viernes, 28 de mayo de 2021

EL TRATO: CAPÍTULO 46

 


Todas las preguntas y pensamientos racionales se evaporaron de la mente de Pedro. Cuando la tomó en brazos y la llevó al dormitorio el ruido que hacía era casi violento. Su mirada era el espejo de la pasión que se avecinaba. La dejó suavemente sobre la cama y se sentó, saboreando el momento. Ella se quedó quieta, devolviéndole la mirada, como si esperara que fuera él el que hiciera el primer movimiento.


Pedro nunca había estado tan excitado. Todo lo de antes era algo pálido en comparación. Sus sueños de ese día estaban a punto de verse cumplidos y trató de evitar darse prisa. Quería tomarse su tiempo con ella. Hacer el amor pausadamente. Quena crear un recuerdo.


A pesar de lo mucho que le había gustado su camisón, tenía que desaparecer. Rápidamente la ayudó a quitárselo y rápidamente le siguió también su albornoz. Se tumbó a su lado en la cama, apoyándose sobre un codo y recreándose con los contornos de su cuerpo. Se maravilló ante la cremosidad de su piel. La luna enviaba un halo de luz hasta la cama. No tenía por qué hacerlo; sus cuerpos ya estaban hablando por ellos.


Paula estaba muy sensible a su contacto. Le tocó para notar la piel de sus brazos y hombros. Se exploraron el uno al otro en la oscuridad, hasta que todo fue a la vez demasiado y demasiado poco.


Él la besó. Suavemente al principio, luego con más ansia, exigiendo todo lo que ella pudiera darle, y ella se lo dio de buena gana. Los labios y dientes de Pedro juguetearon con los de ella hasta que Paula le abrió la boca y él aceptó la invitación. Sus lenguas se encontraron lenta y sensualmente, anticipando todo lo que tenía que llegar. Él deslizó luego la boca por el cuello de Paula, luego más abajo, hasta sus pechos. Los besó, chupando primero uno, luego el otro con su húmeda y cálida boca.


El cuerpo de Paula iba lanzándose con el montón de sensaciones que él iba despertando. Gimió levemente cuando él se puso a besarle el abdomen, luego la suave piel de los muslos. Sus piernas se tensaron, luego se relajaron cuando él acarició sus espesos y dorados rizos, antes de mirarla a los ojos.


Creyó oírle decir algo entre murmullos acerca del postre, antes de que perdiera la cabeza.


Luego, no oyó nada. Él lo estaba haciendo tan bien que se tuvo que agarrar a las sábanas para no gritar. Pero no pudo evitarlo durante mucho tiempo. Surgió de lo más profundo de su alma y se abrió camino dudosamente al principio, hasta que estalló. Le pasó los dedos por los hombros y por el cabello, apretándole la cabeza contra su cuerpo, tirando y empujando casi a la vez. Luego, de repente, un montón de luces parecieron bailar a su alrededor. Cerró los ojos fuertemente, tratando de controlar los estremecimientos que le recorrían el cuerpo.


Abrió los ojos y vio un despeinado Pedro sonriéndole. Parpadeó para aclararse la visión. Parecía muy contento de sí mismo…





EL TRATO: CAPÍTULO 45

 


Paula entró en las habitaciones que compartía con Pedro y se dio cuenta de que él no había pasado por allí. Supuso entonces que había pensado pasar la noche en las de Brian. Se apoyó contra la puerta y cerró fuertemente los ojos, luchando contra su frustración. Sabía que habría podido llevar mejor las cosas, pero ese pensamiento no la consoló.


Había que hacer algo. Todos los pensamientos que había tenido a lo largo del día acerca de cómo iban a pasar la noche se le pasaron por la cabeza. Cuando Pedro la besó en la oficina, la promesa de que habría más que eso cobró vida y se había acrecentado durante la cena. Él había dicho que los negocios no tenían nada que ver con sus sentimientos personales y ahora estaba olvidándose de sus deseos y dejando que le dominaran los negocios. Le quemaba las entrañas el ardor de las promesas incumplidas.


Lo deseaba. Y tenía que tenerlo.


