lunes, 20 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 2





El Píreo, Grecia.


Mayo, nueve meses después…


—Aquí está, Sebastián. El Sueño de Alexandra.


Pedro Alfonso se puso en cuclillas junto a su hijo recién adoptado y señaló el inmenso crucero que destacaba sobre todos los demás barcos del muelle. La estampa que ofrecía era majestuosa, con una altura de doce cubiertas y tan largo como una manzana de casas. Un círculo de estrellas doradas y plateadas, el logo de Cruceros Liberty, brillaba en la chimenea.


—Ése será nuestro hogar durante los diez próximos días.


El chico permanecía en silencio, chupándose el pulgar. Tenía el cabello tan rubio que casi parecía blanco.


—Barco —dijo Pedro—. Esto… parajod —añadió en ruso.


Por debajo de su largo flequillo, Sebastian contempló el crucero. Aunque seguía chupándose el pulgar, las comisuras de sus labios se alzaron con el principio de una sonrisa.


Pedro sonrió. Aquélla era la primera sonrisa de Sebastian de aquella tarde, y la segunda desde que el día anterior abandonaron el orfanato. 


Probablemente por causa del barco. Según le habían comentado en el orfanato, el chico adoraba los barcos, razón por la cual Pedro había decidido apuntarse a aquel crucero. 


Aunque también existía la posibilidad de que la sonrisa del niño se debiera a su mala pronunciación del ruso. Fuera cual fuera el motivo, era un buen comienzo.


En la agencia de adopción le habían dicho que Sebastián sabía algo de inglés, pero eso Pedro todavía tenía que comprobarlo. Continuó hablándole, seguro de que comprendería su tono aunque no fuera capaz de entender todas las palabras.


—Éste es su primer viaje —señaló el escenario que habían instalado en el muelle, al pie del barco—. Por eso lo están celebrando.


La ceremonia oficial del bautizo del crucero se había celebrado la víspera, limitada la asistencia a autoridades y ejecutivos de la naviera, pero el escenario aún no había sido desmontado. En las pancartas se veían los colores de la bandera griega, así como el logo de Liberty. En el centro, una orquesta y un grupo de bailarines ataviados con trajes tradicionales griegos actuaban para los pasajeros del barco.


Pedro comenzó a mover la cabeza al ritmo de las mandolinas. Los músicos estaban interpretando una canción que le resultaba vagamente familiar, quizá de una película que había visto. Tarareó unas pocas notas.


—Es una melodía pegadiza, ¿verdad?


Sebastian se volvió para mirarlo. Sus ojos eran de un azul tan frío como un cielo de invierno, demasiado solemnes para un niño que todavía no había cumplido los quince años. Aun así, el asomo de sonrisa persistía. Y empezó a mover también la cabeza al ritmo de la música, imitándolo.


Pedro saltó de alegría por dentro. Esperaba que el crucero les facilitara incontables oportunidades de continuar progresando.


—Hey, muy bien… ¿te gusta la música?


Los ojos del niño relampaguearon. Se sacó rápidamente el pulgar de la boca.


—¡Muzika!


—Música. ¡Eso es! —Pedrod le tendió la mano—. Venga, vamos a ver bailar a los bailarines.


Sebastián se apresuró a agarrarle la mano, como si temiera que fuera a retirarla. En un instante, su principio de sonrisa se transformó en una mirada casi de pánico.


Conmovido, Pedro se la apretó y se inclinó para abrazarlo. Se sintió tentado de alzarlo en volandas y hacerle cosquillas, al igual que solía hacer con sus sobrinos, pero no quería forzar las cosas. Su relación apenas estaba comenzando. 


Tenía que ir paso a paso, sobre todo con un niño que había sufrido tanto como él.


¿Recordaría el accidente de coche en el que habían muerto sus padres? Era de temer que sí. 


Por lo que le habían contado a Pedro, el niño jamás había hablado de ello con nadie. Lo que vio allí lo impulsó a huir desesperado, hasta que la policía lo encontró al día siguiente. El suceso lo había traumatizado hasta el punto de que sólo cuando llevaba un mes y medio en el orfanato pronunció su primera palabra. Desde entonces, rara vez hablaba.


