Paula no había estado más ocupada en su vida. El día pasó a toda velocidad. Brian y ella se vieron tan ocupados repasando el manual de trabajo de la oficina que no tuvieron tiempo ni de comer. Ya estaba oscuro cuando terminaron; eran más de las seis de la tarde y Brian se había marchado a alguna parte, dejándola sola en el despacho. Cerró el libro y apagó la lámpara de la mesa. Estaba agotada, pero exultante al mismo tiempo. Trabajar en un despacho era muy diferente que trabajar con los estudiantes. Había como un aire de urgencia en todo lo que sucedía allí.
La gente entraba y salía corriendo de la oficina de Brian con semejante diversidad de problemas que hacían que la cabeza le diera vueltas. No estaba muy segura de que pudiera adaptarse a hacer eso todos los días, pero una parte de ella quería intentarlo.
Después de refrescarse en el cuarto de baño privado de Brian, Paula se puso a buscar a Pedro. Lo encontró en su despacho, completamente abstraído estudiando el contenido de una gruesa carpeta. No la oyó acercarse y ella tardó un rato en hacer ruido para observarlo sin que se diera cuenta. El simple hecho de verlo hacía que la sangre le circulara más rápido. Se preguntó si alguna vez podría inmunizarse contra él.
A pesar de todo el trabajo que había tenido, había encontrado tiempo para pensar en lo que Pedro le había dicho la noche anterior. Tal vez tenía razón, tal vez ella estaba saboteando su relación. Quería explorar todas las posibilidades con él, sin que se entrometieran ni la oficina ni la familia.
Pedro sintió a alguien en la puerta y levantó la mirada. Saber que Paula había estado todo el día tan cerca le había hecho pensar en ella con una inusitada frecuencia. Por tonto que pareciera, le resultaba agradable el saber que estaba a sólo unos pasos de distancia.
Paula sonrió y el rostro de Pedro se relajó. Le agradaba saber que su presencia le afectaba a él por lo menos tanto como a ella la suya. Sabía que la decisión de darle una oportunidad a ese amor que estaba creciendo entre ellos era algo arriesgado. Sus emociones eran muy frágiles. Pero la alternativa: estar sin él, era demasiado desagradable como para tenerla en cuenta.
—¿Puedo invitarte a cenar, muchacho? —le dijo ella bromeando.
Pedro se arrellanó en su sillón y Paula se apoyó en la pared, coqueteando deliberadamente con él. Pedro estaba enamorado y demasiado aliviado como para negarse a seguir bromeando.
—Ven aquí y lo discutiremos.
Paula se movió lentamente. Su propia necesidad de él la empujaba. Cuando estuvo delante, él le tomó una mano y la sentó en su regazo.
—Ha sido a la vez un cielo y un infierno el saber durante todo el día que estabas tan cerca —le dijo él.
—Ya lo sé.
—¿Ah, sí? Me sorprendes.
—No —susurró ella.
—¿No qué?
—No te sorprendas.
Ella bajó la cabeza y apretó los labios contra los de él, mientras un espasmo de placer le recorría todo el cuerpo. Su sabor y olor combinados le hacían dar vueltas la cabeza.
Pedro la abrazó y sus lenguas se encontraron, haciendo que los dos perdieran el control.
—Oh, querida, te deseo tanto.
Él sentía cómo su cuerpo se iba abandonando al deseo. Algo primitivo le estaba diciendo que lo que tenía que hacer era ponerla sobre la mesa y tomarla allí mismo, mientras siguiera tan suave, cálida y deseosa.
El ruido de fondo de una aspiradora llegó a la zona racional de su cerebro y le hizo darse cuenta de dónde estaban. Paula estaba de nuevo de pie antes de que se diera cuenta de que Pedro había dejado de besarla. Una espesa nube de deseo le oscurecía la visión.
—La gente de la limpieza —le dijo él.
—Oh… —murmuró Paula.
La sangre todavía le latía con fuerza en las venas. ¿Qué le pasaba? Cada vez que ese hombre la tocaba, la miraba, la besaba, era como si se derrumbase.
—Vámonos a casa —sugirió Pedro.
Si se iban a casa, no tardarían ni cinco minutos en meterse en la cama y ella quería estar un rato con él. Hablando.
—No. Todavía no. Deja que te invite a cenar.
—Con una condición.
—¿Cuál?
—Luego quiero el postre.