miércoles, 23 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 20

 


En su ansia por escapar mientras él aún durmiera, Paula se levantó antes del amanecer y abandonó la choza para pasear junto a la orilla. Al final sucumbió a la tentación y se metió en las cálidas aguas, donde flotó durante una eternidad, contemplando el horizonte que empezaba a clarear, y esperó la salida del sol.


Tuvo una extraña sensación y miró hacia atrás. Él se acercaba y, antes de que tuviera ninguna posibilidad de escapar, la agarró por detrás y la atrajo hacia sí.


Las grandes manos se deslizaron por la mojada camiseta hasta abarcar los pechos. Paula no pudo reprimirse y se echó hacia atrás. Una de las manos de Pedro se deslizó más abajo, más allá de la cinturilla del pantalón, hasta el punto realmente húmedo.


–Una noche no basta –susurró entre beso y beso.


Algo más de una hora después, Paula disfrutaba de un desayuno de fruta fresca y tostadas, aliviada al comprobar que Pedro se había marchado con uno de los chicos de la isla. En lugar de haberse relajado, cada vez se sentía más tensa y más alerta. Había sido increíble.


En esos momentos la playa estaba llena de turistas que leían a la sombra junto al restaurante o que tomaban el sol y ella se sentó en un sillón y observó la escena, casi mareada ante la falta de sueño de la noche anterior y aun así inquieta, deseando más. No supo cuánto tiempo había transcurrido hasta que él regresó. Le tomó una mano y la condujo en silencio hasta el agua.


El kayak parecía demasiado pequeño e inestable.


–Remaré yo –Pedro contempló su expresión y soltó una carcajada.


–¿Cómo puedes remar con este calor? –Paula se caló el sombrero y lo sintió empujar la embarcación–. Estás en una forma increíble, Pedro.


–Pues, gracias.


–Lo digo en serio.


–Me he estado ejercitando –él rió.


–¿De verdad has dejado de salir por las noches? –ella volvió la cabeza y lo miró.


–He sido el paradigma del marido fiel.


–¿En serio intentas convencerme de que te has mantenido célibe todo este tiempo?


–Yo no bromearía sobre algo así, Paula. Nunca.


–¿Y qué has estado haciendo? –balbuceó ella–. Quiero decir… vamos, Pedro.


–En realidad no me resultó tan difícil –remó con más fuerza–. He hecho multideporte.


–¿Cómo un triatlón o algo así?


–Sí, algo que me agotara –asintió él–. Algo en lo que concentrarme fuera del trabajo.


Paula se quedó en silencio escuchando el sonido del agua mientras contemplaba la arena dorada y el brillante cielo azul.


–Es increíblemente hermoso, ¿verdad? –exclamó, incapaz de contener la emoción.


–Sí, lo es.


–Ni siquiera estás mirando.


–Sí, lo estoy.


La miraba a ella.


–Dirías cualquier cosa por acostarte conmigo, ¿verdad? –Paula puso los ojos en blanco.


–¿Por qué te niegas a admitir que eres preciosa?


Porque no lo era, tal y como le había repetido su tía hasta la saciedad durante años. No encajaba en las formas pequeñas y femeninas de la familia. Era el patito feo. Estaba a punto de poner los ojos en blanco de nuevo cuando se dio cuenta de lo mucho que se habían alejado de Zanzíbar.


–Será mejor que des la vuelta, Pedro. No quiero flotar a la deriva en el mar durante días.


–No vamos a regresar –le aseguró él–. Vamos hacia allí.


–¿Qué? –ella se volvió y vio una diminuta isla a la que se iban acercando.


–¿Acaso pensaste que iba a pasar otra noche tumbado sobre el suelo o aplastado en uno de esos camastros? –Pedro le dirigió una mirada traviesa.


–Pero nuestras cosas… –ella se puso en pie tan deprisa que el kayak se bamboleó.


–Van en otra embarcación. Seguramente estarán allí ya. Hemos tomado la ruta turística.


–Eres increíble.


–Admítelo, en el fondo te encanta.


–¿Qué es eso? –Paula contempló la playa a la que estaban a punto de llegar.


–Es Mnemba, una diminuta y exclusiva isla. Tendremos nuestra propia choza de lujo, nuestra propia playa, y nuestro mayordomo.


¿Mayordomo? Era una locura. Además, el viaje por África estaba a punto de concluir.


Pedro, se supone que mañana deberíamos regresar a Dar.


–He cambiado las reservas.


–¿Cómo?


–Aún nos quedan unos pocos días.


¿Unos pocos días? ¡Oh, no! sólo se sentía capaz de soportar una noche más.


–Pero ni siquiera me he despedido de los demás.


–Conocen mis planes, al menos Bundy. Ya se lo habrá contado al resto.


–Pero tengo que tomar un avión de regreso a Gran Bretaña.


–Dame todos los detalles y haré que te cambien el billete. Volveremos juntos.


