miércoles, 2 de septiembre de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 31

 


Paula no se había dado cuenta de su presencia. De repente, sintió una presión en la espalda mientras él le cubría las manos con las suyas. Se quedó inmóvil, la había atrapado, pero no tenía miedo. Cerró los ojos y dejó que fuera él quien eligiera el camino, sabiendo que cuando lo hiciera, ella estaría allí para él… ¿para qué?

—Este sitio me recuerda a ti, ¿lo sabías? Durante años no pude disfrutar de la playa por los recuerdos que despertaba.

Pedro

—No digas nada.

No estaba bien, sabía que no debía tocarla, que no debía desearla, pero la verdad era que la deseaba. Se dijo a sí mismo que sólo era la reacción física ante un viejo recuerdo, pero saberlo no era lo mismo que ignorarlo. Cuanto más la veía, más la deseaba y cada día era una nueva prueba para su fuerza de voluntad.

Debía separarse, iniciar una charla intrascendente, empezar con la comedia. Sin embargo, no tenía fuerzas para retomar la pelea en el punto donde la habían dejado. Cada fibra de su ser le exigía que dejara aquella farsa civilizada y la hiciera suya. Entrelazó los dedos con los de ella, más para contenerse él mismo que para sujetarla.

Había sentido el deseo muchas veces en su vida, pero aquél estaba multiplicado por mil debido a lo que había sentido por Paula, a lo que sentía por ella en ese momento. Cerró los ojos y apoyó la mejilla sobre su cabeza mientras intentaba dominarse. Era inútil. Su aroma le envolvía y sintió que su cuerpo respondía excitándose.

Era peligroso, una auténtica locura desearla, pero el deseo estaba allí y era tan real y vital como los latidos de su corazón. Deseaba tocar las suaves curvas de su cuerpo, acariciarla, absorberla. Hacía que se sintiera a salvo cuando todo lo demás era inseguro. Hacía que se sintiera fuerte en su interior, no en lo externo, donde ya conocía su propio valor. Pero lo mejor, o lo peor, era que le hacía sentir.

Pedro suspiró y se dejó llevar por la tentación. La apretó contra él, sintió sus nalgas contra la extrema erección que experimentaba. Hervía con el deseo de hacerle el amor. Allí, en aquel momento, sobre las maderas del malecón, con el viento enredándole los cabellos y el sol hundiéndose en el mar.

Paula sintió toda la longitud de su miembro a través de la tela fina del vestido y las entrañas le ardieron. La brisa fresca hacía que la falda golpeara contra sus piernas. No le importaba. Estaba bien protegida en el capullo que formaban sus brazos. Echó la cabeza hacia atrás para apoyarla en su pecho, disfrutando del calor de su cuerpo.

Era demasiado. Quería verle la cara, observar el deseo en sus ojos aunque él simulara no sentirlo. Se dio la vuelta con una sonrisa de anticipación en los labios. La sonrisa desapareció en cuanto vio su cara. Sabía que la deseaba, pero la fuerza del anhelo que reconoció en sus ojos era algo inesperado. Sintió un poco de miedo.

Pedro vio su deseo reflejado en los ojos de ella. La verdad, había dicho Paula. Bien, la verdad estaba tan clara como el cielo impoluto que los cubría. La deseaba. Y Paula lo deseaba.

Un hombre y una mujer.

Sin pasado.

Sin futuro.

Sólo el presente.

Así de sencillo.




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