había pasado una semana mejor en toda su vida. Ella era la pareja perfecta, en la cama y fuera de la cama. Y más de lo que podría haber deseado. Llevaba un bikini de color carne con un fino pareo encima, atado con un nudo sobre sus pechos, y sintió que su cuerpo despertaba aunque no había pasado mucho tiempo desde que hicieron el amor en la ducha.
Para ser una chica tan inocente tenía un sorprendente buen gusto en cuanto a ropa interior. Claro que ella era de naturaleza sensual y, mientras fuera sólo para sus ojos, no era un problema.
—Entonces será mejor que reserve un vuelo a Londres.
Perdido en la contemplación de su cuerpo, y en lo que quería hacer con él, Pedro casi se perdió el resto de la respuesta.
—No hace falta. El helicóptero vendrá a buscarnos mañana para llevarnos a Atenas, donde nos espera mi jet.
—Pero pensé que tenías que ir a Nueva York…
—Así es.
—Yo tengo que estar en Londres el martes. Tengo que estudiar unos documentos muy frágiles que no pueden sacarse del museo.
La expresión de Pedro se oscureció. Sí, le había dicho que la apoyaría en su carrera, pero eso había sido antes. ¿Antes de qué?, se preguntó. Antes de haber desarrollado un ansia insaciable por ella…
Quizá lo mejor era que fuese a Nueva York solo. Tendría reuniones todo el día y Paula sería una distracción. No, pensó luego. Él tenía las noches libres y Paula podía divertirse sola. Nunca había conocido a una mujer a la que no le gustase ir de compras por Nueva York.
—Pero nunca has estado en mi ático de Londres. Tengo que acompañarte para hablar con los de seguridad, presentarte a los empleados… sería mucho más conveniente que dejaras lo del museo para más tarde, cuando pudiéramos ir a Londres juntos. Te gustará Nueva York y, mientras yo trabajo, tú puedes ir de compras.
¿Conveniente para quién?, se preguntó ella, irónica.
Pedro le había contado más cosas sobre su pasado, siempre sorprendentes. Y, aunque no lo parecía, estaba segura de que todo eso tenía que haberle afectado de alguna forma. Era medio griego y, sin embargo, parecía más peruano que otra cosa. Admitía que el trabajo era toda su vida,pero su único interés verdadero era criar caballos en su finca de Perú.
Habían nadado desnudos en el mar, habían hecho el amor cada vez que lo deseaban, que era casi constantemente… pero todo aquello tenía que terminar porque, en sus pocos momentos de soledad, e incluso haciendo un esfuerzo por entender su comportamiento, seguía sin perdonar u olvidar la razón por la que se había casado con ella.
—No me gusta demasiado ir de compras y puedo alojarme en mi casa.
Paula vio que se ponía tenso. No, no le gustaba eso. En su masculina presunción, creía saberlo todo sobre ella, pero sólo conocía su nombre. Y su cuerpo.
—No tienes que preocuparte —siguió—. No le contaré a Tomas y Marina la razón por la que te casaste conmigo. No tiene sentido darles un disgusto repitiendo las mentiras que dijiste sobre mi padre —Paula se levantó—. Voy a reservar un vuelo antes de irme a la piscina.
—No —Pedro se levantó también para sujetarla del brazo—. No te mentí sobre tu padre y tengo una carta que lo demuestra.
—Lo creeré cuando lo vea.
—La verás, te lo aseguro.
—Si tú lo dices… —Paula se encogió de hombros—. Claro que tu hermana podría haber mentido, ¿no se te ha ocurrido pensar eso? —Estaba siendo deliberadamente insultante y le dolía serlo, pero tenía que escapar de alguna forma—. Después de todo, no era precisamente la madre Teresa de Calcuta…
Pedro tiró de su mano para atraerla hacia sí y aplastó sus labios en un beso salvaje, más un castigo que una caricia.
—¿Se puede saber qué demonios te pasa? —le preguntó después—. Pensé que…
—¿Qué creías, que tu habilidad en la cama me haría olvidar por qué te has casado conmigo? Pues lo siento, pero no lo olvidaré nunca. Necesito estar en Londres el martes para seguir con mi carrera como habíamos acordado, eso es todo lo que tienes que saber.
Pedro la soltó y dio un paso atrás, mirándola con expresión helada.
—Muy bien, pero tendremos que comparar agendas. No tengo intención de estar solo mucho tiempo —dijo luego, alargando una mano para apartar el pelo de su cara—. En cuanto a reservar vuelo, olvídalo. Ve a nadar, una de las criadas hará tu maleta. Nos iremos después de comer.
Te acompañaré a Londres y viajaré a Nueva York mañana por la mañana.
Que hubiese cambiado de opinión era extraño en él, pero su expresión era indescifrable, distante.
—¿Lo dices en serio?
—Por supuesto. Evidentemente, la luna de miel ha terminado y no tiene sentido pasar otra noche aquí. Nos vemos luego, Paula. Ahora tengo que hablar con el piloto.
Y, después de decir eso, se alejó.