Paula dudó un instante. Aquello no era una buena idea, pero entonces contempló al hombre que les aguardaba en la orilla y las edificaciones a su espalda. ¿Quién podría negarse?


Hamim, el mayordomo, los recibió con una gran sonrisa y le tendió la mano a Paula conduciéndola directamente a sus apartamentos.


–¿Es usted modelo?


–No –ella sacudió la cabeza y rio.


–Aquí vienen muchas modelos. Usted tiene la estatura adecuada y es igual de hermosa, o aún más. Por eso pensé… –la sonrisa de Hamim se ensanchó.


¡Por favor!


El mayordomo saludó con una inclinación de la cabeza y les dejó a solas.


–¿Cuánto le has pagado? –Paula se volvió hacia Pedro, que reía.


–Nada –él alzó las manos en ademán de inocencia.


Sí, claro.


–Venga –propuso Pedro–. Vamos a echar una ojeada.


En otras palabras, iban directos al dormitorio.




SIN TU AMOR: CAPITULO 19

 


Pedro la miró detenidamente, concentrándose en los labios. Unos labios que ella se humedecía, no para provocarle o manipularle, sino porque estaban secos e hinchados. Deslizó una mano alrededor de la fina cintura mientras la otra seguía hundida en sus cabellos, y la atrajo hacia sí.


Paula cerró los ojos y entonces lo sintió. Sintió los labios de Pedro sobre los suyos. Cálidos, salados y muy tiernos. Sintió endurecerse su cuerpo y desbordarse la pasión tanto tiempo reprimida.


Se besaron, se apartaron y se volvieron a besar. Él le sujetó la cabeza hacia atrás para poder besarle la barbilla y ella se arqueó un poco más para animarle a besarla en el cuello. La delicia de las ardientes y apresuradas caricias le hizo gemir de placer.


–Paula.


Ella casi se derritió ante la simple mención de su nombre.

 

–Dentro –suplicó ella con voz entrecortada–. Quiero… dentro –quería estar dentro de la choza, lo quería dentro de su cuerpo.


Sin soltarse, caminaron por la playa hasta la choza. Pedro cerró la puerta y corrió el pestillo.


Luego abrió el saco de dormir y lo dispuso sobre la arena, creando un espacio para ambos.


–¿Has traído preservativos? –preguntó ella con un hilillo de voz.


–Sí –él la miró impávido.


Él siempre iba preparado. Por otro lado se alegraba porque contaban con una doble protección. Jamás volvería a quedarse embarazada. Tomando la píldora y usando preservativos, no habría riesgo.


Sería sexo por puro placer. Sin peligros.


De una zancada, Pedro se colocó a su lado y la giró para leerle el rostro con detalle.


El beso fue ligero y dulce, nada que ver con la salvaje pasión que había esperado. Entre ellos siempre había sido salvaje y apresurado, pero algo había cambiado. Pedro parecía saborear cada instante.


Ella mantuvo los ojos cerrados y permaneció muy quieta mientras él exploraba sus labios con la punta de la lengua antes de cubrirlos con los suyos propios, dulces y delicados. Los dedos se deslizaron por su cuello acariciándole la sensible piel. Y la lengua se hundió en su boca mientras le sujetaba el rostro alzado contra el suyo.


Paula sintió el calor en su interior, no era sólo la piel la que ardía. Sentía el interior de su vientre ardiente, húmedo, ansioso. Mientras él le besaba el cuello y le mordisqueaba la delicada piel, ella se estremeció.


Se sentía abrumada por la sensación. La práctica desnudez de Pedro, su tamaño y la cercanía hacían que le diera vueltas la cabeza. Era increíble que estuviera allí, tocándola con tanta delicadeza. Intentó tensar los músculos para evitar el descontrolado estremecimiento de todo su cuerpo, pero las piernas apenas la sujetaban.


Con suma delicadeza, Pedro la arrastró con él hasta el suelo antes de empezar a acariciarla por todo el cuerpo con ambas manos. Las puntas de los dedos se deslizaron por los hombros, siguieron por la clavícula y se juntaron en el medio antes de seguir hacia abajo. Y entonces la boca se unió a la exploración manual.


Tras desatarle el sujetador del biquini, lo arrojó a un lado y tomó los femeninos pechos con las manos ahuecadas. Paula abrió los ojos y vio la intensidad en la mirada azul mientras dibujaba círculos alrededor de los tensos pezones con los pulgares. Era bueno. Era muy bueno, y ella había intentado olvidarlo. Sin embargo, los recuerdos regresaban a toda velocidad mientras los músculos de su cuerpo se tensaban y relajaban anticipando el placer que sabía seguiría. Temblorosa, sintió cómo él introducía un endurecido pezón en su boca y lo lamía hasta que ella no pudo reprimir un ahogado gemido de placer.


Las manos de Pedro descendieron hasta la cintura, donde terminó de desnudarla.


