viernes, 4 de septiembre de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 36

 


Pedro estaba enfadado. Lo último que le apetecía era ir a una fiesta aburrida para interpretar el papel del promotor benevolente con los vecinos de la ciudad. En la cama se estaba bien, se sentía vago, como si el proyecto y la ciudad fueran de otra época. Había olvidado la sensación de estar entre los brazos de Paula y no quería perderla, todavía no. Sin embargo, ella no estaba dispuesta a permitírselo. La realidad de la situación volvía con toda su fuerza.

Aún no estaba preparado para que eso sucediera. Se sentó al borde de la cama y le hizo señas para que se acercara. Ella le hizo caso de mala gana. Pedro la atrajo hasta que quedó de pie entre sus piernas.

—No seas tan rígida —dijo con suavidad—. Ya llegamos dos horas tarde. ¿Qué significa otra hora más?

—¡Pedro! Juro que eres incorregible.

Paula se apartó de él. Cogió su bolso y sacó el lápiz de labios. Le habló mientras se retocaba el maquillaje.

—Ya nos hemos excedido. No sé qué voy a contarle a mi hermano.

—Dile la verdad —repuso él dejando traslucir su enfado—. Dile que has pasado el tiempo haciendo el amor con Pedro en la cama de papaíto.

La mano de Paula se quedó inmóvil en el aire. Primero miró a Pedro y luego a la cama. Parecía que había olvidado algo más que la fiesta, había olvidado dónde estaba. La enorme cama doselada se erguía en el centro de la habitación como un sonriente monstruo de reproches.

«La cama de papaíto»

—Muchas gracias por recordármelo, Pedro.

Tiró la barra de labios al interior del bolso y lo cerró con un ruido seco. Salió del cuarto sin decir palabra, cerrando de un portazo.

—¡Paula! ¡Maldita sea! —gritó él mientras trataba de ponerse los pantalones a la pata coja—. ¡Vuelve!

Paula corrió hasta que llegó a su coche. Abrió la puerta y recordó que se había dejado las llaves en la cocina. Por nada del mundo volvería a entrar en aquella casa, prefería ir caminando. Sin pensárselo dos veces, echó a andar por el camino de las dunas. Sus tacones crujían en el polvo, pero no aminoró el paso.

Pensó que no le importaba lo que su hermano pensara de ella cuando llegara a su casa. Tampoco importaba lo más mínimo la razón por la que Pedro la había llevado a la cama. ¿No había disfrutado? Pues eso. Era lo único que importaba. Aunque sólo se tratara de demostrar que podía seducirla.

Y vaya si podía.

Sin esfuerzo.

Fantástico.

Quizá necesitara satisfacer los tormentosos sentimientos que albergaba en contra de su padre. Bien. Podía soportarlo. Las había pasado mucho peores.

Había sido una decisión suya, Pedro no la había obligado. Ya era una mujer adulta y podía irse a la cama con quien le viniera en gana, ¿no? No estaba dispuesta a avergonzarse de lo que había hecho.

Ya era mayor y la niñas mayores no lloran. ¿De acuerdo? De acuerdo.

Con determinación, Paula ponía un pie delante del otro, intentando con todas sus fuerzas ignorar las lágrimas ardientes de frustración, rabia y dolor que se acumulaban en sus ojos.




jueves, 3 de septiembre de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 35

 


Se quedaron inmóviles, satisfechos, felices, y, por mutuo acuerdo, en silencio. Había demasiadas cosas que decir y las palabras no habrían conseguido sino echar a perder la belleza del momento. El silencio fue roto por el teléfono. El contestador se puso en marcha automáticamente.

—¡Hola! ¿Hay alguien ahí? ¿Pedro? ¿Paula? Si estáis ahí coger el teléfono, por favor.

Paula le empujo y se sentó en la cama.

—Es Pablo.

—No contestes —dijo él.

—Bueno —prosiguió Pablo—. Ya que no estáis dejaré un mensaje. ¿Dónde os habéis metido? Lorena no puede servir la comida hasta que no estéis aquí. Y todo el mundo tiene un hambre de lobo. ¡Venga, chicos! ¡Es hora de divertirse! ¡Venid a la fiesta!

