Se sentó en el sofá, tumbando a Maite a su lado. La niña la miraba con sus ojitos brillantes, contenta de poder mover las piernecitas. Pero fue entonces cuando vio que tenía el pañal manchado.
–Ay, porras –murmuró, sacudiendo la cabeza al recordar que había dejado la bolsa de los pañales en el taxi. Ella era una persona inteligente, pero nunca hubiera podido imaginar lo difícil que era cuidar de un bebé.
La maternidad estaba dándole un revolcón.
–Ten paciencia conmigo, cariño. Sigo aprendiendo.
Pedro entró en el salón en ese momento y a Paula se le aceleró el corazón. Casi había olvidado lo guapo que era. Casi había olvidado su cruda sensualidad. Eso y un encanto innato que hacía a la gente volver la cabeza. Al principio de su relación había luchado para no enamorarse, aunque no había rechazado ser su representante. Un contrato con una superestrella de la música, incluso en los años finales de su carrera, era muy importante y ella nunca mezclaba los negocios con el placer.
Pero Pedro tenía otras ideas y, una vez que dejó de resistirse a lo irresistible, se había enamorado como nunca.
–Eres la mujer perfecta para mí –le había dicho él. Y Paula lo había creído durante un tiempo.
Pedro se detuvo frente a ella, con la bolsa de los pañales en la mano.
–¿Esto es lo que necesitas?
Paula miró los vaqueros, que se le ajustaban a los muslos, la hebilla plateada del cinturón con la famosa A del rancho y el triángulo de vello oscuro que asomaba por el cuello de la camisa de cuadros. Antes le encantaba besarlo ahí…
Cuando levantó la mirada se encontró con unos ojos castaños que parecían ver dentro de su alma. Una vez había sido capaz de derretirle el corazón con esa mirada y se preguntó si estaría derritiendo el de Susy Johnson.
–Sí, gracias.
Pedro dejó la bolsa sobre la alfombra y se sentó frente a ella en un sillón.
–¿Vas a contármelo? –le preguntó.
Paula no sabía cómo empezar; en parte porque ni ella misma lo creía, en parte porque sabía cuánto deseaba Pedro tener hijos. Que ella supiera, nadie había sido capaz de negarle nada a Pedro Alfonso, que se había convertido en una estrella de la música siendo muy joven y se había retirado con treinta y cinco años para dirigir el imperio Alfonso. Era un hombre sano, guapo, rico y admirado, un hombre acostumbrado a hacer las cosas a su manera. Todo en la vida le había resultado fácil, al contrario que a ella.
Paula había trabajado mucho para hacerse un nombre en la profesión y cuando Pedro se mudó al rancho, ella mantuvo su negocio en Nashville, dividiendo su tiempo entre un sitio y otro. Entonces él parecía aceptar la situación. Sabía que tener un hijo hubiera significado que Paula renunciase a sus sueños.
De niña, sus padres habían estado tan ocupados cuidando de su hermano Sergio, enfermo de cáncer, que ella había pasado a un segundo lugar. Cada momento, cada segundo de energía estaban dedicados a atender a su hermano.
Paula había aprendido pronto a defenderse por sí misma y a ser independiente, aferrándose a las cosas que la hacían fuerte: su carrera universitaria y más tarde su negocio.
La idea de dejarlo todo para formar una familia era algo inconcebible para ella.
–¿Recuerdas que te hablé de Karina, mi amiga del colegio que vivía en Europa? –le preguntó.
Pedro asintió con la cabeza.
–Sí, lo recuerdo.
–Su marido murió hace un año. Karina volvió a Nashville destrozada y poco después descubrió que estaba embarazada.
Paula miró a Maite, que había girado la cabeza para observar a Pedro con curiosidad. La niña tenía buen instinto, pensó, intentando contener las lágrimas mientras le contaba la historia.
–Karina se había quedado sola, de modo que yo estuve a su lado cuando Maite nació. Fue algo tan…
No pudo terminar la frase. Pero ver nacer a Maite, tan arrugada y pequeñita, y oírla llorar por primera vez, había sido una experiencia absolutamente increíble para Paula. Nunca había esperado sentir algo así.
–Karina tuvo complicaciones en el parto y estuvo muy delicada durante varios meses, pero el mes pasado sufrió una infección contra la que no pudo luchar.
Paula cerró los ojos, intentando contener el dolor.
–Lo siento mucho –murmuró Pedro.
–Me hizo prometer que cuidaría de su hija si algo le ocurría a ella y eso es lo que estoy haciendo.
Jamás había pensado que tendría que cumplir esa promesa. Jamás pensó que Karina pudiese morir, pero había sido así y ahora su hija dependía de ella.
–Soy la tutora legal de Maite –le explicó– y pienso adoptarla en cuanto sea posible.
Pedro miró a la niña de nuevo.
–¿No tiene familia?
–La madre de Karina está en una residencia y los padres de su marido murieron hace años, de modo que yo soy su única familia –respondió Paula, mientras sacaba un pañal de la bolsa e intentaba ponérselo, tarea nada fácil para ella. –Estoy haciendo lo que puedo, pero todo esto es nuevo para mí… Maite tuvo fiebre la semana pasada y no podía viajar con ella enferma, por eso no he podido venir antes.