Paula se apartó de la puerta y, decididamente, entró en el dormitorio. Abrió el armario y rebuscó entre la ropa hasta que encontró lo que buscaba. Sonrió y dejó el breve camisón sobre la cama, desnudándose a continuación. La sedosa tela le acarició el cuerpo cuando se la pasó por la cabeza. El color melocotón pálido hacía juego con el de su cabello y Paula se quitó las horquillas, dejándolo suelto. Se lo cepilló hasta que brilló a la luz de la lámpara. Luego se maquilló un poco y estuvo lista.


Se examinó en el espejo grande. El cabello la enmarcaba el rostro como si fuera una cascada. El camisón parecía prácticamente transparente, ya que la tela tenía casi el mismo tono que la piel.


Llevaba ya tiempo planeando algo así.


Antes de llegar a la puerta dudó, preguntándose si no debería ponerse una bata. De repente, se decidió a ir así mismo y abrió la puerta. La casa estaba desierta y ella suspiró aliviada. Recorrió el largo corredor con los pies descalzos, dirigiéndose a lo que esperaba que fuera la puerta de las habitaciones de Brian. Cuando llego, se quedó como muerta. El corazón le latía mucho más rápido de lo normal y pensó que nunca podría hacerlo. Tenía las manos empapadas de sudor y le ardía el rostro. Se secó las manos con el camisón, cerró los ojos y respiró profundamente antes de llamar a la puerta.


—¡Hola! ¡Hola! Mira a quién tenemos aquí.


Era Brian. Ella no estaba preparada en absoluto para tratar con él. Abrió mucho la boca y trató de ver lo que había en la habitación por detrás de él.


—¿Buscas a alguien, Paula? —le preguntó él bromeando—. Déjame ver. ¿A Eleonora? Entonces ¿a Eduardo? ¿No? Bueno, me pregunto a quién.


—Brian, por favor ¿está Pedro aquí?


Brian le guiñó un ojo malévolamente, pero pareció dudar.


—Ven. Está en la ducha. Lo llamaré.


Paula entró en la habitación; no le gustaba verse sorprendida de esa manera por Brian. ¿Por qué demonios estaría tan pronto en casa, precisamente esa noche? Estaba en medio de una discusión consigo misma cuando apareció Pedro, todavía chorreando agua por debajo del albornoz.


—Paula —le dijo mientras empezaba a secarse el cabello con una toalla—. ¿Qué pasa?


Parecía como si estuviera todavía enfadado y se estuviera conteniendo por estar presente su hermano.


—No, no pasa nada. Sólo que quería… bueno, ya sabes…


En ese momento, Pedro se dio cuenta de una vez de lo que Paula llevaba puesto. Ella se dio cuenta de que primero se puso blanco y luego, rápidamente, rojo. Luego miró a Brian, que estaba apoyado contra el sofá, evidentemente disfrutando de lo que estaba viendo. Pedro se volvió de nuevo hacia ella con los ojos echándole chispas.


—¿Qué Paula? ¿Qué quieres?


—Hablar. Quiero hablar contigo.


—Creo que ya has dicho suficientes cosas esta noche ¿no?


—Yo…


Ambos miraron entonces a Brian.


—No os preocupéis por mí —les dijo Brian inocentemente.


Pedro la agarró de un brazo y la llevó hasta la puerta, haciendo lo que pudo para ignorar la mirada de broma de Brian mientras se dirigía a su apartamento. Una vez dentro, cerró la puerta y se apoyó contra ella.


—¿De qué se trata, Paula?


Ella se apartó de él, poniéndose al otro lado del sofá.


—Ya te lo he dicho.


—¡Oh, sí! Querías hablar. Así que es por eso por lo que has desfilado semidesnuda por toda la casa y delante de mi hermano, sólo para hablar conmigo.


—¡Yo no he desfilado por ninguna parte! ¡Y tampoco semidesnuda!


—¿Ah, no? Entonces ¿cómo describirías ese… ese…?


Pedro, por favor, no hagas esto, no estropees…


Él se le acercó, luego se detuvo, un poco menos amenazante que antes.


—¿Qué no estropee qué? —le preguntó suavemente.