Tomándole los pies con firmeza, le separó las piernas antes de deslizar las manos por las pantorrillas hasta las rodillas y continuar hasta las caderas de nuevo. La carnosa y sensual boca marcaba todo el camino con besos acentuados por la lengua que lamía cada punto.


A medida que se acercaba al íntimo núcleo, ella empezó a mover las caderas. Quería que llegara cuanto antes al lugar que lo aguardaba húmedo y ardiente.


Incapaz de aguantar el deseo que sentía por él, el instinto elemental y salvaje que alejaba toda cautela y razón de su mente, gimió de nuevo.


De repente él aceleró el ritmo, alzándose sobre ella y apretándose contra su cuerpo mientras ella se estremecía bajo el magnífico peso. Con la hambrienta boca abierta, Paula lo atrajo hacia sí mientras las caderas se retorcían frenéticamente bajo la maravillosa dureza.


El beso se volvió claramente erótico, íntimo y descaradamente agresivo mientras ella se lanzaba a por el botín tan decidida como él. Lo sentía estremecerse sobre ella y deslizó sus manos sobre el fornido cuerpo en un intento de abarcar tanta extensión de piel como pudiera. Ansiosa por ser tomada, apartó las piernas para maximizar el placer de ambos.


–¿Por qué sigues con los pantalones puestos? –Paula mordisqueó el labio de Pedro.


–Porque no quiero que esto acabe demasiado pronto –él rio y se apretó más contra ella.


–¿No hemos esperado ya bastante?


Sin embargo, Pedro le agarró las manos y las sujetó a los lados del cuerpo mientras se arrodillaba sobre ella, besando un pecho y luego otro, atormentando los doloridos pezones con su ardiente boca y traviesamente sexy lengua. Y de repente esa lengua empezó a descender describiendo círculos alrededor del ombligo y el decorativo piercing de plata, y luego siguió descendiendo. A la lengua le siguió una mano que separó aún más sus piernas para poder besar el sensible y secreto lugar.


Sujetándole las caderas para evitar todo movimiento, le provocó más tensión, más deseo, más necesidad.


Lo que también aumentó fue el deseo de Paula de tocarlo y, levantando los hombros del suelo tiró de los pantalones cortos hacia abajo. Él gruñó al sentirse liberado de la prenda y ella aprovechó la momentánea pausa para moverse, para explorar.


Acarició la sedosa y rígida masculinidad y le oyó soltar un juramento. Después lo besó y lo sintió estremecerse. Pedro se retorció para poder tocarla.


Acompasó sus caricias a las de ella y Paula se deleitó al poder dar rienda suelta a su deseo. Aspiró su aroma, se deleitó en el sabor salado de su piel y se apretó contra la rígida dureza. Ella también podía atormentarlo y sus movimientos se volvieron más descarados, más agresivos, más rápidos, frenéticos. Estaba desesperada por conseguir el tan ansiado placer y por el ardiente orgasmo que se aproximaba. Y, de repente, se apartó de su lado.


–Paula.


–¿Por qué has parado? –gimoteó ella mientras su cuerpo se estremecía ante la pérdida.


–Porque quiero más –rasgó el envoltorio del preservativo y se lo colocó con un rápido y brusco movimiento–. Lo quiero todo –él se alzó nuevamente sobre ella y la miró a los ojos. Entrelazó los dedos con los suyos y ella al fin pudo sentirlo, grueso y pesado, sobre ella.


Desde luego había más. Intimidad. La desnudez no sólo del cuerpo sino también del alma, y la vulnerabilidad que la acompañaba.


Se hundió profundamente, con seguridad y dureza. Ella cerró los ojos e intentó absorber las sensaciones cada vez que sus cuerpos se unían, pero no podía. La respiración abandonó sus pulmones, atrapando su grito. Y en esos breves instantes él recuperó el control mientras ella lo perdió. Llevaba demasiado tiempo necesitando aquello.


–Por favor, por favor –las uñas de Paula se hundieron en los fuertes músculos mientras alzaba las caderas para forzar el ritmo que tan desesperadamente ansiaba, deseando que se hundiera en su interior.


Y él la complació, embistiendo una y otra vez.


Las femeninas manos se deslizaron por los anchos hombros, deleitándose en la musculatura, saboreando la increíble dureza del cuerpo que la mecía a un ritmo frenético. Aquello no podía estar mal. Tenía que estar bien. Nada le había parecido nunca tan bien.


No necesitó mucho tiempo, no podía después de sentir tanto deseo por él. Jadeó de forma más audible e histérica hasta que, demasiado pronto, él atrapó su boca con la suya y recogió con ella el grito, al que se sumó el suyo propio mientras se sacudían al alcanzar la cima y experimentaban la caída libre inmersos en las sensaciones.




