Mientras cenaban estuvieron hablando acerca de la gente que ella había conocido en la oficina. Cuando Paula le escuchó contarle anécdotas del trabajo, se dio cuenta de que Pedro podía ser un buen amigo. A cada momento se le revelaba una nueva faceta de su personalidad; tenía que admitirlo, le gustaba lo que estaba viendo. Y más que eso.
Cuando el camarero les sirvió los cafés, se apoderó de ellos como una especie de relax. Disfrutaban de su mutua compañía como cualquier otra pareja.
—Mateo llamó anoche —dijo Paula, más para interrumpir sus propios pensamientos que para entablar una conversación.
—¿Cómo lo lleva?
—Quiere venir a visitarnos y está un poco nervioso. Supongo que yo también lo estoy.
—No lo estés. Podemos pensar en hacerle un recorrido turístico; yo tengo una casa de campo al otro lado de la ciudad. Podemos hacer lo que él quiera.
—Te agradezco de verdad la oferta, Pedro; pero realmente no tienes por qué entretenerlo.
—Ya sé que no tengo que hacerlo, pero lo quiero hacer. No seas aguafiestas. ¡Ese chico lleva encerrado en ese mausoleo tres meses! Dale un descanso. Le enseñaremos la ciudad —le dijo él, dándole una palmada en el brazo—. Anda, di que sí.
Era imposible resistírsele cuando se ponía así de encantador y el rostro de Paula reflejó la profundidad de sus sentimientos hacia él.
—Sí —susurró.
A Pedro se le cortó la respiración cuando vio los cambios que había experimentado su mirada. Estaba llegando a ella, lo podía notar. Le resultaba difícil controlar sus emociones, pero era más importante que lo hiciera, ahora más que nunca. La quería; no sólo físicamente, aunque Dios sabía que lo que le pasaba en su interior no iba a poder aguantarlo mucho tiempo. También quería su corazón, su alma, sus pensamientos. ¿Cómo le había pasado eso a él? Se preguntó.
Se llevó la mano de Paula a la boca y la besó.
—¿Bailamos?
Cuando estaban absolutamente absortos bailando, de repente, sonó una voz cerca de ellos.
—Perdón ¿el señor Alfonso?
Pedro se detuvo y vio al camarero.
—Sí.
—Una llamada telefónica, señor. Puede atenderla en la entrada.
—¿Quién sabe que estoy aquí? —le preguntó a Paula.
—Brian. Fue él el que me recomendó el restaurante.
—Me pregunto qué pasará.
—Sólo hay una forma de averiguarlo —le dijo Paula señalándole la entrada.
—Volveré pronto.
Paula volvió a la mesa y le dio un trago a su vino.
—Hola.
Ella levantó la mirada y reconoció inmediatamente a Dario Carmichael.
—¡Señor Carmichael! ¡Qué agradable sorpresa! Por favor, siéntese con nosotros.
—No creo que deba hacerlo, Paula. ¿Le importa si la llamo así? —le dijo él continuando cuando ella asintió—. No creo que su esposo apruebe esta intrusión. Me gustaría hablar con usted. ¿Cree que podríamos quedar para comer alguna vez?
—Señor Carmichael…
—Dario.
—Dario… Me doy cuenta de que se refiere a que comamos sin que lo sepa mi marido. Y tengo que decirle que eso está fuera de lugar.
—Si le cuenta esto a cualquiera de los Alfonso, no la dejarán que me vea. Créame, durante años he tratado de reunirme con ellos… y ha sido una batalla perdida.
—En primer lugar —le dijo Paula—, si yo sintiera la necesidad de verlo, lo haría, con o sin el permiso de los Alfonso, pero, francamente, Darío, no veo qué me puede decir que me interese.
—Tengo una proposición para la familia Alfonso que les puede ayudar, no sólo a ellos, sino también a usted. Hay muchas cosas que usted no sabe acerca de ellos. Necesitan dinero ahora mismo. Yo lo tengo y estoy deseando invertir en su compañía. Eso resolvería un montón de problemas y varios malentendidos que vienen de hace tiempo.
—¿Qué es lo que pasa?
—Coma conmigo —le dijo él sonriendo—, y yo le contaré toda la historia.
Era un hombre persuasivo y su oferta de hacerle saber más cosas acerca de los Alfonso era atrayente, Paula se sintió tentada.
—No lo sé; realmente no veo lo que puedo hacer.
—Usted tiene un asiento en el consejo de administración. Deme una hora yo se lo contaré.
—¿Por qué no se sienta y hablamos de ello con Pedro? Aquí viene.
Pedro volvió a la mesa.
—¿Cuál es tu idea de una broma, Carmichael? —le dijo Pedro con los puños cerrados; evidentemente, estaba muy enfadado.
—Necesitaba estar un minuto a solas con tu encantadora esposa, sin que estuvieras protegiéndola como mamá osa a su cachorro.
—¿Qué quieres? —le preguntó imperiosamente Pedro.
—Lo mismo que he querido durante los últimos cinco años.
—No le interesa a nadie, Dario; y mucho menos a mi esposa.
Los dos hombres se quedaron mirándose seriamente.
—Ya he saludado antes, y ahora me toca despedirme —dijo Darío volviéndose a Paula—. Señora Alfonso, siempre es un placer verla. Ya la llamaré.
Dario se marchó luego, sonriendo sardónicamente.
—¿Qué quería?
—¿Por qué te enfadas tanto con él? Es un hombre realmente encantador.
—Tan encantador como una víbora en el nido de un pájaro. ¿Qué quería de ti?
A Paula empezó a fastidiarle su evidente hostilidad. ¿Qué era lo que pasaba entre los dos? Estaba confundida e insegura, así que trató de jugar a lo seguro.
—Nada. Pasaba por aquí y me saludó.
—Bueno, pues no habrá ninguna llamada. A tu «encantador» Dario le gusta jugar. Recuérdalo.
A Paula no le gustaba esa actitud arrogante, en especial cuando la usaba con ella. ¡No había hecho nada malo!
—¡Sí, señor, me aseguraré de ello! —le dijo levantándose y tomando el bolso—. Creo que la velada ha terminado ya.
Salió entonces del restaurante dejando a Pedro pagando la cuenta.