Pedro se sentó sobre los talones y le apartó delicadamente el flequillo de la frente. 


Enfrentado a aquella mirada solemne, como de niño demasiado mayor, volvió a verse a sí mismo treinta años atrás. No necesitaba hablar su lengua para entender lo que sentía. Sabía lo que significaba estar solo e indefenso entre extraños, ansiando con cada fibra de su ser un hogar y, sobre todo, alguien que lo quisiera…


Sebastián tenía cicatrices en la planta de los pies porque había perdido los zapatos cuando se alejó corriendo del lugar del accidente. Pedro tenía cicatrices en la espalda porque no había podido escapar. Aun así estaban las otras cicatrices, las que nadie podía ver, que dolían más y tardaban más en curar.


Estaba seguro de que sería un buen padre para Sebastian. Era por eso por lo que no se había planteado suspender el proceso de adopción después de que Elena lo abandonara. Y tampoco se había echado atrás cuando se enteró de la reclamación que recientemente había presentado la tía de Sebastián: aquella mujer había tardado demasiado en hacer acto de presencia como para ser tenida en cuenta. La adopción era ya un hecho. Al margen de que su hijo y él compartían ya un vínculo que estaba más allá de papeles y formalismos.



CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 1




Alrededores de Murmansk, Rusia.


Agosto, un año atrás…


En el viejo coche de la familia Gorsky apenas cabían dos adultos y un niño. Con él, viajar a cualquier parte era toda una aventura para Sebastian. Eso significaba que su padre había vendido su pesca y se había presentado en la casa-barco donde vivían, y que su madre se pasaría los días siguientes cantando mientras preparaba el desayuno. O que los dos dormirían un montón de siestas y que, una vez recuperados, el padre de Sebastián sacaría el coche y anunciaría que se merecían unas
vacaciones.


Rara vez llegaban muy lejos. Los días soleados se acercaban a la costa para comer ensalada de remolacha con huevos duros. Otras veces iban al puerto, donde Sebastián contemplaba los barcos sentado en los hombros de su padre.


Fuera cual fuera su destino, el retorno a casa siempre era igual. La madre de Sebastián sonreía y se abrazaba a su marido en el asiento delantero mientras él, atrás, se refugiaba bajo la manta con sus juguetes, arrullado por el rumor de las risas y el zumbido del motor.


Pero aquel viaje no era como los demás. La familia Gorsky había empaquetado ropa en lugar de la comida del picnic y había partido en plena noche, bajo la lluvia.


El coche marchaba más rápido que nunca y Borya daba botes en su asiento mientras agarraba el volante con fuerza, como si todavía quisiera forzar la velocidad. Olga no dejaba de mirar hacia atrás. Los faros del coche que los estaba siguiendo permitían ver las lágrimas que bañaban su rostro.


Con el pulgar metido en la boca, Sebastian se frotaba la mejilla contra la manta. Su madre estaba gritando: la voz le temblaba con palabras que no podía comprender del todo. Su padre debió haber aceptado el trato, debió haber hecho lo que le habían pedido. Porque aquella gente era demasiado poderosa. Por culpa de su orgullo iban a morir todos.


De repente sonaron disparos. Estalló el parabrisas trasero y una lluvia de cristales se abatió sobre Sebastian. Olga le gritó que se tumbara en el suelo del coche mientras Borya daba un volantazo.


Más que deslizarse, cayó al suelo del vehículo. 


Había astillas de cristal clavadas en la manta, brillando como hielo a la luz de los faros. Estaba llorando. Agarró su barquito de juguete y lo apretó contra su pecho. Quería que terminara aquel viaje.


Quería que su madre dejara de gritar y volviera a cantar, y que su padre lo levantara y lo sentara sobre sus hombros, muy alto, hasta que pudiera tocar las nubes…


El final fue rápido. El pequeño coche de la familia Gorsky no era rival para el sedán que le había estado dando caza. A través del enorme agujero abierto en el parabrisas trasero, se fue acercando el rugido de un motor. El primer topetazo mandó a Sebastián contra el asiento de su madre. El segundo sacó el vehículo fuera de la carretera.


