miércoles, 29 de julio de 2020
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 30
—Dígale al señor Dayan que me llame cuando pueda —dijo Pedro. Dio el número del camarote de Paula, colgó el teléfono y volvió a agarrar la muleta.
Paula se pasó una mano por el pelo mientras se dirigía hacia la mesa. Se había cambiado el traje de baño por una túnica amarillo limón con pantalones a juego, pero seguía descalza.
—Supongo que el jefe de seguridad estará ocupado.
—O eso o no quiere hablar conmigo.
—Ahora que he tenido oportunidad de pensar detenidamente en ello, no puedo menos que preguntarme si no habrá sido todo una coincidencia… —le confesó Paula, poniéndole una mano en la espalda—. Que Sebastian haya soñado con un hombre con una cicatriz no significa que se trate precisamente de ese tipo.
—La cicatriz tiene la misma forma.
—Sólo sabemos que tiene una forma curva, eso es todo. Probablemente no sea más que un simple taxista de Nápoles que…
—Vamos, Paula. Era alto. Vestía de negro. Son demasiadas coincidencias.
—Tiene que haber muchos hombres así. Fue eso lo que aterrorizó a Sebastián en Dubrovnik, ¿lo recuerdas?
De repente Pedro se sintió como si la habitación se cerrara en torno suyo. Apartándose de Paula, se dirigió al salón.
—Debió de haber sido el mismo hombre. Nos está siguiendo de puerto en puerto.
—¿Qué? No, Pedro, eso es una locura.
—Le preocupa que Sebastián pueda decirnos algo. Debe de habernos estado siguiendo desde que salí con él del orfanato.
—Pedro…
—Ariana dijo que no aminoró la velocidad. Debió de habernos espiado a la espera de la oportunidad adecuada… —se detuvo en seco y se asomó al dormitorio de Paula, donde Sebastián estaba echándose una siesta. Por un instante pensó en lo pequeño que parecía en aquella inmensa cama. Pequeño e indefenso—. Está claro —apoyó una muleta y se giró en redondo—. Iba a por Sebastian, no a por mí.
—¡No digas eso! —Paula se plantó frente a él y lo agarró por los hombros—. Ni siquiera lo pienses. Nada malo le sucederá a ese niño. ¡Nada!
Le hizo daño en uno de los rasguños, pero Pedro no se quejó. Reprimió el dolor: era algo que se le daba bien. Había tenido mucha práctica. Ésa era una de las primeras lecciones que había aprendido en la vida.
—Tienes razón. Nadie conseguirá hacerle el menor daño. Yo me aseguraré de ello.
—Ambos lo haremos. Pero lo que estás diciendo no puede ser cierto. Sebastián confía en nosotros. Si alguien lo hubiera maltratado en uno de aquellos orfanatos, nos lo hubiera dicho…
—Pudo haber reprimido el recuerdo, al igual que reprimió el del accidente en el que murieron sus padres.
—No puedo creer que seas tú quien esté exagerando, y no yo. Sé razonable —lo sacudió suavemente.
—Paula…
—Por favor. Tenemos que arreglar esto antes de que se despierte Sebastian.
Por lo que a Pedro se refería, todo estaba ya aclarado, aunque casi había sido demasiado tarde. El atropello no había sido ningún accidente. Sebastián tenía todas las razones del mundo para temer al hombre de la cicatriz.
Aquello era mucho peor de lo que había sospechado.
Paula le acunó entonces el rostro entre las manos.
—Pedro, piensa. Por muy aterrador que parezca, puede que se trate de una coincidencia. ¿Es que no te das cuenta?
—No tengo por qué esperar a Gabriel —desvió la mirada hacia el teléfono—. Yo mismo llamaré al orfanato. Tú me traducirás. Les describiremos a ese hombre y averiguaremos quién es.
—Yo fui seis veces al orfanato de Murmansk cuando estuve buscando a Sebastian. Hablé hasta con el último trabajador y nunca vi a nadie que se pareciera ni remotamente al monstruo de Sebastian.