SIN TU AMOR: CAPITULO 18

 


Paula atravesó la estrecha franja de arena y contempló el horizonte. El color del agua resultaba hipnótico y le flaqueaban las piernas. Se sentía irremediablemente atraída de nuevo por él, pero en aquella ocasión no iba a permitir que la fuerza arrolladora de Pedro Alfonso la derribara. En aquella ocasión iba a ser ella la que llevara las riendas.


Contempló el infinito mar azul y supo lo que deseaba.


Regresó sobre sus pasos. Pedro había organizado un partido entre los chicos sobre la arena.


Se enfrentaban dos equipos: los pasajeros de la camioneta contra los locales. Paula se sentó a la sombra y contempló un rato el partido hasta que su cuerpo ya no soportó más la quietud y dirigió su atención hacia una red suspendida entre un árbol y un palo. Voleibol playero, ésa sí que era una manera de quemar energías. No podía seguir mirando a Pedro mientras jugaba descalzo y vestido únicamente con unos pantalones cortos. Su bronceado cuerpo brillaba bajo el ardiente sol.


Tomó un balón de detrás de la barra del bar y se dirigió a la red llamándolo a su paso por el improvisado campo de fútbol. Pedro abandonó el partido de inmediato y la siguió.


–¿Te apetece jugar? –él contempló la red.


–Debo advertirte: soy bastante buena –Paula sonrió mientras giraba el balón en la mano.


–Yo sólo juego para ganar, Paula –Pedro aceptó el desafío y apostó–. La cuestión es saber qué nos estamos jugando…


–Eso no –ella respiró hondo.


–Entonces, ¿para qué? –la masculina sonrisa lo decía todo.


–No importa porque te voy a dar una paliza –Paula se quitó la camiseta quedándose en biquini y pantalones cortos y contempló divertida la expresión en el rostro de Pedro. Había pasado de seductora a tórrida.


Pasó por debajo de la red y sacó el balón. Le irritó comprobar que casi le igualaba en el juego. ¿Acaso no había ningún deporte que ese hombre no dominara? Sin embargo, el ejercicio no consumió el exceso de energía que se había acumulado en su cuerpo. A medida que el duelo continuaba, sintió aflorar su agresividad. La frustración era cada vez mayor y Pedro se convirtió en su diana. Ya no pretendía que el balón tocara el suelo en su campo, lo que quería era golpearle con él. Quería provocar, comprobar si el pirata seguía vivo. Con un contundente golpe proyectó el balón al otro lado de la red.


Pedro ya no sonreía. Los juegos se prolongaban, volviéndose cada vez más intensos. Paula no tenía ni idea de cuál era el tanteo. No le bastaba con ganar, quería conquistar.


Hubo cierto barullo al llegar otro grupo de turistas y Pedro se volvió hacia ellos en el preciso instante en que Paula se preparaba para servir. Aprovechándose de su despiste, golpeó el balón con todas sus fuerzas.


Se estrelló con un ruido sordo contra el pecho de Pedro, que dio un paso atrás y soltó un juramento.


Paula no pudo evitar echarse a reír.


Un segundo después, él corría tras ella.


–El voleibol no es un deporte de contacto –gritó Paula.


A consecuencia del placaje de Pedro, acabó tumbada boca abajo antes de que él la levantara en vilo, echándosela sobre el hombro.


–Necesitas refrescarte.


Un instante después, la arrojó a las olas. Paula se hundió y se giró, buceando en las cálidas aguas, que aliviaron la tensión y la sedujeron con su sabor salado. Abrió los ojos y siguió la estela del sol sobre el fondo arenoso del mar. Permaneció sumergida hasta que los pulmones pidieron aire a gritos y no pudo ignorar el dolor que sentía en todo el cuerpo.


Posando los pies en el suelo, salió del agua y lo buscó.


Pedro apareció repentinamente a su lado. Alto, rápido, musculoso, atento. Sus miradas se fundieron mientras permanecían de pie con el agua a la altura de la cintura.


Las gotas de agua resplandecían mientras resbalaban por la dorada piel. Los músculos estaban tensos y la mandíbula encajada. Las pupilas desproporcionadamente grandes.


Y entonces lo supo. Era una locura, pero ya no había ningún motivo para luchar, no había elección. Paula supo lo que quería y dio un paso al frente, y luego otro.


Pedro la contemplaba inmóvil, salvo por el pecho que se movía frenético mientras jadeaba audiblemente, más que cuando jugaba al fútbol a pleno sol. Pero no dijo nada.


Ella dio dos pasos más hasta que sólo les separaron dos o tres centímetros. Buscó su mirada, pero él bajó la vista como si no quisiera leerle el pensamiento. Se acercó un poco más hasta sentir el masculino aliento en la mejilla y acercó la boca a la dorada piel.


–Esto no es buena idea –murmuró él.


–Es una idea muy mala –admitió ella deslizando los labios sobre sus hombros, saboreando la deliciosa sal y saboreando el pequeño gemido que escapó de los masculinos labios.


–Es una locura –Pedro le acarició la frente con la boca.


