Quien dijese que hacerse pasar por un analfabeto para diezmar la reputación de su rival no tenía ventajas no había conocido a Paula Chaves.
Pedro Alfonso, o Pedro Dilson, como lo conocían en la Fundación para la Alfabetización La Esperanza de Hanna, se apoyó en la puerta del pasajero de su camioneta y pensó en aquella nueva posibilidad. Cuando había tomado la decisión de infiltrarse en la fundación y demostrar que era un fraude, no había contemplado la posibilidad de seducir a uno de sus asesores, pero si tenía que hacerlo, lo haría.
Tal vez acercándose a la señorita Chaves podría destapar las nefastas prácticas que sospechaba que se ocultaban detrás del éxito de la fundación. Y, en el proceso, enterrar a su fundador, Rafael Cameron.
Si Pedro no hubiese decidido quedarse en el rancho familiar a pesar de la mala salud de su padre, tal vez Rafael no hubiese llevado a cabo la adquisición hostil de Industrias Alfonso, la empresa que había pertenecido a su familia durante generaciones. Se rumoreaba que Rafael tenía previsto cerrar la fábrica y venderla por partes, lo que dejaría a más de la mitad de la ciudad de Vista del Mar sin trabajo. Él no podía evitar sentirse en parte responsable, así que tenía que olvidarse del rencor que sentía por su padre y centrarse en su obligación con su ciudad natal, con su legado. Estaba decidido a redimirse.
A través de la fundación, pretendía demostrar que Rafael era un estafador.
Por desgracia, el trabajador de la organización con el que había estado trabajando durante los últimos meses no sabía nada acerca del funcionamiento interno de la misma. Y él mismo se había cuidado bien de no acercarse por la sede central por miedo a encontrarse allí con su hermana, Emma, que formaba parte de la junta.
Hacía quince años que no se veían, pero no había cambiado tanto como para que su propia hermana no lo reconociera.
Paula Chaves sería su as en la manga.
La vio salir del edificio y ponerse unas gafas de sol de marca.
A Pedro no solían gustarle las mujeres de negocios, pero aquella no podía ser peor que la sanguijuela de su exprometida. Además, al darle la mano había notado que saltaban chispas entre ambos.
Tenía la sospecha de que debajo de aquel traje de diseño y aquel aire refinado había una mujer salvaje deseando liberarse. Y él estaría encantado de echarle una mano, de pasarle los dedos por su pelo rubio y despeinárselo un poco, de borrarle a besos el impecable pintalabios.
Era evidente que la ponía nerviosa, hecho del que iba a aprovecharse.
Paula lo vio apoyado en la camioneta y se acercó. Parecía saber muy bien lo que quería y cómo conseguirlo.
Pedro sonrió. Eso ya lo verían.
Le abrió la puerta del pasajero y le hizo un gesto para que entrase.
–Adelante.
Ella se detuvo de repente.
–Esto, yo… Creo que será mejor que nos encontremos allí.
–No merece la pena malgastar gasolina si vamos los dos al mismo sitio. Además, es muy difícil aparcar a estas horas.
Ella dudó. Tal vez pensase que, dado que no sabía leer bien, tampoco sabía conducir.
O tal vez quisiese mantener el control de la situación.
Él le dedicó su sonrisa más encantadora.
Preguntó:
–¿No confías en mí?
Paula se puso pensativa, era evidente que no quería ofender ni contrariar al mejor alumno de la fundación.
Luego miró dentro de la camioneta. Tal vez le preocupase mancharse la ropa. El traje debía de haberle costado al menos el sueldo de una semana. O quizás fuese una niña de papá, que le compraba todos los caprichos. Pedro había conocido a muchas en la universidad.
–Llegarás sana y salva –le dijo–. Te lo prometo.
Ella asintió por fin y se dispuso a subir. Pedro la agarró del codo para ayudarla y clavó la vista en sus muslos.
¿Llevaba liguero? Al parecer, la señorita Chaves era una chica chapada a la antigua.
–Abróchate el cinturón –le dijo antes de cerrar la puerta para ir a sentarse detrás del volante.
Entró y tomó sus gafas de sol. Aunque no solía fijarse en las marcas, no iba a ninguna parte sin sus Ray-Ban–. ¿Adónde vamos?
–La tienda de alquiler no está lejos de aquí, en Vista Way –le contestó ella, nerviosa–. ¿Sabes dónde es?
–Por supuesto.
Aunque no había vivido en Vista del Mar desde los quince años, edad a la que su padre lo había mandado a un internado, todavía se acordaba de las calles de la ciudad, que no había cambiado mucho.
Salió del aparcamiento y se incorporó al intenso tráfico de la tarde.
Paula parecía incómoda a su lado, con la espalda muy recta y las uñas clavadas con fuerza en el asiento.
Él giró la cabeza hacia la ventanilla para que no lo viese sonreír.
Era evidente que se trataba de una mujer ordenada y disciplinada. Que se controlaba.
Y tal vez él fuese un depravado, pero la necesitaba para conseguir información, así que quizás se divirtiese un poco poniendo su mundo patas arriba.