Ella lo miró, poniendo todo su corazón en la mirada.


—Todo.


Pedro recorrió los pocos pasos que los separaban y la abrazó, besándola a continuación. Sus labios eran suaves, cálidos y su cuerpo tan seductor. La agarró del trasero, haciendo que se amoldara a él, mientras que su lengua y labios continuaban su asalto.


De repente se apartó, su cuerpo estaba listo y la mente era un torbellino. Ella le había dicho «temporalmente». ¿Es que le había querido decir que lo deseaba físicamente, sin ningún otro compromiso?


—Mujer —le dijo al oído—. ¿Qué es lo que quieres de mí?


Paula le pasó los dedos por la barbilla, por el cuello, luego le metió las manos un poco por debajo del albornoz y le acarició la espesa mata de vello de su pecho. Eso era lo que quería; pero no sólo eso; más, todo lo que él le pudiera dar.


Le acarició la oreja con la lengua mientras le susurraba la respuesta a su pregunta.


—El postre.


Pedro se quedó quieto. Cuando la miró por fin, su mirada era algo salvaje.




EL TRATO: CAPÍTULO 44

 


El ambiente estaba lleno de un pesado silencio mientras llegaban a su casa. Ambos estaban perdidos en sus pensamientos. Todo había ido tan bien que ella no comprendía cómo se podía haber ido al traste en cuestión de minutos. ¿Qué pasaba con Darío que a Pedro le hacía ponerse así? Pedro decía que estaba tras las acciones, a pesar de que Darío no se lo había dicho nunca. ¿Es que esas acciones eran tan importantes para Pedro como para que les diera más importancia que a otras cosas en la vida? ¿Incluso que a ella? Se preguntó en qué consistiría la «proposición» de Darío.


—¿Qué pasa entre vosotros dos? —le preguntó a Pedro.


Pedro no contestó enseguida y ella se dio cuenta de que tenía la mandíbula apretada. Fuera lo que fuese era algo que le afectaba mucho. Cuando ya creía que no le iba a contestar, Pedro empezó a hablar.


—Lo de Darío y yo viene de lejos. Fuimos juntos a la universidad. Y, a pesar de que tengo que admitir que fui yo el primero en meter la pata, nos hemos intentado degollar el uno al otro durante años.


—¿Y qué fue lo que empezó todo?


Pedro le contó todo el episodio de la cafetería del club de campo.


—Desde ese día todo ha ido a peor, parece siempre que uno de nosotros está agazapado esperando al otro.


—Me parece bastante infantil.


—Estoy de acuerdo. Lo era… hasta hace cinco años.


—¿Cuando murió tu padre?


—Sí; papá llevaba meses trabajando para comprar una compañía llamada Bradford Ltd. Quería que nos expandiéramos y Bradford entraba de lleno en sus planes. Era la culminación de todo por lo que él había trabajado.


—¿Y qué tenía que ver Darío con eso?


—Todo. Nos fastidió el negocio. Se hizo con la compañía por tan poca cantidad de dinero de diferencia que nos convencimos de que tenía un espía en nuestra organización. Tenía que tenerlo. No podía haberse acercado tanto sin tener información interna. Mi padre no se recuperó nunca de eso y murió dos semanas después de perder la compra.


—Y tú le echas la culpa de eso a Darío.


—Sí. Todos nosotros. No nos fastidió tanto el hecho de que nos pisara la compra como la forma en que lo hizo. Nunca pudimos probar nada, así que lo tuvimos que dejar. Lo peor fue que mi padre fue el que le proporcionó ayuda en sus comienzos. Sin Roberto Alfonso, Dario estaría ahora trabajando en cualquier fábrica y probablemente acabaría borracho como una cuba, como su padre —le dijo Pedro mientras detenía el coche delante de la casa—. Ése fue el agradecimiento que recibió mi padre. ¿Comprendes ahora la razón por la que mi familia no puede, y no quiere hacer negocios con Dario Carmichael?


—Sí, comprendo cómo te sientes. Pero ya han pasado cinco años. ¿No crees que, por lo menos, deberíais darle una oportunidad de explicarse?