–Una estupidez –ella deslizó la lengua por el fuerte cuello.


–Una tontería –él respiraba entrecortadamente.


–Una chaladura –ella apoyó las manos en el pecho y sintió el galopar de su corazón.


–Absolutamente descabellado –susurró él junto al oído.


–Irresistible –Paula cerró los ojos e inclinó la cabeza–. Inevitable.


Se quedaron paralizados. Habían llegado al momento. Había que tomar una decisión.


–«Inevitable» –Pedro la miró a los ojos–. ¿Estás segura?


–¿Acaso hay elección? –preguntó ella.


–Siempre hay elección –él deslizó los dedos entre sus cabellos y le levantó la cabeza.


Paula echó la cabeza un poco más atrás, permitiendo que sus pechos se apretaran contra el fornido torso y abriendo ligeramente la boca.


–Sólo una vez.


–¿Por los viejos tiempos?


–No soy la misma persona que hace un año –ella sacudió la cabeza.


–Yo tampoco –contestó él en tono serio, aunque sin dejar de devorarla con la mirada–. ¿Una aventura de una noche?


–No debería haber pasado de ahí.


–Casarnos fue un error –él asintió.


–Un error enorme.


–No volveré a hacerlo. No puedo ofrecerte más que…


–Eres un tipo para divertirse un rato. Lo entiendo –interrumpió ella–. No busco nada más.


–Pero la última vez…


–Yo era muy ingenua. Confundí la lujuria con amor. Pero ahora lo tengo claro.


Aun así, él dudó.


La última vez él había estado al mando, pero en esos momentos se reprimía. La rigidez, el control, no hacía más que aumentar su deseo por él. Tenía que forzar la situación.


–Te deseo, Pedro. Como amante. Para una noche. Nada más.


Una noche para deleitarse y para expurgar la atracción. Quizás entonces sería realmente libre para seguir su camino. En esos momentos no quería pensar, sólo quería sentir.




martes, 22 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 17

 


Unos minutos después, que parecieron horas, supo que él aún estaba despierto. Sentía la electricidad entre ellos. Decidió contar ovejas, pensar en algo bonito, cerrar los ojos y relajar conscientemente los músculos.


Falló.


–¿Pedro?


–¿Sí…?


–¿Estás despierto?


–Es evidente que sí.


–¿Les dijiste a tus padres que te habías casado? –ella sonrió y se tumbó de lado frente a él.


–¡Cielos, no! –él soltó una carcajada.


–¿Por qué no?


–Bueno, para empezar, me abandonaste antes de que pudiera hacerlo. Y por otro lado, ellos ya acumulan suficientes matrimonios fracasados como para que yo añadiera uno más al lote.


–¿Tus padres están divorciados?


–Tres veces cada uno. Mamá va por su cuarto matrimonio y papá no tardará en alcanzarla.


–¡Bromeas! –Paula desearía poder ver su rostro.


–¿Crees que me inventaría algo así?


–¿Cuándo se divorciaron entre ellos? –aquélla debía haber sido toda una experiencia.


–¿De verdad quieres saberlo? –él suspiró.


–Sí.


–Se separaron cuando yo tenía doce años. Mamá se volvió a casar ese mismo año y papá al año siguiente. Un año más tarde, ambos se divorciaron de nuevo. Para serte sincero, a partir de ese momento empecé a perder la cuenta.


–¿Y qué pasó contigo?


–¿A qué te refieres? –contestó Pedro a la defensiva.


–¿Con quién te fuiste a vivir?


–Repartía mi tiempo entre los dos.


Paula hizo una mueca. Ella al menos había tenido cierta estabilidad.


–¿Qué tal eran tus padrastros?


–Depende de cuál.


–¿Tuviste hermanastros?

 

–Ocasionalmente. Durante cierto tiempo –el tono indicaba el final de la conversación.


–¿No tienes hermanos? –ella hizo caso omiso. Dado lo poco explícito que se mostraba, debía haber sido muy duro para él.


–No.


Desde luego el tema de conversación había acabado y como para reforzar su intención, Pedro se apresuró a hacer él las preguntas.


–¿Y tú qué? ¿Cómo se lo tomaron tus tíos?


–No llegué a decírselo –contestó ella con la mente aún centrada en las revelaciones de Pedro.


–¿En serio? –exclamó él–. ¿Cuándo fue la última vez que los viste?


–Pues no sé. Hace más de un año.


–¿Hace más de un año? ¿Antes de lo nuestro?


–Sí –ella se encogió de hombros–. No estamos muy unidos.


–Es evidente –aún en la oscuridad se notó que fruncía el ceño–. Lo pasaste mal, ¿verdad?


–No tanto, Pedro –de modo que pensaba que a ella le había ido peor que a él–. Tenía mis necesidades cubiertas, pero no encajaba allí –no había sido desatendida físicamente, pero sí emocionalmente–. Yo no era lo que ellos querían y no conseguía serlo –lo había intentado durante mucho tiempo, pero ellos no la habían deseado ni amado–. No fue culpa suya. Ellos no pidieron cargar conmigo.