—Entonces tiene que estar en San Petersburgo.
Paula abrió los brazos y se hizo a un lado, murmurando lo que parecía una maldición.
—Hay muchas otras razones por las que Sebastián pudo haber tenido pesadillas. Cualquiera podría darse cuenta de ello. ¿Por qué estás tan obsesionado con que Sebastián ha sufrido algún tipo de maltrato? ¿Es porque los orfanatos son rusos?
—Eso no tiene nada que ver.
—¿Ah, no? Estás tan decidido a demostrar lo buen padre que eres, y la maravillosa vida que piensas darle a Sebastián en América, mucho mejor que la que yo podría darle en Rusia…Tú crees que los rusos no aman tanto a los niños como tus compatriotas.
—Eso es absurdo.
—¿Lo es? ¿Habrías sospechado tan rápidamente un posible maltrato si el orfanato hubiera estado en Estados Unidos?
Pedro sostuvo las muletas con las axilas y empezó a desabrocharse la camisa.
—¿Qué estás haciendo?
—Demostrarte que estás equivocada —le temblaban los dedos.
—Pero… ¿desnudándote?
Se apoyó sobre una muleta para sacar el brazo de una manga, vendado.
—Es la única manera que tengo de conseguir que me creas.
—Pedro…
—Los monstruos pueden estar en cualquier parte, Paula. En Nápoles o en Murmansk, en Burlington o en Vermont —terminó de sacar el otro brazo—. Echa un vistazo a mi espalda.
Paula no se movió. Seguía mirándolo a los ojos, sin bajar la mirada. Pedro dejó caer la camisa al suelo y se volvió.
—Los niños no saben cómo decirles a los adultos lo que está mal. A veces lo intentan, pero nadie los cree.
Aunque no dijo nada, Pedro pudo sentir su estupor. Sintió una mano en su espalda, con la palma descansando sobre sus omóplatos. La única zona que no tenía marcas.
—Oh, Pedro… —murmuró al fin—. Dios mío, ¿qué te pasó?
—Después de que me abandonara mi madre, fui a parar a una casa de acogida en vez de a un orfanato. La primera estaba bien, pero estaba llena, así que me trasladaron a otra, y luego a otra más. La cuarta parecía ideal. Pasé a vivir con una pareja de mediana edad que regentaba una zapatería y que iba a misa cada domingo. No vestían de negro ni tenían cicatrices en la cara. De hecho, no daban ningún miedo. Excepto cuando bebían.
Paula pronunció algo en ruso, pero esa vez no parecía una maldición. Le temblaron los dedos mientras acariciaba aquellas marcas que había llevado durante casi treinta años.
Pedro podía sentir la fuerza de su mirada tan claramente como el roce de sus dedos. Era consciente del aspecto que presentaba. Las líneas y agujeros componían un dibujo macabro.
La mayor parte se habían borrado, las más gruesas apenas resultaban visibles, pero el efecto general era desagradable. Tan desagradable como podía serlo una cicatriz.
—¿Me estás diciendo que tu familia de acogida te hizo esto? —le preguntó.
—Sólo él. Usaba el cinturón. Tenía una púa de bronce en la hebilla que a veces dejaba marca. Duró casi un año. Lo llamaba «disciplina».
—¿Cómo…? Dios mío… ¿cómo es que tu madre adoptiva no lo impidió?
—Por vergüenza. Todo el mundo los tenía por unas bellísimas personas.
—Pero eso de aquí no pudo hacértelo un cinturón —deslizó un dedo por una de las cuatro marcas que le atravesaban las costillas—. Te dieron puntos.
—La última noche que pasé allí, me golpeó y, al caer, le tiré una botella de whisky y se rompió. Agarró el cuello de la botella y lo utilizó en lugar del cinturón.
—¡Oh, Dios mío!
—Ésa fue la última vez que me tocó. Mi madre adoptiva me curó tan mal que al día siguiente no quise quitarme el abrigo en clase para que no me vieran la sangre. Mi profesor se dio cuenta y me llevó al hospital.