—¿De que explique qué? ¿Cómo lo hizo? No, gracias. No quiero oír ninguna de sus mentiras. Y tampoco debes hacerlo tú. Mantente apartada de él, Paula. No estoy dispuesto a negociar esto.


A Paula le fastidió su tono autoritario.


—Bueno, lo pensaré —le dijo mientras salía del coche.


Pedro cerró de un portazo el coche y se le acercó.


—No me discutas esto, Paula. Aquí no hay un camino intermedio. Se trata de él o yo.


—Y tú no me amenaces. Nada de esto tiene que ver conmigo.


—Eres mi esposa.


—Temporalmente.


Pedro se quedó helado por su respuesta. A Paula le hubiera gustado morderse los labios nada más pronunciar esas palabras, pero ya era demasiado tarde. Él le dio la espalda y subió las escaleras, abrió la puerta de la casa y desapareció en su interior





jueves, 27 de mayo de 2021

EL TRATO: CAPÍTULO 43

 


Mientras cenaban estuvieron hablando acerca de la gente que ella había conocido en la oficina. Cuando Paula le escuchó contarle anécdotas del trabajo, se dio cuenta de que Pedro podía ser un buen amigo. A cada momento se le revelaba una nueva faceta de su personalidad; tenía que admitirlo, le gustaba lo que estaba viendo. Y más que eso.


Cuando el camarero les sirvió los cafés, se apoderó de ellos como una especie de relax. Disfrutaban de su mutua compañía como cualquier otra pareja.


—Mateo llamó anoche —dijo Paula, más para interrumpir sus propios pensamientos que para entablar una conversación.


—¿Cómo lo lleva?


—Quiere venir a visitarnos y está un poco nervioso. Supongo que yo también lo estoy.


—No lo estés. Podemos pensar en hacerle un recorrido turístico; yo tengo una casa de campo al otro lado de la ciudad. Podemos hacer lo que él quiera.


—Te agradezco de verdad la oferta, Pedro; pero realmente no tienes por qué entretenerlo.


—Ya sé que no tengo que hacerlo, pero lo quiero hacer. No seas aguafiestas. ¡Ese chico lleva encerrado en ese mausoleo tres meses! Dale un descanso. Le enseñaremos la ciudad —le dijo él, dándole una palmada en el brazo—. Anda, di que sí.


Era imposible resistírsele cuando se ponía así de encantador y el rostro de Paula reflejó la profundidad de sus sentimientos hacia él.


—Sí —susurró.


Pedro se le cortó la respiración cuando vio los cambios que había experimentado su mirada. Estaba llegando a ella, lo podía notar. Le resultaba difícil controlar sus emociones, pero era más importante que lo hiciera, ahora más que nunca. La quería; no sólo físicamente, aunque Dios sabía que lo que le pasaba en su interior no iba a poder aguantarlo mucho tiempo. También quería su corazón, su alma, sus pensamientos. ¿Cómo le había pasado eso a él? Se preguntó.


Se llevó la mano de Paula a la boca y la besó.


—¿Bailamos?


Cuando estaban absolutamente absortos bailando, de repente, sonó una voz cerca de ellos.


—Perdón ¿el señor Alfonso?


Pedro se detuvo y vio al camarero.


—Sí.


—Una llamada telefónica, señor. Puede atenderla en la entrada.


—¿Quién sabe que estoy aquí? —le preguntó a Paula.


—Brian. Fue él el que me recomendó el restaurante.


—Me pregunto qué pasará.


—Sólo hay una forma de averiguarlo —le dijo Paula señalándole la entrada.


—Volveré pronto.


Paula volvió a la mesa y le dio un trago a su vino.


—Hola.


Ella levantó la mirada y reconoció inmediatamente a Dario Carmichael.


—¡Señor Carmichael! ¡Qué agradable sorpresa! Por favor, siéntese con nosotros.


—No creo que deba hacerlo, Paula. ¿Le importa si la llamo así? —le dijo él continuando cuando ella asintió—. No creo que su esposo apruebe esta intrusión. Me gustaría hablar con usted. ¿Cree que podríamos quedar para comer alguna vez?


—Señor Carmichael…


—Dario.