Sebastián salió disparado a la primera vuelta de campana y aterrizó sobre un arbusto. No podía llorar, la caída parecía haberlo dejado sin aliento, así que no se quedó completamente callado mientras veía el coche detenerse por fin, boca abajo, en la cuneta.


Unas luces atravesaron la cortina de lluvia: el sedán que los había golpeado se detuvo en medio de la carretera. Apenas había frenado del todo cuando un hombre con un largo abrigo negro bajó y echó a correr hacia el coche de sus padres. Aparte de una rueda que todavía giraba y del vapor que se alzaba del capó, nada se movía en aquel amasijo de hierros. Tampoco se oía nada. La madre de Sebastian ya no lloraba.
El hombre de negro rodeó el coche, se inclinó para echar un vistazo dentro y escupió al suelo. 


Luego sacó un arma y se internó en la oscuridad, más allá del círculo de luz de los faros.


—Sal, pequeño —gritó—. No voy a hacerte daño.


Sebastian recuperó el aliento con un sollozo. La garganta le ardía, las espinas del arbusto le habían atravesado la camisa y estaba tiritando de frío. Lágrimas le quemaban los ojos, pero el terror lo mantenía callado.


Aquel hombre debía de ser un monstruo. Los faldones de su abrigo ondeaban al viento como enormes alas. Tenía los ojos negros y una línea blanca, brillante por la lluvia y en forma de hoz, le atravesaba una mejilla. Los monstruos odiaban a los niños. Eso era lo que decían los cuentos.


Así que Sebastián hizo la única cosa que podía hacer un niño de cuatro años: correr.



CRUCERO DE AMOR: SINOPSIS




A veces uno tiene que renunciar a lo que quiere para conseguir lo que necesita…


La diseñadora de moda Paula Chaves estaba decidida a reunir a su pequeña familia. Su sobrino había desaparecido y debía encontrarlo. 


Cuando al fin lo hizo, el pequeño y tímido Sebastián ya había sido adoptado por Pedro Alfonso, un profesor estadounidense. Paula reservó una plaza en el mismo crucero en el que iban a viajar Pedro y Sebastián, con la intención de conseguir la custodia de su sobrino.


Pero no contaba con la innegable atracción que sentía por Pedro y con que el silencio de Sebastián escondía un secreto relacionado con la muerte de sus padres… un secreto extremadamente peligroso.




Donde los sueños se hacen realidad…
El Correo del Crucero.
El capitán Nicolas Pappas, del Sueño de Alexandra, le da la bienvenida a bordo del buque
insignia de Cruceros Liberty. Viva el glamour y la magia del más lujoso de los cruceros
mientras navegamos por las bellas aguas del Mediterráneo.
Contrate una excursión a las ruinas de Olimpia, explore las calles empedradas de Dubrovnik y compre en los mercados de Nápoles. Para saber más sobre los tesoros de la antigua Grecia, pida información a la bibliotecaria Ariana Bennett sobre las conferencias que imparte el Padre Patricio Connelly.
Esperamos que se sienta lo más cómodo posible en este suntuoso barco. Disfrute
cenando en el Salón Imperial, tomando té en el Salón del Pétalo de Rosa, saboreando los
mejores vinos en La Belle Epoque y los bombones más deliciosos en el Café Tentaciones. Y tras divertirse con un espectáculo nocturno en el Salón Poseidón, suba a cubierta para gozar de la mejor actividad de todas: contemplar las estrellas del cielo del Mediterráneo.
Aventura, amor y diversión. Todo esto lo encontrará a bordo del Sueño de Alexandra.
¡Que disfrute de un maravilloso viaje!




domingo, 19 de julio de 2020

UN AMOR EN EL OLVIDO: EPÍLOGO




—¡Ya están aquí!


Arturo, de cuatro años, comenzó a correr como un loco por los pasillos cuando oyó que el helicóptero aterrizaba al otro lado de la Isla de Mithridos. Paula sonrió a su hijo aunque trató sin conseguirlo de que se callara un poco para que no despertara a su hermana de dos años o al hermanito de seis meses.