—¿Tu profesor?
—Sí. Él me escuchó, Paula. Fue la primera persona que me creyó. Se aseguró de que nunca más volviera con aquella gente —procuró desterrar aquellos recuerdos para volver al tema que le importaba—. Tú dijiste que estaba obsesionado con mis sospechas sobre el maltrato infantil. Tienes razón, quizá lo esté. Incluso la más remota posibilidad activa todas mis alarmas.
—Ahora entiendo por qué.
—Me alegro. Y si estoy exagerando, pues bien, tampoco me importa. Daría cualquier cosa por estar equivocado respecto al monstruo de Sebastian, pero jamás me perdonaría a mí mismo si yo tuviera razón y no hiciera nada…
Se interrumpió, y no porque no supiera qué decir. Seguía decidido a investigar el orfanato de San Petersburgo, tanto si ella lo ayudaba como si no. Se quedó callado porque de repente sintió el aliento de Paula en la espalda.
—Lo siento, Pedro —susurró—. Lo siento.
Apretó los dientes, consciente de lo cerca que estaban aquellos labios de su piel. Al menor movimiento por su parte, entrarían en contacto.
Le molestaba lo mucho que deseaba que eso sucediera.
martes, 28 de julio de 2020
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 29
Ariana Bennett miraba de hito a hito a la pareja, sorprendida por su reacción. Paula se había quedado pálida y boquiabierta. Pedro juraba entre dientes mientras se esforzaba por recoger sus muletas.
—Lo siento, yo…
—No te disculpes —le dijo él, incorporándose—. Te estamos muy agradecidos por la información. ¿Qué más nos puedes decir de ese hombre de la cicatriz?
—Sólo lo vi por un momento.
Paula se levantó también y la agarró de un brazo.
—Piensa, por favor. ¿Cómo era? ¿Qué ropa llevaba?
—Con la cabeza llegaba casi hasta el techo del coche, con lo que debía de ser un hombre alto. Y vestía de negro.
—¡Maldita sea! —exclamó Pedro, dirigiéndose hacia la piscina infantil—. Debí haberlo creído.
—Lo creíste —replicó Paula, sabiendo que se refería a Sebastian.
—Pero no en esto. Él nos contó que el monstruo estaba en el coche. No le hice el menor caso.
Paula se despidió de Ariana y siguió a Pedro hacia el grupo de niños.
—Pero eso no tiene sentido… ¿cómo pudo Sebastián haberlo visto antes…?
Ariana ya no alcanzó a escuchar el resto de la conversación de la pareja. Pese a sus forzadas sonrisas en beneficio del niño, su tensión era evidente mientras lo sacaban de la piscina.
¿Qué habría pasado? ¿Realmente Pedro Alfonso había pronunciado la palabra «monstruo»?
—Hola, Ariana. Si vas a bajar a tierra, me encantaría acompañarte.
Reprimió un suspiro al reconocer la voz del primer oficial. Giorgio Tzekas le había dejado muy claro que estaba interesado en ella y, probablemente, esperaba que se sintiera halagada por sus atenciones.
Pero Ariana no se había embarcado en el Sueño de Alexandra para salir con hombres. Una relación sentimental era lo último que se le había pasado por la cabeza. No era por eso por lo que había dejado su empleo en la universidad para viajar por medio mundo. Estaba allí porque el nombre de aquel barco había figurado en la agenda de su padre, así como una serie de direcciones de puertos del Mediterráneo. O el barco o alguna de aquellas direcciones por fuerza tendría que proporcionarle alguna pista sobre la que había estado tramando Augusto Bennett antes de morir.
Ariana pretendía demostrar que el FBI estaba equivocado. Augusto no había sido un delincuente, sino un hombre completamente entregado a su trabajo de restaurador de museo.
Era imposible que el padre al que había adorado y que le había transmitido su amor por la historia clásica hubiera hecho aquello de lo que lo acusaba la policía.