El contestador se desconectó.

—¿Fiesta? —preguntó Pedro—. ¿Qué fiesta?

Paula gimió y se llevó las manos a la cabeza. Pedro se las apartó.

—¿Qué fiesta, Paula?

—La de Pablo. La fiesta para celebrar el comienzo de las obras. ¿No te avisó Lorena?

—Sí, mencionó algo sobre una fiesta. Pero no paraba de parlotear y no recuerdo que me dijera cuándo era. ¿Era hoy?

—Es ahora.

Pedro la miró con incredulidad.

—Nos imaginamos que lo habías olvidado y me enviaron para avisarte.

—¿Y qué más?

—Lo olvidé…

Pedro sonrió a su manera.

—No bromees.

Paula ignoró el calor que había en aquella sonrisa y le dio un cachete en la cabeza.

—Deja que me levante.

Cogió sus ropas y entró en el baño para refrescarse. Cuando salió, Pedro seguía tumbado desnudo sobre la cama.

—Date prisa —le urgió—. Ya llegamos con dos horas de retraso.

—No me apetece ver a tanta gente ahora mismo. Vuelve a la cama.

Pedro, no seas ridículo. Tenemos que irnos.

—¿Por qué?

—Porque nos esperan.

—¿Y qué?

—Que si no aparecemos todo el mundo empezará a preguntarse dónde nos hemos metido y qué estamos haciendo. Murmurarán.

—Me importa un bledo.

Paula se acercó a la cama con las manos en las caderas. Contempló por un momento su aspecto despeinado.

—Ya sé que no te importa. A ti nunca te ha importado lo que pensara la gente. Pero yo soy la alcaldesa y a mí sí me importa. Ahora levanta y vístete.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 34

 


Pedro se incorporó sobre un codo para mirarle la cara. Estaba congestionada, los ojos cerrados con fuerza, como si sintiera algún dolor. Sin embargo, él sabía que no. Todo su cuerpo vibraba bajo sus caricias, y el placer que eso le proporcionaba sólo se ensombrecía ante la urgencia de su propia necesidad.

Paula abrió los ojos y le sonrió lentamente. Él le devolvió la sonrisa.

—Quiero hacer el amor contigo —susurró.

Paula le acarició en el centro del placer. Pedro cerró los ojos y ella tomó el miembro entre sus dedos. Le acarició lentamente, con movimientos largos y firmes hasta que él le sujetó la muñeca para detenerla.

—No más.

Pasó un brazo por encima de ella, abrió un cajón de la mesilla de noche y rápidamente se protegió. Antes de que ella pudiera hacerle algún elogio por su consideración, Pedro estaba en posición entre sus piernas. Mientras lo miraba, ella pensó que nunca había habido un hombre tan magníficamente viril como él, en posición y listo para hacerla suya.

Entró en ella.

Paula se perdió cuando él la colmó. Cada movimiento de sus nalgas le hundía más profundamente en ella. Le rodeó la cintura con las piernas y recibió sus empujes con suspiros y gemidos. Eso era lo que ella había deseado desde el principio. Ser suya, ser parte de él, estar maravillosamente unidos, tanto que no estaba segura de dónde acababa ella y empezaba él.

Pedro había alcanzado el delirio. Ella era tan suave, tan firme, tan ardiente que cada vez que se hundía en ella pensaba que acabaría ahogándose en su plenitud. Le levantó las nalgas para profundizar la penetración, pero en vez de prolongar el placer sólo consiguió acelerar su propio alivio. Intentó detener el rugido de su cerebro pero su cuerpo no le hizo caso. Con un último gemido, dejó de resistirse y saltó al vacío para dejarse caer en el paraíso.

Apoyó la cabeza en la dulce almohada de sus pechos mientras recuperaba el aliento. Sintió que Paula le acariciaba la cabeza, los cabellos húmedos de la nuca.


ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 33

 


Al mirarlo a los ojos, recordó la última vez que le dijo aquellas mismas palabras. Entonces le había acompañado… Se frotó los brazos para sacudirse un frío súbito, pero sus manos pronto fueron desplazadas por las de Pedro que la abrazaba. Podía sentir el calor de su pecho desnudo, su respiración agitada. Él le tomó la cara entre las manos.

—Sabes que te deseo —dijo tan bajo que ella tuvo que hacer un esfuerzo por escucharle—. Pero tú también tienes que desearme. La decisión es tuya.

Paula lo miró a los ojos y luego estudió los rasgos duros de su rostro. Se le ocurrió que tanta perfección debería ser ilegal. Pero al mismo tiempo, no pudo evitar ponerse de puntillas y ofrecerle sus labios.

Pedro no necesitaba que lo animasen. Le cubrió la cara de pequeños besos sin dejar de sujetarle la cabeza. Ella le acarició el pecho, dejando que sus dedos se enredaran en el vello rizado, sintiendo los fuertes latidos de su corazón.

—Sí, pequeña. Tócame. Tócame por todas partes.

Ella le obedeció. Animada por sus palabras, deslizó las manos sobre su pecho una y otra vez hasta que se encontraron en el cierre de sus pantalones.

—Sí —jadeó él contra sus labios—. Sí.

La besó entonces, conquistando su boca con los labios. Sus lenguas se encontraron, sus cuerpos se tocaron y fue como una descarga eléctrica. El beso terminó. Se miraron a los ojos comunicándose más de lo que nunca podrían con palabras. Silenciosamente, abrazados, subieron las escaleras.

Cuando llegaron al dormitorio principal, Pedro la guió hasta la enorme cama doselada. Paula se sentó en el borde y lo observó mientras se desabrochaba los vaqueros. Sin apartar los ojos de ella, primero bajó una pernera y después la otra. Con una sacudida cayeron en el suelo a los pies de Paula. Pedro no llevaba nada debajo y estaba visiblemente excitado. Se aproximó a ella para besarla con rudeza en la boca.

—Ahora te toca a ti.

Pedro retrocedió un paso para mirarla quitarse el vestido de verano. Cuando terminó, se lo dio y él lo dejó cuidadosamente sobre una silla.

—Levántate.

Paula se puso en pie, sin vergüenza, orgullosa, llevando sólo un sujetador y las braguitas a juego. Había hecho demasiado calor para ponerse las medias, pero el brillo en las pupilas de Pedro le dijo que había acertado en su elección.

Avanzó hacia él y le puso una mano sobre el pecho. Por un instante, Pedro no movió un solo músculo. No podía. Si lo hubiera hecho no habría tenido más remedio que arrojarla sobre la cama y enterrarse en ella, sin caricias, sin paladeos, sin preliminares de ninguna clase. Estaba excitado, su erección era un mudo testimonio de aquella verdad.

Pedro

Al mirarlo, Paula sintió una sensación de poder, un poder que provenía de su feminidad, que no había sentido nunca. Restregó sus labios sobre aquel pecho.

—No… No te muevas —dijo él.

Ignorando su advertencia, le pasó las manos sobre el pecho una vez más y siguió bajando hasta acariciarle el miembro. Como una gata, se apretó contra él. Pedro gimió y la ayudó atrayéndola por las nalgas.

Cayeron juntos sobre la cama. Las manos de él revoloteaban por todo su cuerpo como pájaros ardientes, ávidos de caricias. Le quitó el sujetador para tocarle los pechos, estirándole suavemente de los pezones, los movimientos acompasados con la lengua buscando el fondo de su boca.

Bajó la cabeza hasta el pecho y pronto sus senos estuvieron cubiertos de besos húmedos, hambrientos. Ella le acarició la espalda, los brazos, el pelo. Pedro ardía, su piel quemaba. Se impacientó. Le quitó las braguitas y las tiró lejos. Le acarició la cara interior de los muslos para acabar abarcando el vello entre sus piernas, sujetándola cuando ella se sacudió al sentir el contacto.

—Calma. Déjame acariciarte. Ábrete para mí. Eso es, ábrete.