—Dario… Me doy cuenta de que se refiere a que comamos sin que lo sepa mi marido. Y tengo que decirle que eso está fuera de lugar.


—Si le cuenta esto a cualquiera de los Alfonso, no la dejarán que me vea. Créame, durante años he tratado de reunirme con ellos… y ha sido una batalla perdida.


—En primer lugar —le dijo Paula—, si yo sintiera la necesidad de verlo, lo haría, con o sin el permiso de los Alfonso, pero, francamente, Darío, no veo qué me puede decir que me interese.


—Tengo una proposición para la familia Alfonso que les puede ayudar, no sólo a ellos, sino también a usted. Hay muchas cosas que usted no sabe acerca de ellos. Necesitan dinero ahora mismo. Yo lo tengo y estoy deseando invertir en su compañía. Eso resolvería un montón de problemas y varios malentendidos que vienen de hace tiempo.


—¿Qué es lo que pasa?


—Coma conmigo —le dijo él sonriendo—, y yo le contaré toda la historia.


Era un hombre persuasivo y su oferta de hacerle saber más cosas acerca de los Alfonso era atrayente, Paula se sintió tentada.


—No lo sé; realmente no veo lo que puedo hacer.


—Usted tiene un asiento en el consejo de administración. Deme una hora yo se lo contaré.


—¿Por qué no se sienta y hablamos de ello con Pedro? Aquí viene.


Pedro volvió a la mesa.


—¿Cuál es tu idea de una broma, Carmichael? —le dijo Pedro con los puños cerrados; evidentemente, estaba muy enfadado.


—Necesitaba estar un minuto a solas con tu encantadora esposa, sin que estuvieras protegiéndola como mamá osa a su cachorro.


—¿Qué quieres? —le preguntó imperiosamente Pedro.


—Lo mismo que he querido durante los últimos cinco años.


—No le interesa a nadie, Dario; y mucho menos a mi esposa.


Los dos hombres se quedaron mirándose seriamente.


—Ya he saludado antes, y ahora me toca despedirme —dijo Darío volviéndose a Paula—. Señora Alfonso, siempre es un placer verla. Ya la llamaré.


Dario se marchó luego, sonriendo sardónicamente.


—¿Qué quería?


—¿Por qué te enfadas tanto con él? Es un hombre realmente encantador.


—Tan encantador como una víbora en el nido de un pájaro. ¿Qué quería de ti?


A Paula empezó a fastidiarle su evidente hostilidad. ¿Qué era lo que pasaba entre los dos? Estaba confundida e insegura, así que trató de jugar a lo seguro.


—Nada. Pasaba por aquí y me saludó.


—Bueno, pues no habrá ninguna llamada. A tu «encantador» Dario le gusta jugar. Recuérdalo.


A Paula no le gustaba esa actitud arrogante, en especial cuando la usaba con ella. ¡No había hecho nada malo!


—¡Sí, señor, me aseguraré de ello! —le dijo levantándose y tomando el bolso—. Creo que la velada ha terminado ya.


Salió entonces del restaurante dejando a Pedro pagando la cuenta.




EL TRATO: CAPÍTULO 42

 


El restaurante era pequeño, oscuro e íntimo. Una música suave surgía de los altavoces. Paula se sentía contenta, tanto por el vino como por la compañía.


—¿Cómo te ha ido el día? —le preguntó Pedro—. Tengo que disculparme por no haber podido ir a verte, pero los primeros días en la oficina después de un viaje suelen ser agotadores.


—Me ha ido bien, Brian me cuidó muy bien. Debo de admitir que nunca llegué a sospechar lo absorbentes que eran vuestros negocios. Nos hemos pasado horas solamente con el manual. Creo que nunca lograré aprendérmelo.


—Y no tienes que hacerlo. Lo que necesitas es saber lo que es necesario y llevarlo a los libros. El personal conoce muy bien su trabajo y ya se ocupan ellos de toda la parte técnica. A ti te necesitamos para supervisarlo todo, mantenerlo en orden y asegurarte de que todo el mundo está contento.


—Brian se ha pasado el día oyendo problemas personales. Me sorprende que la gente pueda confiar así en su empresario.