No, todo había sido un error. Su padre había estudiado y catalogado antigüedades de un valor incalculable, sí. Pero no se había complicado con ninguna red de traficantes de objetos robados.
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 28
Era un diseño de su nueva serie y, como todos los suyos, estaba pensado para destacar los atractivos de una mujer real, no de una modelo de pasarela. Debido a ello llevaba más tela que la mayoría de los biquinis que se veían en aquel momento en la piscina. La falda-pareo había resbalado por sus muslos cuando se giró para mirar a Pedro, y dada la inclinación de su postura, sus senos estaban peligrosamente cerca de salirse. Se ajustó los tirantes para asegurarse de evitarlo.
—Otra vez estás usando tu tono de profesor. Es irritante. Este traje de baño es un diseño original mío… con el cual probablemente volveré a ganar otra fortuna.
—Indudablemente. Muchos hombres pagarían una cantidad considerable por disfrutar de esa vista.
—Si lo siguiente que vas a insinuar es que soy una inmoral sólo porque me gusta sentirme cómoda con mi propio cuerpo…
—Sonríe.
—¿Qué?
—Que sonrías. Sebastián nos está mirando y parece preocupado.
Paula miró hacia la piscina. Pedro tenía razón: Sebastián se había metido el pulgar en la boca y tenía una expresión ceñuda. Le sonrió y lo saludó con la mano mientras murmuraba entre dientes:
—Mi vida amorosa y mi vestuario no tienen nada que ver con mi aptitud para hacerme cargo de mi sobrino. Y si vas a echarme en cara que te he besado, tendré que recordarte que tú me devolviste el beso.
—Sí, es verdad.
—¿Por qué? ¿Para fingir que nos llevábamos bien delante de Sebastian?
—¿A ti qué te parece?
Volvió a subir los pies en la tumbona y se cubrió los muslos con el pareo.
—Lo cierto es que no lo sé, Pedro. No todo en la vida tiene que ser analizado o programado, o simplemente significar algo. Sólo fue un beso. Dios mío, eres irritante…
—Sí, eso ya me lo has dicho.
—¿Fue por eso por lo que te abandonó tu mujer?
Se arrepintió de la pregunta en el mismo instante en que escapó de sus labios.
Rápidamente estiró una mano y le rozó los nudillos.
—Lo siento. Eso ha sido un golpe bajo.
Pedro giró la cabeza y la miró, con la expresión de sus ojos todavía velada por las gafas de sol.
—Tenía que suceder. Te estaba provocando.
—Le pediré un vaso de agua al camarero. Te toca tomar el analgésico.
—Creo… —le sujetó la mano antes de que pudiera retirarla— creo que podré soportar un nuevo asalto contigo sin necesidad de tomar medicación.
—Pedro…
—Para serte sincero, admiro la manera que tienes de no dejarte pisar por los demás, Paula. Sabes dar tan bien como recibir.
—Si es un elogio, no lo parece.
—Pues lo es. No eres una oponente fácil.
—Lo creas o no, hoy he estado intentando mantener una tregua contigo. No tienes por qué hablar de tu matrimonio, si no quieres.
—Hablar es lo único que soy capaz de hacer en este momento —le apretó la mano antes de soltársela—. ¿Qué te hace pensar que fue mi esposa la que me dejó y no al revés?
—Te he visto con Sebastián. Sé que no eres un hombre que rompa sus compromisos fácilmente.
—Pues tienes razón. Fue Elena la que me abandonó.
—¿No quería a Sebastian?
—Sí, pero no lo suficiente.
De repente a Paula se le ocurrió algo:
—Espero que no esté pensando en formar parte también de la vida de Sebastian…
—No. Ahora vive en Boston, con su amante. Se casarán este otoño.
—Qué rápido.
—Llevaba viéndolo en secreto desde hacía más de un año cuando me sugirió la idea de adoptar a un niño. Yo creía que todavía tenía ganas de salvar nuestro matrimonio, pero en realidad lo estaba utilizando para cubrirse las espaldas.