Le acarició los rizos húmedos con unos dedos que alcanzaban puntos más íntimos con cada movimiento. Cuando llegó a la fuente del calor gimió mientras que todo su cuerpo temblaba. Eso era lo que el deseaba, lo que había soñado durante tantos años. Una marea de recuerdos le envolvió mientras introducía el dedo en ella del mismo modo en que solía hacerlo hacía tanto tiempo. Todo su cuerpo se tensó con aquella imagen y ocultó el rostro en el hueco de su hombro para que Paula no se diera cuenta de la emoción que le inundaba.

Paula también temblaba. No podía aguantar mucho más. Se sentía como si estuviera subiendo por una escalera de mano hacia una luz que resplandecía en lo alto. Casi estaba allí, casi… y entonces, él encontró su lugar secreto. Lo acarició con la yema del pulgar en círculos lentos y firmes. Ella gritó su nombre al sentir que la escalera se hundía y la arrojaba en una caída libre al centro mismo del clímax.




miércoles, 2 de septiembre de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 32

 


Cuando Pedro la atrajo hacia sí, ella no protestó. Cuando sus labios se unieron, ella respondió buscando su lengua. Era todo lo que él necesitaba. Como un relámpago ardiente y cegador, el deseo estalló en todas las células de su cuerpo. Pedro ardía y el viento sólo conseguía avivar aquel incendio. Sin soltarla, se dio la vuelta para apoyarse de espaldas en la barandilla de forma que sus cuerpos se amoldaran. Paula se arqueó contra él, fundiéndose contra su pecho desnudo, abrazándolo hasta que Pedro sintió todas sus curvas suaves en contraste con su propia dureza.

Pedro apartó los labios de su boca para hacerlos viajar por su cuello hasta el hueco de su hombro y más abajo. Desabrochó los dos primeros botones de su vestido y, en un solo movimiento, sus senos quedaron expuestos a la vista.

Paula se sentía enfebrecida, de sus besos, de su ardor, de las caricias de sus dedos en los pechos. La acariciaba por encima del sujetador, trazando círculos sobre los pezones y mirando fascinado cómo despertaban a la vida. Abarcó los pechos con ambas manos, dibujando pequeñas órbitas con la yema de los pulgares con tanta ternura que ella no pudo evitar que un gemido se escapara de su garganta.

—Me he preguntado muchas veces qué aspecto tendrías así. Si serías la misma. Muchas, muchas veces.

—¿No soy la misma? —preguntó ella con voz ahogada.

—No. Ya no eres una muchacha, eres una mujer. Lo único que sigue igual es lo mucho que te deseo.

La besó mientras movía las manos sobre su espalda hasta llegar a las nalgas. Le levantó la falda y la apretó contra sí. Con la punta de un dedo le acarició íntimamente, sintió aquel calor húmedo a través de su ropa interior. Gimió.

Paula sintió que le fallaban las rodillas al oírlo. Le echó los brazos al cuello, abandonándose a la magia de sus labios.

Estaban fuera de control. A Pedro le parecía ser un volcán ardiente a punto de estallar. Tenía que sacarla de allí y llevarla a otra parte, a ser posible a la cama más próxima porque si no, tendría que hacerle el amor sobre las maderas astilladas del malecón.

Se separó de ella y la mantuvo a la distancia del brazo. Paula se agarró a él para no caer al suelo. Pedro le abotonó el vestido.

—Entremos en la casa.

Interpretando su silencio como una aceptación, la tomó de la mano y entraron en la cocina. Paula se detuvo y lo miró. Él vio la sombra de la duda pasar por su rostro.

—No pienses.

Paula se mordió los labios. Pedro tenía razón. No era el momento de pensar racionalmente. Era el momento de sentir, todo su cuerpo se lo decía temblando.

—¿Tu antiguo dormitorio o el mío?

Pedro

Volvió a besarla y silenció sus labios con el pulgar.

—El mío, entonces.

Paula se dejó conducir, pero cuando llegó al pie de las escaleras se detuvo mirando hacia arriba. Pedro subió el primer escalón y ella volvió a dudar. No estaba segura. El corazón le latía en los oídos mientras sentía una mezcla de excitación y temor ante la idea de hacer el amor con él. Había pasado mucho tiempo.