–Eres demasiado generosa. Deberían haber deseado tenerte con ellos. Deberían haberte amado –dijo él–. También fuiste demasiado generosa conmigo.


¿Por qué? ¿Por haber querido entregarle su corazón? ¿Por creer en la felicidad eterna? Al menos por fin comprendía un poco mejor la actitud que había mantenido con ella.


–Siento haberte hecho daño –insistió él.


–No fue todo culpa tuya –Paula sonrió y sacudió la cabeza. Aquello, en parte, había sido imposible de prever–. Yo acepté. De no haber sido tan estúpida no hubiera sucedido nada.


Había deseado tan desesperadamente creer que alguien podía amarla, que alguien podía enamorarse perdidamente de ella… Qué ingenua.


–Fuiste como un pirata, arrasando con todo y llevándote lo que querías a tu paso.


–Sí, pero he aprendido la lección.


Desde luego en esos momentos no estaba intentando conseguir lo que deseaba. Y aunque una parte de ella quería que lo hiciera, el resto lo respetaba por no hacerlo.


–¿Por eso te dedicas a casos de divorcios? –Paula siguió reflexionando sobre lo que le había contado–. ¿Por tus padres?


–En parte. Siempre quise ser abogado y la resolución de disputas me pareció una salida natural dada la práctica que tenía.


¿Práctica en resolución de disputas? Debió haber sido un ambiente muy desagradable.


–La gente necesita que alguien les salve de sí mismos –él suspiró.


–Te refieres a gente como nosotros… –Paula rió antes de sentir que algo aterrizaba sobre su rostro–. ¡Ay!


–Basta de charlas. Ahora a dormir.


Lo que le había golpeado era la camiseta de Pedro y ella la colocó bajo su cabeza junto al jersey mientras se decía que la felicidad que sentía era por la comodidad de la almohada, no por el mareo que le provocaban las deliciosas feromonas.



SIN TU AMOR: CAPITULO 16

 


Hacía muchísimo calor, el sol había despertado a plena potencia y a Pedro no le ayudaba estar sentado en el asiento próximo al pasillo viendo las bronceadas piernas de Paula. El trayecto durante la noche casi había supuesto su muerte. Si bien había disfrutado de la conversación, deseó que hubieran estado a solas, o que al menos lo estuvieran en ese momento. De ser así le daría un tirón a ese fino tobillo y la atraería hacia sí para besarla, como había soñado hacer desde hacía días. Mientras la había observado descansar sobre el montón de tiendas había fantaseado con el colchón que improvisaría si estuvieran solos. La frustración lo volvía loco. Después de ella no había habido ninguna más y en esos momentos estaba completamente seguro de que no deseaba a ninguna otra. Sin embargo, sería una enorme estupidez. Ya habían enfangado sus vidas con lo que habían hecho la última vez que habían cedido a la tentación. Deseaban cosas distintas: ella la felicidad eterna y el compromiso, y él simplemente divertirse. Pero sólo quería divertirse con ella.


Dar es Salaam apareció antes sus ojos. Al fin. Grande y bulliciosa. ¿Cuándo demonios llegaría el barco que les llevaría a Zanzíbar? Pedro estaba harto del recorrido turístico. Claro que podía bajarse de la camioneta, despedirse de los demás y seguir su camino, pero disfrutaba demasiado de la compañía de Paula como para marcharse. Además, albergaba una pequeña esperanza. Había visto esa luz en sus ojos. No podía marcharse.


Tras lo que pareció una eternidad, al fin Paula pudo desembarcar en la isla de Zanzíbar. Necesitaba descansar. La falta de sueño de la noche anterior empezaba a enturbiarle la razón y estaba pensando cosas que no debía pensar.


Cosas tentadoras. Cosas malas.


En el instante mismo en que él le había pedido que se mantuviera alejado, ella había sentido el deseo de hacer justo lo contrario. De modo que se subió al Jeep y dejó un hueco para que pudiera sentarse a su lado camino de una de las playas en un extremo de la isla.


Había cuatro bandas, o chozas, dispuestas en fila y otras cuatro detrás de las primeras. El resto del complejo turístico consistía en un bar restaurante al aire libre y unos lavabos sin techo. Todo de lo más básico. Pero increíblemente hermoso.


Entró en la choza que les habían asignado. La estructura era en forma de «A», de madera y hojas de palma, y el único mobiliario consistía en cuatro camastros de aspecto incómodo y apenas más anchos que una cama individual. No había suelo, simplemente la suave arena bajo los pies, y la puerta estaba hecha de hojas de palma entretejidas.


Paula se volvió y lo vio parado en la entrada. Los dioses del tiempo habían sido benévolos y Pedro había podido dormir bajo la mosquitera todas las noches. Pero las tiendas estaban en la camioneta y allí sólo había unas espaciosas y oscuras chozas.