—¿Qué quieres decir?
—Varios especialistas en fertilidad le habían dicho que tenía muy pocas posibilidades de concebir, pero ella sabía que todavía era posible —tensó la mandíbula—. Elena me sugirió lo de la adopción sólo para distraerme. Durante todo el tiempo planeaba dejarme para irse con su amante, pero lo retrasó porque lo que estaba intentando era quedarse embarazada de ambos.
Paula estaba impresionada. Evidentemente, los únicos sentimientos que le habían importado a la ex esposa de Pedro habían sido los suyos propios. La infidelidad ya era algo reprobable, pero utilizar a Pedro como un potencial donante de esperma…
—Eso es sencillamente despreciable. ¿Cómo puede una mujer hacerle eso al hombre al que ha jurado amor? Me alegro de que te dejara. Y espero que nunca llegue a concebir un hijo. Una mujer tan egoísta sería una madre horrible.
—Es curioso. Yo solía pensar que Elena sería una madre perfecta.
—¿Por qué? ¿Cómo era?
Pedro se quedó un rato en silencio.
—No se parecía en nada a ti, Paula.
No supo muy bien cómo interpretar eso. Ya sabía que Pedro no la tenía por la candidata ideal para convertirse en madre. Aunque, por otro lado, se alegraba de que la considerara tan diferente a la tal Elena. Qué idiota debía de haber sido esa mujer… ¿Cómo habría podido amar a otro teniendo al lado a un hombre tan fuerte, inteligente y sensible como Pedro? Hacía menos de una semana que lo conocía, pero podía ver a las claras que reunía las cualidades tanto de un buen padre como de un marido maravilloso…
Ella misma se asustó de aquel pensamiento.
¿Un marido? Eso era lo último que ella quería.
—No has respondido a mi pregunta —le recordó.
—Elena me dejó porque estaba cansada de mí. Aburrida. Desinteresada. Cansada.
—Bueno, en realidad no era ésa la pregunta que quería que me respondieras…
—¿Ah, no? ¿Cuál es, entonces?
—¿Por qué me devolviste el beso?
Pedro la miró por encima de las gafas de sol.
—¿Estás segura de que quieres que responda a eso?
Paula contuvo el aliento. Sus ojeras hablaban de la mala noche que había pasado, pero su expresión atormentada se debía a algo más que el dolor físico. ¿Sería porque había sacado a colación el tema de su matrimonio? ¿Seguiría aún enamorado de Elena?
Esperaba que no. Pedro se merecía algo mejor. Necesitaba una mujer que pudiera hacer aflorar esa pasión que llevaba dentro, en vez de mantenerla encerrada.
—¿Señor Alfonso?
Se sobresaltó al escuchar aquella dulce voz. Había estado tan concentrada en Pedro que no la había oído acercarse. Era Ariana Bennett, la bibliotecaria del barco.
—Hola, Ariana —la saludó Pedro, volviéndose a colocar las gafas—. ¿Qué tal?
—Eso era precisamente lo que venía a preguntarle —juntó las manos sobre el regazo—. Lamento no haber venido antes, pero tenía trabajo. Sólo quería decirle lo horrorizada que estoy por todo lo que ha pasado. Espero que se esté recuperando bien.
—El médico me aseguró que en unos días estaría como nuevo.
—Habría podido ser mucho peor. El taxi no aminoró la velocidad.
—Hablas como si lo hubieras visto… —terció Paula.
—Es que lo vi. Estaba al otro lado de la fuente cuando vi al señor Alfonso cruzar corriendo la calle.
—No recuerdo haberte visto en nuestro grupo —dijo Pedro.