—Es un negocio familiar, Paula. Algunas de esas personas han estado con nosotros casi treinta años. Tratamos de hacerles sentirse una parte de la familia, tanto como es posible.


—Has tenido mucha suerte por haber crecido con todo eso.


—Ya lo sé. Es algo así como un sistema de apoyo.


Ella apoyó entonces los codos sobre la mesa.


—Háblame de ello.


Pedro la miró a la cara. Le encantaría abrirse, hablarle de su vida, sus esperanzas, sus sueños. Se preguntó si realmente querría oírlo.


—Nos criamos bajo unas reglas específicas. Mis padres nos enseñaron a depender unos de otros y nos quedó muy claro que los lazos familiares son los únicos que no se deben de romper nunca.


Paula vio cómo se le nublaba la mirada.


—Parece que lo crees en serio.


—Y lo hago. Es algo que me ha resultado evidente una y otra vez. La demás gente viene y va. Tu familia es la única constante en tu vida. Por lo menos en la mía.


—¿Y tu primera mujer?


Pedro se rió en voz alta.


—¿Marcia? No, «constante» no es la palabra más acertada para ella. A no ser que te refieras a quejarse constantemente. Nunca tuvo suficiente.


—Pareces amargado.


—¿Sí? No era mi intención. Ella me enseñó algo muy importante, lo suficientemente temprano como para que me hiciera un buen efecto. Casarme con ella fue un acto impulsivo. Y me salió el tiro por la culata. Tuve que pagar por ello, tanto económica como emocionalmente. Pero eso pasó hace ya más de doce años, Paula. Y casi nunca pienso en esa etapa de mi vida.


—¿Y desde entonces no ha habido nadie más? —le preguntó ella, sorprendiéndose por lo interesada que estaba en su respuesta.


—¿Quieres decir de una forma romántica?


—Sí, ya sabes. Novias.


Pedro agitó la cabeza.


—He tenido muchas amigas. Algunas más íntimas que las otras, pero, para contestar a tu pregunta, no, no he tenido más relaciones serias.


«Hasta que llegaste tú», le hubiera gustado añadir.


—Oh.


Él sonrió.


—¿Oh? ¿Sólo oh? ¿Sin comentarios?


—Supongo que encuentro curioso que un hombre como tú no haya tenido una mujer en su vida durante todos esos años.


—Yo no he dicho que no las haya habido. Lo que he dicho es que ninguna de esas relaciones fueron serias. Hay una diferencia, Paula.


—Ya veo. Tu relación con tu familia es lo suficientemente satisfactoria emocionalmente. No necesitas ninguna otra ¿no es así?


Ese comentario le sorprendió. Nunca lo había pensado de esa manera, pero quizás ella tenía razón. ¿Es que su familia le satisfacía todas las necesidades, salvo las sexuales? No estaba seguro de que le gustara esa imagen de sí mismo.


—Yo no he dicho eso. Nadie es tan autosuficiente. Ni siquiera yo.


—El tener una familia es una cosa y el compartir tu vida con una persona es otra completamente distinta —le dijo él acariciándole el rostro.


«Comparte la tuya conmigo», se dijo para sí mismo.


Ella leyó más en su mirada que en sus palabras. Quería creer lo que le estaban diciendo esos ojos, pero temía equivocarse, sufrir. Que la apartaran de nuevo después de todos esos años podría ser devastador para sus emociones.


La confianza era algo muy difícil de alcanzar, en cierto sentido, mucho más difícil que el amor.


—¿Crees que te gustará estar con nosotros? —le preguntó Pedro apartándose.


Paula suspiró.


—Me encanta el trabajo. Me resulta algo muy distinto y, definitivamente, es un reto, pero en realidad no lo sé, Pedro. Sólo llevo un día y, para decirte la verdad, me parece que me supera un poco. He hecho un pacto con la universidad de que volveré por lo menos el próximo semestre, y no puedo quedar mal con ellos…


—¿Y?


—Y ninguno de los dos sabemos cuánto tiempo me quedaré aquí.