–No creo que debamos compartirla –sentenció él –. Preguntaré si hay sitio en alguna otra…


–No pasa nada –interrumpió ella evitando mirarlo. Eran adultos. Podrían con ello.


Además, en la choza no podrían dormir pegados, salvo que durmieran uno encima del otro. ¡Cielos! ¿Acaso no era eso precisamente lo que deseaba?


No.


Durante el resto de la tarde, por un tácito acuerdo, se evitaron el uno al otro. Al anochecer, se sentaron en extremos opuestos del bar y participaron de la conversación con los demás. Paula no bebió, y notó que él tampoco lo hacía. El menor atisbo de embriaguez le haría perder la fuerza de voluntad, haciéndole imposible resistirse a la tentación.


De modo que remoloneó en el bar hasta bien entrada la noche. Después se puso el pijama en los lavabos y esperó un tiempo prudencial antes de volver a la choza.


No miró en su dirección mientras se metía en el saco de dormir.


–Buenas noches, Paula –Pedro apagó la linterna.


–Buenas noches, Pedro.


El camastro crujió a cada uno de los movimientos de Paula, que intentaba doblar el jersey para hacerse una almohada. Pedro murmuró algo sobre la longitud de la maldita cama y luego no hubo más que silencio.




SIN TU AMOR: CAPITULO 15

 


No había vez que Paula levantara la vista que no se encontrara con la mirada de Pedro. Siempre que conversaba con otra persona, lo observaba e, invariablemente, él la pillaba haciéndolo, igual que ella. Sencillamente, eran incapaces de dejar de mirarse.


La atracción sexual era ciega ante los defectos del otro. Se trataba de pura química.


Intentó poner cierta distancia entre ellos, sentándose sobre el exterior de la camioneta con la excusa de tener una mejor vista. Pero las barras de hierro le hacían daño en el trasero y no tuvo más remedio que regresar al asiento.


Aunque le había pedido que se mantuviera alejado de él, le resultaba imposible.


Intentó razonar. Quedaba un largo camino hasta Dar es Salaam e iban en una camioneta con otras doce personas. Nada podría suceder y la proximidad física no era peligrosa.


–Háblame de tu negocio –Pedro empezó a hablar en cuanto ella se sentó a su lado.


–Es un negocio de alquiler –ella asintió. Hablarían de cosas personales, pero no íntimas.


–¿Alquiler de qué? ¿Lavadoras? ¿Secadoras? ¿DVD?


–Accesorios.


–¿Accesorios de qué?


–Accesorios de moda –al ver su mirada perpleja, se apresuró a aclarárselo–. ¿Qué le dijo el hada madrina a Cenicienta?


–¿Que regresara antes de medianoche?


–Bibidi Babidi Bu. Y, ¡zas! Bueno, pues mi idea es parecida. Soy el hada madrina a la que acudes cuando necesitas vestir con glamour, pero no puedes permitírtelo –soltó una carcajada–. Ni te imaginas la de bolsitos y zapatos que tengo.


–No me malinterpretes, Paula –Pedro se giró en el asiento y la miró de frente–, pero no me pareces una esclava de la moda, una seguidora de tendencias.


–Lo sé –suspiró ella–. Soy una burda imitación. O al menos lo era. ¿Sabías que me gasté hasta el último céntimo de mi préstamo de estudiante, y contraje una enorme deuda con la tarjeta de crédito, comprando zapatos, bolsos y demás? ¿Y quieres saber lo peor? –soltó una carcajada ante su ridículo comportamiento–. Pues que nunca tuve el valor de ponérmelo. Todo está ahí, sin estrenar y en sus bolsitas de plástico.


Sacudió la cabeza. Había deseado parecer femenina y estupenda, pero había estado demasiado sumida en la fase «fundirse entre las sombras». Era como una especie de adicción. Había sido una compradora compulsiva.


–Me costó muchísimo recuperarme –había saldado la deuda tras un par de años compaginando dos o tres trabajos, y no tenía ninguna intención de volver a caer–. En lugar de permitir que todos esos elegantes objetos acumulen polvo, lo que voy a hacer es sacarles provecho. Y por eso, añadiendo unos pocos más, los voy a alquilar. Ya tengo pensada, y medio construida, la página web, y estoy buscando un local –paró para respirar, consciente de haber estado parloteando–. ¿Te parece una estupidez?


–No –él parecía algo confuso–. Creo que podría funcionar. En serio.


Paula sabía que funcionaría porque estaba convencida de que ahí fuera había más de una mujer como ella, que quería algo, pero no se lo podía permitir, y tratándose de algo que no se iba a utilizar a diario, ¿no era mejor alquilar que comprar?


–Los zapatos que llevabas en el cráter…


–Sí, son espectaculares.


Pedro soltó una carcajada.


