miércoles, 29 de julio de 2020
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 30
—Dígale al señor Dayan que me llame cuando pueda —dijo Pedro. Dio el número del camarote de Paula, colgó el teléfono y volvió a agarrar la muleta.
Paula se pasó una mano por el pelo mientras se dirigía hacia la mesa. Se había cambiado el traje de baño por una túnica amarillo limón con pantalones a juego, pero seguía descalza.
—Supongo que el jefe de seguridad estará ocupado.
—O eso o no quiere hablar conmigo.
—Ahora que he tenido oportunidad de pensar detenidamente en ello, no puedo menos que preguntarme si no habrá sido todo una coincidencia… —le confesó Paula, poniéndole una mano en la espalda—. Que Sebastian haya soñado con un hombre con una cicatriz no significa que se trate precisamente de ese tipo.
—La cicatriz tiene la misma forma.
—Sólo sabemos que tiene una forma curva, eso es todo. Probablemente no sea más que un simple taxista de Nápoles que…
—Vamos, Paula. Era alto. Vestía de negro. Son demasiadas coincidencias.
—Tiene que haber muchos hombres así. Fue eso lo que aterrorizó a Sebastián en Dubrovnik, ¿lo recuerdas?
De repente Pedro se sintió como si la habitación se cerrara en torno suyo. Apartándose de Paula, se dirigió al salón.
—Debió de haber sido el mismo hombre. Nos está siguiendo de puerto en puerto.
—¿Qué? No, Pedro, eso es una locura.
—Le preocupa que Sebastián pueda decirnos algo. Debe de habernos estado siguiendo desde que salí con él del orfanato.
—Pedro…
—Ariana dijo que no aminoró la velocidad. Debió de habernos espiado a la espera de la oportunidad adecuada… —se detuvo en seco y se asomó al dormitorio de Paula, donde Sebastián estaba echándose una siesta. Por un instante pensó en lo pequeño que parecía en aquella inmensa cama. Pequeño e indefenso—. Está claro —apoyó una muleta y se giró en redondo—. Iba a por Sebastian, no a por mí.
—¡No digas eso! —Paula se plantó frente a él y lo agarró por los hombros—. Ni siquiera lo pienses. Nada malo le sucederá a ese niño. ¡Nada!
Le hizo daño en uno de los rasguños, pero Pedro no se quejó. Reprimió el dolor: era algo que se le daba bien. Había tenido mucha práctica. Ésa era una de las primeras lecciones que había aprendido en la vida.
—Tienes razón. Nadie conseguirá hacerle el menor daño. Yo me aseguraré de ello.
—Ambos lo haremos. Pero lo que estás diciendo no puede ser cierto. Sebastián confía en nosotros. Si alguien lo hubiera maltratado en uno de aquellos orfanatos, nos lo hubiera dicho…
—Pudo haber reprimido el recuerdo, al igual que reprimió el del accidente en el que murieron sus padres.
—No puedo creer que seas tú quien esté exagerando, y no yo. Sé razonable —lo sacudió suavemente.
—Paula…
—Por favor. Tenemos que arreglar esto antes de que se despierte Sebastian.
Por lo que a Pedro se refería, todo estaba ya aclarado, aunque casi había sido demasiado tarde. El atropello no había sido ningún accidente. Sebastián tenía todas las razones del mundo para temer al hombre de la cicatriz.
Aquello era mucho peor de lo que había sospechado.
Paula le acunó entonces el rostro entre las manos.
—Pedro, piensa. Por muy aterrador que parezca, puede que se trate de una coincidencia. ¿Es que no te das cuenta?
—No tengo por qué esperar a Gabriel —desvió la mirada hacia el teléfono—. Yo mismo llamaré al orfanato. Tú me traducirás. Les describiremos a ese hombre y averiguaremos quién es.
—Yo fui seis veces al orfanato de Murmansk cuando estuve buscando a Sebastian. Hablé hasta con el último trabajador y nunca vi a nadie que se pareciera ni remotamente al monstruo de Sebastian.
—Entonces tiene que estar en San Petersburgo.
Paula abrió los brazos y se hizo a un lado, murmurando lo que parecía una maldición.
—Hay muchas otras razones por las que Sebastián pudo haber tenido pesadillas. Cualquiera podría darse cuenta de ello. ¿Por qué estás tan obsesionado con que Sebastián ha sufrido algún tipo de maltrato? ¿Es porque los orfanatos son rusos?
—Eso no tiene nada que ver.
—¿Ah, no? Estás tan decidido a demostrar lo buen padre que eres, y la maravillosa vida que piensas darle a Sebastián en América, mucho mejor que la que yo podría darle en Rusia…Tú crees que los rusos no aman tanto a los niños como tus compatriotas.