—No, no estaba en la excursión. Yo, er… —vaciló, juntando y separando las manos—. Quería explorar Nápoles por mi cuenta. Era mi primera visita, así que me perdí. Estaba intentando parar ese mismo taxi cuando de repente pasó de largo a mi lado, sin detenerse —miró por encima de su hombro, hacia la piscina donde Sebastián estaba jugando—. Todo sucedió tan rápido… Si no hubiera empujado a su hijo a tiempo…
—Espere. Si intentaste parar el taxi, entonces debiste de estar lo suficientemente cerca como para verle la cara al conductor.
—Sí, pero sólo por unos segundos. Ya se lo describí a la policía de Nápoles.
—Bien —aprobó Paula—. Espero que puedan identificarlo. Ese tipo debería estar entre rejas.
—No creo que sea tan difícil de encontrar, con esa horrible cicatriz que tenía en la cara.
Paula se sintió como si acabara de recibir un puñetazo.
—¿Una cicatriz?
Pedro se sentó rápidamente en la tumbona.
—¿Has dicho que tenía una cicatriz en la cara?
Ariana asintió mientras se señalaba una mejilla.
—Sí, aquí mismo. Con forma de hoz.
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 27
Incluso en mayo, la luz del Mediterráneo poseía una pureza que no existía en ninguna otra parte del mundo. A esa hora del día el sol había calentado agradablemente la cubierta, arrancando reflejos al agua de la piscina.
Algunos pasajeros tomaban refrescos bajo las sombrillas o se bronceaban en las tumbonas. En la piscina, Paula procuraba relajarse más que hacer ejercicio. Aquella misma mañana el barco había atracado en Civitavecchia, el puerto de Roma. La mayor parte de los pasajeros habían aprovechado la oportunidad para visitar la Ciudad Eterna. Paula la conocía bien, pero Pedro no estaba en condiciones de ir a ninguna parte. Y tampoco le permitiría que se llevara a Sebastian a pasear por Roma sin él.
En cualquier caso, tampoco ella se lo había pedido. No habría sido justo aprovecharse de su estado para reforzar su posición de cara a Sebastian. Además, Pedro parecía encontrarse de mal humor, lo cual era perfectamente lógico.
Se veía a las claras que estaba intentando aguantar el dolor en silencio, estoicamente. Si ella hubiera sido la atropellada, seguro que no habría podido resignarse a sufrir en silencio…
Salió de la piscina y se ató la falda-pareo a la cintura. Luego colocó su tumbona al lado de la de Pedro, para poder tener una mejor vista de la zona infantil donde se estaba bañando Sebastian.
—Parece que Sebastian está más tranquilo esta tarde.
—Todavía sigue afectado —repuso Pedro, ajustándose sus gafas de sol—. Necesita tomar conciencia de que se encuentra a salvo.
Observó a su sobrino, que chapoteaba en el borde de la piscina junto a otros niños. Dirigía el grupo Emma Slater, la monitora del programa infantil. Cuando Sebastián tenía que recibir un gran balón de playa, se despistó porque estaba distraído mirando a Pedro y a Paula. Los había estado vigilando frecuentemente mientras jugaba, como si quisiera asegurarse de que seguían allí.
—Sospecho que el accidente de ayer le ha recordado el que tuvieron Olga y Borya —comentó Paula.
—Es posible.
—¿Ha hablado de eso contigo?
—No.
—¿Y si un día decide hacerlo?
—Lo mejor sería dejarlo hablar, sin más. Es lo más sano. Así podría empezar a controlar sus propios recuerdos y superarlos.
Paula se mordió el labio. Pedro pensaba que el monstruo de las pesadillas de Sebastián era un recuerdo real. De hecho, se había tomado tan en serio la descripción de su sobrino que había hablado de ello con el jefe de seguridad del barco. Eso le había sorprendido. Pedro era demasiado sensato y racional para pedir a las autoridades del crucero que investigaran una pesadilla infantil…
Sospechaba que si Pedro pensaba que el monstruo de Sebastián podía ser real era porque se negaba a aceptar la explicación más obvia de los miedos del niño. Un accidente de coche había matado a sus padres, así que ver otro accidente debía de haberle recordado todo lo que había perdido. Se habían producido demasiados cambios en su vida, y por muy bienintencionada que hubiera sido la adopción de Pedro, por fuerza su sobrino tenía que echar de menos su hogar, su lengua, su cultura y su familia. El ogro de la pesadilla era en realidad una encarnación de su ansiedad.