Él la miró. Su instinto le decía que ella no estaba lista todavía para que ese matrimonio se transformara en algo real. Le resultaba más fácil pretender que no estaba pasando nada. No podía empujarla; no era su sentido. Había otras formas de hacerlo más sutilmente, hasta que se vieran, quizás, tan juntos que a ella ya ni se le ocurriría marcharse.


—No te apresures con tu decisión —le dijo él—. Date un poco de tiempo y mira a ver cómo te va.



EL TRATO: CAPÍTULO 41

 


Paula no había estado más ocupada en su vida. El día pasó a toda velocidad. Brian y ella se vieron tan ocupados repasando el manual de trabajo de la oficina que no tuvieron tiempo ni de comer. Ya estaba oscuro cuando terminaron; eran más de las seis de la tarde y Brian se había marchado a alguna parte, dejándola sola en el despacho. Cerró el libro y apagó la lámpara de la mesa. Estaba agotada, pero exultante al mismo tiempo. Trabajar en un despacho era muy diferente que trabajar con los estudiantes. Había como un aire de urgencia en todo lo que sucedía allí.


La gente entraba y salía corriendo de la oficina de Brian con semejante diversidad de problemas que hacían que la cabeza le diera vueltas. No estaba muy segura de que pudiera adaptarse a hacer eso todos los días, pero una parte de ella quería intentarlo.


Después de refrescarse en el cuarto de baño privado de Brian, Paula se puso a buscar a Pedro. Lo encontró en su despacho, completamente abstraído estudiando el contenido de una gruesa carpeta. No la oyó acercarse y ella tardó un rato en hacer ruido para observarlo sin que se diera cuenta. El simple hecho de verlo hacía que la sangre le circulara más rápido. Se preguntó si alguna vez podría inmunizarse contra él.


A pesar de todo el trabajo que había tenido, había encontrado tiempo para pensar en lo que Pedro le había dicho la noche anterior. Tal vez tenía razón, tal vez ella estaba saboteando su relación. Quería explorar todas las posibilidades con él, sin que se entrometieran ni la oficina ni la familia.


Pedro sintió a alguien en la puerta y levantó la mirada. Saber que Paula había estado todo el día tan cerca le había hecho pensar en ella con una inusitada frecuencia. Por tonto que pareciera, le resultaba agradable el saber que estaba a sólo unos pasos de distancia.


Paula sonrió y el rostro de Pedro se relajó. Le agradaba saber que su presencia le afectaba a él por lo menos tanto como a ella la suya. Sabía que la decisión de darle una oportunidad a ese amor que estaba creciendo entre ellos era algo arriesgado. Sus emociones eran muy frágiles. Pero la alternativa: estar sin él, era demasiado desagradable como para tenerla en cuenta.


—¿Puedo invitarte a cenar, muchacho? —le dijo ella bromeando.


Pedro se arrellanó en su sillón y Paula se apoyó en la pared, coqueteando deliberadamente con él. Pedro estaba enamorado y demasiado aliviado como para negarse a seguir bromeando.


—Ven aquí y lo discutiremos.


Paula se movió lentamente. Su propia necesidad de él la empujaba. Cuando estuvo delante, él le tomó una mano y la sentó en su regazo.


—Ha sido a la vez un cielo y un infierno el saber durante todo el día que estabas tan cerca —le dijo él.


—Ya lo sé.


—¿Ah, sí? Me sorprendes.


—No —susurró ella.


—¿No qué?


—No te sorprendas.


Ella bajó la cabeza y apretó los labios contra los de él, mientras un espasmo de placer le recorría todo el cuerpo. Su sabor y olor combinados le hacían dar vueltas la cabeza.


Pedro la abrazó y sus lenguas se encontraron, haciendo que los dos perdieran el control.


—Oh, querida, te deseo tanto.


Él sentía cómo su cuerpo se iba abandonando al deseo. Algo primitivo le estaba diciendo que lo que tenía que hacer era ponerla sobre la mesa y tomarla allí mismo, mientras siguiera tan suave, cálida y deseosa.