—Ven conmigo, Paula —susurró él.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 31

 


Paula no se había dado cuenta de su presencia. De repente, sintió una presión en la espalda mientras él le cubría las manos con las suyas. Se quedó inmóvil, la había atrapado, pero no tenía miedo. Cerró los ojos y dejó que fuera él quien eligiera el camino, sabiendo que cuando lo hiciera, ella estaría allí para él… ¿para qué?

—Este sitio me recuerda a ti, ¿lo sabías? Durante años no pude disfrutar de la playa por los recuerdos que despertaba.

Pedro

—No digas nada.

No estaba bien, sabía que no debía tocarla, que no debía desearla, pero la verdad era que la deseaba. Se dijo a sí mismo que sólo era la reacción física ante un viejo recuerdo, pero saberlo no era lo mismo que ignorarlo. Cuanto más la veía, más la deseaba y cada día era una nueva prueba para su fuerza de voluntad.

Debía separarse, iniciar una charla intrascendente, empezar con la comedia. Sin embargo, no tenía fuerzas para retomar la pelea en el punto donde la habían dejado. Cada fibra de su ser le exigía que dejara aquella farsa civilizada y la hiciera suya. Entrelazó los dedos con los de ella, más para contenerse él mismo que para sujetarla.

Había sentido el deseo muchas veces en su vida, pero aquél estaba multiplicado por mil debido a lo que había sentido por Paula, a lo que sentía por ella en ese momento. Cerró los ojos y apoyó la mejilla sobre su cabeza mientras intentaba dominarse. Era inútil. Su aroma le envolvía y sintió que su cuerpo respondía excitándose.

Era peligroso, una auténtica locura desearla, pero el deseo estaba allí y era tan real y vital como los latidos de su corazón. Deseaba tocar las suaves curvas de su cuerpo, acariciarla, absorberla. Hacía que se sintiera a salvo cuando todo lo demás era inseguro. Hacía que se sintiera fuerte en su interior, no en lo externo, donde ya conocía su propio valor. Pero lo mejor, o lo peor, era que le hacía sentir.

Pedro suspiró y se dejó llevar por la tentación. La apretó contra él, sintió sus nalgas contra la extrema erección que experimentaba. Hervía con el deseo de hacerle el amor. Allí, en aquel momento, sobre las maderas del malecón, con el viento enredándole los cabellos y el sol hundiéndose en el mar.

Paula sintió toda la longitud de su miembro a través de la tela fina del vestido y las entrañas le ardieron. La brisa fresca hacía que la falda golpeara contra sus piernas. No le importaba. Estaba bien protegida en el capullo que formaban sus brazos. Echó la cabeza hacia atrás para apoyarla en su pecho, disfrutando del calor de su cuerpo.

Era demasiado. Quería verle la cara, observar el deseo en sus ojos aunque él simulara no sentirlo. Se dio la vuelta con una sonrisa de anticipación en los labios. La sonrisa desapareció en cuanto vio su cara. Sabía que la deseaba, pero la fuerza del anhelo que reconoció en sus ojos era algo inesperado. Sintió un poco de miedo.

Pedro vio su deseo reflejado en los ojos de ella. La verdad, había dicho Paula. Bien, la verdad estaba tan clara como el cielo impoluto que los cubría. La deseaba. Y Paula lo deseaba.

Un hombre y una mujer.

Sin pasado.

Sin futuro.

Sólo el presente.

Así de sencillo.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 30

 


El descapotable de Paula pasó por el camino que llevaba a Maiden Point levantando una nube de polvo. Se detuvo al ver el cartel que anunciaba el proyecto de urbanización. El cartel nuevo era muy atractivo, lleno de colores vivos y letras elegantes, merecía la pena echarle una segunda ojeada.

Como al proyecto mismo.

Como al hombre que había detrás.

Aceleró y se dirigió al piso piloto en el edificio principal. Mientras aparcaba se dio cuenta de que el Jaguar de Pedro no estaba junto a la entrada, como era habitual.