Miró las muletas que había dejado sobre cubierta, al lado de su tumbona. Ese día llevaba una de sus típicas camisetas blancas y unos pantalones cortos que dejaban al descubierto la venda elástica de su rodilla.
—Pedro, acerca de lo de ayer…
Giró la cabeza. Las gafas de sol le ocultaban los ojos, pero su tensión resultaba evidente por la manera que tenía de apretar la mandíbula.
—¿Sí?
—Quería darte las gracias.
—¿Por qué?
—Por haberme salvado la vida.
—De nada —volvió a mirar hacia la piscina—. También salvé la de Sebastián.
—Lo sé.
—¿Fue por eso por lo que me besaste?
Debería haber previsto que no podría evitar aquella pregunta para siempre. Le habría gustado mentirle. Nada más fácil que decirle que lo había besado por gratitud, y sin embargo…
—¿Por qué me besaste, Paula?
Se puso sus gafas de sol y se estiró en la tumbona.
—Porque me apeteció.
—Estabas alterada.
—Por supuesto que estaba alterada. Pudieron haberte matado.
—Eso habría resuelto tu problema con la custodia de Sebastian.
Paula se incorporó rápidamente y bajó los pies. Había intentado ser paciente con su mal humor, pero parecía como si la estuviera provocando a propósito.
—¿Cómo te atreves a bromear con eso? ¿Y cómo puedes insinuar siquiera que me gustaría que te pasara algo así? Te confieso que en algún momento me han entrado ganas de darte una bofetada, pero jamás se me ocurriría…
—¿Así que me besaste porque estabas alterada y agradecida?
—Bueno, no puede decirse que estuviera loca de deseo… tenías un aspecto terrible. Lo sigues teniendo. Como si…
—¿Cómo si me hubiera atropellado un coche?
—Te he dicho que no bromees con ello. He visto cómo te tambaleabas cuando llegaste. Para cuando te sentaste, estabas a punto de caerte al suelo. Deberías haber pedido una silla de ruedas en lugar de esas muletas.
—Estoy acostumbrado a andar con muletas. Hace un par de años me lesioné las dos rodillas jugando al fútbol.
—Te estás haciendo el héroe porque no quieres que Sebastian se dé cuenta de la gravedad de tus lesiones.
—¿El héroe? Yo soy un simple profesor de instituto, Paula.
Cinco días atrás, ella había pensado lo mismo. Había creído que era gris, flojo y aburrido, y se había equivocado de medio a medio. Cada día le revelaba una nueva faceta de su fortaleza, que no solamente era física.
—¿Tienes algún novio esperándote en Moscú? —le preguntó él de pronto.
—¿Por qué?
—Dijiste que el matrimonio no era para ti, pero eso no significa que no haya un hombre en tu vida. ¿Cómo encajará eso en tus planes para hacerte cargo de Sebastián?
Paula suspiró. Otra vez habían vuelto a la competición, a ver quién se anotaba más puntos.
—No tengo novio.
—Me cuesta creerlo. Yo había imaginado que una persona de tu carácter tendría un ejército de admiradores.
Esa vez fue ella la que se revolvió:
—En mi experiencia, es precisamente ese carácter lo último que suelen buscar los hombres en una mujer. Todavía no he conocido a ninguno que le haya interesado cómo soy realmente.
—¿Y qué es lo que les interesa?
—Mi chequera.
—Sigo diciendo que me cuesta creerlo, Paula.
—Sucede que mi chequera está excepcionalmente bien dotada, Pedro.
—Una chequera no te calienta por las noches.
—Pero sí paga las facturas. Disfruto de mi independencia y no tengo tiempo para los hombres.
—Pues con ese traje de baño no te faltarán pretendientes.
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