Había querido vestirse antes de que los primeros invitados llegaran a la isla, pero había estado tan ocupada con los niños, que no le había dado tiempo.


Horrorizada, se dio cuenta de que aún iba vestida con el albornoz que se había puesto tras darse una ducha. Se detuvo en el pasillo frente a la puerta de su dormitorio.


Su vestido, que era blanco con un estampado de delicadas rosas, estaba sobre la cama, esperándola. Entró en el dormitorio y notó que Pedro iba tras ella. Comenzó a besarle el cuello mientras le agarraba la cintura con sus fuertes brazos.


—¿Estás preparada para esto? —bromeó.


Paula se dio la vuelta y se puso de puntillas para darle un beso en los labios. Él tampoco se había vestido aún para la fiesta. Aún llevaba la ropa que se había puesto para llevar a los niños a la playa, unos pantalones cortos y una camiseta blanca, que marcaba su musculoso torso. Esa imagen siempre hacía que Paula quisiera comérselo entero…


No era mala idea, teniendo en cuenta que era su aniversario de boda.


Lo miró y vio que la expresión de su rostro cambiaba de repente. Con una picara sonrisa, él comenzó a besarla.


Entonces, el pequeño Arturo tiró algo en la planta de abajo. Ana comenzó a llorar y el bebé también, dado que el ruido lo había despertado prematuramente de su siesta.


Paula le dedico a su esposo una triste mirada.


—Y nuestros invitados están a punto de llegar.


—Bueno, tenemos unos seis minutos…


—¡Pedro! ¡Deberíamos darles a nuestros invitados la bienvenida a nuestra casa!


—Los niños están abajo. Pueden hacerlo ellos.


—¡Eres incorregible!


Sin embargo, suspiró de placer cuando él bajó la cabeza para besarla. Tenía una vida algo caótica, llena de amigos, niños y risas, pero plena de felicidad. Agotadora, pero maravillosa. Era la vida con la que había soñado siempre, a pesar de que dormía menos de cinco horas todas las noches. Se sentía afortunada.


Después de un único beso. Pedro dio un paso atrás. Le brillaban los ojos.


—Tengo un regalo para ti. Quería que lo abrieras antes de que llegaran los Navarre, pero…


—¿Por nuestro aniversario? Ya me has dado tanto…


Miró a su alrededor. Contempló el dormitorio en el que hacían el amor todas las noches. Se sentía plena y feliz.


—No quiero nada más —añadió.


—Pues te aguantas. Ábrelo.


Pedro le entregó una caja de terciopelo negro.


Ella lo abrió y contuvo el aliento.


En su interior, había un hermoso collar de diamantes, del que colgaban seis diamantes talla esmeralda. Cada uno de estos era tan grande como la yema de su dedo.


—Es precioso —susurró—, pero yo no te he comprado nada…


—Eso es lo que tú te crees —dijo. Le colocó el collar alrededor del cuello y se lo abrochó—. Este collar representa nuestra familia. Un diamante por cada uno de nuestros seis hijos.


—¿Seis? ¿Has estado bebiendo ouzo? Sólo tenemos tres hijos.


—Hasta ahora… —susurró él. Entonces, bajó la cabeza para besarla.


Diez minutos más tarde, cuando los Navarre entraron por la puerta principal de la casa, sólo encontraron a los niños para que les dieran la bienvenida, algo que hicieron en medio de un enorme revuelo.


—Bajarán dentro de un minuto —dijo la niñera, algo nerviosa.


Lucia y Ramiro se miraron el uno al otro y sonrieron.


No necesitaban ninguna explicación.






UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 42





Mientras el ama de llaves lo organizaba todo, ella se cubrió el rostro con las manos. ¿Por qué había estado tan ciega? Pedro le había ofrecido su amor y ella lo había rechazado. 


Desgraciadamente, iba a tener a su hijo sola. Y lo criaría sola.


Durante el resto de su vida estaría sola y moriría amándolo. Un hombre al que jamás podría tener. Su hijo no tendría padre y todo sería culpa de ella. Se le escapó un sollozo de entre los labios…


De repente, se oyó un ruido muy fuerte y a alguien gritando.