–Es una locura, lo sé –ella también rió.


–¿Por qué te los pusiste ayer?


Paula se encogió de hombros negándose a reconocer que había sido por su causa.


–Deberías ponértelos más a menudo.


–Tengo algunos con los tacones más altos aún –ella no pudo evitar sonreír.


–No puede ser.


Paula asintió y le habló de algunas de sus otras compras sin sentido. Adoraba la sonrisa de Pedro y adoraba sus preguntas y su interés por el negocio. Hablaron durante horas, hasta que todos a su alrededor estuvieron dormidos excepto Bundy, que seguía al volante.


Después no hablaron más. Mientras la camioneta continuaba con su traqueteo y el ensordecedor rugido del motor, Paula al fin decidió apartarse tumbándose en el lugar más cómodo del vehículo: el pasillo en el que estaban apiladas las tiendas de campaña. El techo seguía descorrido y pudo disfrutar de una increíble vista de las estrellas. La oscuridad era tan profunda que apenas distinguía las siluetas de los demás pasajeros, pero de una cosa estaba segura: él la observaba.





lunes, 21 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 14

 

Paula montó la tienda en un tiempo récord, desesperada por meterse en un agujero aunque sólo fuera unos minutos. Gateó al interior rápidamente y subió la cremallera. Respiraba entrecortadamente, y sudaba. Un día entero apretujada contra Pedro, sin tenerlo realmente, resultaba agotador para cualquier mujer. Sentía una gran agitación, y no era por los baches de la carretera. A pesar del cansancio estaba muy lejos de sentir sueño. Los recuerdos y las palabras, pronunciadas o no, daban vueltas en su mente como en una enloquecedora noria.


Deseaba acallar los rumores, apagar el botón de encendido que la mera presencia de Pedro había pulsado. Como si no hiciera ya bastante calor en África, él se empeñaba en subir la temperatura varios grados con sus leves caricias y ojos escrutadores. Cada vez que la rozaba, de su piel saltaban chispas y el deseo aumentaba.


Las gotas de sudor cayeron por el cuello y se acumularon entre los pechos, unos pechos hinchados y sensibles. Se moría por una ducha de agua fría. La fantasía era casi tan buena como la otra que danzaba en el fondo de su mente, aquélla que le hacía sentir más calor y cuyo origen no era una ducha sino un hombre.


Pero ninguna de las dos opciones era posible en esos momentos. Desde luego, podría ducharse, pero eso implicaría salir ahí fuera y pasar delante de los chicos que jugaban al fútbol, y le flaqueaban las piernas. Sin embargo, sí se dio un lujo. Llevaba toallitas húmedas y sacó algunas del paquete. Con las piernas cruzadas, cerró los ojos y deslizó las toallitas por la ardiente y sensible piel.


El zumbido sonó fuerte y acelerado. Paula se quedó paralizada y se apresuró a recoger el sujetador del biquini, pero él fue más rápido y le agarró las manos, apartándolas del desnudo cuerpo. Con la otra mano, bajó la cremallera, quedando encerrados en la tienda.


–Creía que ibas a jugar al fútbol –exclamó ella.


–Necesitaba… una cosa –Pedro se tomó su tiempo en contestar.


–¿El qué? –ella lo animó a continuar.


–No lo sé –los ojos de Pedro desprendían fuego.


Pedro –Paula intentó sacudir la cabeza, pero la ardiente llama le impedía moverse.


De todos modos, Pedro no parecía oír nada. El deseo que reflejaba su mirada igualaba el que ella sentía en su interior. Los erectos pezones prácticamente gritaban que los tocara. Sentía la tensión en los pechos y, a pesar de todo lo sucedido, deseaba que él los tomara con sus manos ahuecadas y que los besara. Deseaba que aliviara el angustioso tormento.


Pedro tenía la mandíbula rígida. Lentamente alzó los ojos y sus miradas se fundieron. Entre ellos ardía la fiebre. Con un gruñido se dio media vuelta y salió de la tienda.


Paula cayó de lado sobre el saco de dormir. ¿Qué demonios estaba haciendo? Se puso apresuradamente una camiseta y salió de la tienda. Pedro estaba apartado del resto, pateando con rabia un balón contra un árbol. Lo golpeaba sin precisión, una y otra vez.


–No te acerques a mí –rugió al verla aproximarse.


–¿Por qué no? –ella se paró en seco.


–Porque me muero por besarte. Me muero por hacer algo más que besarte –el balón volvió a golpear el árbol–. No tienes ni idea de lo que me gustaría hacer contigo.


Ella sintió que el calor invadía sus rincones más secretos mientras respiraba entrecortadamente.


–Empezamos algo, Paula –él la miró fijamente con las manos apoyadas en las caderas–. Y para mí aún no ha acabado. Pensaba que sí, pero no –volvió a golpear el balón con saña–. Pero no quiero volver a cometer el mismo error. De modo que no te acerques a mí.