—Eso es absurdo.
—¿Lo es? ¿Habrías sospechado tan rápidamente un posible maltrato si el orfanato hubiera estado en Estados Unidos?
Pedro sostuvo las muletas con las axilas y empezó a desabrocharse la camisa.
—¿Qué estás haciendo?
—Demostrarte que estás equivocada —le temblaban los dedos.
—Pero… ¿desnudándote?
Se apoyó sobre una muleta para sacar el brazo de una manga, vendado.
—Es la única manera que tengo de conseguir que me creas.
—Pedro…
—Los monstruos pueden estar en cualquier parte, Paula. En Nápoles o en Murmansk, en Burlington o en Vermont —terminó de sacar el otro brazo—. Echa un vistazo a mi espalda.
Paula no se movió. Seguía mirándolo a los ojos, sin bajar la mirada. Pedro dejó caer la camisa al suelo y se volvió.
—Los niños no saben cómo decirles a los adultos lo que está mal. A veces lo intentan, pero nadie los cree.
Aunque no dijo nada, Pedro pudo sentir su estupor. Sintió una mano en su espalda, con la palma descansando sobre sus omóplatos. La única zona que no tenía marcas.
—Oh, Pedro… —murmuró al fin—. Dios mío, ¿qué te pasó?
—Después de que me abandonara mi madre, fui a parar a una casa de acogida en vez de a un orfanato. La primera estaba bien, pero estaba llena, así que me trasladaron a otra, y luego a otra más. La cuarta parecía ideal. Pasé a vivir con una pareja de mediana edad que regentaba una zapatería y que iba a misa cada domingo. No vestían de negro ni tenían cicatrices en la cara. De hecho, no daban ningún miedo. Excepto cuando bebían.
Paula pronunció algo en ruso, pero esa vez no parecía una maldición. Le temblaron los dedos mientras acariciaba aquellas marcas que había llevado durante casi treinta años.
Pedro podía sentir la fuerza de su mirada tan claramente como el roce de sus dedos. Era consciente del aspecto que presentaba. Las líneas y agujeros componían un dibujo macabro.
La mayor parte se habían borrado, las más gruesas apenas resultaban visibles, pero el efecto general era desagradable. Tan desagradable como podía serlo una cicatriz.
—¿Me estás diciendo que tu familia de acogida te hizo esto? —le preguntó.
—Sólo él. Usaba el cinturón. Tenía una púa de bronce en la hebilla que a veces dejaba marca. Duró casi un año. Lo llamaba «disciplina».
—¿Cómo…? Dios mío… ¿cómo es que tu madre adoptiva no lo impidió?
—Por vergüenza. Todo el mundo los tenía por unas bellísimas personas.
—Pero eso de aquí no pudo hacértelo un cinturón —deslizó un dedo por una de las cuatro marcas que le atravesaban las costillas—. Te dieron puntos.
—La última noche que pasé allí, me golpeó y, al caer, le tiré una botella de whisky y se rompió. Agarró el cuello de la botella y lo utilizó en lugar del cinturón.
—¡Oh, Dios mío!
—Ésa fue la última vez que me tocó. Mi madre adoptiva me curó tan mal que al día siguiente no quise quitarme el abrigo en clase para que no me vieran la sangre. Mi profesor se dio cuenta y me llevó al hospital.
—¿Tu profesor?
—Sí. Él me escuchó, Paula. Fue la primera persona que me creyó. Se aseguró de que nunca más volviera con aquella gente —procuró desterrar aquellos recuerdos para volver al tema que le importaba—. Tú dijiste que estaba obsesionado con mis sospechas sobre el maltrato infantil. Tienes razón, quizá lo esté. Incluso la más remota posibilidad activa todas mis alarmas.
—Ahora entiendo por qué.
—Me alegro. Y si estoy exagerando, pues bien, tampoco me importa. Daría cualquier cosa por estar equivocado respecto al monstruo de Sebastian, pero jamás me perdonaría a mí mismo si yo tuviera razón y no hiciera nada…
Se interrumpió, y no porque no supiera qué decir. Seguía decidido a investigar el orfanato de San Petersburgo, tanto si ella lo ayudaba como si no. Se quedó callado porque de repente sintió el aliento de Paula en la espalda.
—Lo siento, Pedro —susurró—. Lo siento.
Apretó los dientes, consciente de lo cerca que estaban aquellos labios de su piel. Al menor movimiento por su parte, entrarían en contacto.
Le molestaba lo mucho que deseaba que eso sucediera.
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