—Sube al coche.
—Vete al infierno.
Paula le ignoró y siguió andando. Pedro levantó el pie del freno y dejó que el Jaguar se deslizara cuesta abajo. Hablaba con ella a través de la puerta del pasajero, que llevaba abierta, y que oscilaba peligrosamente con los baches del camino.
—¿Quieres que te diga que lo siento? De acuerdo. Siento haber dicho la pulla sobre tu padre. Y ahora sube.
—Muérete.
—Paula, no hagas que me baje. Será peor.
—Me muero de miedo.
Pedro lanzó un grueso taco.
—Sube al maldito coche.
Paula se detuvo. Pedro frenó.
—Ni voy a subir al coche, ni voy a ir contigo a ninguna parte, nunca. ¿Está suficientemente claro?
—Sí. Y ahora sube para que podamos discutirlo.
Con un bufido, ella echó a andar otra vez.
—No hay nada que discutir. Te odio.
—¿Desde cuándo?
—Desde siempre.
—Pues tienes una manera muy curiosa de demostrarlo.
—No tienes que caerme bien para que haga el amor contigo.
—¿Ah, no?
—No.
—¿De modo que te has convertido en toda una mujer de mundo?
—Justamente.
Pedro se echó a reír. Paula volvió a pararse y asomó la cabeza al interior del vehículo.
—Lárgate.
—No. Entra en el…
La bocina de otro coche dejó la frase en el aire. Paula reconoció la ranchera que se acercaba y sintió un vacío en el estómago. Rápidamente, subió al coche y cerró la puerta.
—Es Pablo.
Pedro lanzó un taco más expresivo aún que él anterior. Detuvo el coche en la cuneta. Pablo paró junto a ellos.
—¿Dónde os habéis metido? He estado buscándolos por toda la ciudad —gritó Pablo por la ventanilla—. ¿Qué ha pasado, Paula? ¿A qué viene tanto retraso?
Paula se inclinó hacia delante con la esperanza de que su hermano no se diera cuenta de su sonrojo a esa distancia.
—Ya íbamos. Ha surgido un asunto que no podía esperar.
—Y que lo digas —murmuró Pedro.
Paula le asestó un puntapié para que mantuviera la boca cerrada.
—Adelántate, Pablo. Nosotros iremos detrás.
Pablo hizo un gesto con la mano y puso la ranchera en marcha. Pedro no movió un solo músculo.
—Quieres, por favor, seguirle.
Pedro la miró fijamente. Paula le mantuvo la mirada desafiante.
—Esto no acaba aquí —dijo él.
Puso en marcha el motor y salió a toda velocidad, levantando una lluvia de chinarro y polvo. No dijeron palabra hasta que llegaron a la casa de Pablo. La fiesta ya se había animado y pronto se vieron separados por las muchas personas que querían consultar con Pedro. Paula le observó desenvolverse como un político consumado, estrechando manos a diestro y siniestro y contestando a todas las preguntas que le formulaban.