La habían enviado a cazarle. La fiesta de Pablo no podía salir bien sin el invitado de honor. Le habían llamado a su oficina, pero el contestador les había informado de que se encontraría en las obras. Era obvio que Pedro se había olvidado de la fiesta. Puesto que no había teléfono en Maiden Point, Pablo había sugerido, delante de todo el mundo, que fuera Paula a recogerle. Sus protestas habían sonado débiles, incluso a sus propios oídos, así que allí estaba, sintiéndose como una estúpida.

Porque estaba claro que Pedro la había evitado desde la cena en su casa. Al principio se había sentido más que contenta con que se limitara a saludarla al pasar. Se dijo a sí misma que no quería verlo, que le hacía sentirse incómoda, demasiado consciente de ciertos sentimientos y sensaciones. Después del episodio de la cena había decidido que era demasiado peligroso estar a solas con él.

Pero conforme pasaban las semanas, empezó a preguntarse por qué se mostraba tan evasivo. ¿Qué ocultaba? ¿Qué hacía todo el día encerrado en la oficina? Siempre que se asomaba estaba hablando por teléfono. ¿Con quién?

Paula se fue sin entrar a la obra. El sentido común le decía que Pedro debía haberse ido a casa y que lo mejor sería volver a la fiesta y comunicárselo a Pablo. Pero, por el contrario, tomó la dirección de la vieja casona victoriana.

La puerta principal estaba abierta. Cuando nadie respondió a sus llamadas, entró. La brisa fría que se levantaba del mar creaba una corriente en el vestíbulo. Paula echó de menos la chaqueta que había dejado en el coche.

La cocina estaba desordenada. Había un emparedado a medio comer sobre la mesa. Echó un vistazo al malecón. Pedro estaba de rodillas parcheando con madera nueva la construcción decrépita. Ella tuvo que agarrase a la barandilla para mantenerse en equilibrio sobre sus tacones altos.

Pedro estaba desnudo de cintura para arriba. Cuanto más se acercaba, más atractivo le parecía. Tenía la piel bronceada por el sol y brillante de sudor. Los músculos se le hinchaban mientras introducía la madera nueva entre la vieja. Paula se detuvo para aprovechar la rara oportunidad de poder llenarse con su imagen.

Las manos trabajaban con gracia y eficiencia. Demasiado bien recordaba ella el tacto que tenían al acariciarla. Se echó a temblar. Era un magnífico ejemplar de hombre, tenía que reconocerlo a pesar de lo que hiciera o dijera. Nada podía cambiar aquella verdad.

Antes de que pudiera saludarle, Pedro arrojó unos cuantos trozos de madera al agua y se zambulló tras ellos. Ella se asomó al borde para verlo, pero parecía haber desaparecido. La brisa le levantó la falda amplia y Paula se la sujetó mientras se apoyaba en la barandilla a contemplar el día. Los últimos coletazos del verano, con un ligero olor a otoño en el aire, hacían unos días espléndidos en aquella área. Se dio la vuelta para buscarle.

Así fue como la vio Pedro cuando subió al malecón. El viento le agitaba ropas y cabellos. El sol comenzaba a declinar hacia el horizonte y su figura solitaria se erguía en un oscuro contraste contra el inmenso cielo sin nubes.

Pedro inclinó la cabeza mientras la observaba con una expresión seria. Tenía un aspecto maduro y apetitoso, como las sandías que llevaba estampadas en el vestido. Le gustaba así, cuando podía mirarla sin que lo supiera. Entonces no tenía que simular que no sentía nada por ella, algo que no podía permitirse cuando ella lo miraba con la expresión de desdén característica de los Chaves. En aquellas ocasiones, podía dejar que su imaginación volara hacia un tiempo donde ella le había mirado de una manera bien distinta. Sus ojos de avellana le habían hablado de cosas muy íntimas, cosas que había enterrado demasiado profundamente para resucitarlas. Era una lástima que ya no fueran tan elocuentes.

En silencio, caminó hacia ella.

«Una verdadera lástima».