El ruido de fondo de una aspiradora llegó a la zona racional de su cerebro y le hizo darse cuenta de dónde estaban. Paula estaba de nuevo de pie antes de que se diera cuenta de que Pedro había dejado de besarla. Una espesa nube de deseo le oscurecía la visión.


—La gente de la limpieza —le dijo él.


—Oh… —murmuró Paula.


La sangre todavía le latía con fuerza en las venas. ¿Qué le pasaba? Cada vez que ese hombre la tocaba, la miraba, la besaba, era como si se derrumbase.


—Vámonos a casa —sugirió Pedro.


Si se iban a casa, no tardarían ni cinco minutos en meterse en la cama y ella quería estar un rato con él. Hablando.


—No. Todavía no. Deja que te invite a cenar.


—Con una condición.


—¿Cuál?


—Luego quiero el postre.







miércoles, 26 de mayo de 2021

EL TRATO: CAPÍTULO 40

 


Se despertó cuando llamaron a la puerta. Miró el despertador y vio que eran sólo las siete y cuarto de la mañana, demasiado temprano para que fuera la criada para hacer la cama. Siguieron llamando. Se puso rápidamente la bata y fue a abrir. En la puerta se encontró con Pedro, ya vestido.


—¿Por qué no estás vestida?


—¿Vestida?


—Sí, Paula, eso de ponerse ropas sobre el cuerpo.


Pedro entró entonces en la habitación.


—¿Es que vamos a alguna parte? —le preguntó ella.


—A la oficina. Hoy es tu primer día de trabajo. ¿O es que lo has olvidado?


—No, no lo he olvidado. Sólo que pensé que… bueno después de lo de anoche…


—Lo que pasó entre tú y yo no tiene nada que ver con los negocios. Pensé que había quedado claro.


—Eso es lo que dijiste, pero…


—Y era lo que quería decir. Vamos, vístete —le dijo él con una voz extraña, como si fuera lo último que quisiera que ella hiciera.


Pedro cerró los ojos cuando ella pasó a su lado. ¿Por qué estaba luchando contra él? ¿Por qué no podría cederle esas malditas acciones y liberarlos a los dos, dejarlos libres para amarse? Tenía que convencerla, demostrarle que era lo mejor que podía hacer. Tenía que lograr que confiara en él, que lo deseara, que lo amara, tanto como él a ella. Odiaba ese sentimiento de impotencia.


Bajó las escaleras y terminó de vestirse frente al espejo de la entrada, volviendo luego al comedor para tomarse una taza de café. Paula llegó un poco después y él se maravilló de la transformación que había sufrido, de niña dormida a una auténtica mujer de negocios. El vestido le quedaba perfectamente; era gris y la blusa rosa pálido; en modo alguno podría decirse que fuera seductor, pero la imaginación de Pedro era tan fértil que veía perfectamente lo que había bajo la ropa.


Cuando terminaron de desayunar él le preguntó:

—¿Estás lista?


Entonces ella reprimió la tentación de contestarle «¿para qué?» y asintió.


Llegaron pronto a la oficina, donde todo el mundo les dio la enhorabuena. Pedro trató de moverse con rapidez entre toda esa gente, sin caer en la mala educación y la condujo a su despacho.


Se acercó luego a la mesa y se puso a ver las cartas y mensajes que le habían dejado allí, mientras Paula observaba la habitación. Era lo suficientemente grande como para mantener algo impersonal. Se contuvo de pedirle permiso para redecorar el despacho, cuando se dio cuenta de que, probablemente, ella ya haría tiempo que se habría marchado para cuando les llegaran los muebles.


Brian entró en el despacho sin llamar.


—Buenos días —dijo—. He venido para desearle buena suerte a Paula. ¿Lista para el trabajo?


—Sí, señor —le contestó ella sonriendo.


Pedro dejó los sobres que estaba ordenando y la miró. Dudó un momento antes de acercarse a ella. Por un momento, pareció como si fuera a besarla, pero volvió a retroceder, como si lo hubiera pensado mejor.


—Buena suerte —le dijo cuando Brian la condujo fuera del despacho—. Estaré en mi despacho si necesitas algo de mí.


Ella asintió y siguió a Brian. Lo que necesitaba de él no iba a poder encontrarlo en un despacho.