—Déjeme entrar, maldita sea. ¡Sé que está ahí!


La puerta del comedor se abrió de par en par. 


Ella levantó la mirada y vio a Pedro. Él corrió a su lado y se arrodilló frente a ella.


—Sé que dijiste que no me querías, pero si me dices que me marche ahora…


—No —respondió ella. Lo abrazó con fuerza y se echó a llorar—. Jamás volveré a decirte que te vayas. Estás aquí. Quería desesperadamente que estuvieras a mi lado y ahora estás aquí… Tu asistente nos dijo que estabas viajando por Asia.


—Pero venía de camino hacia acá. Por fin conseguí encontrar a la secretaria de tu padre en la India. Ya tengo pruebas de que…


—Ya no necesito nada —musitó, justo antes de que otra contracción la desgarrara por dentro—. La única prueba que necesito es tu rostro. Has venido. Estás aquí. Por favor… no vuelvas a dejarme nunca más…


—Jamás te dejaré… —prometió. Ella lanzó un grito cuando otra contracción la atenazó por completo—. Dios mío, Paula. Estás de parto —añadió. Se puso inmediatamente de pie—. ¡Kefalas! Prepara el coche. ¡Mi esposa está de parto!


Pedro la llevó a Londres saltándose todos los límites de velocidad para que ella llegara a tiempo al hospital. Llegaron demasiado tarde para la epidural. Acababa de acomodarse en su habitación y el doctor Bartlett llegaba para examinarla cuando el niño vino al mundo.


Pedro la sostuvo mientras su hijo venía al mundo. En el momento en el que el pequeño estuvo en brazos de su madre, las vidas de ambos cambiaron para siempre.


Pedro besó la sudorosa frente de su esposa y los tomó a ambos tiernamente entre sus brazos. 


Su amor se renovó en aquel mismo instante, brillante y maravilloso como un cometa que ilumina una oscura noche.




UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 41




Paula contuvo el aliento y se apretó la carta contra el pecho. Había creído que su madre había muerto porque tenía roto el corazón. Se había equivocado. 


«Jamás dijiste quién fue tu fuente. ¿De quién se trataba?»


«Di mi palabra de no revelar nunca su nombre».


Su madre había sido quien traicionó a su padre, pero, a los pocos meses, se sintió abrumada por lo que había hecho. Igual que le había ocurrido a Paula durante los últimos cinco meses. Sin saberlo, había modelado su vida como la de su madre.


Había renunciado al amor por la fría satisfacción de la venganza.


Dios Santo, ¿qué había hecho?


Gritó con fuerza al sentir otro dolor en el vientre.


—¿Señorita Chaves? —dijo el ama de llaves apareciendo de repente.


—Llámeme «señora Alfonso» —gritó Paula mientras se ponía de pie—. ¡Por favor! ¡Qué venga mi marido!


—¿Está de parto? Llamaré el médico. Prepararé el coche y…


—No —susurró Paula jadeando—. No vamos a ninguna parte hasta que él no esté aquí.


Se tambaleó. Las rodillas estuvieron a punto de doblársele al sentir otro fuerte dolor. El bebé estaba a punto de nacer.


Paula miró a su alrededor. No quería ser la mujer que había sido hasta entonces, enterrada en el pasado como lo había estado su madre. 


Quería un futuro. Quería que su hijo creciera feliz y seguro en un hogar lleno de vida. Quería que Pedro ejerciera como padre de su hijo. Como su esposo.


Quería amarlo.


—Por favor, déme el teléfono…


—Usted no se mueva.


El ama de llaves se dirigió al teléfono más cercano y marcó el número que Paula le dio. Tras hablar unos minutos, colgó.


—Su asistente dice que está de viaje por Asia y que no puede localizarlo.


—¿Le ha explicado usted que estoy de parto?


—Sí y le he dicho que a usted le gustaría que su esposo viniera a Londres tan rápidamente como le fuera posible. ¿Puedo hacer algo más?


—No…


No se podía hacer nada. Si Pedro estaba en Asia, jamás conseguiría llegar a Londres a tiempo.


Paula sintió ganas de echarse a llorar.